sábado, 21 de enero de 2023

Romance del prisionero

 

No hace mucho que naciste,

veinte o veintidós inviernos,

lejos del centro del Mundo,

adonde no llega el tiempo,

en aquella fría ciudad

cuyo nombre no recuerdo

(si es que en verdad tiene nombre

por ser parte de un imperio).

En medio de un descampado,

el edificio soviético:

ventanas iguales como

palotes, balas o ceros.

Dicen que allí no hay futuro…

Tampoco el presente es cierto,

y el pasado, si lo hubo,

pasó y a volver no ha vuelto.

Dos o tres días fuiste niño

y mamaste amor materno;

en peleas paternales

reíste, allá de pequeño.

Pero creciste, muy pronto,

como es propio de polluelos,

y ya andabas por ahí, solo,

de experiencia en escarmiento.

Según una roída foto,

en un roído barreño,

aunque nadie te buscaba,

te escondías de aburrimiento.

Algunas tardes jugaste

en columpios cementerio

de un óxido que en tus uñas

y entrañas llevas impreso.

Tu padre un día te abrazó;

otros, te pegaba, ebrio,

los palos que a él le pegaron

sus padres y sus abuelos.

A tu madre no reprochas

cierta dureza en lo tierno:

en lucha andaba, la pobre,

no te hiciera al frío indefenso…

De uno y otra heredaste

tu inhábil comportamiento

con aquella única novia

de tu inhábil primer sexo.

Tu profesor sentenció

(él, que se sentía un maestro

exiliado sin por qué

en aquel crudo desierto)

que tu cuaderno indicaba

que eras carne de pescuezo.

En su impoluta justicia

la ley te dejó suspenso.

No valiendo para nada,

valiste para el ejército:

¡allí darían forma al frío

que fue cuajando en tu pecho!

A golpe de vara y burla

serías hombre hecho y derecho.

 

Una vacía mañana

de un vacío mes de enero,

dentro de un camión vacío

lleno de otros rostros huecos,

te llevaron a un país

que te pareciera inmenso,

y en el que no se veían

ni gentes ni apenas perros.

¿Qué estabas tú haciendo allí?

Defender el patrio suelo,

según la corte y sus sabios;

según os dijo el sargento,

ganarte la gloria, o sea

(temías antes, viste luego),

hacer sufrir y sufrir,

matar, morir o ser preso.

No se va de tu memoria

que el día del reclutamiento

tu madre pegó a los guardias

hasta que la detuvieron;

tu padre estaba detrás,

quieto, llorando hacia dentro.

Les viste verte alejándote

de un hogar ya sin regreso.

Días después, con voz lejana,

te dirían por teléfono

que a casa llegaron latas

de conservas del gobierno,

(latas que, tú sabes bien,

hasta hoy nadie ha abierto);

y que, de la madre Iglesia,

llevó a tu casa el cartero

una carta con seguras

garantías de irte al cielo.

Lo que sucedió después,

si quieres, no lo refiero:

hambre y alcohol en el tanque,

soledad, pánico y sueño;

y en la calle, llanto y muerte,

fuego y llanto, muerte y fuego.

Hiciste cosas horribles

a sabiendas sin saberlo,

jugando a la guerra como

si fuera un posible juego.

Aquellas no eran personas

sino enemigos del pueblo,

te creían solo una bestia,

¡les demostrarías serlo!

Eso es lo que se oía

en todo tu regimiento,

aunque de una abuela viste,

entre escombros de silencio,

en su mirada más pena

por ti que reproche y miedo.

Tras tanto destrozo helado

te entregaste o te cogieron,

y todo acabó. Ahora gozas

condición de prisionero.

Es de un criminal de guerra

tu cara de niño viejo.

La gente te ve en la jaula

la vista de tu proceso.

Tú, ni presente ni ausente;

no eres sujeto ni objeto.

A una mujer que te increpa

te oyes decirle “lo siento”,

sabiendo que ella no puede

gritar su vacío inmenso.

Te dan abogado y agua,

pero tu madre está lejos.

 

No tiene perdón de Dios

lo que llevas en los dedos.

Perdiste la dignidad

de los que hiciste caer muertos.

No da pena quien da culpa:

recibe pena y desprecio.

Pero hoy, al recordarte,

por tu causa me desvelo.

Tú podrías ser hijo mío,

solo no lo eres de hecho.

Tu mirada es mi mirada,

yo soy tú sin poder serlo.

Pero, sobre todo, eres

quien mataste y cayó yerto.

Me duelen mucho tus víctimas,

arrancadas en su vuelo,

por tu arma seca y fría,

de inocente crecimiento;

robadas o mutiladas,

solas en suelo extranjero…

Duelen infinitamente…

pero tú no dueles menos.

Y, si ellas no te dolieran,

más merecerías duelo,

aunque sé que, aunque tú sabes

que la humana ley es cuento,

están tus tripas heladas

como de remordimiento…

Hoy querrías no ser tú,

devolver tu nacimiento,

ya que, se ve, no naciste

digno de dicha y respeto.

¿Es justo que te arrepientas?

¿Cuál es ese sentimiento?

El Mundo te ha condenado,

pero escucha lo que pienso:

Dios no podría perdonarte,

ni puede un humano hacerlo,

no porque no sea justo

sino que no es su derecho.

Tú no fuiste quien lo hizo,

te sucedió sin quererlo,

como le sucede el frío

y la soledad al huérfano.

No hay quien pueda hacer el mal

en este u otro universo:

¿quién querría hacerse malo?

¿quién no desearía ser bueno?

Uno quiere el bien, lo malo

solo es reacción y defecto.

 

Llorándote a ti, también

lloro por tus compañeros

invasores, reclutados

para llenar morideros;

que agonizan en trincheras

destrozándose los cuerpos;

no les dará aliento nadie

en su penúltimo aliento,

y donarán su cadáver

a fosa común o cuervo,

llevando acaso unas víctimas

en su tristísimo acervo.

Y, al fin, me duelen también,

haciendo un supremo esfuerzo,

eso inhumanos hombres

que organizan todo esto.

Aunque ellos sí nos parece

que hacen el mal, por ser dueños,

son quienes violencia fría

más crudamente sufrieron.

 

¿Adónde va el miserable

tras su vida de desecho?

¿Alguien escucha su ausencia?

¿Puede reclamar por ello?

Acaso un poeta diría,

si Dios no se hubiera muerto,

que, cuando tu cuerpo caiga,

algún ángel de su séquito

bajará a enlazar dos almas

con reparador ungüento,

la tuya y la de aquel hombre,

jugando el instante eterno

en el que por fin se encuentran

en la paz abuelo y nieto.

Mas ¿te cabe esa esperanza?

¿no es Dios solo un frío espectro?

¿No lo han matado, inconscientes,

los que de ti nos dijeron

que por ser del otro bando

arderías en el infierno?

Hay que creer que es ahora

y aquí el lugar y el momento:

si aquí y ahora se diera

amor, pero el verdadero,

que no juzga ni condena,

que ilumina más al ciego,

a ti, que te lo mereces

como yo, sin merecerlo,

de él se te daría, y darías,

por tu criminal tormento,

y transformarías el mundo,

perfecto por fin e ingenuo.

Si esto aquí no se da,

queda que lo deseemos.

Quizás tú, por tu destino,

puedas hallarlo primero.