A comienzos de enero de 2017 aparecía el nuevo volumen de la revista VOCES DE LA EDUCACIÓN. Contribuí en ella con un artículo titulado "Educación socrática y emancipación", cuyo texto copio a continuación:
Este
artículo intenta mostrar, de manera muy sintética y casi programática, la
necesidad e incluso urgencia, aunque a la vez la dificultad, la imposibilidad
quizás, en el mundo actual, de una orientación “socrática” de la pedagogía (en
el sentido en que será definido aquí este término), como vía de emancipación de
las personas.
Palabras
clave: pedagogía socrática, Sócrates, Intelectualismo moral, Pedagogías
modernas
1.
Introducción.- Aunque algunos pedagogos y profesores reivindican, teorizan e
implementan orientaciones y patrones educativos “socráticos”, sobre todo como
metodología (mayéutica y dialógica) aunque también a veces como “escuela de
libertad” (esto es, como educación cívica y personal)[1],
en realidad la orientación de casi todas las pedagogías modernas y postmodernas,
incluidas las llamadas pedagogías “críticas”, no solo no es socrática sino que
es directamente antisocrática, y ello por “buenas” razones, es decir, porque no
podría ser socrática sin poner en cuestión elementos constitutivos de la
cosmovisión y antropovisión de nuestro tiempo.
Ahora
bien, creemos que solo una concepción socrática de la pedagogía (y de la vida
humana en general), puede superar las aporías educativas (antropológicas y
éticas, en el fondo), de la modernidad, y conseguir una auténtica emancipación
de los individuos y de la sociedad en su conjunto. Para mostrar por qué creemos
esto, diremos, primero, qué entendemos por una concepción socrática de la
educación; analizaremos, después, por qué esa concepción entró en conflicto con
la democracia ateniense, hasta llevar al ajusticiamiento de su principal
adalid, Sócrates; por último, indicaremos, brevemente cómo todo ello es
trasladable a la situación actual[2].
2.
Qué entendemos por una pedagogía socrática.- ¿Qué entendemos por una filosofía “y”
una pedagogía socrática? (es pertinente entrecomillar esa “y”, porque en el
espíritu socrático apenas puede distinguirse el proceso de educar(se) del
proceso de simplemente vivir una vida buena). Remitiéndonos a la figura
tradicional de Sócrates, tal como se la puede deducir de las obras consideradas
más “socráticas” de Platón y Jenofonte, podemos resumir lo que entendemos por
pedagogía socrática en los siguientes puntos, todos ellos aspectos de lo mismo:
·
La educación socrática es una educación a la vez e indisolublemente personal y social. Es una educación en
el diálogo del ágora, de la plaza común, y por ello, y en un sentido profundo, una
educación en comunidad, de la comunidad y mediante la comunidad; pero es
también, irremplazablemente, una educación de uno mismo y desde uno mismo: el sujeto,
todo y cada sujeto, es instancia última de lo correcto, y no una mera parte del
todo o un súbdito de una instancia normativa superior. Uno no se reduce a la
comunidad (la comunidad no es una super-persona), ni reduce la comunidad a sí
mismo (uno no es dueño del Logos). Entre lo universal y el individuo hay una
relación dialéctica, de identidad en la diferencia y de dinamismo inter-alimentado.
·
Es, como toda pedagogía clásica, una
pedagogía teleológica, es decir, supone
la existencia un fin propio de cada especie y de cada individuo. Se trata,
según la famosa frase de Píndaro, de llegar a ser quien eres. Pero teniendo en
cuenta siempre que la esencia personal está completamente imbricada con la
esencia del género humano y de sus circunstancias concretas.
·
Es una educación integral, es decir, del ser humano como un todo orgánico: parte del
supuesto de que todos los aspectos de la vida humana, desde la dietética a la
ética, son educables.
·
Pero el todo del alma humana, según la
concepción socrática, posee un núcleo o esencia: la sabiduría ética. El lema es “conócete a ti mismo, para saber qué te
corresponde hacer y padecer”. Esa sabiduría ética, por cierto, guarda una
compleja (dialéctica) relación con la política, de modo que de Sócrates se
puede decir, con razón, que fue el más político de los atenienses, aunque (o
quizás incluso en parte “porque”) siempre rehuyó el ejercicio institucional de
la política (lo que le ha granjeado la acusación de ciudadano hostil a la
democracia en la que vivió. Hablaremos enseguida de esto).
·
Es –y este es, seguramente, el rasgo más
distintivo- una educación intelectualista,
en el sentido preciso de que entiende que nuestros deseos o voliciones están
determinados por nuestra concepción de las cosas, incluida la concepción que
tenemos de nosotros mismos. Según la visión socrática, la libertad no es
indeterminación, sino conocimiento de lo bueno, y toda maldad es, en realidad,
ignorancia, de modo que la “pena” que le corresponde al que “hace” mal (culpa y
pena no tienen un verdadero sentido en esta concepción) es educación.[3]
·
Es una pedagogía fundamentalmente optimista, esto es, supone que la
naturaleza humana, como la de cualquier ser vivo o cualquier ser en general,
tiende a lo mejor, y solo el accidente le impide alcanzarlo de forma plena.
·
Es una filosofía armonicista, en el sentido de que piensa que, en esencia, no hay
conflicto entre justicia y felicidad. Es consciente de la dualidad deontología
/ fines, pero cree en la síntesis dialéctica de ambos lados, aunque no en una
síntesis de elementos simétricos, sino, como racionalismo que es, una síntesis donde
los fines eudemonistas se deducen de los principios de justicia.
·
Es una educación pública, en el sentido de que no está reservada a un grupo social e
ignora todo tipo de discriminación[4]. En
una sociedad bien ordenada, la educación socrática debería ser universalmente provista
por el Estado y sufragada por el erario público (esto es lo Sócrates mismo
reclama, irónicamente, como sentencia justa, en su defensa ante el tribunal[5]),
mientras que en una sociedad peor ordenada (aunque no despótica e insufrible),
en la que no curre así, los ciudadanos deben ejercerla en el espacio permitido
por las leyes, esto es, en el diálogo entre amigos o conciudadanos en la plaza
pública.
·
Es una ética autónoma respecto de todo fundamento religioso, pero no por ello
una ética atea. La actitud de Sócrates para con la religiosidad es compleja: manifiesta
reverencia hacia ella, aunque no se considera intérprete autorizado, e ironiza
con quienes sí creen serlo[6]. Sigue
los ritos tradicionales, pero a la vez dice tener un daimon personal que le dicta lo que hacer en los momentos
decisivos. No sabe si, como está inclinado a creer, su alma subsistirá, pero
cree que temer más a la muerte (de la que –dice- no sabemos lo que es) que a la
injusticia (que es evidente y destructiva del alma), es propio de la mayor
ignorancia, es decir, de falta de una profunda educación.
Estos
son, a nuestro juicio, los principales rasgos de la pedagogía que ese personaje
único en la historia quiso llevar a sus conciudadanos, con el único éxito, al
parecer, de conseguir que la primera democracia del mundo condenase a muerte al
primer gran filósofo-educador.
2.
Por qué la educación socrática fue considera corrupción de jóvenes.- ¿Por qué
fue Sócrates condenado a muerte por la democracia ateniense? Como sabemos, se
le acusaba de dos cosas: de introducir dioses ajenos a la tradición y de corromper
a la juventud.
El
primer cargo es ciertamente extraño, tanto por tratarse de Sócrates (que, como
decíamos, siempre mantuvo una actitud piadosa) como por lo que se refiere a la
democracia, si es que lo propio de esta es considerar a sus ciudadanos
formalmente iguales y libres (isonomia),
de modo que cada uno pueda elegir y promover la concepción del mundo que estime
deseable dentro de un marco de tolerancia[7]. También
hoy pensamos en general que, como sostiene Rawls[8], lo
deseable es una sociedad plural. Lo cierto, sin embargo, es que, como también sabemos,
cualquier Estado real es mucho menos tolerante de lo que le gustaría creer. En
seguida encontramos que los valores de los otros (musulmanes, indígenas…) son “incompatibles”
con la sociedad liberal, mientras que los valores europeos son prácticamente
identificados con la esencia humana y “recomendados” al globo entero. De la
misma manera, muchos atenienses no veían incompatible la libertad democrática
con la preservación celosa de sus modos “nacionales” de vida, especialmente de
su religiosidad[9].
Tras esto late la importante cuestión: ¿son realmente separables los valores
puramente formales de los materiales? Es una de las aporías modernas, que solo
desde la antropología socrática pueden, creemos, ser superadas.
Pero
¿por qué en el caso de Sócrates? Más allá de que se tratase de una estrategia
populista por parte de los acusadores, parece evidente que estos quisieron
hacer recaer sobre Sócrates la responsabilidad de la pérdida de los valores de
Atenas, ¡pese a que fue precisamente él quien más viva y lúcidamente abogó por
la necesidad de valores cívicos sustantivos!
Ello
nos conduce al principal cargo en la causa de Atenas contra Sócrates: el de “corruptor”
de la juventud, esto es, de deseducador o contraeducador. ¿Sobre qué base se le
dirige esta acusación? Sócrates deja en evidencia, mediante el diálogo al que
obliga a su acusador Meleto[10], que
este no sabe realmente qué es educar, aunque paradójicamente se atreve a
sostener que cualquier ciudadano es capaz de educar bien a los jóvenes:
cualquiera… excepto Sócrates. E contrario,
queda en evidencia que es Sócrates el único capaz de educar, o al menos el
único que ha pensado en ello.
En
realidad, la polis que condena a Sócrates no posee un concepto satisfactorio de
educación. En su momento álgido, y de acuerdo con el relativismo sofista, la
democracia ateniense había preterido los valores tradicionales: puesto que lo
bueno y malo no es algo por naturaleza, sino por convención, en una sociedad de
libres cada uno elige su manera de vivir y ser feliz. La educación de ese
periodo fue una educación esencialmente formal e instrumental, destinada a
proporcionar herramientas a la libertad negativa de la burguesa Atenas. Sin
embargo, la Atenas posterior a la derrota frente a Esparta, buscando un
culpable de la catástrofe, se dirigió contra aquella intelectualidad
relativista, entre la que incluye, contra toda razón, a Sócrates, y pretende
remediar la decadencia social volviendo a los viejos valores, esos que el
conservador Aristófanes añora tanto, por ejemplo en la comedia donde ridiculiza
a Sócrates, Las Nubes.
La
“corrupción” socrática de los jóvenes consistía, sin embargo, en todo lo
contrario a la “educación” sofista: lo que Sócrates rechazaba es que se
asumiese que todo valor es instrumental y que no hay ningún valor sustantivo o “télico”[11].
Ello, no obstante, no le llevaba a añorar el pasado. Él abogaba por una ética
racional, dialógica, pero sustantiva, no meramente formal.
Paradójicamente,
Sócrates confiesa que todo su saber consiste en que no sabe nada, y, por ello,
que no ha sido maestro de nadie. Esta es su gran ironía: quienes pretenden
saber, no saben; quien sabe, pretende no saber, porque realmente es consciente
de su ignorancia. A veces se reprocha a Sócrates la incongruencia de que, a la
vez que denuncia que los prohombres de Atenas, tales como Pericles, no han logrado
educar a sus propios hijos, él mismo tampoco logra enseñar a nadie, ni parece
pretenderlo. Incluso cuando lo pretende, su resultado es vano, si no algo peor.
No obstante, esto, como todo en Sócrates, tiene su otro lado dialéctico:
efectivamente él consigue, al menos durante la conversación, que algunos de sus
jóvenes interlocutores, incluido y especialmente Alcibíades (quien tan
perniciosamente se condujo, sin embargo, después) reconozcan la necesidad de
auto-inspección de su alma[12].
La
causa, pues, por la que los atenienses confundieron a Sócrates con un sofista
es que ellos no podían ver más allá de dos modelos pedagógicos antagónicos que
supuestamente llenan todo el ámbito de educación posible, los dos que expone
Aristófanes en su comedia: el modelo instrumental, vacío y relativista, de los
sofistas (que parece desembocar en la destrucción de todo principio y todo
valor), y el modelo tradicional (que no logra ni pretende escapar de una
instrucción heterónoma y memorística). En realidad, lo que Sócrates proponía
era algo que superaba a ambos.
3.
Sócrates y la democracia.- ¿Es, entonces, la enseñanza socrática, enemiga de la
democracia? Sócrates muestra una actitud ambivalente ante la democracia. La
acepta formalmente, tanto de manera tácita (no habiendo nunca querido abandonar
Atenas)[13]
como más o menos explícitamente[14].
Sin embargo, es evidente que tiene también fuertes objeciones contra ella,
precisamente en cuanto es meramente formal.
El argumento del mayor número nunca le parece válido: el pueblo puede ser solo
un gran animal con muy poco seso, dirigido por oportunistas entrenados en el
arte de la persuasión. Por eso él no ha querido participar nunca “formalmente”
en política, ni en educación. Política y educación son realizadas por Sócrates
en el ámbito más material y aparentemente lateral. Hay, pues, en Sócrates, una
aceptación formal de la formalidad democrática, pero una simultánea exigencia
de que sea democracia completa, esto es, de auténtico diálogo racional
sustantivo, no de negociación de intereses irracionalizables.
Y
es que la cuestión de si Sócrates era demócrata debe ser ligada a la cuestión
de si la democracia ateniense era democrática, o, más en general, qué democracia
es auténticamente democrática. Es evidente que la democracia ateniense, si en
algunos aspectos era muy democrática (por ejemplo, en su carácter relativamente
asambleario), no lo era en otros bien conocidos (era la democracia de una élite
minoritaria de varones, adultos y con ciertas propiedades). Pero no era democrática,
sobre todo (al menos desde un punto de vista socrático), por una razón más
profunda: precisamente porque no dejaba lugar a ninguno de los rasgos propios
de una vida socrática, esto es, no implicaba una auténtica educación de y para
la ciudadanía, una educación integral, eminentemente ética, racional y
sustantiva. Por eso, el ciudadano no estaba en ella realmente emancipado.
4.
La modernidad y sus pedagogías.- La Edad Moderna supone la ruptura con el viejo
orden medieval (tal como la época clásica ateniense emergió de la época
arcaica), en el sentido de una emancipación del sujeto (si no su auténtico
nacimiento o renacimiento) respecto de la autoridad paternalista de la Iglesia
y el Monarca. En el aspecto teórico, esta emancipación se expresa en el
“nacimiento” (más bien, renacimiento) de la Ciencia y de una Filosofía que deja
de ser ancilla theologiae. En el ámbito ético-político, la liberación
del sujeto moderno se expresa en una moral y política autónoma, que toma su
forma en la idea del Contrato Social. En ambos terrenos, el teorético y el
práctico, subsiste una fuerte polaridad entre el aspecto más formal y el más
material. Así, en el primero, se enfrentan racionalismo y empirismo, mientras
en el ámbito ético-político esta dualidad se expresa como formalismo (Kant) y sentimentalismo-utilitarismo.
Sin
embargo, la emancipación moderna no supone el reconocimiento del sujeto (ni el
individual ni el colectivo) como instancia de valores sustantivos. Antes bien,
la respuesta moderna al problema de tales valores dice, con los sofistas, que
no existen de forma objetiva, sino que son “subjetivos”, en el sentido de
irracionalizables. Es el sujeto, sí, quien tiene que darse a sí mismo los
valores, pero solo puede hacerlo como un acto arbitrario e irracional. La
libertad moderna es meramente negativa.
Y
es que la modernidad está marcada desde el principio (quizá más esencialmente
que por la Ciencia y el Contrato Social) por el voluntarismo y el fideísmo ocamista
y protestante: la propia divinidad es una voluntad inescrutable, y, a su
“imagen y semejanza”, cada sujeto[15]. Por
eso, la relación con el absoluto, fuente de valor y sentido, no es ya una
relación cognitiva, sino volitiva y emotiva. Como en la Atenas de Sócrates, el
pragmatismo es la marca de la modernidad y la postmodernidad (que no hace más
que ahondar en esos postulados).
Los
rasgos de toda pedagogía moderna son, coherentemente, contrapuestos a los
socráticos:
·
Es una pedagogía eminentemente individualista.
·
El concepto de fines de la educación
pierde su profundo sentido, y es sustituido por fines arbitrarios y básicamente
instrumentales (esto es, no fines finales).
·
No es ni aspira a ser una educación
integral, en cuanto no aspira a transmitir lo que para la pedagogía socrática
es esencial, esto es, un conocimiento de lo bueno y lo malo, y de la esencia
racional y emocional de uno mismo.[16].
·
Es una educación no-intelectualista: no
cree que toda maldad sea ignorancia, sino que hay una buena y una mala
voluntad, que se inclinan libremente a lo uno o lo otro más allá de cuando
dicte la razón. El ciudadano (y, antes, el estudiante) es, pues, responsable
(culpable) de su fracaso, o merecedor de su éxito. Así se justifica la meritocracia
y la desigualdad.
·
Está dominada, en general, por cierto
pesimismo acerca de la naturaleza humana, de acuerdo con la tesis protestante
de la tendencia malvada del hombre sin la gracia.
5.
Las críticas no socráticas a la pedagogía moderna.- Como ocurriera en Atenas,
también la concepción moderna ha recibido la crítica de haber vaciado al sujeto
de sus valores comunitarios. Así argumentan en los últimos decenios los
pensadores llamados comunitarista. Según A. McIntyre, por ejemplo, el sujeto
moderno es una abstracción porque ha sido descarnado de cuanto recibía de la
comunidad histórica y cultural. El comunitarismo dirige dos críticas
principales contra el liberalismo: no es, como pretende, una teoría neutral,
sino la moral dominante en occidente, hipostasiada. Además, es una moral
perniciosa, pues destruye la comunidad.
Esta
crítica comunitarista es, sin embargo, cualquier cosa menos socrática. Apelando
a constituyentes culturales del sujeto, constituyentes que no pueden más que ser
relativos a cada cultura, el comunitarista aparece como reacción contra-moderna
a la universalidad del ser humano. Una de las aporías más duras para el
comunitarismo es cómo escapar del conservadurismo y el relativismo cultural:
¿podemos criticar nuestra propia cultura, o cualquier otra, si no aceptamos
unos patrones universales que, por necesidad, deben ser independientes y
“formales” (de modo análogo como, en la ciencia, la metodología tiene que ser
neutral respecto de cualquier hipótesis)?
Por
su parte, las teorías críticas radicales (de las que dependen las pedagogías
“críticas”), van aún más allá que el comunitarismo en su rechazo de toda
universalidad, hasta el punto de que todas las ideas, incluida la de ser
humano, quedan deconstruidas y no subsiste criterio alguno sobre el que
distinguir lo justo de lo injusto, una buena educación de una simple
manipulación.
Solo
la concepción socrática va más allá tanto del formalismo liberal como del
culturalismo o de la deconstrucción del ser humano. Es un falso dilema (o
trilema) que o bien tenemos un sujeto meramente formal (que no puede
proporcionar pauta ética concreta alguna), o bien lo cargamos con la sustancia contingente
de una tradición cultural (que no puede tener nunca fuerza normativa) o bien incluso
nos deshacemos del sujeto junto con todas las categorías filosóficas. La libertad y racionalidad moderna es una
adquisición ineludible respecto de cualquier modelo culturalista, nacionalista,
etc. Esa libertad no pretende dejar al sujeto en el limbo de lo formal, sino preservarle
de toda materialidad concreta obligatoria[17]. Pero
la libertad negativa y la racionalidad instrumental son insuficientes. Lo son
incluso en sus formas más cargadas de contenido, como en las versiones
republicanistas o discursivas.
La
concepción antropológico-pedagógica socrática supera ese problema reconociendo
una racionalidad plenamente sustantiva, cuya búsqueda es la principal tarea
vital, pues, como sabemos, “una vida sin examen no merece la pena de ser
vivida”. Pero el mensaje de Sócrates, siendo el más necesario, es también muy
difícil de aceptar. Seguramente Sócrates sería hoy nuevamente condenado, como
contraeducador, por una democracia imperfecta, que identifica la libertad con
la indeterminación y la educación con apenas algo más que la instrucción
técnica.
[1]
Véase, por ejemplo, el
libro de Sarah Davey Chesters, The
Socratic Classroom , Sense Publisher, Rotterdam, 2012 ; o el de Sophie
Haroutunian-Gordon, Learning to Teach
Through Discussion, The art of turning the soul, Yale University Press, New
Haven & London, 2009
[2]
No se pretende aquí ningún
ejercicio de nostalgia por algo “premoderno”: seguramente ningún pasado fue
mejor (si bien puede haber aspectos de este o aquel pasado del que merezca la
pena aprender), ni el propio Sócrates consiguió educar a su polis ni a los
griegos, de los que, por otra parte, nos separan muchas cosas. La propia figura
de Sócrates es tomada en lo que sigue solo como un paradigma, del que merece
tomar en consideración unas cosas pero no otras. Tampoco intentamos hacer un
ejercicio de prognosis: no hay ninguna razón para pensar que lo que fracasó en
Grecia va a triunfar en el mundo actual.
[3]Hay, no obstante, una seria
aporética, en los textos socráticos, respecto del lugar que corresponde al
castigo. En buena lógica, el castigo es, para un intelectualista, una noción
absurda, incluso contraproducente (pues pretende educar mediante el
condicionamiento emocional). Sin embargo, Sócrates parece aceptar cierta
pertinencia del castigo (si bien, en ocasiones, dentro de un lenguaje
escatológico y “mítico”). No podemos discutir esto aquí. Una interesante
propuesta reciente, que reivindica el papel de las emociones en la psicología
socrática, se contiene en el libro de Thomas C. Brickhouse y Nicholas D. Smith, Socratic moral psychology, Cambridge
University Press, 2010
[4] Obviamente, aquí hay que hacer
una enorme puntualización: la mujer. Sócrates nunca aparece dialogando con
mujeres en los diálogos de Platón (salvo cuando relata su iniciación en los
misterios con la sacerdotisa Diotima). Ahora bien, hay mucha doxografía acerca
de las conversaciones de Sócrates con mujeres de la élite cultural. No creemos
que haya nada en su pensamiento que justifique la discriminación femenina,
antes al contrario. Y podemos preguntarnos si las tesis que Platón pone en su
boca en La República, defendiendo la
igualdad de educación y de funciones sociales de mujeres y hombres, no son, en
verdad, tesis socráticas. Desde luego, hay quienes sí ven a Sócrates (junto a
toda la filosofía) como intrínsecamente “falogocéntrico”. No puedo detenerme en
esta cuestión aquí.
[5] Apología, 36d.
[6] Así puede entenderse el diálogo Eutifrón.
[7] La democracia es, dice
irónicamente Platón en el libro VIII de La
República, un mercadillo donde se puede adquirir de todo.
[8] El liberalismo político, Crítica, Barcelona, 1996
[9] Sócrates no fue el único en
experimentar esto: uno de sus grandes adversarios filosóficos, el sofista
Protágoras, fue expulsado de Atenas por su profesión de agnosticismo.
[10] Apología, 24d y ss.
[11] El término “télico” lo tomamos
de la monumental obra de D. Parfit, On
what Matters, Oxford University Press, Oxford, 2011, una exhaustiva defensa
del objetivismo y cognitivismo ético.
[12] Gary Alan Scott, Plato’s Socrates as Educator, State
University of New York Press, 2000, pg. 8
[13] Así recuerda el propio Sócrates
en Critón.
[14] En ningún caso parece cierto que
Sócrates rechazase “la polis” y considerase a la sociedad como un rebaño
necesitado de un pastor, según pretende, por ejemplo, I. F. Stone, El juicio de Sócrates, Mondadori, 1988,
página 20, p. ej.. A lo sumo (y a duras penas) podría pretenderse que este era
el parecer de Platón. Si Sócrates hubiese añorado los tiempos de las
monarquías, podría haber ido a vivir a muchas ciudades griegas, o promovido eso
en la suya.
[15] Varios autores han señalado
estos hechos. Véase, por ejemplo, la obra del teólogo John Milbank, Beyond Secular Order, John Wiley &
Sons, 2013
[16] No obstante, se reconoce una
cierta necesidad de educación en valores cívicos (parece que, al fin y al cabo,
una teoría liberal del derecho requiere de unas virtudes, como reconoce Rawls),
que nunca deja de generar polémica: ¿hay que enseñar a todos que las mujeres,
los de otras etnias o culturas, los homosexuales, etc., no deben ser
discriminados? ¿No es esto una invasión del ámbito ético sustantivo?
[17] Rainer Forst, Contexts of Justice, Traslated by John
M. M. Farrell, University of California Press, 2002, pg. 30 y ss
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