¿Pudo y debió uno actuar de manera diferente a como lo hizo?
Aunque nuestros juicios morales, al menos los “condenatorios”, implican el supuesto de que uno pudo y debió hacer
otra cosa que la que hizo, esto podría nacer de una abstracción o consideración
parcial, porque, si tenemos en cuenta todos los elementos de la situación
concreta (y se actúa en lo concreto, no en lo general o indefinido), es decir,
si tenemos en cuenta la información e interpretación que acerca de los hechos
tenía uno, así como los criterios morales y las maneras de aplicarlos que creía
correctos, y todos los motivos concretos que se le presentaron, uno no pudo ni
debió hacer otra cosa que la que hizo. Si hubiera sido otro o hubiera estado en
otras circunstancias, habría uno ”podido” y “debido” actuar de otra manera,
pero uno no es otro ni está en otras circunstancias que aquellas en las que
está. Así que los término 'pudo' y 'debió' no pueden significar lo que parece
que, en el lenguaje moral, significan: una potencia y una prescripción. El “debió
hacer” se diluye en el “hizo”, el “debió ser”, en el “fue”.
Todo lo anterior tiene su completo paralelismo en el ámbito
del mero conocimiento, por lo que esa paradoja (si lo es) afecta también a
nuestras creencias, no solo a nuestras acciones, y aqueja también, por tanto, a
una concepción intelectualista moral que pretende reducir los juicios morales a
juicios teóricos: ¿pudo y debió uno creer otra cosa que la que creyó en un
determinado momento? Nuevamente, parece que solo una abstracción respecto a
todos los elementos presentes en la situación, puede permitirnos creer que uno
pudo y debió pensar de otra manera que como pensó. Si hubiera sido otro (con
otros conocimientos previos) o hubiera estado en otras circunstancias, en otro
ángulo de la realidad, podría y debería haber visto y creído otra cosa. Pero
uno no es otro ni está en otras circunstancias. El “debió creer” colapsa en el “creyó”.
Uno no pudo ni debió, según eso, creer o hacer otra cosa que la que
creyó o hizo. Y no se trata aquí, obsérvese bien, de un determinismo físico ni
metafísico, sino de un determinismo que afecta ya al mismo plano de lo
intencional o deliberativo, es decir, a aquel plano en el que incluso muchos
deterministas físicos o metafísicos pensaban que la posibilidad de hacer o no
hacer (y de creer o no creer) seguía a salvo. Sea o no posible que las cosas
sigan otro curso que el que siguen, no es posible creer o querer en cada
momento otra cosa que lo que se cree o quiere. (Aunque…, pensándolo bien,
tampoco es física ni metafísicamente posible, por muy indeterminista que sea la
naturaleza o realidad, que en un momento ocurra otra cosa que lo que ocurre. En
cierto sentido, el presente no puede ser más que el que es, porque, en cierto
sentido (pero solo en cierto sentido), en el presente no hay distinción entre
poder y ser. Esto quizás nos indique lo que tenemos que pensar después).
Entonces ¿todo es como debió ser? Con esa visión, sumamente “respetuosa”
para con lo totalmente concreto y presente (presente-a-sí-mismo), parecemos
caer de pronto en la cuenta de algo que podría
o incluso debería, según algunos, creerse
y desearse como una gran “liberación”, la liberación en sí, digamos: resulta
que, en verdad, no existe el error, ni el moral ni el cognoscitivo. Todo es lo
que parece, más allá del bien y del mal, porque todo es solo perspectivo. Con
una tal disolución de la ilusión de la libertad (entendida como el poder o
potencia activa y positiva de hacer otra cosa y, por tanto, hacer lo que hacemos), nos reconciliamos
con el mundo, que ya no puede ni debe ser juzgado, sino solo “afirmado” o
“aceptado”. Porque no hay un deber ser, sino solo un como-es. Todo juicio sobre
lo que pudo y debió hacerse es una venganza desde una posición ficticia, vacía,
flotando en el aire. El tiempo prometido, el tiempo mesiánico o el del
superhombre, es el tiempo sin juicio. La gran liberación es librarse de la
libertad, la gran Oportunidad y el gran poder es librarse de la potencialidad.
En un alarde de buena suerte, quizás esto ni siquiera nos impida
rechazar o tachar unas cosas y aceptar otras. Cabe, seguramente –creen algunos-,
la posibilidad de un inocente condenar y hasta responsabilizar sin tener que aceptar, por ello, que hubo
para el condenado o tachado otra posibilidad. Un juzgar sin juzgar, un
discriminar sin potencias ni deberes…
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¿No es todo esto demasiado bello (…para ser cierto)? Creo
que podemos y debemos sostener, contra todo un discurso muy arrollador, aunque
también bastante impotente, del pensamiento de los últimos ciento y pico
años, que, en verdad, todo eso es, en su unilateralidad, demasiado poco bello (…como para ser
cierto): es el aspecto negativo, aunque necesario, de la
dialéctica del pensamiento.
Un pensamiento “liberador” similar lo hubo ya en todas las
épocas en las que, huyendo de la unidad y autoridad abstracta, se buscó la
máxima particularidad y desintegración. En el Teeteto, el joven matemático, que ha de ser catartizado por
Sócrates, empieza creyendo la protagórica Verdad de que es verdadero lo que
cada uno siente o percibe. En efecto, ¿quién podría ver otra cosa que la que
ve? Por tanto, el error no existe. ¡Es
maravilloso! Teeteto es, de repente, tan sabio como el mismísimo Protágoras o
como cualquier otro animal. Sin embargo… el error existe: el propio Protágoras
cree que los demás andan errados cuando piensan que uno puede estar errado. Aunque,
a la vez, Protágoras cree y tiene que
creer que están en lo cierto cuantos creen que él, Protágoras, está equivocado. Y quienes, como el mismísimo Protágoras, creen que otros están equivocados (al creer, por
ejemplo, que uno puede estar equivocado), creen también necesariamente que uno puede y debe creer otra cosa. Estar de hecho equivocado es indisoluble de poder y deber (creer otra cosa), pero un “poder” y “creer” no de hecho, sino
de derecho.
La aporía se ve mejor si cambiamos una creencia acerca del
presente por otra acerca de lo no presente. Aunque uno puede tener la ilusión de que en el presente no puede haber error
(la creencia presente sería la medida de sí misma), uno no puede creer, aunque sea ahora, que sabe, ahora, lo que pasará después o pasó antes. Por eso uno es perfectamente
capaz de entender (puede entender) lo
que significa la palabra error. Y juzga del acierto y del error en todo momento.
De la misma manera, aunque uno puede tener la ilusión de que en el presente no
puede desear otra cosa que la que desea y, por tanto, no puede estar deseando mal,
uno no puede creer, ni siquiera ahora, que lo que quiere ahora es lo que no hay
más remedio moral que querer, lo que debería querer. Por eso uno es
perfectamente capaz de entender lo que significa la palabra “error moral”. Y,
de hecho, juzga acerca de ello en todo momento.
Por tanto, si bien es verdad que hay un sentido en que uno
no pudo ni, por tanto, debió creer y hacer otra cosa que la que creyó e hizo,
es igualmente claro que hay otro sentido, esencial, en que uno pudo y debió hacer otra cosa que la que
hizo. Quien no acepte esto, no puede siquiera abrir la boca, puesto que
cualquier decir y cualquier hacer son una afirmación implícita de lo que debe o
no debe decirse y hacerse.
Lo que ese pensamiento relativista no ve, negándose a sí
mismo, es que nosotros contemplamos las cosas, no solo en un absolutamente
particular presente, sino también desde una perspectiva irreduciblemente universal,
potencial, “virtual”. El propio perspectivismo aspira a ser la verdad misma,
más allá de cualquier perspectiva. Los amantes de lo particular han olvidado,
abstractamente (incurriendo así en el pecado que más temen), el otro momento de
la dialéctica, es decir, simplemente de la vida: la dýnamis y la universalidad, el poder y deber. La negación de lo
universal, la pulsión de perspectivismo e inmanentismo absoluto, el nihilismo,
es la hipertrofia de la reivindicación de lo plural.
La presunta liberación del sujeto respecto de sí mismo y de
la propia libertad, por “vitalista” que se considere, no es más que la
destrucción de la propia vida, al menos de la vida efectivamente particular… Porque,
aunque se presenta como el adalid de la particularidad, el pensamiento de que
no se puede ni debe pensar de otra manera que como se piensa, es, realmente, el
fanatismo que pretende identificar lo particular con una especie de Dios. La
perspectiva de un Dios, sí, consistiría en la total identificación entre lo que
es y lo que debería ser; un Dios no pudo ni debió hacer otra cosa que la que
hizo. Pero esa situación no es perspectiva, o es la Perspectiva desde ninguna y
todas las partes (con centro en todas y límite en ninguna). No hay verdadera
perspectiva humana (perspectiva perspectiva, digamos) sin su contrario, la
universalidad. Uno, en el mismo instante, es todo lo que puede, y, a la vez,
podría y debería ser otra cosa. Esta dialéctica, esta “contradicción” o, más
bien, síntesis de los contrarios, es, insistamos, la vida misma.
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Si es a la vez verdad (aunque la verdad más parcial y pobre)
que en cada momento uno no pudo ni debió hacer otra cosa que la que hizo, y que
uno, como ser capaz de lo universal, pudo y debió hacer otra cosa, ¿cómo evitar
que esto sea una pura contradicción?, ¿cómo entenderla más bien como una
síntesis o armonía de contrarios, que es la vida misma?
La manera de entenderlo es concebir la relación entre uno y otro “hechos”
como asimétrica o analógica. Que uno pudo y debió hacer otra cosa quiere decir
que es “parte” de la realidad de uno juzgar y discriminar, lo bueno de lo malo,
lo verdadero de lo falso. Esto lo hace incluso quien niega esa capacidad, como
hemos recordado. Pero ello es compatible con que, en el aspecto fáctico de uno
(aspecto que, en seres limitados, no coincide ni simplemente discoincide con el
plano de la capacidad), uno no pudo hacer otra cosa. "Pudo" y "debió" tienen dos
sentidos, el fáctico y el judicativo, ambos diferentes y el mismo, en una
relación dialéctica y analógica, que es la vida misma de un mortal.
De aquí podemos sacar algo quizás profundo: hemos de, por
una parte, comprender en cierto sentido y no juzgar en cierto sentido lo
sucedido en cuanto sucedido: nadie pudo hacer otra cosa; pero, por otra parte y a la
vez y con más fuerza, hemos de juzgar lo que se puede y debe hacer, porque cualquiera
puede y debe hacer otra cosa. Uno (momento fáctico) no pudo ni debió hacer otra
cosa que lo que hizo (por eso perdonamos a los muertos); pero todos podríamos y
deberíamos hacer otra cosa que la que hacemos (y así exigimos a los vivos). Los
muertos han perdido la potencia y, con ella, el deber.
También puede decirse que, si el juicio fáctico mira más
bien al pasado (para “comprenderlo” y perdonarlo), el juicio moral mira hacia
el futuro, para exigirle.
Por decirlo de otra última manera (en las antípodas de cierto
pensamiento del no-juzgar): no se trata de tachar sin juzgar, sino de juzgar
sin tachar; no se trata de condenar sin conceder la potencia, sino de conceder
la potencia y, con todo y con ello, no condenar.
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