viernes, 5 de abril de 2013

Padre, Hijo y Educación en valores


“Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la practican” (Lucas 8, 19-21).

Uno de los asuntos en los que más a menudo ocurre que lo que yo veo como lo más obvio del mundo, casi todo el resto del mundo lo ve al contrario (dejando aparte las cuestiones metafísicas y demás) es el asunto de quién debería elegir la educación que “se le dé” a un niño. Yo creo que debería resultar claro que es el propio niño (aconsejado e informado de manera conveniente, pero no forzado) quien debe tener la última palabra. Pero incluso a gentes por lo demás muy contrarias a todo lo que suene a imposición (sobre ellas), les parece chocante e inaceptable. Intentaré explicar un poco mejor mi posición.

Muchos de quienes piensan que el Estado no tiene legitimidad para manipular desde pequeños “nuestras” consciencias, creen que la “educación en valores” (moral, pero también afectiva, etc…) es un derecho de las familias o los padres. Algunos de entre ellos dicen que la escuela debe estar meramente para instruir (enseñar cosas técnicas, como matemáticas o química). Otros, más inteligentemente, conscientes de que no hay instrucción sin educación implícita, creen que tiene que haber tantas escuelas accesibles como gustos tengan los padres, o, si no, permitirse a las familias que eduquen-instruyan en su propio seno. A mí, sin embargo, esto me parece, ni más ni menos, trasladar la legitimidad de la posibilidad de manipular, desde el Estado a la Familia o Padres. Es Patriarcalismo, o Familiarismo, si se quiere. Y no tiene, creo yo, un ápice más de justificación que el Estatalismo o el Eclesialismo. Si se trata de proteger a todo individuo, desde su nacimiento, de la manipulación o el adoctrinamiento, se trata de protegerlo del adoctrinamiento y la manipulación vengan estos de donde vengan, de la Sociedad o de los Padres, o de la Iglesia... 

El problema es, pues: si existe una diferencia entre, por una parte, educar, y, por otra, adoctrinar y “manipular”, ¿quién tiene que decidir esto? ¿Acaso la Familia, o los Padres? ¿Por qué habría de ser la Familia la institución facultada para educar en cómo vivir una vida buena o correcta? ¿Es que la familia tiene en sí esos criterios? No creo que nadie pueda justificar tal cosa. Desde luego, y fijándonos, para empezar, en lo afectivo, no es necesario recordar que la familia no es solo ese seno de amor y cuidado que pintan algunas postales (postales que comparten los “liberales” de derechas y de izquierdas, aunque con peinados diferentes), sino también el ámbito de la violencia y el maltrato domésticos, violencia y maltrato, por cierto (voy aquí a hacer algo por perder otros cuantos amigos) que sufren más los menores que las mujeres (aunque en los casos de las mujeres suelen ser puntualmente más graves, por ciertas razones): en la mayoría de las familias se habla y trata al menor de tal manera que, si se hiciese eso sobre un adulto, varón o mujer, se consideraría una inaceptable falta de respeto. También la legislación es más permisiva en general  (casi salvo en cuestiones “teológico-morales”) con la violencia y el maltrato doméstico sobre el menor  que con la violencia doméstica entre adultos (aunque a muchas personas les escandalice oír esto como si se tratase de una enorme falsedad): solo desde hace pocos años los códigos legales más avanzados prohíben el castigo “físico” más explícito (todos los castigos son físicos, pero todos son, también y sobre todo, psíquicos), y lo toleran cuando está más o menos encubierto. Hace muchísimo más que se abolió el castigo físico sobre la mujer o sobre el subordinado. Pero es que, además, la educación moral no es algo meramente afectivo, ni es algo que la Familia, por su esencia, esté en condiciones de proporcionar. Yo comparto el ideal, “anarquista”, de convivencia en un grupo humano donde cada uno se realiza junto con otros mediante relaciones no coercitivas, y no identifico a la Sociedad con el Estado y rechazo el derecho del Estado al monopolio de la fuerza, pero tampoco identifico, ni mucho menos, ese tipo de grupo ideal de convivencia racional y libre, con la Familia ni con un parecido suyo, si por Familia hay que entender una institución donde el monopolio de la ley y la fuerza la tienen los padres o los adultos en general.

Hay una dialéctica Familia – Estado que, como toda dialéctica, no se soluciona eliminando abstractamente uno de los polos, aunque tampoco manteniéndolos en un enfrentamiento horizontal, sino insertando y sublimando el uno en el otro. Este enfrentamiento o dialéctica tiene que ver de manera esencial, precisamente, con la crianza y (también con) la educación, que son las funciones que la naturaleza parece haber puesto en manos de la Familia, pero también del resto de los humanos, si es verdad eso de que nada humano me es ajeno. Tomados, por un lado, el padre (en sentido –en principio- indiferente, padre o madre) como educador, frente, por otro, el Estado como educador (o, mejor, la Sociedad, para no excluir una posición no-estatalista), se trata del enfrentamiento de dos “instituciones” o instancias humanas por el derecho a crear o promover al individuo humano pleno. Dando por supuesto que el menor “necesita” educación (aunque no deberíamos olvidar que el adulto también la necesita, a su modo y medida, lo que complejizaría este análisis, precisamente a favor de lo que quiero defender), cada una de esas instituciones o instancias, Familia y Sociedad, tiene sus razones para reclamar el derecho-deber de participar en la educación del menor. La Familia, los padres, tienen, respecto del hijo, la prioridad en la proximidad o “projimidad”, genética y afectiva: nadie quiere a un hijo tanto como unos padres, que son los individuos naturalmente más próximos y prójimos a él (aunque esta projimidad disminuye a medida que el individuo humano se independiza de lo filogenético). La Sociedad, en cambio, es la que considera al hijo en tanto que un individuo entre otros, es decir, desde una perspectiva universal, más estrictamente racional y menos afectiva. ¿Cuál de esas instancias puede suministrar mejor los patrones morales? Parece “sencillo”, en principio: la Sociedad debería proporcionar los patrones más universales (unos mínimos que garanticen la igualdad entre individuos, independientemente de su procedencia, incluida, desde luego, la genética y familiar en general), y la Familia los más particulares que no entren en conflicto con aquellos (unas maneras concretas de hacer las cosas, unos hábitos, etc). Dado que no se puede garantizar la igualdad y la justicia sin garantizar el conocimiento, la sociedad debe garantizar una cierta educación a todos. Etc.

¿Por qué esto no resulta convincente? ¿Por qué hay conflicto entre Familia y Sociedad por la educación de los menores? Es claro: no hay ninguna certeza, para un padre o una madre, de que el Estado, o la Sociedad, en cuanto entidades fácticas, estén en condiciones de proteger auténticos derechos naturales en vez de, más bien, imponer unas normas supraindividuales y suprafamiliares sin más amparo que la fuerza (aunque esto se minimiza en las sociedades que no se organizan estatal-coercitivamente). Es decir, el Individuo-padre puede perfectamente disentir de los criterios de la Sociedad en la que vive, y no considerarla legitimada para educar en valores. Eso es lo que conduce, a mi juicio, al mejor sustento ideológico del anarquismo o autarquismo, es decir, al rechazo de que la ley positivamente establecida tenga más legitimidad de la que le dé mi consciencia, mi voluntad. Como individuo racional y libre puedo y debo rechazar todo aquello que no me parece correcto, por más “positiva” o fácticamente establecido que esté (aunque puedo considerar tolerables males menores por mor de la construcción de una convivencia social). Pero ¿puede conducirnos esto (mi posición como individuo frente a la Sociedad) a la idea de que quien goza de legitimidad natural para educar al menor es el Individuo-Padre, o la Familia? No: la Familia estaría guardando respecto del menor, en ese caso, una relación análoga a la que el Estado guarda para con el individuo, y que rechazamos. El Padre tiene tan poco derecho a manipular al hijo, como la Sociedad lo tiene para coaccionar al Individuo. Eso salvo que pensemos que a) no hay criterios naturales de lo bueno y justo, y/o b) que los menores no son aún personas básicamente completas, con criterios propios de lo que quieren y les conviene.

Muchas veces, cuando se reclama para una institución (Estado, Familia…) el monopolio o la prioridad del derecho y deber de educar en valores, se parte del supuesto, quizás inconsciente, de que, en realidad no hay ningún patrón objetivo que dirima entre las diferentes alternativas posibles o concebibles. Así, el Familiarismo o Paternalismo, queriendo escapar de la mera legislación positiva (impuesta) del Estado o de la Sociedad, cae en el positivismo de la Familia: bueno para educar es lo que la familia determine. Esto es, como mínimo, tan arbitrario como cualquier otro positivismo jurídico (por ejemplo, el estatal o el eclesial). La única manera de escapar al positivismo, es reconocer unas cualidades “naturales” o esenciales, también en el menor. Así pasamos al segundo punto:

El niño no es meramente el hijo de los Señores tal y cual, ni un habitante del Estado o la Sociedad tal o cual, es decir, una materia prima, un bloque de mármol en bruto, con la que crear el hijo o el ciudadano que deseamos. Es más bien, como mínimo, la pieza de mármol de la que hablaba Leibniz (que contiene en el interior, en sus vetas, la imagen de una persona); o el alma que describe Platón, caída en el mar y llena de adherencias extrañas de las que limpiarla para dejar aflorar su verdadera imagen (sin olvidar que estos símiles, de lo puro envuelto en ganga, valen también para el adulto). Y hay tanto una naturaleza de eso que está dentro del bloque de mármol o tras las adherencias, como unos criterios para saber cuándo se accede a ella. Esa naturaleza interior es la de un ser racional, libre y sensible (capaz de sentir dolor y placer). Quien niegue estos “mínimos”, esta esencia humana, no puede, desde luego, distinguir entre educar y manipular, y se queda por siempre confinado en el terreno del derecho positivo, es decir, de la mera fuerza (no de la fuerza de las razones, sino de las razones de la fuerza). Y los criterios para distinguir cuando el cincel está quitando mera escoria y cuándo está rompiendo un nervio de la figura, son claros también: el sujeto no puede verse forzado, tratado contra su naturaleza racional, libre y sensible. No se puede educar a un ser racional mediante el oscurantismo y el “respeto” a la autoridad no comprendida, mediante la coerción y mediante el dolor.

La sociedad, como colectivo y unidad, tendría que garantizar, pues, lo menos coercitivamente que pudiera, que cada individuo es educado, es decir, que es ayudado a conquistar su racionalidad, su libertad y su felicidad. Y esto implica no permitir una educación que no esté basada en la racionalidad, en el ejercicio de la libertad, y en la felicidad. El mismo criterio que sirve para proteger al individuo del despotismo del Estado, sirve para defender al menor del despotismo del adulto, sea este en forma de Estado o de Familia. Y la misma dialéctica entre lo positivo y lo suprapositivo, que se presenta en el caso del Individuo frente al Estado, se presenta en el caso del Individuo frente al Educador. El educador positivo o fácticamente existente debe ser juzgado a la luz del Educador natural-racional o suprapositivo, aunque este no cuente con la fuerza material para imponerse: el otro, sin este, no cuenta con la fuerza de las razones para ser legítimo.

Por supuesto, en todo esto es deseable y exigible la mayor tolerancia, porque todos podemos estar equivocados y también precisamente porque la ley pierde legitimidad cuando se impone a la fuerza. Pero no se puede ser tolerante con el intolerante, aunque este sea un padre. Un padre que educa a su hijo en el oscurantismo (es decir, sin proporcionarle la mayor cantidad de información y, sobre todo, sin fomentar su capacidad crítico-racional), por medio de la coerción (es decir, sin respetar su voluntad última) y el dolor (el hastío, el aburrimento, etc.) no tiene legitimidad para educar. Por tanto, no es el padre, sin más, quien tiene el derecho a educar. ¿Por qué esto no resulta obvio a muchos? Porque vivimos, más todavía que en un patriarcado, en un adultarcado, es decir, una dominación ilegítima del adulto sobre el menor.


2 comentarios:

  1. Estupendo post. Ahora me convences. Aunque me queda la duda acerca de en qué se resuelve la dialéctica familia-sociedad (con respecto a la educación). En un "Educador natural-racional", sí, pero, ¿puede y debe tal idea concretarse, incluso institucionalizarse? En otras palabras: quién y cómo estipula esos criterios suprapositivos de legitimidad educativa (al menos mientras no llegamos a ser todos ángeles autárquicos --en cuyo caso la educación estaría de más--). Un abrazo.

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    1. A mi juicio, la educación es cosa de todos, es decir, de lo común a todos, y el criterio para distinguir una buena educación es el mismo para todos. En cuanto a la concreción de todo eso, pienso que la familia es fundamentalmente el ámbito de la crianza y del aspecto más afectivo y amoroso de las relaciones (también las más primitivas, y, por eso, más pertinente en los primeros años del niño, y menos cuanto más crece este), lo que no quiere decir que en el seno de la familia no pueda y deba haber una relación personal en general, o que la familia tenga un límite (no creo que ni haya que ni se pueda deconstruir la familia para "volver a la horda", como proponía el Manifiesto Comunista, aunque se pueda cambiar y mejorar la familia). Entonces, se trata de cómo tienen que componerse esos dos aspectos que, aunque no de manera exclusiva, predominan en ambas instancias: la afectividad y amorosidad (el cuidado) en la familia, y el derecho más formal en la sociedad (insisto, sin que lo uno y lo otro estén ausentes en ninguno de los dos). La sociedad debe respetar el ámbito afectivo, que incluso rellena de contenido una personalidad abstracta; la familia debe respetar el carácter racional-formal de la sociedad, que hace personas a todos por igual. Un miembro de la familia debería ser compatible y armónicamente miembro de esa familia y ciudadano (del mundo, en última instancia).
      Esto significa que la educación está bien en la familia y casi solo en la familia en la más temprana edad (separar al niño de la madre y llevarlo a la guardería me parece una aberración de sistemas que priorizan la producción mecánica), y debe ser el lecho de cuidados al que el niño, a medida que se va alejando en su maduración, vuelve. Por supuesto, todo esto debe parecernos legítimo mientras la familia no interfiera en el desarrollo racional y moral del hijo. Y no tiene por qué hacerlo, sino al contrario: una familia respetuosamente afectiva, potenciará las posibilidades del hijo para crecer con confianza, etc.
      En fin, no me alargo más con estas psicologías.
      Un abrazo

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