Sigo con mis precipitadas y especulativas especulaciones sobre las carencias del pensamiento político moderno, en busca de lo que quizás
debería sucederle (en todos los
sentidos).
El liberal-capitalista, con su ideología naturalista-mecanicista
del mundo objetivo y su vacía idea de libertad como indeterminación o “ausencia
de coerción”, no sabiendo racionalmente para qué existe ni, lo que es peor,
pudiendo preguntárselo (ya que, coherentemente con lo anterior, parte del
supuesto de que los valores no están en la naturaleza ni en la razón), se
dedica básicamente (en su vida objetiva) a producir, comerciar y consumir
mecánicamente bienes de satisfacción básica, “mecánica”, bienes mal llamados
materiales (porque todo es material, también un libro, aunque todo es, a la vez
espiritual, también un trozo de pan o de plástico). Racionalidad mecánica,
irracionalidad moral.
Podría pensarse que ni siquiera es racionalidad mecánica,
pues su crecimiento es incompatible con el medio finito (como denuncia la parte
ecologista de sus críticos), y quizás eso es verdad (aunque quizás no de la
manera simplista en que se expone a menudo), pero es que es intrínseco al
mecanicismo considerar como dominio de sus operaciones una pura indefinición,
sin límites conocidos: la abstracción de la topología.
La insuficiencia de la filosofía liberal, pide ser superada
(desde luego, no se trata de volver atrás: la racionalidad ilustrada es una
conquista necesaria). El hombre no puede identificarse con esa deficiente
autocomprensión, donde solo sus más básicas y ciegas necesidades son
reconocidas como objetivas, universalizables, racionales, y todo lo demás (el
valor profundo de las cosas y de la vida humana) queda en el rincón lleno de
monstruos de la subjetividad no-cultivada. Esto es lo que se traduce en el
nihilismo y la desesperación del arte moderno, muy prolífico pero más
desazonado todavía.
¿Qué tiene que ofrecer, por su parte, ese Otro-propio o
media-naranja del liberal-capitalismo que es el socialismo moderno?
Hay una cierta izquierda, que podemos llamar anti-ilustrada,
para la cual la ideología racionalista-ilustrada, con su capitalismo, es “en verdad” (esta izquierda ha conseguido
desvelarlo) secularización de los viejos valores de la voluntad alienada. La emancipación,
para este “pensamiento”, consiste en dejar atrás todo el racionalismo, toda la
ilustración (o, si acaso, entenderlos de una manera totalmente “otra”). Este pensamiento
“radical” coincide con el pensamiento moderno en general, en que toda
racionalidad es mecánica, pero mientras otros la ven como positiva, él la
rechaza, buscando lo cualitativo y valioso en sí. Su propuesta es una especie
de existencialismo (ninguna esencia está ahí más que para ser reconstruida), un
decisionismo o pragmatismo puro, y, muchas veces, un misticismo de lo inefable.
Dejaré a un lado ahora esta propuesta (la he abordado otras veces)
El otro socialismo, digamos el “domesticado”, y al que me dedico
en el resto de esta nota, quiere mantenerse dentro del racionalismo científico “galileano”
y la Ilustración ,
pero cree que el liberal-capitalismo es un racionalismo y una Ilustración
incompletos y, por eso, injustos, incluso criminales, que han frustrado la
promesa de emancipación del hombre mediante el conocimiento y dominio de la
naturaleza. La verdadera concepción racionalista-ilustrada nos debería
conducir, cree este socialismo, a una sociedad igualitaria, sin clases, sin
explotación, solidaria.
El socialismo delata la falsedad de ciertas ideas liberales:
Frente a la libertad completamente abstracta o
extremadamente negativa del liberal-capitalismo, señala, justísimamente, que no
basta con estar libre de coerción, o de coacción mecánica directa, para ser
libre. La ignorancia no es libre. Y tampoco lo es la pobreza. No es que (como
dice ignorante y “perversamente” Hayek en Caminos
de servidumbre) el socialismo haya cambiado el concepto de “libertad”
redefiniéndolo como no-indigencia, es que la no-indigencia es una condición
necesaria de la libertad (y el propio Hayek se siente obligado a desmarcarse de
quienes “en nombre de un abstracto laissez-faire” han justificado políticas “injustas”
–pero ¿qué es justo para Hayek, más que el laissez-faire? Nunca lo dice-). Una
sociedad auténticamente “liberal”, o sea, que se tomase la palabra ‘libertad’
en serio (en sentido “republicano”, como el que ha defendido, por ejemplo,
Pettit, o Habermas, etc.), tendría que asegurarse de que todos los individuos
están igual de informados y han desarrollado plenamente su capacidad crítica, y
a ninguno los medios materiales le ha impedido estar en condiciones psíquicas y
físicas para elegir con toda libertad. (Por supuesto, ningún liberal real
piensa en algo parecido, pero debe ser considerada una condición ideal suya).
Ahora bien, ¿hasta dónde llegaría ese camino de garantía de la libertad? No
tiene fin, en realidad. Puesto que nacemos unos más dotados que otros, y, desde
luego, es imposible (por más que nos empeñásemos desde el paternal gobierno)
asegurar los mismos contextos y las mismas experiencias relevantes a todos, nunca
seremos igual de libres. Nunca, entonces, dos individuos estarán en verdaderas
condiciones iguales y, por tanto, nunca un contrato entre ellos será justo.
Siempre será necesario compensar las desigualdades, hasta conseguir dos
voluntades completamente iguales (formalmente hablando).
Por eso -segunda idea antiliberal-, el socialismo, cuando
llega a su fondo, rechaza la idea de mérito y, a la vez y por eso, se niega a
ver la sociedad como una competición entre seres dotados de competencias, para
proponer una sociedad de la colaboración o solidaridad (ya sea en lucha contra
la naturaleza, ya, mejor aún, en armonía o comunión con ella). Es como si estas
dos ideas se dieran felizmente la mano: ni hay méritos, ni falta que nos hacen,
porque, en la medida en que se cree en ellos, solo se genera división y estrés,
perjudicial para la vida y la propia eficiencia. Nunca será justa ni conveniente la
competencia (a cada uno según sus capacidades), por limpia que sea la carrera.
Mejor, a cada uno según sus necesidades.
Estas dos ideas (libertad entendida en sentido denso, y
cooperativismo) son dos ideas nobles del socialismo, contra las que el
liberalismo nunca tendrá respuesta ni intelectual ni moral. Creo que son
condiciones necesarias de toda alternativa a la fealdad de nuestro mundo actual:
tomarse en serio la noción de libertad y tener una visión fundamentalmente
armonista del mundo (sin negar el lado malvado y cruel, pero considerándolo
como superable mediante esa tendencia que ya Empédocles decía que mueve el
cosmos hacia la Unidad ,
el Eros).
Pero, por debajo de estas importantísimas diferencias entre
el liberal-capitalismo y el socialismo moderno, subyace la misma insuficiente concepción
filosófica de base: el naturalismo mecanicista y el subjetivismo de los
valores.
Todo socialismo “que viva en nuestro tiempo”, es decir, que
tenga algún impacto en la historia reciente y hasta hoy, hereda el
cientificismo mecanicista que, se dice, constituye a la Ciencia moderna. El hombre
es un ser natural, el idealismo es una elucubración de la nobleza (o, a lo
sumo, del alto burgués), incluso un opio, y la naturaleza debe ser descrita, en último extremo,
en términos cuantitativos, es decir, reduciendo a una, cuanto sea posible, sus
dimensiones ónticas. Las cualidades (secundarias, no-matemáticas)
son epifenómenos. Esto, trasladado a la historia y la política, supone, como
para el liberal, que los individuos humanos son átomos de un universo
material-mecánico.
Hay, sí, socialistas cristianos o espiritualistas en
general, pero son vistos por el socialismo ortodoxo como enfermos que siguen
dependiendo del antiguo opio, y más conviene que lo consuman (ellos lo saben)
en el secreto de su intimidad subjetiva.
El naturalismo mecanicista se muestra en la torpe idea
socialista de las “necesidades naturales” como un conjunto cerrado de
objetividad. Pero ¿cuáles son las necesidades naturales del hombre, si no
consideramos al hombre como un ser espiritual? Comida, vestido, vivienda…, y
educación, sí, pero sin espiritualismos. Es decir, educación para la tecno-ciencia y
para la ciudadanía socialista de las “necesidades naturales”. Realmente, el
hombre no tiene unas necesidades naturales (en el sentido moderno del término) ni
finitas: ni naturales, ni finitas. El mundo material está ahí, a la mano del
hombre (y de cualquier ser, en la medida en que cada uno es activo,
“consciente”) para significarle, para hacer de él un mundo bueno y bello, a
imagen del ideal. El trabajo no acaba en el alimento y la vivienda (en el
dominio de la necesidad primaria), sino que más bien empieza a partir de ahí.
Lo que pasa es que este concepto de necesidad superior, espiritual, es ininteligible
para el materialismo mecanicista, y contradictorio con él. También por esto, el análisis marxista del dinero equivoca
completamente el blanco. Cree que el dinero no tiene que ver con nuestras
valoraciones de las cosas, porque cree que solo es razonable valorar ciertas
“necesidades naturales”.
También depende, del naturalismo mecanicista, el
determinismo (en forma, incluso, de economicismo, como en el liberalismo más
básico) de las teorías socialistas de la sociedad y la historia. Al querer
“cientifizarse”, reduce el mundo de la voluntad y las acciones a, como mucho,
un devenir necesario (si no un fruto del azar). Obviamente, no hay acción
política posible bajo este presupuesto. Por eso, Lenin quiso que el
determinismo fuese herético en el marxismo. Pero, en verdad, el determinismo (o
el indeterminismo mecanicista -lo que, siendo lo contrario, es, sin embargo, lo
mismo para la libertad: su negación-) solo puede(n) ser herético(s) si
rechazamos el cientificismo y dejamos de considerar a las ideas y los valores
como “superestructuras” o epifenómenos de los sucesos. Sin embargo, esta es la
otra prisión del socialismo, en que está esposado con su enemigo: la irrealidad
de los valores, el subjetivismo axiológico.
El subjetivismo de los valores (de los valores sustantivos,
es decir, más allá del valor formal de la justicia-igualdad) es la otra torpe
asunción del socialismo moderno ortodoxo, que se sigue, no obstante, de manera
lógica, de la concepción naturalista-mecanicista de la realidad.
La consecuencia negativa principal del subjetivismo para el
socialismo, a mi juicio, es que lo condena también a él a un concepto meramente
formal de libertad. Menos, desde luego, que al liberalista, porque el
socialismo exige educación y no-indigencia “material”. Pero, una vez cubierto
eso, no es indagable racionalmente qué es lo bueno y qué debo elegir. La libertad, ahí, es indeterminación. Por eso, creo yo, los
sujetos de un mundo socialista, liberados de su alienación material, no sabrían
a qué dedicarse. Y eso significa que viven en una Polis incompleta, donde falta, concreta y principalmente, aquello que hacía Sócrates: una indagación pública y racional de lo Verdadero, lo Bueno y lo Bello en sí.
El socialismo parte, pues (lo diré una vez más), de la misma
concepción filosófico-política básica que el liberal-capitalismo: un todo de
iguales, cada uno con cognición y voluntad, en un mundo mecanicista exento de
valores en sí. Pero el socialismo toma la perspectiva del conjunto y la
igualdad, en vez del partido del átomo y la particularidad: las partes son
partes de un todo, iguales, idénticas unas a otras. Un trozo del espacio no
puede separase de otro. ¿Por qué? No porque haya una armonía entre las partes
del todo (esto puede ser deseable a posteriori, pero no es la condición formal ni
objetiva de la sociedad) sino porque todas las partes son iguales: en eso
consiste ser todos partes de lo mismo. Las partes son iguales, y cualquier
ruptura de la igualdad debe ser rehecha. Las desigualdades no son justas,
porque hacen a uno más sujeto que a otro. Pero ¿en qué consiste esa igualdad?
La única base objetiva es la mecanicista, la igualdad en las condiciones de
trabajo o producción, y, en último extremo, de dinero o su equivalente
socialista (algún material abstracto que sustituya a la “satisfacción”, etc.),
puesto que toda idea, sea el arte o lo que sea, es epifenómeno,
superestructura. ¡Incluso la ética es superestructura (exceptuando, claro, esa
ética mínima de la igualdad material)! El socialismo moderno, al aceptar que el
problema de fondo es el económico-material, y que los deseos y valores son
meras sombras de eso, ha caído en la misma trampa que el liberal-capitalismo. La
auténtica alienación no es la económica: esta es una expresión, en el nivel más
básico y abstracto de las cosas con valor, de la alienación espiritual. El
socialismo habita en la misma alienación que inconscientemente querría
combatir.
Lo mismo que en el liberal-capitalismo, el error de
concepción hace que la cosa no pueda funcionar. Un hombre no puede vivir bajo la
convicción de que su vida objetiva consiste en la satisfacción de unas
reconocidas y cerradas necesidades naturales básicas, y que toda idea, moral,
estética, religiosa, es una ilusión, fruto quizás de su mala alimentación. Por
supuesto, se dirá que esto es una parodia del socialismo, porque este nos dice
que, en una sociedad justa, los hombres, una vez satisfechas sus necesidades
naturales, se dedicarán a la libre creatividad. Pero ¿es esto compatible con el
carácter superestructural del arte, la moral, la religión…? ¿Qué debería
producir un estómago satisfecho? ¿Quizás una música de ángeles? El socialismo,
es decir, la justicia material, es una condición necesaria de la libertad y la
justicia, pero no suficiente. Hace falta algo más que materialismo y
ficcionalismo de los valores.
Ahora bien, ¿explica lo anterior todas las disfunciones del
“socialismo real”? En parte, es claro que sí. Aunque el socialismo
materialista-mecanicista diga respetar las diferencias, no puede hacerlo,
porque las diferencias rompen la cuantitatividad y, por tanto, la justicia
formal como igualdad. Esto produce una alienación de la auténtica individualidad,
que realmente no puede ser creativa sin romper la calma chicha y la anomia artística
y filosófica de una sociedad socialista.
Pero ¿cómo se conecta esto (si es que se conecta) con el
conocido e innegable hecho de que, en una sociedad socialista, donde se tiende
siempre a eliminar las diferencias que se van creando, mediante redistribución
(“robo del fruto del trabajo individual”, dice el liberal), muchas personas
tiendan a hacer lo menos posible, y razonen “¡total, si me lo van a dar todo al
final!, ¿para qué esforzarme?”? ¿Quizás es que el socialismo solo es posible en
un mundo de ángeles, es decir, allí donde, como decía Spinoza, no hace falta
gobierno alguno, y los hombres necesitan ser estimulados mediante el miedo y
los premios? (¿Y si, tal como el capitalismo sería -según algunos- una política
para diablos inteligentes, el socialismo es una política para ángeles pánfilos? No lo creo). El diagnóstico liberal a esto es que la eliminación socialista del mérito y la
capacidad activa del sujeto, le induce a presentarse siempre como víctima de su
mala suerte, mientras que, en el liberalismo, uno es dueño de su destino, y
culpable de su pobreza (supuesta la verdadera sociedad liberal). Se equivoca el
liberal: uno no es culpable de, siquiera y en el más idílico de los casos, su
buen hacer, ni de haber nacido menos capaz. La respuesta socialista, según la
cual uno solo es vago en una sociedad alienada, es correcta. Pero se equivoca
el socialista, repito, al pensar que se termina con la alienación en una
sociedad igualada materialmente, en sus “necesidades materiales”. La alienación
procede de no sentirse el sujeto llamado por su labor.
Si hay alternativa, es desestimando esa falta dicotomía
extensionalista (particularismo emeritista / igualitarismo plano). La libertad
del liberal es una falsa libertad, puramente abstracta. Pero la igualdad del
socialismo es una falsa igualdad. Y ambas cosas por lo mismo, por su concepción
materialista en el sentido más pleno de la palabra. Si hay alternativa, es una "desigualdad" sin elitismo, es decir, sin injusticia. Y esto exige reconocer que
la fuente del valor no es la economía. La culpa no la tiene el Dinero, ni los
Mercados. La “culpa” es de la ignorancia, de la autoignorancia del hombre, por
la que no ve lo que en él tiene más valor, y lo aliena en la materialidad más
básica. Y de aquí no escapan ni el capitalista ni su otro, el socialista.
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