El objetivo de estas reflexiones es abogar por la idea de
que el hombre no es ni el creador de los valores de las demás cosas ni la única
o más valiosa cosa del mundo; el hombre es “solo” un ser muy valioso, como lo
son, objetiva e intrínsecamente, los demás seres, cada uno a su modo; y quizá
el valor principal del hombre estribe precisamente en ser capaz (más capaz que unos,
aunque tal vez también menos capaz que otros seres) de reconocer (no de
insuflar) valor en toda la naturaleza; pero sean cuales sean los valores
propios del hombre, estos “solo” se pueden realizar dentro de y en diálogo (en dialéctica,
es decir, en guerra pero sobre todo en amor y armonía) con el resto de la
naturaleza, no en algún destino sobrenatural. Nuestro “imperativo categórico”
diría, pues, algo así:
Nunca trates a ningún ser como mero medio, sino, ante todo, como fin en sí mismo.
Esto,
“además” de ser lo más justo, es lo más “útil”, es decir, lo que reportará
mayor felicidad o realización, pues sabrá encontrar en las cosas lo mejor de
ellas mismas, lo que tienen por ser plenamente reales, y también hará aflorar
en el hombre lo mejor, la contemplación y valoración “desinteresada”. Solo
cuando no se establece una radical separación entre medios y fines, entre meros
objetos y sujetos puros, entre simple materia y espíritus simples…, solo
entonces una vida justa y una vida feliz son una y la misma cosa.
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Parece que en toda sociedad humana, incluida una que, como
la “occidental”, explota sistemáticamente y por encima de los límites de
toda sostenibilidad al resto de la naturaleza, se da, junto al sentimiento de lucha
y temor, también un sentimiento, estético o moral o
ambas cosas, de respeto y admiración por la naturaleza en todas sus partes: por un río o una montaña,
por ejemplo. ¿Cómo se justifica este sentimiento de respeto por algo que nosotros,
occidentales y modernos, mayoritariamente consideramos inanimado e
insensible?
Nuestra propia formulación de la pregunta ha dado ya por
hecho que el valor no reside en las cosas simplemente por tener realidad. Pero
esto no es más que uno de nuestros supuestos o impensados fundamentales. Las
teorías del valor ético dominantes en los recientes siglos (esto es, el
utilitarismo o felicitismo de la mayoría, y el kantismo, “ética del deber” o
voluntarismo racionalista), no pueden, efectivamente, proporcionar una
justificación para la respetabilidad auténtica
o directa de la naturaleza en cualquiera de sus formas, y ello porque ambas
tienen en común (aunque una más que la otra) una perspectiva doblemente
subjetivista y fundamentalmente antropocéntrica. Las cosas, según la ética de
la modernidad occidental, tienen valor según la medida del hombre: el valor reside principalmente en el hombre, tanto
objetiva como subjetivamente, es decir, solo el hombre es propiamente valioso y
solo él otorga el valor a las otras cosas.
Según Kant, solo los seres racionales (en la Tierra, los
hombres) son propiamente dignos de respeto, solo estos son libres y no
determinados, fines en sí y no meros medios. El resto de los seres son
propiedad del hombre, y la única razón moral por la que no se les puede tratar
de cualquier manera es porque con aquellos tratos que los destruyen o
deterioran dañamos a los demás hombres, para quienes son medios (pero no hay
propiamente ningún posible daño moral a las cosas mismas), o acaso porque, en
el caso de los animales superiores, un trato “cruel” denota nuestra insensibilidad
hacia el dolor (pero el dolor no es un móvil moral ni existe, propiamente, “crueldad”
sobre el animal).
Según el utilitarismo, por su parte, lo que se requiere para
ser digno de respeto es menos que lo que pide Kant: no hace falta ser racional
autoconsciente, basta con ser capaz de sufrir. De modo que muchos animales sí entran
directamente en la cuenta de cuánto mal causamos en el mundo. Sin embargo, el
río o la montaña no serían ya (excepto bajo una concepción pampsiquista de la
naturaleza) directa o propiamente dignos de entrar en el cálculo del valor, y
solo “merecerían ser respetados” en la medida en que su deterioro o destrucción
afectaría a los seres sentientes.
En la entrada anterior indicaba por qué creo que ambas
concepciones, subjetivistas y subjetivo-céntricas, deben ser rechazadas:
No hay ninguna razón para aceptar que solo la racionalidad
capaz de autoconsciencia es digna de respeto, mientras que el resto de las
cosas y sus propiedades carecerían de valor intrínseco. Lo único que quizá da
un valor no circular a la racionalidad es, precisamente, la capacidad de reconocer el valor en las cosas
(incluida ella misma), y esto presupone ya la existencia anterior (lógica o
trascendentalmente anterior) del valor. Según lo expresa Sócrates en La República, quienes dicen que el bien es
lo mismo que el conocimiento no advierten que el conocimiento solo es bueno en
la medida en que es conocimiento del bien (o valor). Lo mismo puede decirse del
deseo: solo es una voluntad buena si es voluntad de lo bueno, no si es voluntad
de sí misma, por muy universal o formal que sea. Solo una concepción antropocéntrica pone la reflexividad (en el
conocimiento, en la voluntad…) como lo primero o absoluto. Pero, tal como el
valor de verdad no es solo ni quizá principalmente el de aquellos seres que se
pueden conocer a sí mismos, del mismo modo el valor estético y ético no reside
solo ni principalmente en la autoconsciencia ética o estética.
La tesis kantiana implica que no podemos valorar ninguna
otra cosa sino en la medida en que sea necesaria como medio para el presunto
fin último del hombre, quien solo debe quererse a sí mismo; nos entiende, por
tanto, esa concepción, como un completo extraño en la naturaleza. Sin embargo,
el fin último del hombre, como el de cualquier otro ser, solo puede estar en el
mundo, en una relación con las demás cosas que presupone en ellas un valor
intrínseco por el que orientar nuestro trato para con ellas. No puede
entenderse a los hombres como un “reino de espíritus” descarnados, para los
cuales la materialidad sería un accidente en una existencia de segundo orden.
La materialidad está esencial e inextricablemente unida a la existencia humana,
y cualquier sublimación o "redención" del hombre solo puede serlo si es, a la vez, una
sublimación y redención de toda la naturaleza. Sin eso, la existencia material de los
hombres queda como un juego absurdo de manipulación de cosas que, en realidad,
serían intrascendentes.
Además, decíamos, esta concepción “kantiana” no tiene en
cuenta que la racionalidad es gradual, es decir, que ni está ausente en otros
seres naturales (quizá está en todos –si toda la naturaleza debe ser vista
desde el paradigma de la información o comunicación-) ni está tampoco
plenamente ni en igual medida en todos los hombres.
En definitiva, la tesis absolutamente egocéntrica de que
solo el hombre es propiamente digno de respeto parece una actitud injustificable
(en cuanto teoría del valor) y moralmente inaceptable, puramente egoísta.
Aunque el utilitarismo, o sentimentalismo-del-mayor-número,
es, en su consideración del valor y el respeto, menos antropocéntrico que la
ética kantiana, comparte con esta el subjetivismo o egocentrismo trascendental, tanto en
su aspecto objetivo como en el subjetivo, es decir, la creencia en que,
primero, solo los seres sentientes (sujetos de pleno derecho utilitarista)
tienen propiamente valor intrínseco, y, segundo, que el valor no reside en las
cosas sino en el sujeto que las valora. Obviamente, según el utilitarismo todos
los seres sentientes (no solo el hombre) tienen valor intrínseco u “objetivo”
(aunque solo por analogía conmigo: porque el dolor es malo para mí), pero tienen
valor intrínseco precisamente porque son capaces de dar valor a las cosas (que
presuntamente no lo tienen antes de que aparezca un sentiente que se lo
otorgue). Aunque es menos antropocéntrico que el kantismo, el utilitarismo no
alcanza a un reconocimiento del valor objetivo de toda cosa natural.
También esta concepción es incapaz de explicar por qué
valoramos (nos gustan, nos placen…) ciertas cosas y no otras, y, en términos
universales, por qué tendríamos que sentir respeto y admiración por un río o
una montaña. Su respuesta última es completamente egótica, solipsista, circular
y vacua: en el fondo, esas cosas solo pueden despertarnos un sentimiento
positivo, según esta concepción, en cuanto son útiles para nuestros intereses,
tales como nuestra supervivencia o nuestros mismos sentimientos de felicidad:
es decir, nos placen porque nos placen. Pero ¿por qué había de ser buena en sí,
y solo ella, la naturaleza sentiente? ¿Por qué había de ser lo valioso
principal o exclusivamente el sentimiento de placer o de ausencia de dolor? Aunque
aceptemos que los sentimientos de placer o dolor son cosas intrínsecamente
buenas y malas (como hicimos con la autoconsciencia), esto no nos evita la
circularidad, pues el sentimiento de placer o dolor es intencional y requiere
un objeto distinto a sí mismo: algo nos debe causar placer o dolor por algo,
por alguna propiedad en sí no arbitrariamente valiosa. Por tanto, aunque sea un
bien intrínseco el placer y un mal intrínseco el dolor, tiene que haber otras
naturalezas intrínsecamente buenas o malas como objeto y causa del placer y
dolor. Sin esto, el gusto queda como una entidad absolutamente arbitraria, que
se concede el valor a sí misma, y, por analogía o “simpatía”, al resto, sin
justificación objetiva alguna.
Si rechazamos cualquier forma de teoría subjetivista (en el
doble sentido de que lo valioso es un sujeto y de que es el sujeto el que otorga
el valor), tenemos que aceptar una teoría objetivista y universal de los
valores: las cosas, todas las cosas, todos los seres, la naturaleza entera, en
su todo y sus partes, tienen valor intrínseco, y el hombre y demás seres
capaces de sensibilidad al valor, solo pueden reconocerlo. Esa capacidad de
reconocimiento es también un valor, pero ni el único ni seguramente el
principal (salvo que hablásemos de una consciencia total, para la cual se
diluyese la distinción entre sujeto y objeto).
Una concepción realista de los valores es perfectamente
posible y necesaria si rechazamos cualquier ontología reduccionista. He tratado
este asunto más extensamente en otros lugares, por ejemplo aquí.
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No siempre y en todas partes los humanos han tenido o tienen
una concepción semejante a la tan antropocéntrica cosmovisión occidental y moderna.
Muchas culturas o épocas de culturas, tanto antiguas como supervivientes hoy, y
tanto no indoeuropeas como indoeuropeas, incluyendo a aquellas en las que nace
el pensamiento explícitamente filosófico, como el hinduismo y la cultura griega
antigua, están lejos de creer que solo el hombre o solo el sujeto sentiente son
el único tipo de ser valioso o/y dador de valor a las cosas. El hombre, antes
bien, forma parte de la gran cadena del ser, dentro de la cual y solo a partir
de la cual recibe él mismo su valor. Todas las cosas, antes de ser medios para
el hombre, son y poseen fines en sí mismas, o, en terminología religiosa, son
“sagradas”. Aunque hubo ya, en la ilustración burguesa griega, un tiempo en el que
el hombre se erigió en “medida de todas las cosas”, las grandes construcciones
filosóficas helénicas, desde los presocráticos hasta Aristóteles y en adelante,
sostuvieron el carácter objetivo y universal (aunque graduado, desde luego) del valor.
En el alma occidental, esta concepción “griega” ha convivido
o luchado siempre con una concepción, heredada del “Libro”, radicalmente
opuesta, y predominante en Europa tanto antes como, más aún, tras la “secularización”
moderna. Puede discutirse qué lectura de los textos bíblicos es la más
acertada, pero la interpretación históricamente canónica presenta al hombre
como un ser absolutamente heterogéneo e infinitamente superior en dignidad a
la naturaleza (ni siquiera sería correcto decir, en este espíritu, “al resto de
la naturaleza”). El hombre puede usar y manipular a los seres naturales
prácticamente a su antojo, como meros instrumentos que son en su camino hacia
su fin final, fin final que, en la evolución de la cultura bíblica triunfante, se
convierte pronto en un fin sobrenatural, o, más aún, contranatural. El mundo
natural es solo el escenario que Dios ha montado para que en él se desarrolle
la tragicomedia humana, y, cuando acabe la función, se desmontará estrepitosamente
toda la tramoya y nadie preguntará a los demás seres por sus intereses y
sufrimientos. Solo queda alguna dificultad para imaginarse ese trasmundo que es
el fin último del hombre… Por desgracia, no somos capaces de imaginárnoslo más que por analogía con... el mundo natural.
Esta cosmovisión radicalmente antropocéntrica, fundamento
ideológico de la cultura occidental, se ha exacerbado, decía, desde el
nacimiento de la “Edad Moderna” y, más aún, en la postmodernidad, con su
distinción radical entre cultura y naturaleza, y la fanáticamente
antropocéntrica tesis de que el hombre (y solo el hombre) es una pura
existencia sin esencia, o “voluntad de voluntad”. La naturaleza es concebida y tratada
tecno-científicamente, es decir, como un objeto, de valor nulo o neutro ¡aunque
con utilidad!, y un objeto del menor nivel cualitativo pensable: un simple
inerte mecánico, res extensa… Todo cuanto de vida, psique animal, etc., nos
salta a la vista, es negado como epifenómeno y es “reducido” progresivamente por
el espíritu científico-técnico. Este espíritu no es, por cierto, el predominante
entre los propios científicos, al menos entre los más inteligentes y sensibles,
que saben que esa orientación tecno-científica no accede a lo profundo y vital
de la naturaleza, sino que, precisamente, lo esconde tras una falsa objetividad
unidimensional. Pero sí es en buena medida (en dialéctica inevitable con su
otro, al que no logra acallar completamente) el espíritu que orienta el modelo
de producción y de vida en general de las sociedades occidentales modernas.
Ahora bien –cabe preguntarse-, ¿qué papel juega toda la
tecno-ciencia en el fin último del hombre? Porque, efectivamente, debería
resultar chocante, al menos a primera vista, que una cultura que considera que
el fin del hombre es radicalmente sobrenatural, se tome tanto trabajo por manipular
la naturaleza (y, de hecho, no fue así en el periodo premoderno de Europa). Los
nobles fines que suelen aducirse o que circulan tácitamente, después de la
secularización, para justificar el uso y dominio sistemático y masivo de la
naturaleza como mero medio son, por un lado, la necesidad de defenderse de la
propia naturaleza (del hambre, del frío…: la naturaleza sería muy hostil,
siempre insegura), y, después, el desarrollo de la actividad propia de un ser
tan inteligente como nosotros: la comunicación (tenemos que fabricar pianos y
computadoras, pues son necesidad humana). Sin embargo, estas justificaciones ni
agotan ni explican realmente el trato que el hombre tecno-científico inflige a
la naturaleza. Ni vive el hombre en la escasez (sino que desperdicia la inmensa
mayoría de lo que produce, por razones puramente ético-políticas, propias de
una especie que valorase mucho la jerarquía y el estrés de la lucha intestina –es
una cultura muy colonizadora y proselitista-) ni hace el hombre una obra de
arte de la naturaleza. Más bien, la cultura occidental muestra una conducta de
consumo compulsivo, extensivo y vacío, que deteriora cuanto toca, con pequeños
episodios de sensibilización y autoinculpación. Parece una cultura enferma, concretamente
bulímica (y no en el sentido que quiere encontrarle Agamben al “hambre de
buey”, como seña de la condición edénica). Sin duda, el trato de la cultura
occidental hacia la naturaleza es la expresión de su concepción fuertemente
dualista, según la cual el hombre es algo del todo ajeno a la naturaleza, un
extraño o exiliado en ella. Solo él posee un valor intrínseco, pues solo él
sería semejanza del valor en sí, de Dios. Y solo él puede otorgar valor a las
cosas naturales, aunque, en realidad, no puede hacerlo salvo en un ataque de
infantilidad o “antropomorfismo”, pues la naturaleza debe, no salvada sino
negada (este es el significado de la iconoclastia de las religiones del libro,
así como del arte moderno). El hombre occidental tiene una pulsión a destruir
la naturaleza. La secularización no ha supuesto el reconocimiento (moral,
estético…) de esta, sino su explotación sistemática.
Esta concepción occidental y moderna, pese
a su aparente dignificación del hombre, denota una esencial incapacidad para
tratar con la realidad: es la actitud del eremita, que se refugia en el
desierto, quizá a la espera de que algo completamente sobrenatural (una nave
venida de “otro mundo”) lo rescate en volandas. Es la actitud del hombre más
débil, enfermizo y, por eso, engreído, que cabe imaginar. Lo que ha reportado
al mundo, si lo miramos con distancia, es, por una parte, una superinflación
del hombre y consecuente infravaloración de todo lo demás; y, en segundo lugar,
un gran desarrollo técnico. El desarrollo moral y estético (respecto de, por
ejemplo, la ética socrática o la aristotélica o incluso la epicúrea) es mucho
más dudoso…
Para desmontar y estar en condiciones de superar esa enferma
cosmovisión que padecemos, debemos volver a hacernos seriamente la pregunta que
señalábamos: ¿cuál es el verdadero puesto del hombre en la naturaleza? ¿Qué relación le corresponde con las cosas, una
vez que comprende que todas ellas tienen un valor intrínseco por el mero hecho
de ser reales, pues, según dijo Spinoza, tenemos que entender por “perfección”
lo mismo que por “realidad”?
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