Si imaginemos el universo desde fuera (¿desde “ninguna
parte”?, sin la presencia del hombre o de cualquier ser pensante o, al menos, sentiente,
“veremos”, según el nivel de resolución de nuestro “objetivo”, galaxias, estrellas
y planetas, ríos y montañas, plantas y varias especies animales, moléculas,
átomos… Si nos preguntamos qué valor o sentido tiene todo eso en sí mismo o por
sí mismo, es decir, sin nosotros o, al menos, sin algún ser sentiente que
coexista con ello, seguramente nos responderemos, de manera inmediata, que todo
eso no tiene propiamente todavía ningún valor ni sentido porque nada en todo eso
es sensible al valor o al sentido, nada en todo eso tiene consciencia y es
capaz de sentir y pensar. Incluso si añadimos ahora al “escenario” la presencia
de seres meramente sentientes, animales capaces de sentir placer o dolor pero
incapaces de cualquier reflexión, buena parte de nosotros seguirá pensando que
ahí hay todavía un gran déficit de valor o sentido, si es que hay ya sentido o
valor alguno: no existe “todavía” ningún ser auto-consciente y consciente de la
“maravilla de la creación”. Existe solo realidad ahí, pero no realidad marcada
o cualificada con el valor.
¿Existe, de hecho, “realidad” ahí? Según se pregunta una
vieja y famosa paradoja zen, ¿suena un árbol al caer si no hay nadie para
escucharlo? ¿Existe realidad sin un sujeto que la perciba? Sin llegar a ese
extremo de idealismo, al cuadro anterior puede hacérsele al menos la objeción
de que no hay ahí todavía las realidades que nosotros decimos que hay
(estrellas, planetas, montañas… ¿animales?) pues –según esta objeción- es imposible
imaginarse el mundo sin una consciencia que lo categorice y lo individúe de una
u otra forma: en realidad, no existen montañas o ríos, estas son construcciones
nuestras, si no en el sentido de que las hayamos sacado completamente de
nuestra cabeza, sí al menos en el de sentido de que su individuación y, por
tanto, sustancialidad, es indefinida y básicamente convencional, no-natural:
¿una montaña es algo más que un montón de piedras, o, más bien, de átomos (si
es que estos son ya “objetivos”, independientes de nuestros constructos)? "No
entity without identity", como dijo Quine, pero las montañas no tienen identidad.
No solo, pues, el valor ético y estético, sino incluso el valor puramente
ontológico (la axiología más aparentemente neutral, la de lo que es real o no)
estaría ausente o reducido a un mínimo en un mundo sin seres conscientes. Los
menos extremistas admitirán como sustancias o sujetos de pleno derecho a los
animales. Y admitirán también (aunque una cosa puede ir y va muy a menudo
desligada de la otra) que la existencia de los seres sentientes es ya una
existencia, además de real, valiosa o con sentido de algún modo.
Sin embargo, podemos rechazar esta tesis antropocéntrica o
sujetocéntrica. Creo que debemos admitir que, antes o independientemente de que
haya hombres o algún otro tipo de consciente racional en el mundo, el mundo
posee, como un todo y en cada una de sus partes y niveles, realidad, pero
también, todo él y cada una de sus partes, valor o sentido, aunque,
ciertamente, tanto su valor y sentido como, incluso, su realidad, cobran aún
más valor, sentido y realidad, o incluso puede decirse que se colman de sentido
y realidad, cuando son contemplados y entran en comunicación con realidades
conscientes y racionales. O, mejor que decir “cuando” habría que decir “en la
medida en que”, pues otro elemento esencial de la perspectiva filosófica que
quiero defender aquí es que la consciencia y la racionalidad, como por otra
parte cualquier otra cualidad (también la realidad, el valor, el sentido…) se
dan por grados, y no como todo o nada.
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Empecemos por lo más simple, detrás de lo cual irá todo, sin
embargo: la realidad. ¿Existen propiamente las montañas y los ríos, o son meros
constructos nuestros, porque nos interesa o no tenemos más remedio que
categorizar e individuar el mundo así (pero otros seres, con otros tamaños e
intereses individuarían de otra manera)? Para contestar a esta pregunta
necesitamos explicitar nuestros criterios
de sustancialidad. ¿Cuándo, o en qué medida (según nuestra perspectiva
gradualista), una cosa existe propiamente, es decir, es una sustancia real, y
no un producto de la imaginación y/o voluntad de un sujeto cognoscente? Nosotros
aceptamos como criterios fundamentales de sustantividad los que ya Platón y
Aristóteles contemplaron: la unitariedad y la actividad propia o eficiencia.
Algo es real, es una realidad, en la medida o grado o proporción en que es
unitaria y en la medida o grado o proporción en que posee importe causal.
Algo es una sustancia, primero, en la medida en que es algo
unitario, es decir, algo indivisible, algo “numéricamente uno” (no
genéricamente uno). Esta unitariedad, incluso la numérica, se da por grados o
intensidades. No posee la misma unitariedad una montaña que una planta (que es
un “organismo”, con un patrón único de crecimiento), menos aún que un mamífero
(con un centro de consciencia) o que un humano (que posee, en mayor grado que
otros mamíferos, autoconsciencia). El “grado” de unitariedad de algo se “mide”
por el grado de integración de lo múltiple de ese algo: no es lo mismo un
conjunto hecho por mera acumulación de cosas heterogéneas, que un conjunto de
homogéneos, que un “todo-mayor-que-las-partes” u organismo… Los límites y el
grado de unidad de una montaña o de un río no son arbitrarios. Si lo fueran, ni
siquiera nosotros podríamos “otorgarle” unidad, salvo la mínima de un conjunto
aleatorio. Un río es una masa de materia-energía muy diferente a su entorno
inmediato, si se mira en el nivel adecuado de resolución. Es cierto que los
límites de una montaña o de un río son relativamente vagos o “borrosos”, pero no
es preciso entrar aquí en el conocido debate de la vaguedad, porque esta no es
exclusiva de los ríos o las montañas: también los seres humanos tenemos límites
espaciales vagos si aumentamos el nivel de resolución (¿qué partículas
subatómicas son “nuestras” y no del entorno?), aunque menos que una montaña…
¡pero no que un electrón! (este posee una vaguedad en su localización, pero él
mismo es perfectamente delimitable: seguramente su enorme precisión como in-dividuo
le empuja a perder precisión local…). Podría plantearse, dicho sea de paso, el
problema de las entidades “repetidas”, es decir, cosas iguales en
localizaciones diferentes. Aunque pensemos, con Leibniz, que no hay dos cosas
idénticas en el mundo, sí las hay relativamente idénticas, y podría defenderse
la tesis de que, en la medida en que existen cosas numéricamente unas pero
repetidas, se trata de la misma entidad, localizada simultáneamente en diversos
lugares (por ejemplo, ¿no son las diferentes bacterias de una misma especie, o
incluso las abejas hermanas, una misma entidad individual, repetida en el
espacio?). Esto debería ser puesto en relación con la distinción entre términos
o conceptos “sortales” o numerables y términos de “masa” (como el agua),
imposibles de contar. Dejemos esto para otra ocasión.
El otro criterio de sustantividad es, según dice Platón en El Sofista y fue luego pensamiento
conductor de Aristóteles, la dynamis,
la acción. Operari sequitur esse,
decían los filósofos de la escuela. Algo es real e individual si y en la medida
en que tiene importe causal, en que produce efectos, en que es activo, o, al
menos, reactivo (más bien, ninguna cosa es ni puramente activa ni puramente
pasiva, sino con grados diferentes de una síntesis de ambas cosas).
Usando estos dos criterios (entre los que hay una profunda
conexión ontológica, que no discutiremos aquí) de manera gradualista y teniendo
en cuenta que la realidad tiene múltiples niveles (en cada uno de los cuales
tiene sentido una categorización e individuación que no lo tiene en un nivel
diferente), es posible argumentar la individualidad objetiva de entidades como
una montaña o un río. Todo lo que es necesario para reconocer que son entidades
reales es situarse en el nivel óntico en que esas entidades tienen su unidad y efectividad.
Para el reduccionismo “hacia abajo” no existen más que las últimas partículas
que la física postule en cada momento, pero nosotros podemos rechazar este reduccionismo, y aceptar que unos ámbitos de realidad se solapan con (o
supervienen pero son irreducibles a) otros, respecto del marco básico del
espacio.
Las montañas y ríos poseen cierta identidad, unitariedad y
efecto, y, por su parte, el ser humano no la tiene toda: nuestra
autoconsciencia (que, según Kant, acompaña a todas nuestras representaciones)
no está siempre presente en el mismo grado. Montañas y ríos existen y son
reales independientemente de nosotros, aunque la concepción que tenemos de
ellos es una síntesis entre lo que ellos son y nuestra manera no absolutamente
diáfana de concebirlos: lo que ocurre en el umbrío valle no ocurriría si los
componentes materiales de la montaña y del río no estuviesen objetivamente organizados
como lo están, y ello es así independientemente de que haya una subjetividad capaz
de contemplarlo y reconocerlo. El hombre no introduce, pues, la realidad: ni la
suya, ni la del resto de cosas, aunque tiene margen para describir la realidad
desde su perspectiva más que desde otra.
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El hombre no crea la realidad. Pero ¿no es él quien
introduce en ella el sentido y el valor, es decir, una especie de juicio por el
que, lo que se da o es, es comparado con lo que debería darse o debería ser o
sería bueno y bello que se diese o fuera? ¿No es quien cualifica estética y
moralmente a todas las cosas, no es él la medida o el poseedor de la medida del
valor? Imaginémonos al hombre, o algún
otro ser consciente, apareciendo en ese conjunto de estrellas y planetas,
montañas y ríos, plantas y otros vivos supuestamente no sentientes, moléculas,
átomos… ¿Qué ocurre ahora con el sentido y valor de las cosas?
Pensemos el asunto, por el momento, en términos estéticos
(que es en los términos en que pienso que muchos tenderán, de forma inmediata,
a intentar justificar que nos resulte respetable la naturaleza, un río o una
montaña por ejemplos). De hecho, en una consideración estética las cosas se
presentan, de manera más directa, como “fines en sí mismas”. Todos podemos
percibir la belleza y consistencia que habita en las cosas, en el simple hecho
de su luz y color. En efecto, ante la pregunta de por qué sentimos respeto y
admiración por la naturaleza, se podría responder, no tanto que la consideramos
moralmente valiosa (con fines o intereses propios), sino que encontramos en
ella perfección sin más, “es decir”, belleza. El rumoroso y fresco río, la gran
montaña… son bellos, y eso es lo que nos impele a respetarlos, a ver su posible
destrucción o deterioro, como un mal intrínseco, más allá de su utilidad para
nuestros fines. Pero -se dirá- esto, la belleza de las cosas, es algo puramente
subjetivo, “es decir”, antes de que estuviéramos nosotros aquí para
“atribuirle” belleza, las cosas no eran ni bellas ni feas, ni lo son
independientemente de nuestro juicio (análogamente a como, antes de que hubiera
órganos auditivos en este mundo, el árbol no producía ruido al caer, o incluso
de forma más subjetiva). Pero ¿qué significa ese “atribuirles”? No es un
atribuirles arbitrario, sino un reconocerles. La belleza de las cosas, del río,
de la montaña…, se nos impone, como un dato, como una propiedad más de las
cosas, lo mismo que se nos impone su realidad. No es que hagamos nosotros
dignas de admiración a las cosas porque nos gustan, sino que nos gustan porque
son bellas. De manera análoga a como el árbol, al caer, producía sonido, aunque
no hubiera ningún órgano para oírlo. Sin presuponer la objetividad del ruido o
de la belleza, es inexplicable la audición y la percepción de lo bello. El
juicio estético queda sin explicación si no presupone criterios objetivos de
belleza, lo mismo que el juicio teorético es presa del total escepticismo si no
presupone criterios objetivos de verdad. Esto es así aunque resulte que solo en
el juicio estético o teorético, es decir, en la síntesis de lo objetivo y la
subjetividad que lo percibe, se colman la verdad y la belleza.
(Aquí suele aparecer una pseudo-explicación, alguna variante
de la falacia naturalista, que intenta explicar nuestra atribución
no-arbitraria de valores por nuestra tendencia a la superviviencia, o algún
otro hecho natural… Esto es equivalente a intentar explicar por qué creemos en
la validez de una demostración matemática aduciendo rasgos de nuestra
psicología o de nuestra genética. Explicaciones de este tipo dejan fuera
precisamente lo que hay que explicar: el carácter normativo de los valores. La
historia natural de los hombres es un objeto perfectamente correcto y necesario
de la ciencia natural, pero no agota, ni siquiera roza, el problema de la
justificación de los valores. Por eso todo naturalismo (que no la ciencia
natural) es una filosofía falsa –aunque necesaria, en la dialéctica de la
filosofía-).
La belleza de las cosas se nos impone. Está en ellas,
incluso aunque ellas no sean capaces de apreciarla. No está solo ni
primordialmente en nosotros, incluso aunque nosotros seamos los únicos seres
capaces de apreciarla. Desde luego, también “sentimos” que la naturaleza gana
sentido en la medida en que hay más consciencia de su belleza, o, por decirlo
menos antropocéntricamente, en la medida en que ella toma, a través de alguno
de sus momentos, consciencia de su belleza. La belleza, como todas las
propiedades “trascendentales”, se completa en el diálogo entre lo bello y su
consciencia. ¿Es este el papel del hombre? Esto sería una recaída en el
antropocentrismo. Para empezar, no sabemos si, no podemos negar que, la
naturaleza tenga consciencia de su belleza tanto en el Todo (una consciencia
universal) como en cada una de sus partes: ¿no percibe, interpreta, comunica…
cada parte a las otras partes de la naturaleza? Pero si solo seres como los
hombres pueden apreciar su belleza, esto no los hace extraños, sino, al
contrario, una parte necesariamente inserta en la naturaleza. ¿A dónde podría
ir el hombre a contemplar la belleza?
Aquí se nos plantea muy naturalmente la cuestión del autor
de la belleza. Si el hombre no es el autor de la belleza de la naturaleza, sino
solo un espectador cualificado, ¿quién es el artista? ¿Tiene que haber algún
artista? ¿Se debe inferir, a partir de la belleza (y la bondad, y la realidad)
de la naturaleza, la existencia o realidad de un artista o creador, es decir,
en último extremo, de una Subjetividad? ¿Qué ocurre si, con el nihilismo,
creemos que toda atribución de subjetividad a la realidad es un “antropomorfismo”?
¿Se devalúa el mundo? En cierto modo, no (¿qué ocurre si descubrimos que algo
que considerábamos obra de alguna cultura inteligente y encontrábamos bello, es
realmente el fruto de fenómenos “naturales” como la erosión? ¿Deja de ser
bello, al carecer de intencionalidad?): las cosas tienen la belleza que tienen,
tengan un autor o no. “Solo” ocurre (o parece que ocurre) que, sin un autor,
resulta absolutamente incomprensible la existencia y belleza del mundo (no un
“milagro”, sino algo mucho más fuerte: un absurdo, análogo al que, según Kant,
constituiría una ética del deber sin el postulado de lo sobrenatural; milagro,
esto es, suceso radicalmente inesperable y maravilloso, anti-mecánico…, lo es
de todas maneras).
Pero, nuevamente, ¿no es esto solo una manía antropomórfica,
una debilidad? Antropoformismo es todo: la fuerza que atribuimos a un electrón,
es un antropoformismos en alguna manera. Si el antropomorfismo consiste en
verse análogo a toda la naturaleza, desde la parte más pequeña a la más grande
(al Todo), el antropoformismo es una gran verdad, mucha más que su quasi-contrario,
es decir, el antropocentrismo.
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