Según la teoría aristotélico-tomista, se equivocan Sócrates y Platón cuando pretenden reducir toda maldad a simple ignorancia y toda culpa a error: hacemos mal a sabiendas. ¿Cómo es esto posible? He discutido en otras entradas los aspectos más generales de este asunto. Me centro ahora en la argumentación concreta acerca de cómo es posible compaginar el razonamiento moral con la maldad, tal como lo sostiene Tomás.
Tomás, siguiendo a Aristóteles, argumenta que, si tenemos en cuenta que hay que distinguir entre saber en hábito y en acto, y también entre saber en términos generales y en particular, podemos explicar que uno tenga saber en hábito y en general de lo que está bien, pero en el momento del acto concreto elija lo contrario, estorbado por la pasión o concupiscencia.
El continente, dice Tomás, razona así: conoce, como todo el mundo, la premisa mayor, “No hay que cometer pecado”; y aunque la concupiscencia le propone el placer, sigue razonando: “esto es pecado, luego no hay que hacerlo”. Pero en el incontinente prima la concupiscencia, y, una vez conocida la mayor, continua, sin embargo: “esto es delectable, luego hay que perseguirlo”. Y así peca por debilidad: aunque sepa lo bueno en universal, no sabe en particular, porque no lo toma según razón, sino según concupiscencia. No cae en una contradicción propiamente (lo que daría la razón a Platón), ya que el primer momento es conocimiento en hábito (no en acto) y universal (no particular).
Esta argumentación me parece vana y errada:
Empecemos por la tesis de que la pasión puede estorbar a la razón, de forma que “haya ciencia en hábito pero no en acto”, o que se caiga cuando se llega a lo particular, aunque se sepa lo universal; es decir, que el trecho que va del dicho a hecho sea truncado por la pasión. En todo caso, lo que es evidente es que esto no es Culpa, porque la pasión no se elige libremente. Uno querría no llevarse por la pasión. Si le ocurre que, al hacer su juicio moral y deducir su conducta, es “estorbado” por la pasión, además de que actuará por ignorancia, lo hará involuntariamente. Y si cree que ahora debe hacer esto (no siendo estorbado), está simplemente equivocado (supuesto que lo esté, es decir, que tengamos un buen conocimiento de lo que es bueno –como presupone la argumentación-).
En realidad, no hay que meter a la pasión para nada en el razonamiento: o se razona correctamente o no. La pasión no es ninguna de las premisas, ni es parte del mecanismo deductivo: no es un elemento lógico. Si no se razona correctamente se actúa irracionalmente, pero entonces no hay debilidad sino ignorancia. Por eso, el argumento tomista de que el pecador toma la premisa menor del ámbito de lo concupiscible es equivocado.
(La tesis socrática, por cierto, no es (como la describe Tomás) que la pasión no predomina nunca sobre la razón, sino que la pasión es sólo un tipo de “razón” o, mejor, de creencia, la creencia errada, o, mejor, confusa).
¿Es responsable el sujeto de una pasión que estorba sus determinaciones racionales? ¿En qué medida un acto que es causado contra su verdadero parecer es suyo? Lo pasional parece como una parte ajena del sujeto, que le condiciona contra su mejor voluntad. Pero ¿es responsable el sujeto de tener ese apéndice mortal? Sí, podría decirse, si lo afirma. Pero si lo afirma es, o por error, o “estorbado” a su vez por la pasión, luego no con responsabilidad o voluntad.
Que el conocimiento sea de lo universal, pero la acción de lo particular, es falso, como ya argumenté en otro lugar. Tanto conocimiento hay de lo universal como de lo particular, y, desde luego, la pasión no colma un hueco que el conocimiento deja, por ser formal. Si así fuese, no podríamos tener noticia de nuestros propios actos concretos. Otra cosa es que, dado que no tenemos un conocimiento perfecto, no podemos predecir completamente lo que ocurrirá, de forma que, contra nuestra voluntad, las circunstancias frustren la acción deseada. Pero esto no es de responsabilidad del sujeto.
Además, para que la pasión coparticipase sería necesario que conociésemos todos los detalles y aun así la facultad determinante de la acción no fuese la deducción más racional: “conozco lo mejor pero hago lo peor”. Pero esto es lo que niega el intelectualismo. Si hago lo “peor” es porque lo considero lo mejor.
Puede ser que en un determinado nivel de conciencia sostenga unos principios que son incompatibles con esa volición concreta. Pero esos principios están en competencia con otros, con otras razones también convincentes, y ninguna de las dos (o más) posturas es definitiva.
Por ejemplo: el sujeto sostiene que no es pertinente dejarse llevar por la ira. De aquí se deduce que en el caso concreto no debería dejarse llevar por la ira. Pero de hecho ocurre que se deja llevar por ella. Si la explicación fuese que el sujeto no puede evitarlo, porque la carne es débil, etc., no le sería imputable. Tampoco ocurre que, puesto que no hay conmensurabilidad entre lo universal y lo particular, la pasión o la voluntad se encargan de concretar lo que el sujeto racional prescribía, resultando la concreción contraria a lo previsto: el sujeto sabe que se está airando, y está aceptando airarse. Ni siquiera es a posteriori su conocimiento. ¿Cómo explicarlo, entonces?
Realmente el sujeto sostiene principios contradictorios: por un lado sostiene la tesis convencional (adquirida, tradicional, etc.) de que debemos responder a las agresiones: la ira es una respuesta “natural” y “racional” a una situación de agresión. Esta tesis convencional entra en dialéctica con otra, adquirida reflexivamente, según la cual la ira no es una respuesta correcta, (ya sea porque es demasiado burda e inmediata e inútil, ya porque apela a lo que de peor hay en él de sujeto, etc.) Ninguna de estas dos tesis ha prevalecido en su intelecto definitivamente. Cuando se presenta un caso particular podría haber actuado de cualquiera de las dos formas, según que las circunstancias hubiesen sido más favorables para una u otra de las tesis (por ejemplo, si el tiempo de reacción es muy pequeño es epistemológicamente más rentable recurrir a la tesis convencional, con la que se opera más fácilmente). Las circunstancias proporcionan información adicional que colaboran en la concreción de lo que se cree preferible para la acción actual.
Lo que no haría ya el sujeto es recurrir a actuaciones que no se enmarcan en alguna de sus creencias aceptadas actualmente (por ejemplo, ningún ciudadano occidental medio recurriría, en lugar de airarse o contenerse no recurriría, a echar mal de ojo a su enemigo, etc.)
Pongamos un paralelismo epistemológico: un físico sostiene la tesis de la mecánica newtoniana (convencional, para él, tradicional). Pero adquiere la teoría de la relatividad. En algunos ámbitos proporcionan respuestas diferentes a un mismo fenómeno, etc. En una cuestión concreta el físico puede preferir utilizar la teoría newtoniana. Cuando dos teorías están rivalizando pero ninguna de las dos ha eliminado definitivamente a la otra, las circunstancias pueden hacer más racional utilizar la más convencional (si se trata de obtener resultados urgentes aunque coyunturales) o la más reflexionada (si se trata de dar una explicación más universal y coherente, etc). Pero ningún físico recurriría ya a Ptolomeo.
Está claro que el silogismo del incontinente es defectuoso. Actúa, pues, ignorantemente. La situación es, más bien, la siguiente:
El continente piensa: “Hay que querer lo justo; esto es justo, luego hay que quererlo”. Pero cuando se produce un conflicto en la deliberación y, consecuentemente, en la decisión, es o bien por cuestión de principios (porque no se tiene claro “hay que querer lo justo”, sino que se tiene argumentos también para sostener “hay que querer lo delectable” -porque para estar convencido de que hay que querer lo justo hay que estar convencido también de muchas cosas, de las que la gente no está en general convencido, tales como que el hombre tiene “alma” y esta es superior al “cuerpo”, y que la parte mejor del alma es la racional, etc., o que mayor felicidad reporta satisfacer las exigencias del imperativo a las de la máxima, etc.-), o bien por cuestión menos de principios, porque no se reconozca el “esto” actual como un caso de lo justo o lo delectable. Pero en ninguno de los casos se da debilidad ni fortaleza de la voluntad, sino pugna de creencias y argumentos. Cuando hay pugna de principios es el entendimiento el que determina, en cada momento, qué principio prevalece, así que aquí el sujeto sólo puede pecar por ignorancia: la voluntad no es la responsable del entendimiento que uno tiene. Ni siquiera se puede decir que es culpa de la voluntad no querer saber lo que debía saberse, porque para que la voluntad supiese que “debía saberse” debería haber sino determinada antes por el intelecto. Tampoco en la duda acerca de lo concreto se trata de debilidad o fortaleza de la voluntad, sino de desconocimiento de cuál es el mejor medio para conseguir nuestro fin (supuesto que sabemos claramente cuál es este y no se trata, por tanto, de cuestión de principios o fines). El incontinente toma la premisa segunda de la concupiscencia, pero eso es porque el entendimiento le dice, erradamente, que lo concupiscible es apetecible (y lo bueno es lo que se apetece). Es pues responsabilidad del entendimiento.
En conclusión, el acto moral de decisión racional y elección, resulta conflictivo porque hay una dialéctica entre principios contrapuestos de lo que es bueno. Es la misma dialéctica que hay, en general, entre lo Universal y lo Particular, entre Ideas y Fenómenos, entre Uno y Múltiple, Idéntico y Diferente. Una parte de nuestra razón exige lo universal y uno, y esto se traduce, para la “razón práctica”, en la exigencia de Justicia no-particular (no egoísta, etc.); pero otra parte de nuestra razón exige salvar lo particular y múltiple, y esto se traduce, moralmente, en la exigencia de defender mis propios intereses concretos (que nadie está encargado de defender por mí).
En el trabajo de evaluación racional que exige esta situación, los diversos grados de racionalidad y educación del sujeto son completamente determinantes. Lo que en otras épocas, dada la educación e ideas dominantes entonces, podría parecer normal y bueno, hoy resultaría monstruoso en nuestro país, aunque sea visto como normal en otros con menos educación. ¿Quién vería hoy bien que se empalara o quemara a herejes y brujas –como hacía la Iglesia hace unos siglos-, o que se ahorque a homosexuales o se lapide a adúlteras –como se hace hoy en Irán o Afganistán-? Y seguramente en unos años se verá monstruoso lo que hoy nos parece más normal y bueno (como, por ejemplo, comer animales o educar con métodos de adiestramiento “conductista”). Y, sin embargo, todos hacen lo que creen que está bien. Por tanto, no tienen culpa, sino ignorancia.
La ignorancia ciertamente exime de la culpa ... salvo que sea una ignorancia culpable, buscada intencionadamente. Quien, pudiendo saber, voluntariamente renuncia a saber se hace culpable de su ignorancia.
ResponderEliminar