lunes, 4 de febrero de 2013

Reflexiones sobre el #25S


El mes pasado (Enero de 2013) se publicó, tanto en formato electrónico como en papel, el libro Reflexiones sobre el #25S, una obra colectiva en la que participo con un artículo. El libro contiene visiones diferentes (alguna muy crítica) acerca del movimiento ciudadano de protesta, y también los estilos de los textos son muy diversos, pero todos me parecen muy interesantes. Yo resaltaría, quizás, el artículo de Víctor Bermúdez y el de Mikel García, o las entrevistas de F. G Rubio al Coronel Diego Camacho y de Eduardo Fort a Marcos Roitman Rosenmann.

En mi artículo "Legitimidad y futuro para la revolución social" me pregunto si movimientos como el 15M o el 25S son legítimos, en una sociedad como la nuestra, presuntamente democrática, y si tienen visos de llegar a cambiar el “régimen” político, en España por ejemplo. Intento argumentar que tienen toda la legitimidad (aunque o precisamente porque no se ajustan a la legalidad), pero me declaro “pesimista” acerca de su recorrido: la sociedad española no tiene la cultura cívica como para necesitar una “democracia real ya”, la mayoría solamente siente tener escasez de recursos. Cuando escampe la crisis (si no tienen razón, como creo que no tienen, quienes dicen que este es el capítulo definitivo de una crisis definitiva para el capitalismo) la gente volverá a su casa, quizás algo depauperados y, seguramente, con menos democracia todavía.

Copio aquí algunos pasajes de mi artículo:

En España ha surgido en los últimos años un movimiento ciudadano, heterogéneo y bastante espontáneo, aunque también nacido al frío de la crisis económica y la pauperización del país, cuyo mensaje principal es, seguramente, la idea de que el sistema político actual tiene una importante carencia de legitimidad (“lo llaman democracia y no lo es”) y lo mismo puede decirse de los principales (si no de todos los) partidos políticos (“no nos representan”). Por ello, estos ciudadanos reclaman un cambio cualitativo o esencial en la manera de hacer política y en las propias instituciones (“democracia real ya”). Este movimiento tiene su réplica en otros países, sobre todo en los más afectados por la crisis.

Puede hacerse uno, al respecto, al menos dos preguntas diferentes, pero con respuestas quizás estrechamente relacionadas. ¿Es –sería la primera cuestión- legítimo (o cuán legítimo) un movimiento ciudadano como este, que, bordeando la ilegalidad, ataca a la raíz de las instituciones políticas existentes e intenta subvertir o superar el orden establecido? La segunda pregunta sería: ¿tiene visos o está en condiciones este movimiento de conseguir algo, y qué, y por qué? Creo que, por las mismas razones por las que la respuesta a la primera pregunta es un rotando “sí”, lamentablemente es probable que la respuesta a la segunda sea más bien “no”.

Empecemos por la cuestión de la legitimidad, considerándola primero en general para pasar luego al caso español. ¿Están legitimados los ciudadanos para manifestar que no se consideran representados por el orden político existente? Evidentemente –se dirá-, dentro de los cauces del orden legal vigente en las democracias modernas, que (al menos formalmente) permite la libertad de expresión política (si bien en la realidad hay, por ejemplo en España, muchos modos de censura y represión, que crecen a diario en los últimos meses), uno puede decir “lo que quiera”, legal y “por tanto” legítimamente. Sí: un grupo de ciudadanos puede convocar una manifestación y, si el gobierno la aprueba y los manifestantes obedecen puntualmente a la policía (incluso cuando esta comete ilegalidades, como no identificarse o usar desproporcionadamente la fuerza) y se vuelven a su casa con tiempo para ver el partido de futbol, eso apenas pasará de ser un acto más de legitimación del orden legal sostenido por las “fuerzas de orden público”. Pero ¿y si lo que uno (o un grupo de ciudadanos) quiere es cambiar sustancialmente el orden establecido? También para esto -se volverá a decir- hay cauces legales, sobre todo en un sistema “democrático”. En principio, puede hasta reformarse la Constitución (incluso con gran celeridad, como se vio el verano pasado), pero lo que no es aceptable (“legítimo”) es que se siga otro camino que el de la legalidad… ¡Ya!, pero ¿y si unos cuantos ciudadanos no creen que el régimen político bajo el que viven sea realmente legítimo? ¿Tienen algún “derecho” o legitimidad, desde el punto de vista democrático, para rebelarse contra el orden “establecido”, o bien se colocan, con ello, en “estado de naturaleza”, fuera no solo de la legalidad sino también de toda legitimidad? ¿Hay algún momento o situación posible en que esté justificada la rebelión contra el orden legal, que tiende a presentarse siempre como legítimo por definición? Aquí se plantea el verdadero problema, filosófico-político, de la relación entre legalidad y legitimidad.

Si no estamos dispuestos a aceptar que cualquier orden político existente sea necesariamente legítimo (ni siquiera aunque se autoproclame “democrático”), si legalidad vigente y legitimidad no son lo mismo ni tienen por qué ir de la mano, entonces siempre será posible y necesario (urgente, cabría decir) cuestionarse la legitimidad del orden efectivamente existente, es decir, el materializado en instituciones y protegido por la fuerza que se autoproclama legal. Pero, ¿desde qué ámbito puede hacerse algo así? ¿Quién puede juzgar si la legalidad vigente se ajusta o no a la legitimidad política? En esa dialéctica política hay dos respuestas “puras” o extremas seguramente insostenibles (al menos una de ellas):

Un legalismo extremo (solo es legítimo lo que es legal) cae en serias aporías: llevado a sus consecuencias últimas, justifica cualquier régimen realmente existente o “vigente” (o sea, sostenido por la fuerza), y no permite distinguir a un orden ilegítimo de uno que no lo es; tampoco es capaz de justificar la propia legalidad, porque ¿en qué consiste esta: se reduce a la mera fuerza necesaria para dominar a los ciudadanos, o es algo más? Si se pretende que la legalidad es algo más que fuerza efectiva, entonces se supone ya una instancia, alegal o supralegal, desde la que dirimir la cuestión de la legitimidad. Ningún sistema político, incluidos los peores totalitarismos, quiere ni puede apoyarse en el puro legalismo.

Las posiciones anti-legalistas rechazan ese “positivismo” jurídico: el orden políticamente existente puede ser ilegítimo, si no se justifica de acuerdo a criterios normativos o “ideales”, tales como la naturaleza moral de las cosas, la voz de la conciencia (del “pueblo” quizás), o algún imperativo racional (un “contrato social” hipotético-normativo…). Sin embargo, llevado a sus últimas consecuencias el anti-legalismo no puede evitar justificar cualquier acción política que uno (o un grupo cualquier de individuos) deduzca o crea deducir de sus principios políticos. Es decir, reduce cualquier legalidad a cero, y conduce al “anarquismo”. Si el legalismo reducía todo a la fuerza, el no-legalismo radical reduce la política a ética.

Ninguna de las posiciones extremas parece “sensata” (lo que no quiere decir que no sean, una o la otra, la correcta –como personalmente pienso del no-legalismo-). Si adoptamos, estratégicamente, una posición “sensata”, hay que pensar que en esa dialéctica política de lo legítimo y lo vigente, lo ideal y lo efectivo, la ética y la fuerza…, hace falta algún encaje. Pero lo que debe resultar evidente es que no hay cuestión política si todo se reduce a la legalidad. Por tanto, queda abierta la cuestión de cuándo el orden existente es legítimo, y hay necesariamente un margen para la legitimidad más allá de o “fuera” de la legalidad: para la rebeldía y la desobediencia civil. Es, pues, simplemente una falacia (apenas propia de un pensamiento totalitario) aducir, en un caso de crisis política, la inviolabilidad de la legalidad vigente.

Pero ¿están los ciudadanos de las democracias actuales (por ejemplo, la española) legitimados para poner en cuestión el orden político bajo el que viven? La respuesta es, obviamente, sí. […] Solo puede considerarse democrático un Estado en la medida en que sus mecanismos de gobierno determinan que quienes ejercen el poder representan efectivamente a la mayoría (respetuosa con las minorías), es decir, en la medida en que cada decisión política que se toma en el poder, es aprobada por la mayoría de los ciudadanos, o al menos sería efectivamente aprobada por la mayoría de los ciudadanos en caso de que se les consultase (y se les consultaría siempre que fuese materialmente posible). Una caracterización semejante, además de requerir diversos matices en lo que no me detendré, deja margen para una mayor o menor pureza democrática, y, consecuentemente, de grado de legitimidad, desde la democracia directa (cuya no existencia apenas está justificada por las dificultades técnicas que conllevaría y cuya falta de estímulo desde las instituciones carece de toda justificación) hasta las democracias “bananeras” (o “toreras”). Pero nadie puede dudar de que la democracia tal como la conocemos incluso en los Estados políticamente más desarrollados, es, por decirlo suavemente, muy imperfecta (lo que no impide que sea también el orden político más parecido a una democracia que haya existido jamás). 

La imperfección de las democracias modernas no es un accidente, sino que es intrínseca, es decir, debida a sus propios mecanismos de decisión soberana. […] Pero, por fijarnos solo en lo principal, la representación política apenas puede ser más imperfecta de lo que es. Aparte del hecho de que, por ejemplo, se necesita mucho dinero para ser aspirante, y el sistema permite (si no es que estimula) que las opciones políticas sean financiadas por grupos privados con intereses propios; o de que las leyes electorales “modulan” el principio de “un hombre, un voto”, o de que uno se ve obligado a votar todo un programa de leyes a la vez, etc., aún es más grave que no haya ninguna norma específica y obligante que determine qué responsabilidades reales adquieren para con los ciudadanos quienes acceden al poder. La declaración con la que se aspira al voto (el programa electoral), aunque pretende pasar por una especie de contrato entre el aspirante y los votantes, es, legalmente, solo un “compromiso”, incluso una “promesa”, casi una mera declaración de intenciones. El rigor en el cumplimiento de esa promesa queda prácticamente en el ámbito de la moral o incluso del “honor”, apenas en el de lo jurídico. Antes al contrario, quienes ocupan el parlamento gozan de ciertas inmunidades judiciales. Se puede decir que, como en el Leviatán, el gobernante sigue siendo un exento de la ley, y a través de ese agujero fluye la influencia de algunos ciudadanos “privilegiados”, lo que pervierte completamente la democracia, y sin necesidad siquiera de incurrir en ilegalidad. […] Quedando la responsabilidad política en el terreno de la moral, en los países más “civilizados” hay cierta “seguridad” de que los gobernantes no se atreverán a hacer ciertas cosas, porque perderían el apoyo (moral antes que nada) de los ciudadanos, de manera semejante a como en los Estados sin constitución había unas leyes tácitas, no escritas, a las que uno podía esperar que con bastante probabilidad se atendrían los gobernantes. Pero no hay ningún recurso legal para garantizar esto. Por tanto, todas las democracias actuales están seriamente carentes de legitimidad democrática.

Eso implica que, incluso (o sobre todo) en las democracias más avanzadas, es necesario un ejercicio de continuo ajuste entre la legalidad y la legitimidad. Un Estado que se pretenda democrático debe promover (no solo no impedir) las discusiones acerca de su legitimidad, y tolerar lo más posible los casos de desobediencia civil, y no está legitimado a aferrarse intransigentemente a la legalidad. Un orden político que se muestra intolerante con las disensiones fundamentales, tanto de contenido como de forma o procedimientos, como si en él legitimidad y legalidad fuesen lo mismo, es un Estado no-democrático. En un Estado democrático, se podría decir, los ciudadanos no están nunca completamente bajo el férreo imperio de la legalidad, sino en un perpetuo estado de cuasi-excepción o “naturaleza”, semejante al que Hobbes o Kant atribuían al monarca. Como si fuese ahora mismo cuando está ocurriendo el pacto social. Y es que lo característico de la democracia es que o todos o ninguno estén en esa excepcionalidad. Dado que parece inevitable (por la condición humana) que lo esté al menos alguien (el gobernante), lo legítimo en democracia es que lo estén todos. La democracia es una condición “crítica”, dialéctica, inestable, dinámica, irreducible a pura legalidad.

¿Cuál es el límite a este ejercicio de auto-cuestionamiento, de esta relativa alegalidad y violencia generalizada? Los casos de desobediencia civil, se ha dicho siempre, tienen que ser excepcionales (cuando no “hay” otra posibilidad), y estar lo más justificados o motivados posible. La norma sería: la mayor permisividad posible por parte del gobierno, y el menor uso posible, por parte de los ciudadanos, de los actos de desobediencia civil. Pero también esto escapa a un cálculo legal. No debe temerse esta precariedad y pretender cambiarla por una seguridad legal politicida. ¿Alguien puede creer que sin desobediencia civil y revolución estaríamos donde estamos? Eso es como pretender que la Real Academia de la Lengua acepte nuevas formas lingüísticas si los hablantes se someten escrupulosamente a sus dictados de ortodoxia. La Política, como la Lengua, es algo vivo, y la vida es crisis y equilibrio inestable en busca de una mayor integración de ductilidad y orden, sin que sea sacrificable ninguno de los dos aspectos.

Si la democracia tiene, incluso en los países más civilizados, tales carencias (que, aunque se agravan en épocas como la actual, de crisis y oligarquización, son intrínsecas al sistema), en España la cosa se agrava. Debería ser innecesario (y que no lo sea es significativo) mostrar que el sistema político bajo el que vivimos los españoles, apenas como metáfora puede ser llamado democracia. El gobernante considera, y arguye explícitamente, que una vez unos cuantos ciudadanos han depositado el voto, él está legitimado para hacer lo que crea correcto, necesario o bueno según la situación, incluso contradiciendo una por una todas las “promesas” electorales. Se elige, pues, a un tirano o una aristocracia absoluta, aunque por periodos de tiempo. […] Los ciudadanos españoles tienen […] sobradísima legitimidad para no sentirse representados por sus instituciones y políticos, y para llevar a cabo actos de rebeldía, destinados a promover una política más democrática. Y si quienes ocupan el poder desoyen esto, y se aferran a la mera legalidad, no hacen más que alimentar de razones a aquellos.

Paso, brevemente, a la segunda cuestión: ¿es esperable que se de en España un cambio político sustancial, o que incluso España sea el punto de partida de una revolución política mundial? Aunque me gustaría que la respuesta fuese “sí”, me temo que casi con toda seguridad es negativa. La razón principal para temerlo es que creo que la ciudadanía española no tiene la educación política necesaria. La minoría que en España tiene esa conciencia política, no es, creo yo, suficientemente representativa (es incluso solo una pequeña parte de los promotores de las movilizaciones sociales). No es que sea necesario que todos los ciudadanos, ni siquiera la mayoría, estén conscientemente dispuestos a un cambio cualitativo para que este se produzca. Los grandes cambios políticos son promovidos por una pequeña élite cívica. Una vez que esta élite promueve (si las circunstancias lo propician) tales cambios, el resto de los ciudadanos los acaban asumiendo, y se van con ello educando políticamente, aunque es condición necesaria que la nueva situación traiga mayor bienestar general (la inmensa mayoría no apoyará fácilmente un cambio que suponga sacrificios de bienestar en aras de la justicia; antes bien, a la inversa). Pero, aunque basta una minoría para, en las circunstancias oportunas, promover el cambio político, es necesario también que la ciudadanía en general esté en una adecuada “predisposición” para esos cambios. Y esto es lo que dudo que se dé en España, como se deduce del hecho, mencionado antes, de que los españoles acepten sin problema el orden político en el que viven (y que ya existía antes de la crisis). La mayoría, por ejemplo, escucha en los medios de comunicación, esperpénticamente manipulados, lo que con descarada demagogia le dicen sus políticos e incumplen al día siguiente, y aún así no dejan de darles crédito; los casos de corrupción apenas pasan factura a los políticos; etc. Y no es que los políticos españoles sean especialmente perversos. Lo malo es que, me temo, representan bastante fielmente nuestra educación cívica media o incluso media-alta. Muchos, de estar en su lugar, haríamos seguramente lo que ellos hacen. ¿Sirve decir que los políticos deberían ser mucho mejores que los demás? En una democracia los gobernantes no son pedagogos ni arquetipos, sino representantes. Esto les exige ser un poco mejores, pero no de otro planeta moral.

Los españoles habrán ganado ya mucho si, al final de esta crisis, su educación cívica y política se acerca a la que existe en otros países europeos. Pero es incluso de temer que este calvario que pasamos (con su fuga de cerebros y el renacer de peinetas y monteras) produzca, como ya es evidente, una seria involución moral aquí, en la “reserva espiritual de Occidente”. Los movimientos sociales que han surgido estos años en España, aunque cuentan con personas políticamente conscientes (fruto, en su mayoría, de la “malvada” LOGSE), reciben buena parte de su aliento de las penurias de la crisis. Las manifestaciones españolas son del mismo tipo de las que podemos ver en Grecia, Portugal y, salvando las distancias, en algunos países árabes (revueltas estás últimas, por cierto, que solo han prosperado con el “apoyo” interesado de los Estados occidentales, y que han llevado al poder a partidos populistas religiosos que implantan la ley islámica -sin que eso motive ya una intervención “internacional” a favor de los derechos cívicos-). ¿Qué pasaría si en unos meses se empezase a recuperar nuestra actividad económica y la gente volviese a tener suficiente pan y circo? Me temo que buena parte de los manifestantes se volverían a su casa y se olvidarían del déficit de cultura democrática. […] El hambre es capaz de movilizar a bastante gente; pero la calidad de la política mueve a muchos menos.

Sin embargo, también podría ocurrir (¡ojala!) que la élite político-moral e intelectual de Europa (y de España: los jóvenes universitarios que, según nuestro ministro de educación, sobran) aprovechen la situación de, hasta para una vista muy corta, descaro de la oligarquía financiera, y logre “revolucionar” el orden existente. Esto apenas es una bella ilusión o sueño, imprevisible, casi imposible. Pero las verdaderas revoluciones nunca son previsibles. Como dice Derrida, solo ocurre lo imposible.

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