Después de la edad primitiva de Europa, mal llamada “Edad Media”,
en que los hombres vivieron servilmente bajo la autoridad mítica (infancia,
edad de la imaginación y la fe), la “Edad Moderna”, o primera madurez, en cuyos
estertores parece ser que habitamos, ha sido la época de la racionalidad y la voluntad abstractas o formales, caracterizada por:
- una cosmovisión naturalista y reduccionista: el mundo de las cosas, incluidos los cuerpos de las personas y, por supuesto, los animales y demás vivos, consiste real y objetivamente (más allá o por debajo de las apariencias) en unas cualidades “primarias” puramente cuantitativas o matemáticas. Toda otra propiedad es epifenómeno, irrealidad, mera apariencia subjetiva, ilusión.
- subjetivismo e irracionalismo del sentido y el valor: el ámbito “espiritual”, la persona, está escindida en una parte racional mínima, cuantitativa, puramente formal (somos individuos iguales en abstracto, dotados de una libertad que es pura indeterminación vacía: atomismo espiritual), y otra parte, de contenidos (lo ético, lo estético, lo religioso, lo “místico”), puramente subjetiva e inaccesible a la razón y a la educación.
- la consecuencia de este esquizofrénico dualismo de lo real-objetivo y el sentido-subjetivo, es que, por una parte, en cuanto a “lo material”, el individuo consume de manera compulsiva y mecánica, y el dinero, es decir, el objeto vacío y formal puro, la pura matemática del valor, se declara como único objeto objetivo de la sociedad o Mercado (capitalismo); por otra parte, en cuanto a “lo espiritual”, algunos se reservan un tabernáculo oscuro, inaccesible a la luz, y sin contacto posible con el desierto que es el mundo (“luteranismo”). Una libertad abstracta, produce una gran desigualdad material y una fuerte irracionalidad en el trato con las cosas y las personas, que puede acarrear la destrucción del “planeta” y la eliminación masiva de (cuerpos de) personas.
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He aquí, dicho sintéticamente, lo que, con la edad adulta,
vendrá:
Se dejará atrás la concepción naturalista y mecanicista de
las cosas. Empezando por lo segundo, ocurrirá que incluso dentro de la propia
mirada científico-técnica del mundo, se abandonará el análisis atomista y
reductor, y se reconocerá la “dignidad ontológica”, la realidad irreducible, de
lo complejo y “superior”: la vida, lo psíquico, lo social, lo ético, lo
estético… Ya no serán concebibles como epifenómenos de meras interacciones de
átomos. Requerirán un tratamiento (y un trato) adecuado, que si bien no medirá
con tanta precisión cardinal, sí comprenderá mejor, infinitamente mejor, con
más profundidad y por tanto más auténtico rigor, su naturaleza viva,
consciente, ética…, en lugar de negarla cuando y en la medida en que no cabe en
el lecho procústeo de una pobre geometría.
Pero no solo parecerá ya burdo el reduccionismo en el
interior de la realidad natural: también, desde fuera, se superará la tosca
creencia de que la ciencia natural abarca todo el dominio de la racionalidad.
Al contrario, se reconocerán y explorarán las esenciales implicaciones
metafísicas, éticas, estéticas…, de la ciencia. Se descubrirá el derecho a la
idea, a lo ideal, a todo eso que, según el dogma moderno, está por fuera del
mundo y sobre lo que solo nos queda callar y creer ciegamente.
Como consecuencia, la percepción que los hombres tienen de
sus vidas, cambiará: se reconocerán como seres más profundos e interesantes,
más “dignos”, que esos mecanismos ansiosos de satisfacer irracionales deseos o
alentar irracionales esperanzas que les ofrece como caricatura la ideología
moderna; la sociedad de los hombres no será vista ya como el Mercado en que se
garantiza el mínimo de la no-coerción mutua, sino la unión esencial de amistad
en que se busca, mediante el diálogo en eso común que según Heráclito todos
tenemos, el sentido de la verdadera libertad y la justicia, la que hace a cada
uno mejor y más feliz en la medida en que hace más feliz y mejor al todo.
¿Cómo se reflejará eso en la estructura social? Será una sociedad
del conocimiento. El conocimiento, hoy una mera herramienta y esclava de los
deseos, será ya el quehacer más noble y querido, y también el más respetado
“institucionalmente”, entre los quehaceres humanos, al que todos querrán
dedicarse principalmente, y al cual todo otro quehacer estará subordinado como
medio. Todos los hombres serán artistas, investigadores curiosos e
imaginativos, filósofos. La información será libre, sobre todo respecto de
“intereses mercantiles”. Se cultivará, sobre todo, el diálogo sobre valores y
sentido, entre personas y culturas totalmente dispares que se reconocerán como
iguales. Habrá una aceptación, positiva, del carácter ineludiblemente
dialéctico del pensamiento del sentido, y no se pretenderá solucionar las
cuestiones dogmática y unívocamente. Esa dialéctica o “inestabilidad” del
diálogo afectará también, desde luego, a la propia sociedad del conocimiento,
que no podrá nunca estar plenamente segura de sí misma, porque no será un equilibrio
estático, sino dinámico, donde se interalimentarán continua y simultáneamente
los contrarios, aunque integrados (analógicamente) en una unidad que habite
siempre por encima de un umbral mínimo, de manera semejante a como esos
equilibrios dinámicos que son los vivos, mantienen e incrementan, por su propia
dinámica télica, un cada vez mayor nivel de organización, salvo por accidente.
La organización “económica” (en sentido amplio), que estará
al servicio de la vida espiritual de los hombres (y no al contrario ni
indiferentemente), conocerá una cualitativamente distinta e infinitamente mayor
“racionalización” de la producción. Puesto que las necesidades humanas no se
identificarán ya con la acumulación de bienes materiales de nivel inferior (ni
siquiera en ese estado potencial que es el dinero, cuya especulación estará naturalmente
sujeta a la especulación de valores sustantivos de orden superior), se
producirán menos cosas de mejor calidad y para menor número de “necesidades”. Las cosas serán duraderas, pero modificables eficientemente, porque
su producción no la dictará el afán de lucro. Se “trabajará” menos (en
menesteres de cruda necesidad) y se tendrá mucho más tiempo para trabajo no
alienado (mal llamado “ocio”). Habrá también una mayor racionalización (no un
“control”) de la natalidad: se deseará tener menos hijos y criarlos con más
cercanía y respeto. La relación de los hombres con los hombres y con el
ecosistema, con el todo, no será la de la destrucción y la depredación, sino la
de la armonía. La sociedad garantizará la independencia material, la
no-indigencia, de todo hombre, mediante el libre acceso al mayor número de
bienes elementales, que ya no serán objeto de loca codicia salvo para cuatro
pobres ineducados, que no saben que no vivimos en un lugar escaso, sino pletórico,
y que nadie vivirá para siempre. Se eliminarán las deudas antiguas e injustas
con el mundo pobre, y se le proporcionará todo para que las diferencias humanas
desaparezcan. Se caminará, en fin, hacia la completa abolición de la
competencia, tanto de los hombres entre sí, como de los hombres con el resto de
la naturaleza y el espíritu, y las ideas
de deber, deuda, ley y hermanas, desaparecerán, trasmutadas en las ideas de
amor y don.
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¿Por qué incluso quienes encontrarían deseable algo
parecido, creen que algo parecido no vendrá?
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