jueves, 9 de julio de 2015

De la idea de Igualdad

He aquí un asunto de pensamiento, tan viejo y básico, tan presente en todo momento en nuestro diálogo ético-político… que apenas nos paramos a considerarlo y es, por eso, siempre virtualmente nuevo: la Igualdad “de los Hombres” (y las mujeres, ¿y los niños, y del resto de animales, y…?). Es de gran ayuda que de vez en cuando el lado cínico o trasimaqueo del pensamiento se atreva a negar lo que “todos” tenemos por más indudable: por ejemplo, Nietzsche (que dijo, efectivamente, que sobre lo más serio hay que ser cínico, y él mismo se atribuyó plenamente ese papel) sostuvo una crítica continua y feroz contra la igualdad, pilar –dijo- de la moral del rebaño (de él descienden los pensadores de la diferencia, a la mayoría de los cuales, sin embargo, muchos tomaríamos por grandes igualitaristas, incluso comunistas). A mí, en esta ocasión, ha sido la lectura del artículo de John Kekes “Againts Egalitarianism” (en Political philosophy, royal institute of philosophy sumplement, 58, edited by Anthony O’Hear, Cambridge University press, 2006) la que me ha llevado a replantearme el tema. No porque el artículo de Kekes, o las otras obras en que trata el tema, me parezcan especialmente impresionantes, sino por resonancia, digamos: a veces algo que no tiene en sí mismo un valor muy grande sí tiene la capacidad o la oportunidad de llevarnos a pensar en lo digno de ser repensado una y otra vez.

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En nuestro código moral figura como principio fundamental el principio de Igualdad. Pero, como todos los conceptos ético-políticos, la Igualdad es dialéctica y, por tanto, genera contradicciones cuando es pensada unilateralmente. ¿Cómo cabe pensarla, entonces?

Podría cuestionarse, previamente, que el principio de Igualdad sea o haya sido sostenido tan universalmente como suponemos. Puede creerse que la identificación o, al menos, inseparable unión ideal de la igualdad con la justicia es cosa solo de la (más bien, de cierta) modernidad reciente, o, a lo sumo, también de la democracia de los varones libres de Atenas, en tanto para otros pensamientos políticos y/o momentos históricos, sería en cambio alguna forma de desigualdad lo que definiría a la justicia. Sin embargo esto, en un sentido muy general, es un error: seguramente el régimen más inflexiblemente jerárquico se pretende justificar como la búsqueda de una absoluta igualdad formal (Platón, por ejemplo, de cuya Polis jerárquica me ocuparé en una próxima entrada, identifica, efectivamente, justicia con igualdad) y seguramente incluso el más igualitarista de los pensamientos políticos no pretende defender la completa igualdad material de todos, independientemente de las características concretas de cada uno: tratar como igual lo diferente (lo desigual) es una injusticia, como tratar lo igual como diferente, precisamente porque significa no ser igualitario o equitativo. El problema filosófico de la Igualdad política se hace más interesante, pues, cuando se ve como la dialéctica entre las diversas maneras de entender la igualdad en su relación con la diferencia, la dialéctica entre igualdad formal e igualdad material.

Lo que sí cambia, entonces, fundamentalmente, de las sociedades y pensamientos “no-igualitaristas” al “igualitarismo” que identificamos claramente como tal (republicano y democrático,  tanto antiguo como moderno) es el peso que, en uno y otro caso se le reconoce a lo que los hombres tienen de igual y desigual, así como al origen de la desigualdad (natural o social) y a su posibilidad de modificación. El igualitarismo que identificamos como tal, piensa que lo que los hombres tienen de igual es mucho más esencial que lo que los diferencia, incluso cuando no lo parece debido a que eso que tienen de igual viene ocultado por desigualdades que no corresponden a su verdadera naturaleza y que son modificables. Es más, este igualitarismo parte del postulado (obviamente problemático) de que lo que hace a los hombres sujetos de derecho (la racionalidad-libertad) es exactamente igual en todos ellos (como decía Descartes al comienzo de la modernidad), y (más problemático aún), parece que se requiere que lo sea de manera actual y no meramente “virtual” o potencial (contra lo que pensaban Aristóteles y en general los clásicos).

Respecto de este igualitarismo fuerte, Amartya Sen, en una influyente lectura, recordó la pregunta acertada: ¿Igualdad de qué? Es decir, ¿cómo se implementa materialmente el principio de estricta igualdad de todos los hombres?, ¿qué es lo que un orden jurídico justo tiene que garantizar con absoluta igualdad para todos? Antes y después de él, diversos pensadores han hecho diversas propuestas de qué debería considerarse como tal equalisandum: ¿el nivel de satisfacción, las oportunidades sociales, el acceso a recursos, el acceso a ventajas…?
Pero sería conveniente, quizá, empezar por el sentido más universal y formal de la Igualdad.

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Todos los hombres “son” iguales. Pero ¿cómo hay que entender esto? Como cuestión, cuando menos, fáctica –se nos dice -, los humanos solo son iguales en ciertas cosas, y son distintos en otras. Sin embargo, la concepción universal de la justicia dice que “son” absolutamente iguales, es decir, prescribe que “deben ser” tratados como iguales. ¿Iguales en qué, y por qué? Iguales en derechos –se puede contestar a la primera pregunta-; porque son iguales en “lo esencial” por naturaleza –sería (mucho más dubitativamente) la respuesta a la segunda-. Pero ¿es claro lo que significa o lo que implica cada una de esas respuestas?

¿Qué queremos decir cuando afirmamos que todos los hombres deben ser tratados como iguales?

    - “Evidentemente”, no queremos entenderlo en el sentido de que todos somos, en el fondo, completamente iguales y tenemos, por tanto, que hacer o acabar haciendo las mismas cosas y comportarnos de la misma manera. La máxima igualdad que exigimos como justicia es solo justificable, “creemos”, en la misma medida en que salva la mayor diferencia posible. No queremos una colmena humana constituida por clones. Solo un monismo absoluto y unilateral (univocista y adialéctico) pensará que la justicia final coincidirá con la indistinción en uno de todos los seres. Incluso el mesías que preconizó el amor al prójimo como a uno mismo, advirtió también que en la casa de su padre hay múltiples estancias.

     - Pero, por las mismas, la mayor diferencia no puede ser tal que elimine la mayor y más estricta igualdad, pues “evidentemente” “creemos” que la diversidad solo es justificable si respeta escrupulosamente la absoluta igualdad. La justicia no puede ser lo mismo que la fuerza de cada uno en su lucha contra todos los demás. Solo un pluralismo absoluto y unilateral (equivocista y adialéctico) puede pensar que la “justicia” completa coincide con la completa desigualdad: incluso el profeta anti-mesías, Zaratustra, daba consejos a sus hermanos, como si se viese empujado a querer para ellos lo que veía bueno para él.

Hay que usar, no obstante, las comillas con los ‘evidentemente’ y ‘creemos’ de las frases anteriores porque, de hecho, no es tan obvio ni fácil que la igualdad no se confunda con la homogeneidad indistinta y la diferencia no se confunda con la heterogeneidad de inconmensurables: ahí está, por ejemplo, para lo primero, la escuela convencional (pero también cualquier otra instancia que se ocupa de agravios comparativos, etc.), y las escuelas e instituciones elitistas para lo segundo.

Pero, suponiendo que, al menos idealmente, no confundamos igualdad con homogeneidad ni diferencia con “desigualdad”, que entendamos, pues, que el principio de igualdad de la justicia significa, realmente, la mayor igualdad de la mayor diferencia, la mayor diversidad en la más estricta unidad… ¿en qué y por qué los hombres deben ser iguales?

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Al nivel abstracto parece tan fácil… como vacuo justificar el principio de igualdad, e incluso su carácter supremo: cualquier ser es y vale abstractamente igual que cualquier otro, es decir, vale igual si descontamos sus características concretas, que lo individúan. Yo tengo que aceptar, por pura lógica, que cualquiera que estuviese en mi completa circunstancia, debería ser tratado de la misma manera en que pido racionalmente ser tratado yo. Esta igualdad, universal en el sentido de sumamente abstracta, no solo es compatible con la mayor diferenciación sino que la exige, porque dos seres iguales son uno y no dos. A medida que aparecen las particularidades, la misma exigencia de trato igual exige el trato diferente. Y la realidad es individual: incluso las Ideas platónicas, así como los instantes fugaces, son uno cada vez (también el eterno retorno o la repetición, que solo pueden serlo realmente si no lo saben).

Por eso, el principio de Igualdad, siendo sumamente universal, parece sumamente vacuo. Digo “parece” porque creo que no lo es. Hay, ciertamente, una visión mística fundamental en esa igualdad de todas las cosas. El viejo Parménides ya le pronosticó al joven Sócrates que cuando la filosofía le poseyese como algún día habría de poseerle, no despreciaría ni al pelo ni a la basura, y no le negaría el ser a nada. Todas las cosas son iguales en el ser. Pero para que esta visión tenga su verdadero sentido, ser no debe ser entendido en su valor puramente general y vacío (igual a la nada, según el comienzo de la Lógica de Hegel), sino, como dicen platónicamente los tomistas, como aquello que está presente tanto en lo más universal como en lo más concreto, con la máxima extensión tanto como con la máxima intensión. El ser es, en nuestras palabras, dialéctico y analógico. Si logramos entender así la Igualdad (como básica propiedad relacional que es del ser o realidad), podremos entender lo que la justicia busca. La más intensa igualdad e incluso identidad en la más variada variedad, la igualdad esencial de todas las cosas que no elimina sino que enriquece las diferencias entre cada una y otra e incluso entre cada una y una. Pero antes de entender esto deberíamos volver a algo más mundano, más “inteligible”.

Sin llegar a esa visión mística, podría pensarse que el más genérico principio de igualdad ya está lejos de ser vacuo en cuanto nos exige que no discriminemos a seres iguales (en aquello en que son relevantemente iguales): ¡ojala, se dirá, al menos tratásemos igual a seres iguales! Los grandes problemas de justicia real consisten fundamentalmente, quizás, en el trato desigual de personas y resto de seres que son naturalmente iguales. ¿Por qué este tiene acceso a alimentos, salud, educación… mientras que aquel carece de todo eso, siendo como son, fundamentalmente iguales en naturaleza? Este alegato supone la distinción de principio entre lo que sucede y lo que debería suceder, entre lo que hacemos y lo que debería hacerse. En ello reside la distinción entre el momento “descriptivo” (todos los hombres son iguales) y el prescriptivo (todos deberían ser tratados como iguales). Es el supuesto básico de cualquier elección y de la acción en general.

Implica, a su vez, que o bien no siempre vemos correctamente cómo son los seres (en qué son iguales y en qué diferentes), o bien, aunque lo veamos, no tenemos la voluntad de conducirnos con ellos como sabemos que deberíamos conducirnos. (Un intelectualista moral es el que reduce todo el problema al primer momento: siempre que no nos comportamos justamente, es decir, con igualdad, es porque no comprendemos la auténtica naturaleza de las cosas, empezando por la nuestra).

Sin embargo, el cinismo puede intentar desinflar esa esperanza de exigencia de justicia universal señalando que siempre, necesariamente, hay alguna diferencia entre dos seres y sus circunstancias, o al menos siempre es percibido así por el agente, y es esa diferencia percibida la que justifica su trato discriminatorio para con seres que, para la consideración de otro, pueden parecer iguales. Una persona come conejo mientras tiene otro conejo por mascota: puede desmembrar y devorar al primero, mientras que lloraría ante un leve rasguño del segundo. Un padre salvaría del fuego antes a su hijo que a otros tres niños. Nos condolemos y luchamos por nuestros vecinos y no por los lejanos. ¿Son, estas, conductas irracionales e injustas? Si tenemos en cuenta el afecto que uno cogió al conejo (al que le puso nombre, y con el intercambió cariños), o la inclinación que uno siente por su hijo, etc., la aparente igualdad se desmorona, y queda justificada la diferencia de trato. (Por supuesto, es más que discutible que esos ejemplos pertenezcan al mismo tipo, pero dejemos eso por ahora).

Para rechazar ese argumento (que realmente conduce a la justificación de cualquier acción y, por tanto, a ninguna), es preciso defender, al menos, que hay atribuciones y atribuciones (y voluntades y voluntades): las hay más puramente subjetivas y las hay más objetivas (más buenas y más malvadas); y que solo las atribuciones objetivas (y las voluntades bondadosas) dan lugar a tratos justos. Este no es un requerimiento que pueda rechazar quien aspire a una justificación racional de su conducta, o, en general, a la posibilidad de la ética. Si uno está convencido de que el principio formal de igualdad es vacuo y no puede dejar de serlo, uno no puede constituir ninguna teoría de la justicia. Tampoco, por supuesto, una que “se limite” a proteger la libertad y la propiedad: cualquier norma material, que use la fuerza para impedir ciertas acciones (como, por ejemplo, arrebatar la propiedad a otro) es una norma ideal con contenido (“material”), es decir, descuenta como injustas algunas cualidades materiales que individúan a los sujetos (por ejemplo, la capacidad del desposeído para arrebatar la propiedad).

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Supongamos que aceptamos la exigencia general de la máxima igualdad, acompañada del máximo respeto de la diferencia. A partir de aquí continúa una serie de aporías, en torno a las cuales no dejamos de orbitar desde que tenemos capacidad de planteárnoslo, y que intentaré recordar en próximas entradas de este blog. Algunas de ellas son: ¿cuánta diversidad puede tolerar la igualdad: no hay acciones y formas de vida incompatibles? Y ¿qué relación debe guardar la igualdad de la justicia con la desigualdad de opciones y acciones? ¿Debe eliminar o compensar las consecuencias de formas de vida o acciones que dan resultados con diferente valor objetivo? ¿Qué relación hay entre la igualdad y las características sociales y naturales de uno?: ¿es igualitario aceptar las circunstancias sociales en que cada uno nace?, ¿y las cualidades naturales?

2 comentarios:

  1. Dices ''¿Igualdad de qué?.. el nivel de satisfacción, las oportunidades sociales, el acceso a recursos, el acceso a ventajas''. Me parece que la respuesta, la de siempre, la de toda la vida, es igualdad en la PROPIEDAD. En el capital. ¿Te habías habías olvidado de ella en tu listado?. No es ninguna casualidad, creo. En realidad,me parece, que no puedes hablar de ello. NO TE ESTA PERMITIDO. Alguien dijo, en el siglo 19, que es el modo de producción en vigor (la propiedad, su distribución, las relaciones productivas entre los sujetos, como nos ganamos el pan) lo que determina en cada época las superstructuras sociales, politicas, jurídicas, intelectuales y ... filósoficas. Es un imperativo económico del que solo unos pocos, los que los crean, pueden escapar.Saludos

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  2. Otra igualdad ¿olvidada ? que no aparece en tu listado.Una micro. La de que la todalidad de los empleados del pais fuesen iguales a los funcionarios en. 1.- Salario garantizado para toda la vida. 2.- Tiempo personal disponible para blogs, promociones de libros, charlas, conferencias, asesorias a empresas privadas, etc... 3.-Un hora diaria para cafe, ...

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