Recientemente Lorenzo Peña, sin duda uno de los filósofos españoles más originales y relevantes, nos concedió muy amablemente una entrevista-diálogo, en la que conversamos, por extenso, en torno a los principales aspectos de su pensamiento y obra. El texto que recoge ese intercambio acaba de ser publicado por la revista IMPRIMÁTUR (Ápeiron Estudios de Filosofía), nº 4, como un monográfico: http://www.apeironestudiosdefilosofia.com/#!imprimatur/ce96
La obra de Lorenzo Peña (entre cuyos títulos destacan los libros El ente y su ser, 1985, y Hallazgos filosóficos, 1992) contiene una concepción filosófica sistemática, de inspiración leibniziana y hegeliana pero elaborada con la herramienta del análisis lógico, propio de la filosofía analítica. En los últimos años Peña viene dedicándose principalmente a la filosofía del derecho, concretamente a la lógica jurídica.
Le agradecemos mucho que se haya prestado tan amable y cuidadosamente a este ejercicio.
lunes, 23 de noviembre de 2015
domingo, 25 de octubre de 2015
Presentación de De la Filosofía como Dialéctica y Analogía
Ya se ha publicado, y el próximo 6 de noviembre a
las 19.00h presentaremos en Meta Librería, mi De la Filosofía como Dialéctica y Analogía, editado por Ápeiron ediciones. Me acompañarán ese día Roberto Vivero, Víctor Bemúdez Torres y Luis
Martínez de Velasco.
El libro, en el que he estado trabajando estos
últimos años, tiene la intención de presentar una propuesta filosófica, “mi”
propuesta filosófica, relativamente original (lo que no significa lo mismo que “novedosa”,
como tiende a confundir la última modernidad), a la que, a falta de algo mejor,
suelo llamar “racionalismo dialéctico-analógico”.
Aunque esta propuesta tiene un carácter sistemático
(toda concepción filosófica, incluidas las más contrarias al sistema, lo
tienen, aunque a veces implícita e inconscientemente), he preferido, para
evitar confusiones e incomprensiones innecesarias, presentarla desde solo un
asunto filosófico, a modo de ejemplo, aunque de ejemplo ejemplar. Ese asunto es
el de la propia Filosofía. ¿Qué es la Filosofía? Tal pregunta, según me entrego
a intentar justificar en el capítulo preliminar del libro, parece hoy más
pertinente que quizá cualquier otro momento en la historia del pensamiento,
porque hoy más que nunca “la” Filosofía (si es que aún puede hablarse de ella
en singular, como estarán dispuestos a negar muchos) sufre (o goza) una crisis
de identidad, o una crisis existencial, radical: no sabe qué es, ni sabe
siquiera si existe o si tiene derecho a seguir existiendo. Dividida desde hace tiempo en dos continentes
(analítico y fenomenológico-hermenéutico) que parecen flotar en sentidos
contrarios, de modo que están cortadas casi todas las vías de comunicación
entre ellos; anunciando una y otra vez, desde el segundo de esos continentes,
su propio acabamiento (mientras en el otro, para más contrariedad, se consolida
un retorno a la forma más clásica de ella, la Metafísica)… lo extraño no es que
los gobiernos tiendan a minimizarla en los currículos educativos, en aras de la
tecnociencia y cierta religiosidad del carbonero, sino que todavía haya quienes
la defiendan, empezando por los propios profesores de Filosofía.
Pero, quien está en una crisis de identidad, o
existencial, es quien más debe y mejor puede responder a la pregunta por su
identidad y existencia, porque es, también, quien vive más conscientemente. Si
la Filosofía ha sido siempre (y esto mismo puede ser ya su “definición”) la más
autorreferente de las ocupaciones humanas (desde el “yo me he buscado a mí
mismo” o el “conócete a ti mismo”), esta autoconsciencia es ella el tema principal
ahora, después de toda una historia de constante lucha entre los Titanes y los
Dioses (según dice Platón en El Sofista),
que, si puede llevar a la misología en un primer momento, pone las condiciones,
también, para una mayor auto-comprensión.
El capítulo preliminar concluye con dos notas en que
se intenta justificar por qué este libro no pertenece al género de la
“Filosofía del Lenguaje” ni al de “Historia de la Filosofía” (o “Filosofía de
la Historia de la Filosofía”):
lingüicismo e historicismo son dos reduccionismos que acaban confundiendo
el instrumento con el objeto y llegan erróneamente a creer que los problemas
filosóficos se resuelven o disuelven mediante análisis gramaticales o
textuales, como si esos mismos análisis no estuvieran cargados de presupuestos
metafísicos.
El resto, o cuerpo del ensayo, se divide en dos
capítulos en los que se trata, respectivamente, de la Filosofía en sí misma (y
para sí misma), y de la Filosofía en su relación con “sus otros”, esto es, con
aquellos “ámbitos trascendentales” de la actividad humana con los que, por su
absoluta proximidad, más puede ella confundirse y más es imprescindible que se
distinga: el Arte, lo Ético-político, la Ciencia y la Religiosidad.
¿Qué es, entonces, la Filosofía, según ella misma
según este ensayo? Se parte de una caracterización básica, tan antigua como
insustituible, según la cual la Filosofía es el intento de un saber absoluto de
la realidad, un conocimiento (de lo) fundamental y sin supuestos. Pues bien, la
primera parte de la tesis de este ensayo es que una actividad tal es
necesariamente dialéctica, en el
sentido preciso en que es expuesto por Platón en el Parménides, esto es, que en ella el pensamiento se ve obligado a
afirmar la completa inter-implicación de los contrarios, de lo Uno y lo
Múltiple, de lo Idéntico y lo Diferente, de lo Que es y lo que Aparece…, en un
esquema diádico-tetrádico (no triádico, como en la dialéctica moderna) que
resulta de la combinación de cada uno de los dos elementos de la realidad,
tomados tanto respecto de sí mismos como respecto de su otro. La
unidad-identidad, si quiere ser absolutamente una e indivisible, aparece como
ininteligible o inefable (pues solo a través de lo otro podemos pensarla y
decirla, al menos los mortales), y no salva el fenómeno de lo múltiple.
Entonces la razón se ve llevada a pensar una unidad que se exprese en o deje
participar por el elemento otro, múltiple… Pero no consigue evadir las aporías,
pues no se salva así la auténtica unidad de la realidad ni explica cómo surge
lo otro a partir de lo uno-primero. Ante este “fracaso” de las filosofías de la
unidad-identidad, tanto en su versión absoluta como en la relativa, el
pensamiento se ve impelido a afirmar la prioridad de lo Otro, de lo Múltiple,
de la Inmanencia… En una de sus versiones, intenta salvar la unidad como una
especie de fenómeno emergido de lo múltiple pero imprescindible para que haya
lógica en las cosas. Tampoco esta vía consigue satisfacer a la razón, pues una
unidad dependiente de lo múltiple no puede cumplir el papel de universalidad
estricta que el pensamiento requiere; además, no se entiende cómo puede
producirse auténtica unidad y necesidad a partir de lo múltiple y contingente.
Parece más consecuente, entonces, volverse hacia un inmanentismo, pluralismo e
irracionalismo radical, un pensamiento de la diferencia que se dedica solo a
deconstruir cuanto parezca conservar algo de unidad. Sin embargo, esta vía
(“postmoderna”) es aún más insatisfactoria que las otras, como vía de
conocimiento al menos: no salva el fenómeno de la unidad, ni se salva a sí
misma, pues es el intento de defender racionalmente (necesaria,
universalmente…) la irracionalidad y contingencia absoluta. Los diversos
“sistemas” filosóficos unilaterales siguen uno de estos cuatro caminos,
viviendo cada uno de las aporías de los otros y muriendo de las suyas propias.
Así la Filosofía aparece como ese famoso campo de batalla sin cuartel. El
primer paso hacia la comprensión dialéctica se da, según nuestro ensayo, cuando
el pensamiento, consciente de ese “juego de las hipótesis”, ve que la verdad no
está en ninguno de los caminos aislados sino en el todo. Solo el pensamiento
unilateral o abstracto quiere a toda costa evitar la “contradicción” real. La
Filosofía es dialéctica, aunque a veces lo ignore.
Sin embargo, ese no es el último paso. La Dialéctica
mantiene al pensamiento en un círculo aporético, en un laberinto. El paso
ulterior en la comprensión filosófica ocurriría cuando advertimos que los dos
elementos fundamentales del pensamiento (y de la realidad en cuanto
cognoscible), no se inter-implican ni mediante una relación de univocidad (lo
uno y lo otro como géneros equivalentes de un género universal), ni, menos aún,
mediante una relación de equivocidad (lo uno y lo otro como conceptos
irrelacionables): la relación esencial de la Realidad o Ser solo puede ser una
relación “asimétrica”, intensional, irreducible a los conceptos extensionales
de género y especie, todo y parte... Esa relación, a la que Platón llama
Participación y que expresa mediante todos los recursos analógicos del Lenguaje
(la ironía, el “mito”, la simbología onomástica y toponímica, la
meta-narración…), no es inteligible a partir de otra cosa que ella misma. Según
ella, todo es absolutamente uno sin por ello dejar de ser múltiple. Pero,
mientras que la unidad-identidad es absoluta, la pluralidad y diferencia, el
no-ser… solo son relativos, lo que no significa que sean irreales (como se
empeña en pensar el pensamiento adialéctico y ananalógico). La Historia de la
Filosofía es, antes que la historia del “olvido del ser”, la historia del
cuasi-olvido o cuasi-consciencia de la Analogía. Si la Dialéctica es la Guerra
y el Laberinto, la Analogía es el Amor, que convierte la guerra en
complementariedad y armonía. Este es el principio axiológico fundamental y más
general: unidad de lo múltiple, “hen,
panta”, que dijo Heráclito, sin negación –insistamos- de la multiplicidad y
diferencia.
El segundo capítulo analiza la relación que la
Filosofía guardaría con sus otros propios. Se trata, desde luego, de una
relación dialéctica y analógica: la Filosofía es y no es lo mismo que el Arte,
que la Ético-política, que la Ciencia, que la Religiosidad. Cada uno de estos
sus otros comparte con ella algo esencial, pero es también esencialmente algo
diferente: el Arte y la Ético-política son lo mismo que la Filosofía en cuanto
que las axiologías estética y ética (belleza, bien) son aspectos del mismo
criterio axiológico general que la Filosofía expresa como búsqueda teórica (de
la verdad). Pero el Arte se dirige esencialmente a la Imaginación y la Emoción,
y lo Ético-Político a la voluntad: no son fundamentalmente cognitivos. La
Ciencia, en cambio, sí es, como la Filosofía, actividad cognitiva, teoría,
búsqueda de la Verdad. Pero la Ciencia funciona y progresa gracias a que da por
supuestos sus fundamentos, e ignora las preguntas absolutas que conducen a la
dialéctica y la analogía en sentido fuerte. Por último, la Religiosidad tiene,
como la Filosofía, una sed de absoluto, y abarca todos los terrenos de la
actividad humana (arte, ético-política, ciencia…) sin confundirse con ninguna.
Pero la Religiosidad toma lo absoluto como un dato y, por tanto, como dogma, en
tanto la Filosofía debe someter a crítica incluso el dato absoluto, lo que no
la coloca en una situación menos aporética que la de la Religiosidad: si esta
parece la soberbia de saber positivo de lo absoluto, lo paga quedándose en
“mera” creencia (doxa): por contra, la Filosofía paga su humildad de mero
querer-saber con la soberbia de sentirse capaz de someter a juicio a la
realidad en sus fundamentos.
De
la Filosofía como Dialéctica y Analogía, en fin, quiere abrir,
mediante el simple ejercicio de la especulación filosófica, una posibilidad de
renovación de la Filosofía y, con ella, de los aspectos todavía tenidos por más
constitutivos de la existencia humana.
jueves, 9 de julio de 2015
De la idea de Igualdad
He aquí un asunto de pensamiento, tan viejo y básico, tan
presente en todo momento en nuestro diálogo ético-político… que apenas nos paramos
a considerarlo y es, por eso, siempre virtualmente nuevo: la Igualdad “de los
Hombres” (y las mujeres, ¿y los niños, y del resto de animales, y…?). Es de
gran ayuda que de vez en cuando el lado cínico o trasimaqueo del pensamiento se
atreva a negar lo que “todos” tenemos por más indudable: por ejemplo, Nietzsche
(que dijo, efectivamente, que sobre lo más serio hay que ser cínico, y él mismo
se atribuyó plenamente ese papel) sostuvo una crítica continua y feroz contra
la igualdad, pilar –dijo- de la moral del rebaño (de él descienden los
pensadores de la diferencia, a la mayoría de los cuales, sin embargo, muchos
tomaríamos por grandes igualitaristas, incluso comunistas). A mí, en esta ocasión, ha sido la lectura del artículo
de John Kekes “Againts Egalitarianism” (en Political
philosophy, royal institute of philosophy sumplement, 58, edited by Anthony
O’Hear, Cambridge University press, 2006) la que me ha llevado a replantearme
el tema. No porque el artículo de Kekes, o las otras obras en que trata el tema,
me parezcan especialmente impresionantes, sino por resonancia, digamos: a veces
algo que no tiene en sí mismo un valor muy grande sí tiene la capacidad o la
oportunidad de llevarnos a pensar en lo digno de ser repensado una y otra vez.
****
En nuestro código moral figura como principio fundamental el
principio de Igualdad. Pero, como todos los conceptos ético-políticos, la
Igualdad es dialéctica y, por tanto, genera contradicciones cuando es pensada
unilateralmente. ¿Cómo cabe pensarla, entonces?
Podría cuestionarse, previamente, que el principio de
Igualdad sea o haya sido sostenido tan universalmente como suponemos. Puede creerse
que la identificación o, al menos, inseparable unión ideal de la igualdad con
la justicia es cosa solo de la (más bien, de cierta) modernidad reciente, o, a
lo sumo, también de la democracia de los varones libres de Atenas, en tanto
para otros pensamientos políticos y/o momentos históricos, sería en cambio
alguna forma de desigualdad lo que definiría a la justicia. Sin embargo esto, en un sentido muy general, es un error: seguramente el régimen más inflexiblemente
jerárquico se pretende justificar como la búsqueda de una absoluta igualdad
formal (Platón, por ejemplo, de cuya Polis jerárquica me ocuparé en una próxima
entrada, identifica, efectivamente, justicia con igualdad) y seguramente
incluso el más igualitarista de los pensamientos políticos no pretende defender
la completa igualdad material de todos, independientemente de las
características concretas de cada uno: tratar como igual lo diferente (lo
desigual) es una injusticia, como tratar lo igual como diferente, precisamente
porque significa no ser igualitario o equitativo. El problema filosófico de la
Igualdad política se hace más interesante, pues, cuando se ve como la
dialéctica entre las diversas maneras de entender la igualdad en su relación
con la diferencia, la dialéctica entre igualdad formal e igualdad material.
Lo que sí cambia, entonces, fundamentalmente, de las
sociedades y pensamientos “no-igualitaristas” al “igualitarismo” que
identificamos claramente como tal (republicano y democrático, tanto antiguo como moderno) es el peso que,
en uno y otro caso se le reconoce a lo que los hombres tienen de igual y
desigual, así como al origen de la desigualdad (natural o social) y a su
posibilidad de modificación. El igualitarismo que identificamos como tal,
piensa que lo que los hombres tienen de igual es mucho más esencial que lo que
los diferencia, incluso cuando no lo parece debido a que eso que tienen de
igual viene ocultado por desigualdades que no corresponden a su verdadera
naturaleza y que son modificables. Es más, este igualitarismo parte del
postulado (obviamente problemático) de que lo que hace a los hombres sujetos de
derecho (la racionalidad-libertad) es exactamente igual en todos ellos (como
decía Descartes al comienzo de la modernidad), y (más problemático aún), parece
que se requiere que lo sea de manera actual y no meramente “virtual” o
potencial (contra lo que pensaban Aristóteles y en general los clásicos).
Respecto de este igualitarismo fuerte, Amartya Sen, en una
influyente lectura, recordó la pregunta acertada: ¿Igualdad de qué? Es decir,
¿cómo se implementa materialmente el principio de estricta igualdad de todos
los hombres?, ¿qué es lo que un orden jurídico justo tiene que garantizar con
absoluta igualdad para todos? Antes y después de él, diversos pensadores han
hecho diversas propuestas de qué debería considerarse como tal equalisandum: ¿el nivel de satisfacción,
las oportunidades sociales, el acceso a recursos, el acceso a ventajas…?
Pero sería conveniente, quizá, empezar por el sentido más
universal y formal de la Igualdad.
****
Todos los hombres “son” iguales. Pero ¿cómo hay que entender
esto? Como cuestión, cuando menos, fáctica –se nos dice -, los humanos solo son
iguales en ciertas cosas, y son distintos en otras. Sin embargo, la concepción
universal de la justicia dice que “son” absolutamente iguales, es decir, prescribe que “deben ser” tratados como
iguales. ¿Iguales en qué, y por qué? Iguales en derechos –se puede contestar a
la primera pregunta-; porque son iguales en “lo esencial” por naturaleza –sería
(mucho más dubitativamente) la respuesta a la segunda-. Pero ¿es claro lo que
significa o lo que implica cada una de esas respuestas?
¿Qué queremos decir cuando afirmamos que todos los hombres deben
ser tratados como iguales?
- “Evidentemente”, no queremos entenderlo en el sentido de que
todos somos, en el fondo, completamente iguales y tenemos, por tanto, que hacer
o acabar haciendo las mismas cosas y comportarnos de la misma manera. La máxima
igualdad que exigimos como justicia es solo justificable, “creemos”, en la
misma medida en que salva la mayor diferencia posible. No queremos una colmena
humana constituida por clones. Solo un monismo absoluto y unilateral
(univocista y adialéctico) pensará que la justicia final coincidirá con la
indistinción en uno de todos los seres. Incluso el mesías que preconizó el amor
al prójimo como a uno mismo, advirtió
también que en la casa de su padre hay múltiples estancias.
- Pero, por las mismas, la mayor diferencia no puede ser tal
que elimine la mayor y más estricta igualdad, pues “evidentemente” “creemos”
que la diversidad solo es justificable si respeta escrupulosamente la absoluta
igualdad. La justicia no puede ser lo mismo que la fuerza de cada uno en su
lucha contra todos los demás. Solo un pluralismo absoluto y unilateral
(equivocista y adialéctico) puede pensar que la “justicia” completa coincide
con la completa desigualdad: incluso el profeta anti-mesías, Zaratustra, daba
consejos a sus hermanos, como si se viese empujado a querer para ellos lo que
veía bueno para él.
Hay que usar, no obstante, las comillas con los
‘evidentemente’ y ‘creemos’ de las frases anteriores porque, de hecho, no es
tan obvio ni fácil que la igualdad no se confunda con la homogeneidad
indistinta y la diferencia no se confunda con la heterogeneidad de
inconmensurables: ahí está, por ejemplo, para lo primero, la escuela
convencional (pero también cualquier otra instancia que se ocupa de agravios
comparativos, etc.), y las escuelas e instituciones elitistas para lo segundo.
Pero, suponiendo que, al menos idealmente, no confundamos
igualdad con homogeneidad ni diferencia con “desigualdad”, que entendamos,
pues, que el principio de igualdad de la justicia significa, realmente, la
mayor igualdad de la mayor diferencia, la mayor diversidad en la más estricta
unidad… ¿en qué y por qué los hombres deben ser iguales?
****
Al nivel abstracto parece tan fácil… como vacuo justificar
el principio de igualdad, e incluso su carácter supremo: cualquier ser es y
vale abstractamente igual que cualquier otro, es decir, vale igual si descontamos sus características concretas,
que lo individúan. Yo tengo que aceptar, por pura lógica, que cualquiera
que estuviese en mi completa circunstancia, debería ser tratado de la misma
manera en que pido racionalmente ser tratado yo. Esta igualdad, universal en el
sentido de sumamente abstracta, no solo es compatible con la mayor
diferenciación sino que la exige, porque dos seres iguales son uno y no dos. A
medida que aparecen las particularidades, la misma exigencia de trato igual
exige el trato diferente. Y la realidad es individual: incluso las Ideas
platónicas, así como los instantes fugaces, son uno cada vez (también el eterno
retorno o la repetición, que solo pueden serlo realmente si no lo saben).
Por eso, el principio de Igualdad, siendo sumamente
universal, parece sumamente vacuo. Digo “parece” porque creo que no lo es. Hay,
ciertamente, una visión mística fundamental en esa igualdad de todas las cosas.
El viejo Parménides ya le pronosticó al joven Sócrates que cuando la filosofía
le poseyese como algún día habría de poseerle, no despreciaría ni al pelo ni a
la basura, y no le negaría el ser a nada. Todas las cosas son iguales en el
ser. Pero para que esta visión tenga su verdadero sentido, ser no debe ser
entendido en su valor puramente general y vacío (igual a la nada, según el
comienzo de la Lógica de Hegel), sino, como dicen platónicamente los tomistas,
como aquello que está presente tanto en lo más universal como en lo más
concreto, con la máxima extensión tanto como con la máxima intensión. El ser
es, en nuestras palabras, dialéctico y analógico. Si logramos entender así la
Igualdad (como básica propiedad relacional que es del ser o realidad), podremos
entender lo que la justicia busca. La más intensa igualdad e incluso identidad
en la más variada variedad, la igualdad esencial de todas las cosas que no
elimina sino que enriquece las diferencias entre cada una y otra e incluso
entre cada una y una. Pero antes de entender esto deberíamos volver a algo más
mundano, más “inteligible”.
Sin llegar a esa visión mística, podría pensarse que el más
genérico principio de igualdad ya está lejos de ser vacuo en cuanto nos exige
que no discriminemos a seres iguales (en aquello en que son relevantemente
iguales): ¡ojala, se dirá, al menos tratásemos igual a seres iguales! Los
grandes problemas de justicia real consisten fundamentalmente, quizás, en el
trato desigual de personas y resto de seres que son naturalmente iguales. ¿Por
qué este tiene acceso a alimentos, salud, educación… mientras que aquel carece
de todo eso, siendo como son, fundamentalmente iguales en naturaleza? Este
alegato supone la distinción de principio entre lo que sucede y lo que debería suceder,
entre lo que hacemos y lo que debería hacerse. En ello reside la distinción
entre el momento “descriptivo” (todos los hombres son iguales) y el
prescriptivo (todos deberían ser tratados como iguales). Es el supuesto básico
de cualquier elección y de la acción en general.
Implica, a su vez, que o bien no siempre vemos correctamente
cómo son los seres (en qué son iguales y en qué diferentes), o bien, aunque lo
veamos, no tenemos la voluntad de conducirnos con ellos como sabemos que
deberíamos conducirnos. (Un intelectualista moral es el que reduce todo el
problema al primer momento: siempre que no nos comportamos justamente, es
decir, con igualdad, es porque no comprendemos la auténtica naturaleza de las
cosas, empezando por la nuestra).
Sin embargo, el cinismo puede intentar desinflar esa esperanza
de exigencia de justicia universal señalando que siempre, necesariamente, hay
alguna diferencia entre dos seres y sus circunstancias, o al menos siempre es
percibido así por el agente, y es esa diferencia percibida la que justifica su
trato discriminatorio para con seres que, para la consideración de otro, pueden
parecer iguales. Una persona come conejo mientras tiene otro conejo por
mascota: puede desmembrar y devorar al primero, mientras que lloraría ante un
leve rasguño del segundo. Un padre salvaría del fuego antes a su hijo que a
otros tres niños. Nos condolemos y luchamos por nuestros vecinos y no por los
lejanos. ¿Son, estas, conductas irracionales e injustas? Si tenemos en cuenta
el afecto que uno cogió al conejo (al que le puso nombre, y con el intercambió
cariños), o la inclinación que uno siente por su hijo, etc., la aparente
igualdad se desmorona, y queda justificada la diferencia de trato. (Por
supuesto, es más que discutible que esos ejemplos pertenezcan al mismo tipo, pero dejemos eso por ahora).
Para rechazar ese argumento (que realmente conduce a la justificación
de cualquier acción y, por tanto, a ninguna), es preciso defender, al menos,
que hay atribuciones y atribuciones (y voluntades y voluntades): las hay más
puramente subjetivas y las hay más objetivas (más buenas y más malvadas); y que
solo las atribuciones objetivas (y las voluntades bondadosas) dan lugar a
tratos justos. Este no es un requerimiento que pueda rechazar quien aspire a
una justificación racional de su conducta, o, en general, a la posibilidad de
la ética. Si uno está convencido de que el principio formal de igualdad es vacuo
y no puede dejar de serlo, uno no puede constituir ninguna teoría de la
justicia. Tampoco, por supuesto, una que “se limite” a proteger la libertad y
la propiedad: cualquier norma material, que use la fuerza para impedir ciertas
acciones (como, por ejemplo, arrebatar la propiedad a otro) es una norma ideal
con contenido (“material”), es decir, descuenta como injustas algunas
cualidades materiales que individúan a los sujetos (por ejemplo, la capacidad
del desposeído para arrebatar la propiedad).
****
Supongamos que aceptamos la exigencia general de la máxima
igualdad, acompañada del máximo respeto de la diferencia. A partir de aquí continúa
una serie de aporías, en torno a las cuales no dejamos de orbitar desde que
tenemos capacidad de planteárnoslo, y que intentaré recordar en próximas
entradas de este blog. Algunas de ellas son: ¿cuánta diversidad puede tolerar
la igualdad: no hay acciones y formas de vida incompatibles? Y ¿qué relación
debe guardar la igualdad de la justicia con la desigualdad de opciones y
acciones? ¿Debe eliminar o compensar las consecuencias de formas de vida o
acciones que dan resultados con diferente valor objetivo? ¿Qué relación hay
entre la igualdad y las características sociales y naturales de uno?: ¿es
igualitario aceptar las circunstancias sociales en que cada uno nace?, ¿y las
cualidades naturales?
sábado, 23 de mayo de 2015
¿Son reales y bellos (realmente bellos) los ríos y las montañas? (Del lugar del hombre en la naturaleza, III)
Si imaginemos el universo desde fuera (¿desde “ninguna
parte”?, sin la presencia del hombre o de cualquier ser pensante o, al menos, sentiente,
“veremos”, según el nivel de resolución de nuestro “objetivo”, galaxias, estrellas
y planetas, ríos y montañas, plantas y varias especies animales, moléculas,
átomos… Si nos preguntamos qué valor o sentido tiene todo eso en sí mismo o por
sí mismo, es decir, sin nosotros o, al menos, sin algún ser sentiente que
coexista con ello, seguramente nos responderemos, de manera inmediata, que todo
eso no tiene propiamente todavía ningún valor ni sentido porque nada en todo eso
es sensible al valor o al sentido, nada en todo eso tiene consciencia y es
capaz de sentir y pensar. Incluso si añadimos ahora al “escenario” la presencia
de seres meramente sentientes, animales capaces de sentir placer o dolor pero
incapaces de cualquier reflexión, buena parte de nosotros seguirá pensando que
ahí hay todavía un gran déficit de valor o sentido, si es que hay ya sentido o
valor alguno: no existe “todavía” ningún ser auto-consciente y consciente de la
“maravilla de la creación”. Existe solo realidad ahí, pero no realidad marcada
o cualificada con el valor.
¿Existe, de hecho, “realidad” ahí? Según se pregunta una
vieja y famosa paradoja zen, ¿suena un árbol al caer si no hay nadie para
escucharlo? ¿Existe realidad sin un sujeto que la perciba? Sin llegar a ese
extremo de idealismo, al cuadro anterior puede hacérsele al menos la objeción
de que no hay ahí todavía las realidades que nosotros decimos que hay
(estrellas, planetas, montañas… ¿animales?) pues –según esta objeción- es imposible
imaginarse el mundo sin una consciencia que lo categorice y lo individúe de una
u otra forma: en realidad, no existen montañas o ríos, estas son construcciones
nuestras, si no en el sentido de que las hayamos sacado completamente de
nuestra cabeza, sí al menos en el de sentido de que su individuación y, por
tanto, sustancialidad, es indefinida y básicamente convencional, no-natural:
¿una montaña es algo más que un montón de piedras, o, más bien, de átomos (si
es que estos son ya “objetivos”, independientes de nuestros constructos)? "No
entity without identity", como dijo Quine, pero las montañas no tienen identidad.
No solo, pues, el valor ético y estético, sino incluso el valor puramente
ontológico (la axiología más aparentemente neutral, la de lo que es real o no)
estaría ausente o reducido a un mínimo en un mundo sin seres conscientes. Los
menos extremistas admitirán como sustancias o sujetos de pleno derecho a los
animales. Y admitirán también (aunque una cosa puede ir y va muy a menudo
desligada de la otra) que la existencia de los seres sentientes es ya una
existencia, además de real, valiosa o con sentido de algún modo.
Sin embargo, podemos rechazar esta tesis antropocéntrica o
sujetocéntrica. Creo que debemos admitir que, antes o independientemente de que
haya hombres o algún otro tipo de consciente racional en el mundo, el mundo
posee, como un todo y en cada una de sus partes y niveles, realidad, pero
también, todo él y cada una de sus partes, valor o sentido, aunque,
ciertamente, tanto su valor y sentido como, incluso, su realidad, cobran aún
más valor, sentido y realidad, o incluso puede decirse que se colman de sentido
y realidad, cuando son contemplados y entran en comunicación con realidades
conscientes y racionales. O, mejor que decir “cuando” habría que decir “en la
medida en que”, pues otro elemento esencial de la perspectiva filosófica que
quiero defender aquí es que la consciencia y la racionalidad, como por otra
parte cualquier otra cualidad (también la realidad, el valor, el sentido…) se
dan por grados, y no como todo o nada.
****
Empecemos por lo más simple, detrás de lo cual irá todo, sin
embargo: la realidad. ¿Existen propiamente las montañas y los ríos, o son meros
constructos nuestros, porque nos interesa o no tenemos más remedio que
categorizar e individuar el mundo así (pero otros seres, con otros tamaños e
intereses individuarían de otra manera)? Para contestar a esta pregunta
necesitamos explicitar nuestros criterios
de sustancialidad. ¿Cuándo, o en qué medida (según nuestra perspectiva
gradualista), una cosa existe propiamente, es decir, es una sustancia real, y
no un producto de la imaginación y/o voluntad de un sujeto cognoscente? Nosotros
aceptamos como criterios fundamentales de sustantividad los que ya Platón y
Aristóteles contemplaron: la unitariedad y la actividad propia o eficiencia.
Algo es real, es una realidad, en la medida o grado o proporción en que es
unitaria y en la medida o grado o proporción en que posee importe causal.
Algo es una sustancia, primero, en la medida en que es algo
unitario, es decir, algo indivisible, algo “numéricamente uno” (no
genéricamente uno). Esta unitariedad, incluso la numérica, se da por grados o
intensidades. No posee la misma unitariedad una montaña que una planta (que es
un “organismo”, con un patrón único de crecimiento), menos aún que un mamífero
(con un centro de consciencia) o que un humano (que posee, en mayor grado que
otros mamíferos, autoconsciencia). El “grado” de unitariedad de algo se “mide”
por el grado de integración de lo múltiple de ese algo: no es lo mismo un
conjunto hecho por mera acumulación de cosas heterogéneas, que un conjunto de
homogéneos, que un “todo-mayor-que-las-partes” u organismo… Los límites y el
grado de unidad de una montaña o de un río no son arbitrarios. Si lo fueran, ni
siquiera nosotros podríamos “otorgarle” unidad, salvo la mínima de un conjunto
aleatorio. Un río es una masa de materia-energía muy diferente a su entorno
inmediato, si se mira en el nivel adecuado de resolución. Es cierto que los
límites de una montaña o de un río son relativamente vagos o “borrosos”, pero no
es preciso entrar aquí en el conocido debate de la vaguedad, porque esta no es
exclusiva de los ríos o las montañas: también los seres humanos tenemos límites
espaciales vagos si aumentamos el nivel de resolución (¿qué partículas
subatómicas son “nuestras” y no del entorno?), aunque menos que una montaña…
¡pero no que un electrón! (este posee una vaguedad en su localización, pero él
mismo es perfectamente delimitable: seguramente su enorme precisión como in-dividuo
le empuja a perder precisión local…). Podría plantearse, dicho sea de paso, el
problema de las entidades “repetidas”, es decir, cosas iguales en
localizaciones diferentes. Aunque pensemos, con Leibniz, que no hay dos cosas
idénticas en el mundo, sí las hay relativamente idénticas, y podría defenderse
la tesis de que, en la medida en que existen cosas numéricamente unas pero
repetidas, se trata de la misma entidad, localizada simultáneamente en diversos
lugares (por ejemplo, ¿no son las diferentes bacterias de una misma especie, o
incluso las abejas hermanas, una misma entidad individual, repetida en el
espacio?). Esto debería ser puesto en relación con la distinción entre términos
o conceptos “sortales” o numerables y términos de “masa” (como el agua),
imposibles de contar. Dejemos esto para otra ocasión.
El otro criterio de sustantividad es, según dice Platón en El Sofista y fue luego pensamiento
conductor de Aristóteles, la dynamis,
la acción. Operari sequitur esse,
decían los filósofos de la escuela. Algo es real e individual si y en la medida
en que tiene importe causal, en que produce efectos, en que es activo, o, al
menos, reactivo (más bien, ninguna cosa es ni puramente activa ni puramente
pasiva, sino con grados diferentes de una síntesis de ambas cosas).
Usando estos dos criterios (entre los que hay una profunda
conexión ontológica, que no discutiremos aquí) de manera gradualista y teniendo
en cuenta que la realidad tiene múltiples niveles (en cada uno de los cuales
tiene sentido una categorización e individuación que no lo tiene en un nivel
diferente), es posible argumentar la individualidad objetiva de entidades como
una montaña o un río. Todo lo que es necesario para reconocer que son entidades
reales es situarse en el nivel óntico en que esas entidades tienen su unidad y efectividad.
Para el reduccionismo “hacia abajo” no existen más que las últimas partículas
que la física postule en cada momento, pero nosotros podemos rechazar este reduccionismo, y aceptar que unos ámbitos de realidad se solapan con (o
supervienen pero son irreducibles a) otros, respecto del marco básico del
espacio.
Las montañas y ríos poseen cierta identidad, unitariedad y
efecto, y, por su parte, el ser humano no la tiene toda: nuestra
autoconsciencia (que, según Kant, acompaña a todas nuestras representaciones)
no está siempre presente en el mismo grado. Montañas y ríos existen y son
reales independientemente de nosotros, aunque la concepción que tenemos de
ellos es una síntesis entre lo que ellos son y nuestra manera no absolutamente
diáfana de concebirlos: lo que ocurre en el umbrío valle no ocurriría si los
componentes materiales de la montaña y del río no estuviesen objetivamente organizados
como lo están, y ello es así independientemente de que haya una subjetividad capaz
de contemplarlo y reconocerlo. El hombre no introduce, pues, la realidad: ni la
suya, ni la del resto de cosas, aunque tiene margen para describir la realidad
desde su perspectiva más que desde otra.
****
El hombre no crea la realidad. Pero ¿no es él quien
introduce en ella el sentido y el valor, es decir, una especie de juicio por el
que, lo que se da o es, es comparado con lo que debería darse o debería ser o
sería bueno y bello que se diese o fuera? ¿No es quien cualifica estética y
moralmente a todas las cosas, no es él la medida o el poseedor de la medida del
valor? Imaginémonos al hombre, o algún
otro ser consciente, apareciendo en ese conjunto de estrellas y planetas,
montañas y ríos, plantas y otros vivos supuestamente no sentientes, moléculas,
átomos… ¿Qué ocurre ahora con el sentido y valor de las cosas?
Pensemos el asunto, por el momento, en términos estéticos
(que es en los términos en que pienso que muchos tenderán, de forma inmediata,
a intentar justificar que nos resulte respetable la naturaleza, un río o una
montaña por ejemplos). De hecho, en una consideración estética las cosas se
presentan, de manera más directa, como “fines en sí mismas”. Todos podemos
percibir la belleza y consistencia que habita en las cosas, en el simple hecho
de su luz y color. En efecto, ante la pregunta de por qué sentimos respeto y
admiración por la naturaleza, se podría responder, no tanto que la consideramos
moralmente valiosa (con fines o intereses propios), sino que encontramos en
ella perfección sin más, “es decir”, belleza. El rumoroso y fresco río, la gran
montaña… son bellos, y eso es lo que nos impele a respetarlos, a ver su posible
destrucción o deterioro, como un mal intrínseco, más allá de su utilidad para
nuestros fines. Pero -se dirá- esto, la belleza de las cosas, es algo puramente
subjetivo, “es decir”, antes de que estuviéramos nosotros aquí para
“atribuirle” belleza, las cosas no eran ni bellas ni feas, ni lo son
independientemente de nuestro juicio (análogamente a como, antes de que hubiera
órganos auditivos en este mundo, el árbol no producía ruido al caer, o incluso
de forma más subjetiva). Pero ¿qué significa ese “atribuirles”? No es un
atribuirles arbitrario, sino un reconocerles. La belleza de las cosas, del río,
de la montaña…, se nos impone, como un dato, como una propiedad más de las
cosas, lo mismo que se nos impone su realidad. No es que hagamos nosotros
dignas de admiración a las cosas porque nos gustan, sino que nos gustan porque
son bellas. De manera análoga a como el árbol, al caer, producía sonido, aunque
no hubiera ningún órgano para oírlo. Sin presuponer la objetividad del ruido o
de la belleza, es inexplicable la audición y la percepción de lo bello. El
juicio estético queda sin explicación si no presupone criterios objetivos de
belleza, lo mismo que el juicio teorético es presa del total escepticismo si no
presupone criterios objetivos de verdad. Esto es así aunque resulte que solo en
el juicio estético o teorético, es decir, en la síntesis de lo objetivo y la
subjetividad que lo percibe, se colman la verdad y la belleza.
(Aquí suele aparecer una pseudo-explicación, alguna variante
de la falacia naturalista, que intenta explicar nuestra atribución
no-arbitraria de valores por nuestra tendencia a la superviviencia, o algún
otro hecho natural… Esto es equivalente a intentar explicar por qué creemos en
la validez de una demostración matemática aduciendo rasgos de nuestra
psicología o de nuestra genética. Explicaciones de este tipo dejan fuera
precisamente lo que hay que explicar: el carácter normativo de los valores. La
historia natural de los hombres es un objeto perfectamente correcto y necesario
de la ciencia natural, pero no agota, ni siquiera roza, el problema de la
justificación de los valores. Por eso todo naturalismo (que no la ciencia
natural) es una filosofía falsa –aunque necesaria, en la dialéctica de la
filosofía-).
La belleza de las cosas se nos impone. Está en ellas,
incluso aunque ellas no sean capaces de apreciarla. No está solo ni
primordialmente en nosotros, incluso aunque nosotros seamos los únicos seres
capaces de apreciarla. Desde luego, también “sentimos” que la naturaleza gana
sentido en la medida en que hay más consciencia de su belleza, o, por decirlo
menos antropocéntricamente, en la medida en que ella toma, a través de alguno
de sus momentos, consciencia de su belleza. La belleza, como todas las
propiedades “trascendentales”, se completa en el diálogo entre lo bello y su
consciencia. ¿Es este el papel del hombre? Esto sería una recaída en el
antropocentrismo. Para empezar, no sabemos si, no podemos negar que, la
naturaleza tenga consciencia de su belleza tanto en el Todo (una consciencia
universal) como en cada una de sus partes: ¿no percibe, interpreta, comunica…
cada parte a las otras partes de la naturaleza? Pero si solo seres como los
hombres pueden apreciar su belleza, esto no los hace extraños, sino, al
contrario, una parte necesariamente inserta en la naturaleza. ¿A dónde podría
ir el hombre a contemplar la belleza?
Aquí se nos plantea muy naturalmente la cuestión del autor
de la belleza. Si el hombre no es el autor de la belleza de la naturaleza, sino
solo un espectador cualificado, ¿quién es el artista? ¿Tiene que haber algún
artista? ¿Se debe inferir, a partir de la belleza (y la bondad, y la realidad)
de la naturaleza, la existencia o realidad de un artista o creador, es decir,
en último extremo, de una Subjetividad? ¿Qué ocurre si, con el nihilismo,
creemos que toda atribución de subjetividad a la realidad es un “antropomorfismo”?
¿Se devalúa el mundo? En cierto modo, no (¿qué ocurre si descubrimos que algo
que considerábamos obra de alguna cultura inteligente y encontrábamos bello, es
realmente el fruto de fenómenos “naturales” como la erosión? ¿Deja de ser
bello, al carecer de intencionalidad?): las cosas tienen la belleza que tienen,
tengan un autor o no. “Solo” ocurre (o parece que ocurre) que, sin un autor,
resulta absolutamente incomprensible la existencia y belleza del mundo (no un
“milagro”, sino algo mucho más fuerte: un absurdo, análogo al que, según Kant,
constituiría una ética del deber sin el postulado de lo sobrenatural; milagro,
esto es, suceso radicalmente inesperable y maravilloso, anti-mecánico…, lo es
de todas maneras).
Pero, nuevamente, ¿no es esto solo una manía antropomórfica,
una debilidad? Antropoformismo es todo: la fuerza que atribuimos a un electrón,
es un antropoformismos en alguna manera. Si el antropomorfismo consiste en
verse análogo a toda la naturaleza, desde la parte más pequeña a la más grande
(al Todo), el antropoformismo es una gran verdad, mucha más que su quasi-contrario,
es decir, el antropocentrismo.
lunes, 18 de mayo de 2015
Del lugar del hombre en la naturaleza. II
El objetivo de estas reflexiones es abogar por la idea de
que el hombre no es ni el creador de los valores de las demás cosas ni la única
o más valiosa cosa del mundo; el hombre es “solo” un ser muy valioso, como lo
son, objetiva e intrínsecamente, los demás seres, cada uno a su modo; y quizá
el valor principal del hombre estribe precisamente en ser capaz (más capaz que unos,
aunque tal vez también menos capaz que otros seres) de reconocer (no de
insuflar) valor en toda la naturaleza; pero sean cuales sean los valores
propios del hombre, estos “solo” se pueden realizar dentro de y en diálogo (en dialéctica,
es decir, en guerra pero sobre todo en amor y armonía) con el resto de la
naturaleza, no en algún destino sobrenatural. Nuestro “imperativo categórico”
diría, pues, algo así:
Nunca trates a ningún ser como mero medio, sino, ante todo, como fin en sí mismo.
Esto,
“además” de ser lo más justo, es lo más “útil”, es decir, lo que reportará
mayor felicidad o realización, pues sabrá encontrar en las cosas lo mejor de
ellas mismas, lo que tienen por ser plenamente reales, y también hará aflorar
en el hombre lo mejor, la contemplación y valoración “desinteresada”. Solo
cuando no se establece una radical separación entre medios y fines, entre meros
objetos y sujetos puros, entre simple materia y espíritus simples…, solo
entonces una vida justa y una vida feliz son una y la misma cosa.
****
Parece que en toda sociedad humana, incluida una que, como
la “occidental”, explota sistemáticamente y por encima de los límites de
toda sostenibilidad al resto de la naturaleza, se da, junto al sentimiento de lucha
y temor, también un sentimiento, estético o moral o
ambas cosas, de respeto y admiración por la naturaleza en todas sus partes: por un río o una montaña,
por ejemplo. ¿Cómo se justifica este sentimiento de respeto por algo que nosotros,
occidentales y modernos, mayoritariamente consideramos inanimado e
insensible?
Nuestra propia formulación de la pregunta ha dado ya por
hecho que el valor no reside en las cosas simplemente por tener realidad. Pero
esto no es más que uno de nuestros supuestos o impensados fundamentales. Las
teorías del valor ético dominantes en los recientes siglos (esto es, el
utilitarismo o felicitismo de la mayoría, y el kantismo, “ética del deber” o
voluntarismo racionalista), no pueden, efectivamente, proporcionar una
justificación para la respetabilidad auténtica
o directa de la naturaleza en cualquiera de sus formas, y ello porque ambas
tienen en común (aunque una más que la otra) una perspectiva doblemente
subjetivista y fundamentalmente antropocéntrica. Las cosas, según la ética de
la modernidad occidental, tienen valor según la medida del hombre: el valor reside principalmente en el hombre, tanto
objetiva como subjetivamente, es decir, solo el hombre es propiamente valioso y
solo él otorga el valor a las otras cosas.
Según Kant, solo los seres racionales (en la Tierra, los
hombres) son propiamente dignos de respeto, solo estos son libres y no
determinados, fines en sí y no meros medios. El resto de los seres son
propiedad del hombre, y la única razón moral por la que no se les puede tratar
de cualquier manera es porque con aquellos tratos que los destruyen o
deterioran dañamos a los demás hombres, para quienes son medios (pero no hay
propiamente ningún posible daño moral a las cosas mismas), o acaso porque, en
el caso de los animales superiores, un trato “cruel” denota nuestra insensibilidad
hacia el dolor (pero el dolor no es un móvil moral ni existe, propiamente, “crueldad”
sobre el animal).
Según el utilitarismo, por su parte, lo que se requiere para
ser digno de respeto es menos que lo que pide Kant: no hace falta ser racional
autoconsciente, basta con ser capaz de sufrir. De modo que muchos animales sí entran
directamente en la cuenta de cuánto mal causamos en el mundo. Sin embargo, el
río o la montaña no serían ya (excepto bajo una concepción pampsiquista de la
naturaleza) directa o propiamente dignos de entrar en el cálculo del valor, y
solo “merecerían ser respetados” en la medida en que su deterioro o destrucción
afectaría a los seres sentientes.
En la entrada anterior indicaba por qué creo que ambas
concepciones, subjetivistas y subjetivo-céntricas, deben ser rechazadas:
No hay ninguna razón para aceptar que solo la racionalidad
capaz de autoconsciencia es digna de respeto, mientras que el resto de las
cosas y sus propiedades carecerían de valor intrínseco. Lo único que quizá da
un valor no circular a la racionalidad es, precisamente, la capacidad de reconocer el valor en las cosas
(incluida ella misma), y esto presupone ya la existencia anterior (lógica o
trascendentalmente anterior) del valor. Según lo expresa Sócrates en La República, quienes dicen que el bien es
lo mismo que el conocimiento no advierten que el conocimiento solo es bueno en
la medida en que es conocimiento del bien (o valor). Lo mismo puede decirse del
deseo: solo es una voluntad buena si es voluntad de lo bueno, no si es voluntad
de sí misma, por muy universal o formal que sea. Solo una concepción antropocéntrica pone la reflexividad (en el
conocimiento, en la voluntad…) como lo primero o absoluto. Pero, tal como el
valor de verdad no es solo ni quizá principalmente el de aquellos seres que se
pueden conocer a sí mismos, del mismo modo el valor estético y ético no reside
solo ni principalmente en la autoconsciencia ética o estética.
La tesis kantiana implica que no podemos valorar ninguna
otra cosa sino en la medida en que sea necesaria como medio para el presunto
fin último del hombre, quien solo debe quererse a sí mismo; nos entiende, por
tanto, esa concepción, como un completo extraño en la naturaleza. Sin embargo,
el fin último del hombre, como el de cualquier otro ser, solo puede estar en el
mundo, en una relación con las demás cosas que presupone en ellas un valor
intrínseco por el que orientar nuestro trato para con ellas. No puede
entenderse a los hombres como un “reino de espíritus” descarnados, para los
cuales la materialidad sería un accidente en una existencia de segundo orden.
La materialidad está esencial e inextricablemente unida a la existencia humana,
y cualquier sublimación o "redención" del hombre solo puede serlo si es, a la vez, una
sublimación y redención de toda la naturaleza. Sin eso, la existencia material de los
hombres queda como un juego absurdo de manipulación de cosas que, en realidad,
serían intrascendentes.
Además, decíamos, esta concepción “kantiana” no tiene en
cuenta que la racionalidad es gradual, es decir, que ni está ausente en otros
seres naturales (quizá está en todos –si toda la naturaleza debe ser vista
desde el paradigma de la información o comunicación-) ni está tampoco
plenamente ni en igual medida en todos los hombres.
En definitiva, la tesis absolutamente egocéntrica de que
solo el hombre es propiamente digno de respeto parece una actitud injustificable
(en cuanto teoría del valor) y moralmente inaceptable, puramente egoísta.
Aunque el utilitarismo, o sentimentalismo-del-mayor-número,
es, en su consideración del valor y el respeto, menos antropocéntrico que la
ética kantiana, comparte con esta el subjetivismo o egocentrismo trascendental, tanto en
su aspecto objetivo como en el subjetivo, es decir, la creencia en que,
primero, solo los seres sentientes (sujetos de pleno derecho utilitarista)
tienen propiamente valor intrínseco, y, segundo, que el valor no reside en las
cosas sino en el sujeto que las valora. Obviamente, según el utilitarismo todos
los seres sentientes (no solo el hombre) tienen valor intrínseco u “objetivo”
(aunque solo por analogía conmigo: porque el dolor es malo para mí), pero tienen
valor intrínseco precisamente porque son capaces de dar valor a las cosas (que
presuntamente no lo tienen antes de que aparezca un sentiente que se lo
otorgue). Aunque es menos antropocéntrico que el kantismo, el utilitarismo no
alcanza a un reconocimiento del valor objetivo de toda cosa natural.
También esta concepción es incapaz de explicar por qué
valoramos (nos gustan, nos placen…) ciertas cosas y no otras, y, en términos
universales, por qué tendríamos que sentir respeto y admiración por un río o
una montaña. Su respuesta última es completamente egótica, solipsista, circular
y vacua: en el fondo, esas cosas solo pueden despertarnos un sentimiento
positivo, según esta concepción, en cuanto son útiles para nuestros intereses,
tales como nuestra supervivencia o nuestros mismos sentimientos de felicidad:
es decir, nos placen porque nos placen. Pero ¿por qué había de ser buena en sí,
y solo ella, la naturaleza sentiente? ¿Por qué había de ser lo valioso
principal o exclusivamente el sentimiento de placer o de ausencia de dolor? Aunque
aceptemos que los sentimientos de placer o dolor son cosas intrínsecamente
buenas y malas (como hicimos con la autoconsciencia), esto no nos evita la
circularidad, pues el sentimiento de placer o dolor es intencional y requiere
un objeto distinto a sí mismo: algo nos debe causar placer o dolor por algo,
por alguna propiedad en sí no arbitrariamente valiosa. Por tanto, aunque sea un
bien intrínseco el placer y un mal intrínseco el dolor, tiene que haber otras
naturalezas intrínsecamente buenas o malas como objeto y causa del placer y
dolor. Sin esto, el gusto queda como una entidad absolutamente arbitraria, que
se concede el valor a sí misma, y, por analogía o “simpatía”, al resto, sin
justificación objetiva alguna.
Si rechazamos cualquier forma de teoría subjetivista (en el
doble sentido de que lo valioso es un sujeto y de que es el sujeto el que otorga
el valor), tenemos que aceptar una teoría objetivista y universal de los
valores: las cosas, todas las cosas, todos los seres, la naturaleza entera, en
su todo y sus partes, tienen valor intrínseco, y el hombre y demás seres
capaces de sensibilidad al valor, solo pueden reconocerlo. Esa capacidad de
reconocimiento es también un valor, pero ni el único ni seguramente el
principal (salvo que hablásemos de una consciencia total, para la cual se
diluyese la distinción entre sujeto y objeto).
Una concepción realista de los valores es perfectamente
posible y necesaria si rechazamos cualquier ontología reduccionista. He tratado
este asunto más extensamente en otros lugares, por ejemplo aquí.
****
No siempre y en todas partes los humanos han tenido o tienen
una concepción semejante a la tan antropocéntrica cosmovisión occidental y moderna.
Muchas culturas o épocas de culturas, tanto antiguas como supervivientes hoy, y
tanto no indoeuropeas como indoeuropeas, incluyendo a aquellas en las que nace
el pensamiento explícitamente filosófico, como el hinduismo y la cultura griega
antigua, están lejos de creer que solo el hombre o solo el sujeto sentiente son
el único tipo de ser valioso o/y dador de valor a las cosas. El hombre, antes
bien, forma parte de la gran cadena del ser, dentro de la cual y solo a partir
de la cual recibe él mismo su valor. Todas las cosas, antes de ser medios para
el hombre, son y poseen fines en sí mismas, o, en terminología religiosa, son
“sagradas”. Aunque hubo ya, en la ilustración burguesa griega, un tiempo en el que
el hombre se erigió en “medida de todas las cosas”, las grandes construcciones
filosóficas helénicas, desde los presocráticos hasta Aristóteles y en adelante,
sostuvieron el carácter objetivo y universal (aunque graduado, desde luego) del valor.
En el alma occidental, esta concepción “griega” ha convivido
o luchado siempre con una concepción, heredada del “Libro”, radicalmente
opuesta, y predominante en Europa tanto antes como, más aún, tras la “secularización”
moderna. Puede discutirse qué lectura de los textos bíblicos es la más
acertada, pero la interpretación históricamente canónica presenta al hombre
como un ser absolutamente heterogéneo e infinitamente superior en dignidad a
la naturaleza (ni siquiera sería correcto decir, en este espíritu, “al resto de
la naturaleza”). El hombre puede usar y manipular a los seres naturales
prácticamente a su antojo, como meros instrumentos que son en su camino hacia
su fin final, fin final que, en la evolución de la cultura bíblica triunfante, se
convierte pronto en un fin sobrenatural, o, más aún, contranatural. El mundo
natural es solo el escenario que Dios ha montado para que en él se desarrolle
la tragicomedia humana, y, cuando acabe la función, se desmontará estrepitosamente
toda la tramoya y nadie preguntará a los demás seres por sus intereses y
sufrimientos. Solo queda alguna dificultad para imaginarse ese trasmundo que es
el fin último del hombre… Por desgracia, no somos capaces de imaginárnoslo más que por analogía con... el mundo natural.
Esta cosmovisión radicalmente antropocéntrica, fundamento
ideológico de la cultura occidental, se ha exacerbado, decía, desde el
nacimiento de la “Edad Moderna” y, más aún, en la postmodernidad, con su
distinción radical entre cultura y naturaleza, y la fanáticamente
antropocéntrica tesis de que el hombre (y solo el hombre) es una pura
existencia sin esencia, o “voluntad de voluntad”. La naturaleza es concebida y tratada
tecno-científicamente, es decir, como un objeto, de valor nulo o neutro ¡aunque
con utilidad!, y un objeto del menor nivel cualitativo pensable: un simple
inerte mecánico, res extensa… Todo cuanto de vida, psique animal, etc., nos
salta a la vista, es negado como epifenómeno y es “reducido” progresivamente por
el espíritu científico-técnico. Este espíritu no es, por cierto, el predominante
entre los propios científicos, al menos entre los más inteligentes y sensibles,
que saben que esa orientación tecno-científica no accede a lo profundo y vital
de la naturaleza, sino que, precisamente, lo esconde tras una falsa objetividad
unidimensional. Pero sí es en buena medida (en dialéctica inevitable con su
otro, al que no logra acallar completamente) el espíritu que orienta el modelo
de producción y de vida en general de las sociedades occidentales modernas.
Ahora bien –cabe preguntarse-, ¿qué papel juega toda la
tecno-ciencia en el fin último del hombre? Porque, efectivamente, debería
resultar chocante, al menos a primera vista, que una cultura que considera que
el fin del hombre es radicalmente sobrenatural, se tome tanto trabajo por manipular
la naturaleza (y, de hecho, no fue así en el periodo premoderno de Europa). Los
nobles fines que suelen aducirse o que circulan tácitamente, después de la
secularización, para justificar el uso y dominio sistemático y masivo de la
naturaleza como mero medio son, por un lado, la necesidad de defenderse de la
propia naturaleza (del hambre, del frío…: la naturaleza sería muy hostil,
siempre insegura), y, después, el desarrollo de la actividad propia de un ser
tan inteligente como nosotros: la comunicación (tenemos que fabricar pianos y
computadoras, pues son necesidad humana). Sin embargo, estas justificaciones ni
agotan ni explican realmente el trato que el hombre tecno-científico inflige a
la naturaleza. Ni vive el hombre en la escasez (sino que desperdicia la inmensa
mayoría de lo que produce, por razones puramente ético-políticas, propias de
una especie que valorase mucho la jerarquía y el estrés de la lucha intestina –es
una cultura muy colonizadora y proselitista-) ni hace el hombre una obra de
arte de la naturaleza. Más bien, la cultura occidental muestra una conducta de
consumo compulsivo, extensivo y vacío, que deteriora cuanto toca, con pequeños
episodios de sensibilización y autoinculpación. Parece una cultura enferma, concretamente
bulímica (y no en el sentido que quiere encontrarle Agamben al “hambre de
buey”, como seña de la condición edénica). Sin duda, el trato de la cultura
occidental hacia la naturaleza es la expresión de su concepción fuertemente
dualista, según la cual el hombre es algo del todo ajeno a la naturaleza, un
extraño o exiliado en ella. Solo él posee un valor intrínseco, pues solo él
sería semejanza del valor en sí, de Dios. Y solo él puede otorgar valor a las
cosas naturales, aunque, en realidad, no puede hacerlo salvo en un ataque de
infantilidad o “antropomorfismo”, pues la naturaleza debe, no salvada sino
negada (este es el significado de la iconoclastia de las religiones del libro,
así como del arte moderno). El hombre occidental tiene una pulsión a destruir
la naturaleza. La secularización no ha supuesto el reconocimiento (moral,
estético…) de esta, sino su explotación sistemática.
Esta concepción occidental y moderna, pese
a su aparente dignificación del hombre, denota una esencial incapacidad para
tratar con la realidad: es la actitud del eremita, que se refugia en el
desierto, quizá a la espera de que algo completamente sobrenatural (una nave
venida de “otro mundo”) lo rescate en volandas. Es la actitud del hombre más
débil, enfermizo y, por eso, engreído, que cabe imaginar. Lo que ha reportado
al mundo, si lo miramos con distancia, es, por una parte, una superinflación
del hombre y consecuente infravaloración de todo lo demás; y, en segundo lugar,
un gran desarrollo técnico. El desarrollo moral y estético (respecto de, por
ejemplo, la ética socrática o la aristotélica o incluso la epicúrea) es mucho
más dudoso…
Para desmontar y estar en condiciones de superar esa enferma
cosmovisión que padecemos, debemos volver a hacernos seriamente la pregunta que
señalábamos: ¿cuál es el verdadero puesto del hombre en la naturaleza? ¿Qué relación le corresponde con las cosas, una
vez que comprende que todas ellas tienen un valor intrínseco por el mero hecho
de ser reales, pues, según dijo Spinoza, tenemos que entender por “perfección”
lo mismo que por “realidad”?
sábado, 16 de mayo de 2015
¿Por qué hay que "respetar (a) la Naturaleza"? I
¿Por qué debemos respetar la naturaleza? ¿Por qué, por
ejemplo, deberíamos procurar que el río siga teniendo las cristalinas aguas que
tenía antes de que llegáramos nosotros?, ¿por qué no nos es lícito destruir ni
deteriorar un monte? Podemos ordenar las respuestas a este requerimiento (doy
por supuesto que es, en efecto, un requerimiento) según su grado de
“antropocentrismo”, y querría defender aquí, sucinta o programáticamente, una justificación lo menos antropocéntrica posible, incluso radicalmente no-antropocéntrica, según la cual las cosas, todas las cosas, deben ser
respetadas por sí mismas, por su valor intrínseco, y no solo ni principalmente
por el interés moral (o estético, o de cualquier otro tipo) que tengan para o susciten en
nosotros o en cualquier otro sujeto racional. Nuestra valoración de las cosas
debe entenderse como un reconocimiento o respuesta adecuada a lo que tiene
valor independientemente, no como la fuente misma de ese valor. El valor es intrínseco, o no es. Desde luego, una tal justificación está lejos de
ser aproblemática (si es que no le parece ya, a la mayoría, directamente
absurda), y tiene que ser integrada en una concepción dialéctica, en la que
subjetividad y objetividad, en sí y para sí, etc., se entrañan necesariamente.
****
Empecemos discutiendo una justificación lo más distante
imaginable de la tesis de la respetabilidad intrínseca de las cosas, y a la que
podemos llamar “kantiana”. En realidad, apenas podrá considerársela una
justificación de que debamos respetar a la naturaleza, sino, más bien, de que
debemos respetarnos a (solo) nosotros mismos. Según una tal
perspectiva, efectivamente, los únicos seres que merecen literalmente respeto
son los sujetos conscientes y racionales, pues solo estos pueden comprender lo
que es el respeto y ser capaces de deberes y derechos, y solo ellos tienen
auténtico “interés”, el interés de la razón. ¿Qué interés puede “tener” un ser
inconsciente o incapaz de comprender qué es tener intereses? Sería tan absurdo mostrar
respeto por algo que no entiende lo que es una norma moral, como discutir con un
árbol o echar margaritas a los cerdos. El respeto es el trato (y el sentimiento)
debido a un ser racional y libre, y consiste en no tratarle nunca como mero
medio, sino siempre a la vez como fin en sí, pues la libertad-racionalidad es
su propio fin. Puesto que el hombre es, de hecho, el único ser así en la
Tierra, solo el hombre merece nuestro respeto en el sentido estricto de la
palabra. Todos los demás entes que habitan nuestro entorno son meros medios
para nosotros. En términos bíblicos, solo el hombre es a imagen y semejanza de
Dios, y los demás animales y seres están a su disposición.
Sin embargo, hay, según esta perspectiva “kantiana”, una
razón indirecta por la que tenemos la obligación de tratar a las cosas que nos
rodean de una manera que puede parecer y llamarse, impropiamente, de “respeto”: todos
los (otros) seres naturales son propiedad de los hombres, de todos los hombres
en principio, de modo que cuando un hombre los daña arbitrariamente, daña
indirectamente a los demás hombres. Por supuesto, “dañar” a un ser irracional
solo puede significar, kantianamente, mermar su posible utilidad respecto del
hombre (incluido su utilidad o uso estéticos: sabemos que contemplar
acantilados nos provoca sentimientos sublimes, aunque proceden de nosotros
mismos, y la naturaleza no es ahí más que lo negativo, por contraposición con
la cual nuestra alma se siente superior). Pese a que vemos a los animales y
plantas “comportarse” como si
tuvieran fines e intereses propios, esto no puede ser más que relativo a los
intereses de los seres racionales, único fin final de la creación.
Esta concepción, radicalmente “antropocéntrica”, me parece del
todo rechazable, al menos por tres de sus aspectos esenciales:
- Sitúa el valor en el sujeto, y no en la realidad o en la dialéctica entre sujeto y realidad, haciendo imposible la justificación de cualquier valoración de las cosas y la del propio sujeto en último extremo,
- Sitúa el valor, más específicamente, en la mera racionalidad formal, dejando fuera de consideración toda valoración emotiva y haciendo imposible justificar cualquier objetivo material,
- Se basa en una concepción radicalmente dualista, no gradualista, de la subjetividad y de la racionalidad.
Discutamos sintéticamente cada uno de estos puntos.
Según esta teoría, primero, el valor reside
originariamente en el Sujeto. Es, pues, un subjetivismo, aunque “trascendental”
o formal (no psicológico). Esto es equivalente a decir, en el ámbito del
conocimiento, que la realidad es lo que determinamos nosotros que es real, como
efectivamente dice el giro copernicano kantiano. El subjetivismo ético de Kant
va incluso más allá que su idealismo teorético, pues al menos en este último
“uso” de la razón se postulaba la necesaria existencia de las cosas en sí (aunque,
al fin y al cabo, resultaba completamente inexplicable el papel que jugaban,
puesto que el Sujeto ponía tanto la forma material -espacio y tiempo- como la
forma formal o lógico-gnoseológica -las categorías e incluso la unidad de la
apercepción-), en tanto la voluntad, según Kant, al no necesitar que su objeto
se haga realidad, se basta a sí misma y su dialéctica es solo aparente: nada es en sí bueno más que una buena
voluntad.
Pero tal como el idealismo teorético es, primero, incapaz de evitar
el irrealismo y el solipsismo (es decir, que el sujeto con sus representaciones
quede esencialmente desconectado de la realidad o produciendo completamente su
contenido u objeto), y comete, en segundo lugar, la inconsistencia de tener que
aceptar, siquiera tácitamente, que sí tenemos un acceso directo y no mediado a
nuestra “subjetividad trascendental”, de manera análoga el subjetivismo ético,
por racionalista que sea, es incapaz de justificar por qué atribuimos valores a
las cosas y, también y sobre todo, por qué nosotros precisamente tenemos (y
somos los únicos seres que tienen originariamente) valor. Es evidente que el
mero hecho de que un sujeto se atribuya valor no implica que lo tenga. De
hecho, el sujeto se atribuye valor bajo el supuesto axiológico de que lo tiene:
se reconoce valor. Por tanto, hace falta algún criterio objetivo de valor, para
que el sujeto no esté diciendo la vacuidad de que se valora a sí mismo (si es
que fuese posible incluso algo tan modesto sin presuponer antes la noción
objetiva de valor).
Más específicamente, y en segundo lugar, decía, según esta teoría subjetivo-trascendental
del valor lo único en sí valioso es un sujeto racional, y no cualquier sujeto (suponiendo que haya y pueda haber
sujetos sentientes pero no racionales). Pero esta restricción del valor carece también
de justificación, y se basa en una concepción inasumible, tanto del hombre como
de la naturaleza como de la relación entre ambos. Goza de una gran estima, desde
luego, porque se presenta dignificando al hombre, elevándolo infinita y
radicalmente por encima de toda la naturaleza, pero lo que en realidad hace es
segregarlo de ella, convirtiéndolo en un extraño, habitante de un mundo que no
es el suyo… porque ningún mundo podría ser el suyo, ya que es una entidad completamente
vacía y abstracta. ¿Cuál es la justificación de que solo un ser racional posea
valor? Exigir que, para que algo posea valor, tenga que tener autoconsciencia
de ello es equivalente a exigir que, para que algo sea real, tenga que saber
que lo es. La realidad y el valor de las cosas tienen que ser anteriores a su
reconocimiento por parte de una de sus criaturas. Quizá la racionalidad sea,
ciertamente, un gran valor, e incluso el archi-valor, si la identificamos con
el Logos que todo lo hace. Pero ni la racionalidad está solo ni completamente
en el hombre (sino que el Logos está en todo), ni la racionalidad es un ser
egótico que se quiere y valora solo a sí mismo, sino que está en completa dialéctica
con la materialidad.
Por último, la teoría que examinamos se basa en una
concepción no gradualista de la subjetividad y la racionalidad. Sin embargo,
esto es poco convincente. Aunque Kant cree (como Descartes y algunos otros) que
ser racional es cuestión de todo o nada, en verdad puede argumentarse que no es así, ni actualmente ni
siquiera potencialmente. El supuesto carácter holista de la razón (ser racional es conocer las implicaciones de lo que creemos) solo sería
plenamente aplicable a un Dios: es evidente que ningún ser humano, ni la
humanidad en su conjunto, está en condiciones, ni actuales ni siquiera
seguramente potenciales, de comprender todas las implicaciones que tiene
cualquier proposición que afirman. La razón se da por grados: unos entienden
más implicaciones que otros. Somos en cierta medida racionales y en cierta
medida irracionales. Por tanto, la respetabilidad debería darse también en
grados. ¿Por qué no ser, entonces, incluso más restrictivos que la ética
kantiana, y negar el derecho a ser respetado a todo hombre (en la medida en) que
no se muestre absolutamente capaz de racionalidad? De hecho, así ocurre en
cierto modo, más allá de la determinación de una igualdad formal: ni siquiera
kantianamente respetamos a Sócrates igual
que a George W. Bush. Si asociamos la respetabilidad solo a la absoluta
racionalidad y auténtica libertad, solo podríamos respetar a un Dios. Ahora
bien, si concedemos respetabilidad a cada cosa en la medida en que poseyese
alguna racional, habría que extenderla a muchos otros seres, y sería quizá
imposible delimitar la frontera. Todo esto concediendo -como no hay que
conceder- que el valor resida solo o esencialmente en el sujeto, y
concretamente en el sujeto racional.
****
La objeción modernamente más habitual contra la concepción
“kantiana”, dice que es una teoría o bien innecesaria y antropocéntricamente
restrictiva, o incluso que pone el foco en el lugar equivocado. Según el
utilitarismo “clásico” o “sentimentalista” o “eudemonista” (dejemos a un lado el
consecuencialismo en que, en su dialéctica con el deontologismo, ha ido
convirtiéndose a veces el utilitarismo, porque se ha vuelto tan radicalmente
abstracto que da cabida a cualquier concepción “material” del valor último,
incluida una versión equivalente a lo que hemos descrito como perspectiva
kantiana), nosotros valoramos intrínsecamente el placer y el sufrimiento, por
lo que, si somos racionales, es decir, capaces de universalizar, tendremos que
valorar igual cualquier sufrimiento, se dé en la criatura que se dé. Para que
un ser merezca que respetemos su dolor no es preciso que él sea consciente de
tener ese derecho y pueda reclamarlo. Basta con que nosotros sepamos que el
dolor es intrínsecamente malo, para que tengamos la obligación de no infligirlo,
e incluso de evitarlo en cualquier ser sentiente.
También aquí podría graduarse la respetabilidad de las cosas (y los
utilitaristas son, de hecho y de derecho, más propensos a aceptar la gradualidad): no es lo mismo
el dolor de un mamífero que el sufrimiento de una planta. ¿Podría justificarse,
entonces, y cómo, que no debamos contaminar un río o destruir una montaña? Al
sentimentalista ético se le presentan aquí dos salidas, según la metafísica que
comparta:
- Según la más convencional, existen seres incapaces de sentir dolor, que, por tanto, no merecen una consideración ética directa. Seguramente muchos animales, todas las plantas y, por supuesto, los seres “inanimados” o “inertes”, entre los que hay que situar al río y a la montaña, carecen de algo que pueda llamarse sentimientos. Para justificar por qué, con todo, habría que evitar “dañar” a estos seres, el utilitarista tendría que recurrir a un análogo del recurso kantiano: aunque los ríos y las montañas no merecen propia o directamente respeto, lo merecen indirectamente en cuanto son del interés de los seres sentientes. Si contaminamos el río, no solo nos perjudicamos a nosotros, los humanos, sino también a seres sentientes que lo habitan.
- La otra salida, menos ortodoxa, sería aceptar alguna versión de pampsiquismo o holopsiquismo, es decir, la tesis de que toda la naturaleza (ya sea este “todo” entendido distributiva o atributivamente) posee consciencia y sentimientos en algún grado, por infinitesimal que sea. En este caso, se puede defender que toda la naturaleza (toda como un todo, o toda y cada una de sus partes) merece respeto pues sufre. Quizá el río, o Gaia o el Alma del Mundo (y no solo los peces que habitan aquel río) sufren literalmente cuando se vierte veneno en sus cristalinas aguas.
Creo que debemos rechazar también esta concepción utilitarista-eudemonista del valor,
por razones semejantes a las que teníamos para rechazar la concepción kantiana.
Sin duda, tal afirmación resultará chocante: ¿hay dos cosas más diferentes y
opuestas que la ética kantiana y el utilitarismo? Sí lo hay, aunque es propio
del pensamiento moderno ser prácticamente incapaz de verlo. Lo que tanto el
kantismo como el utilitarismo tienen en común es su perspectiva subjetivista, antropocéntrica, de lo que es el valor y de lo que debe ser respetado. Solo
posee valor intrínseco algo en la medida en que es un sujeto consciente. Los seres que no pueden pensar, o al menos los que no pueden sentir, carecen de
valor intrínseco. Antes, pues, de que llegara el hombre, o alguna consciencia, las cosas no tenían valor
alguno. Y cuando llegaron los seres conscientes, las cosas inertes pasaron a
ser meros medios para ellos. Obviamente, esta es una cara de la moneda moderna según la cual los valores no están en las cosas, sino que son puestas por nosotros. Pero ¿por qué el valor debería proceder
de la subjetividad, y solo deberían gozarlo las subjetividades? ¿Qué necesidad
es esta para el concepto de valor? En una versión pampsiquista u holopsiquista del utilitarismo, este
“antropocentrismo” se reduce al mínimo, pero no desaparece. El
“antropoformismo” que supondría el pampsiquismo (puesto que extiende, con un
generoso uso de la analogía, nuestras capacidades a todas las cosas) no es la
respuesta última contra el antropocentrismo.
Necesitamos un reconocimiento de la objetividad de los
valores. La mayor y más profunda parte del pensamiento antiguo fue objetivista
acerca de todos los valores: epistémicos, éticos, estéticos…, aunque también consciente (en mayor o menor medida) de la dialéctica del valor y la objetividad. El
objetivismo (primero el estético y ético, pero al cabo explícitamente también
el teorético) fue rechazado y abandonado con el pensamiento moderno, dadas
ciertas características esenciales de este, que pueden resumirse en una: su
antropocentrismo. No se equivocaba Kant cuando decía que la pregunta que
engloba a todas, para la filosofía moderna, es la pregunta por el hombre. El
hombre moderno, aunque vivió, durante el Renacimiento, un fugaz momento de lucha interna entre la opción
de verse como un microcosmos o bien como algo del todo extraño al mundo, acabó optando por esta segunda concepción, radicalmente
dualista, anti-analogista, en que quedaban solo dos cosas, imposibles de
comunicar o confundir: el sujeto y la materia. El Sujeto se conoce a sí mismo,
y es razón y autoconsciencia. Acabará imponiendo todas las condiciones a lo
cognoscible y lo deseable, con Kant. Lo otro, lo que no es el Hombre, es mera materia, inerte,
cuantificable, manipulable, puro medio.
Esta concepción, decía, debe ser superada radicalmente. El hombre no
es ni el valor en sí ni quien dicta los valores: ni la verdad, ni la bondad ni
la belleza son obra de un sujeto (que tiene que ser, para ello, completamente vacío). Al
hombre le corresponde, “solo”, reconocer los valores: la realidad, la bondad,
la belleza… No reconocerlos pasivamente (esto sería la abstracción contraria),
sino en un diálogo o dialéctica con los demás seres. El hombre, y las
subjetividades en general, están en una relación dialéctica, de
interdependencia y conflicto-armonía, con el resto de cosas.
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