viernes, 3 de octubre de 2014

Fines de la Ley y fines del Tiempo. Del espíritu y la letra del Derecho, II

Veíamos, en la entrada anterior (y primera de esta serie), cómo de algunas, de múltiples, de infinitas maneras, el (Estado de) Derecho, en cuanto sistema legal “establecido” y escrito, está agujereado necesaria o esencialmente. Figuras jurídicas como –por “arriba”- la del Estado de Excepción o de ley marcial, o, antes aún, la del Poder Constituyente, pero también –por abajo- la de la Desobediencia Civil y otras miles más minúsculas e imposibles de delimitar, son intrínsecas a, es más, son “fuentes” del Derecho, a la vez que (y por eso) irreducibles a él, o, al menos, a su norma, de manera análoga a como, por ejemplo, los poderes que fundan la Economía, están más allá de ella (en los Paraísos Fiscales), o más acá (en la economía “sumergida” o en la subeconomía, desde el trabajador sin derechos o el niño explotado, al “ama de casa”, a los trabajos domésticos y los amistosos, a los regalos “sin por qué”…), o tal como, en el ámbito más puramente teórico, los principios y criterios que sostienen la ciencia normal, o las “conocimientos” que no llegan pero a menudo aspiran a serla, son irreducibles a la metodología científica (infalsables e inverificables, indeducibles…). La Política tendría su fundamento en un extraño afuera interior, en la alegalidad legal de, por ejemplo, el Soberano capaz de establecer el Derecho y por tanto suspenderlo, o el de la ciudadanía que puede revelarse e, incumpliendo legítimamente la ley, dejando de ser ciudadano sin dejar de serlo, obligar a constituir otro Estado. Schmitt (el maquiavelismo en general) tendría(n), al final, razón en que la “razón de Estado” es una voluntad de Estado.  En tono cínico –comprensivo para con las “élites”-, se diría que los mafiosos aciertan cuando dicen que el Estado no es más que la Mafia que domina a las demás. En otro tono –el de los amigos de los “oprimidos”-, se dirá que el pueblo está por encima de las leyes.

Nos hacíamos, entonces, una doble pregunta: ¿qué nos dice esto sobre la “naturaleza” del Derecho y la Política? (cuestión metapolítica), y ¿qué podemos deducir de aquí, de cara a la praxis política? (cuestión propiamente política). Habitualmente, estas preguntas se responden juntas (aunque, deseablemente, no revueltas).

Ciertos filósofos (los más arqueologistas y “deconstructivistas”) tienden a concluir, respecto de lo primero, que la Política moderna, con su Estado de Derecho, y la Política y el Derecho en general, como orden racional no problemático y autosuficiente, es una ficción insostenible, y que tiene su “verdadero” origen oculto en algo de naturaleza, no intelectualista o racional, sino práctica o voluntarista, en un “realizativo”, en una fuerza o una violencia, y no en una deducción a partir de la verdad ética ideal. Tal como, respecto del ámbito teórico, las hermenéuticas y deconstrucciones señalarían que la pretendida asepsia y autosuficiencia de los métodos científicos y racionales en general, oculta sedimentaciones y differances más “arcaicas”, así en la Política se mostraría que el Estado de Derecho, con sus conceptos anejos, es producto de la Metafísica, de la “máquina antropológica” o antropogónica; y es un producto, sobre todo, intrínsecamente inconsistente, inestable, y destinado a su disolución.

“En consecuencia” y en cuanto a lo segundo (a la praxis que podemos “deducir” de aquí), estos filósofos predican o profetizan una época o “tiempo”, inminente, pero, a la vez, heterogéneo al futuro, a la previsibilidad y al tiempo en general de la Política y el Derecho, un tiempo postpolítico, a menudo caracterizado también como era mesiánica, en que ya no funciona (aunque tal vez subsista) la estructura legalista del Estado de Derecho.

G. Agamben, por ejemplo, quien compara y asimila el problema de la relación entre Decisión (Entscheidung, en Schmitt) y la Norma (Norm) con el de la dicotomía de Lange y Parole, entre las cuales el paso es –sostiene él- no lógico sino pragmático (Stato di eccezine, pp. 50 y ss), cree que hoy ya nadie, que no tenga mala fe, puede creer en la recuperación de la legitimidad del Estado, y nos propone un tiempo mesiánico de inspiración benjaminiana:
“un día la humanidad jugará con el Derecho, como los niños juegan con los objetos en desuso, no para restituirlo a su uso canónico, sino para liberarlo definitivamente de él”. (ibid., p. 83).

En “ese” “tiempo”, en que se anulará la separación que, para con las cosas, nos significa el Lenguaje, y el hombre se conciliará con su animalidad, se vivirá en una especie de “como si no” (según la expresión pauliana del mesianismo: hos me: el esclavo como si no fuera esclavo...), se abandonará la propiedad y se pasará a vivir en el modo del uso, del “cualquiera” y de la “impotencia” o potencia de no.


Biblia hebrea, siglo XIII. Abajo, el banquete mesiánico de los justos (Milan, Biblioteca Ambrosiana). Obsérvese, como señala Agamben, que los hombres aparecen con cabezas de animales.

También Derrida, explícitamente desde al menos Fuerza de Ley (Tecnos, Madrid, 1997), sostiene que el fundamento del Derecho no es un fundamento ontológico ni racional, sino el de una “violencia realizativa” y un correspondiente “crédito” o fe, que podemos calificar, con una expresión que se remonta a Montaigne, de “fundamento místico”. En el tardío artículo “El “mundo” de las luces por venir. Excepción, cálculo y soberanía” (quizá el texto donde más “racionalista” se reivindica Derrida), todavía encomienda el acontecimiento ético o hiperético a una decisión en último extremo heterogénea al saber:
Hay que saberlo, ciertamente, el saber es indispensable, hay que saber, y lo más y lo mejor posible, para tomar una decisión o asumir una responsabilidad. Pero el momento y la estructura del “hay que”, justamente, así como la decisión responsable son y deben seguir siendo heterogéneos al saber. Una interrupción absoluta, que siempre podemos juzgar “loca”, debe separarlos” (Canallas, Trotta, Madrid, 2005, p. 173).

Que esté fundada por una fuerza o una acción irreducible, implica que la Ley es totalmente deconstruible. La deconstrucción opera señalando ciertas aporías (o, más bien, varias caras de una misma aporía): el Derecho, por ejemplo, exigiría, como su condición de posibilidad, la libertad del que actúa, pero, a la vez, el Derecho consiste en el cumplimiento de una norma, de algo, pues, predecible, calculable, mecanizable. Y serían incompatibles libertad y norma predecible. El Derecho –he aquí otro rostro de la aporía- siempre trata con lo general, pero la Justicia solo puede ser de lo singular:
“¿Cómo conciliar el acto de justicia que se refiere siempre a una singularidad, a individuos, a grupos, a existencias irremplazables, a otro o a mí como el otro, en una situación única, con la regla, la norma, el valor o el imperativo de justicia que tiene necesariamente una forma general, incluso si esta generalidad prescribe una aplicación singular?” (Fuerza de ley, p. 40)

En poco (cuando nos remontemos en el tiempo hacia su juventud o hacia su vejez), veremos al mismísimo Platón recurrir también a este argumento. Es una crítica habitual al Derecho establecido y a la Letra. Se dice también de la escuela: queriendo educar a todos “por igual”, los trata homogéneamente y no respeta las diferencias. (Obviamente, esto no está tampoco libre de aporía, como desarrollaremos más adelante: ¿a dónde podemos ir a buscar una justicia no-computable, absolutamente respetuosa con lo Otro puro (y Derrida incluye aquí a todo “animal”, y más allá), sin recurrir a la vez a la mayor universalidad? ¿El totalmente Otro no implica o incluso es el totalmente Uno? Pero dejemos esto, por ahora).

El lado temporal o temporario de la aporética del Derecho, pregunta: ¿en qué tiempo está la Justicia? Se sitúa como un “horizonte”, al que tender, pero la Justicia tiene que ser absolutamente presente, no puede esperar. Todas estas aporías, pues, permiten deconstruir el Derecho.

En cambio, afirma Derrida, puesto que ese “fundamento” supra- o extra- o para-legal de la Ley, no está a su vez fundado, entonces él, a diferencia del Derecho, es inasequible a la deconstrucción. La Justicia misma es heterogénea al Derecho, aunque está en una relación inevitable con él. Como la propia deconstrucción, es indeconstruible (para Nietzsche, la voluntad no devenía). La Justicia es (uno de los nombres para) la deconstrucción. Así que deconstruimos el Derecho en aras de la Justicia.

Como en Agamben, la consecuencia práctica que Derrida quiere extraer de esta deconstrucción, no es aceptar (alla Schmitt) alguna legitimidad, por ejemplo, nacional, o de los amigos “fraternales” (ver también Políticas de la amistad, Trotta, Madrid, 1998) sino pensar la posibilidad de un imposible “quizá”, de la democracia por venir, que también Derrida nombra o adjetiva con el nombre o adjetivo de mesianismo: un mesianismo sin Mesías.

Esto nos proponen estos filósofos. Si nosotros queremos –como de hecho queremos, pero, más aún, pensamos- otra respuesta, totalmente diferente, una respuesta, no voluntarista ni simplemente deconstructiva, sino intelectualista, racionalista y armonista, aunque dialéctica (y analógica), tenemos que dar otra explicación a esas "excepciones" constitutivas de la Ley constituida, y tenemos también que señalar la aporética y, en último extremo, la inviabilidad de las de(con)strucciones de lo político y las propuestas postpolíticas. En principio, todo podría hacer pensar que las irreducibles “excepciones” de la Ley, son un argumento contra cualquier racionalismo político: ¿no es el racionalismo, acaso, la creencia en una estructura legal aproblemática? ¿No es el racionalismo la tesis de que la excepción solo confirma la regla porque, en verdad, la excepción no existe, sino que siempre hay una Ley que la establece y justifica?

                                                               ****

Por eso será interesante, necesario diríamos, -y a eso dedicaré lo que queda de este capítulo- constatar cómo un filósofo racionalista, incluso ultrarracionalista, el filósofo racionalista por excelencia (aunque seguramente no el más sino el menos ortodoxo), puede y tiene que rechazar, también él, la suficiencia de la Ley y el Derecho establecido y escrito. Para ello hay que remontarse (o hundirse) en el tiempo. O remontarse y hundirse, a la vez o por turnos, en el tiempo… (El simpático e inteligente ensemble humorístico-musical Les Luthiers expresó esto una vez de manera magistral: acerca del remoto origen de cierta canción popular, que “se remontaba al principio de los tiempos” “o” “se hundiría en la noche de los tiempos”, dicen –si no recuerdo mal- algo así: “Y la pregunta es: ¿se remonta, o se hunde?” Este chiste será reflejo de la más profunda enseñanza que, acerca de la relación entre el ser y el tiempo, se remonta a o se hunde en la obra de Platón. El tiempo fundamental, ¿está atrás –al principio- o adelante –al final-; o ni una cosa ni la otra, o las dos? Iremos a ello en breve tiempo).

El caso es que, como los pensadores anti-intelectualistas, Platón sostuvo que el Soberano o Legislador no está sometido a la Ley establecida, y, más concretamente, a la Letra. En El Político (ese impresionante diálogo, siempre por entender), el Extranjero eleata que, poco antes, como si fuera un sócrates, ha exorcizado a ese sócrates joven que es Teeteto y le ha mostrado la diferencia entre el Filósofo y el Sofista (es decir, la diferencia en la comprensión de la Diferencia), va definiendo o diferenciando ahora, ante ese otro sócrates que es el personaje “Joven Sócrates”, al Político. La Política, según las diferenciaciones del Extranjero, se identifica como una ciencia o saber (no una mera práctica o técnica o manualidad), más específicamente, una ciencia directiva o directora de la práctica (no solo teórica y crítica), y, más específicamente aún, la ciencia directiva no subordinada. Para Platón hace falta saber, sí (como admite Derrida), y (como pide Derrida) no basta con saber, sino que hay que decidir y hacer, además de saber (no basta con la “prudencia”, si la fuerza de la valentía no ejecuta lo pensado), pero, a diferencia de Derrida y de cualquier decisionista y anti-intelectualista, el paso del saber al decidir no es ninguna heterogeneidad o abismo en el que podría suceder cualquier cosa, sino un paso necesario, aunque sintético. Que una decisión racional sea previsible, o incluso necesaria, no impide que sea libre, sino al contrario. Solo un concepto irracionalista, moderno, burgués… de la libertad, como indeterminación, puede caer en esa confusión. La libertad solo es imprevisible para quien no conoce las profundas razones de la elección.

Sin embargo, también es verdad en Platón que la cosa no ocurre sin contratiempo: de hecho, nuestra vida es, radicalmente un contra-tiempo. La política es la ciencia dirigiendo la praxis, sí, pero el Extranjero señala inmediatamente algo que estima fundamental: no vivimos en la época de Cronos, en que un dios o “divino pastor” conducía o pastoreaba a todos los seres del universo, que nacían de la tierra y morían volviéndose niños, según cuentan el mito de Tiestes y otros relacionados (aunque esa relación ha sido olvidada). Nuestra época de Zeus, inversa a la de Cronos, está dejada de la mano de Dios. Hemos sido “expulsados” del Edén –diría un habitante del Desierto-, nos hemos visto desnudos, y tenemos que trabajar con sudor y parir con dolor. Quien ignora esto, este elemento de trabajo y sudor, ignora la Política. Platón no sería acreedor, pues, de la crítica que Spinoza dirigía a la mayoría de los filósofos políticos: que escriben una política figurándose a los humanos como ángeles, es decir, como aquellos seres que no necesitarían política alguna. No obstante, dice el Extranjero, incluso en nuestra época de necesidad, el gobernante se distingue del tirano en que gobierna, en las medidas de lo posible y lo necesario, con la voluntad de los gobernados.

Nótese que, como Derrida, Agamben, o tantos otros, también Platón, buscando el contraste con nuestra época sometida a la Ley y al Derecho, se ve llevado a hablar de la época “mesiánica” o, en su caso, edénica, aunque con conclusiones diferentes a las de Benjamin, Derrida o Agamben: Platón la sitúa en el “pasado”, o, más bien, dentro de un proceso circular (no en una línea orientada a una escatología puntual), y no está del todo convencido de (no sabe, dice el Extranjero, si) aquella época era mejor: depende, arguye, si los hombres se dedicaban entonces a filosofar o bien a vivir “como animales” (¡confróntese con el mesianismo de Agamben, por ejemplo!). Volveré sobre ello en otro momento.

La Edad de Oro. Lucas Cranach el viejo. National Museum of Art,Architecture and Design

El caso es que el Extranjero viene hablando del buen rey, que con sus silbos amorosos si es posible, pero con el cayado si es necesario, dirige sin ser dirigido; y ha repetido que eso es bueno o justo, sea que gobierne con leyes escritas o no, sea que respete los procedimientos establecidos o no. Entonces es cuando al joven Sócrates le choca esto: 
“Sobre las demás cuestiones, Extranjero, me parece que te has expresado con mesura; pero eso de que se deba gobernar sin leyes es una afirmación que resulta más dura al oído” (Político, 293e, en Diálogos, Gredos, Madrid, 2000).

En su respuesta, el Extranjero argumenta así: es obvio que es mejor que gobierne el hombre sensato que las leyes establecidas, pues la Ley nunca podrá abarcar la legislación de cada caso particular, sino que trata los casos de manera general. El argumento “coincide” con una de las aporías que Derrida dirige contra el Derecho, aunque esa coincidencia esconde cierta esencial descoincidencia, pues Derrida “deduce” de ahí que ninguna razón puede alcanzar a comprender el caso particular, pero Platón deducirá justo lo contrario. Pero sigamos. La ley es necesaria, sigue el Extranjero, porque su autor no puede estar en presencia de cada caso, y hace, entonces, como un médico que dejase prescripciones cuando se marcha. Pero, lo mismo que sería razonable que ese médico cambiase las prescripciones si, a su regreso, encontrase pertinentes otras, de la misma manera sería absurdo que el legislador tuviese que atenerse, ciega o “mecánicamente”, a la Ley establecida. Por eso dice la gente, según recuerda el Extranjero, que si alguien sabe leyes mejores, que cambie las vigentes, aunque no sin antes convencer a su ciudad, uno por uno. Pero, corrige el Extranjero a la gente, incluso si la gente es forzada por el legislador para recibir leyes mejores, eso es correcto. No hace falta, pues, ser antirracionalista, para rechazar que lo general pueda suplir a lo particular y lo singular. En el mismo diálogo, Platón deja decir al Extranjero que no se debe, por nada del mundo, confundir a la Idea con lo General o el Conjunto, aunque difiere este tema, porque le parece difícil para este momento.

Nótese que, hasta aquí, no se ha dicho explícitamente que el legislador no pueda ser el pueblo. De momento “casi” lo único que hace el Extranjero es rechazar el legalismo, la superioridad de la letra sobre el espíritu, digamos. De modo que, hasta aquí, podría coincidir con Platón quien piense que el pueblo, auténtico soberano, no está sometido férreamente a las leyes, sino que puede destituirlas y constituirlas.

(En España esto está ahora bastante candente, porque hay políticos y grupos que reclaman el derecho del “pueblo catalán” a decidir soberanamente sobre su destino y constituirse Estado, sin tener por qué respetar la Constitución Española. La falacia de este discurso es, sin embargo, que, como todas las naciones, juega con el significado de “pueblo”: ¿se quiere decir que cualquier grupo de personas que quieran autodeterminarse y fundar su propio Estado tienen, por naturaleza, “derecho” o legitimidad para hacerlo? Obviamente no: prácticamente ninguno de esos políticos “nacionalistas” admitiría que una ciudad, un pueblo, un barrio o un colectivo de cualquier tipo, tienen derecho a independizarse. Por tanto, se refieren a un colectivo cualificado con la característica nacional. Pero esto, aunque sería quizá bien visto por un schmittiano, exige una justificación independiente, otra justificación de la soberanía, que no residiría ya en la persona sin más).

Volviendo a Platón, hasta aquí casi lo único que ha hecho el conductor del diálogo, el Extranjero, es rechazar el legalismo. Casi: todo lo que pide al legislador es que sea sabio o sensato. Sin embargo y por eso, enseguida hace reconocer al joven Sócrates que la masa nunca será capaz de esa ciencia del gobierno (297b). Por tanto, no es verdad que el pueblo, en cuanto tal, tenga legitimidad para constituir o destituir las leyes. Tampoco una élite económica o simplemente militar tiene esa legitimidad. Solo el legislador sensato tiene esa legitimidad, y él mismo está por encima de la ley establecida. Todos los que incumplen la ley se parecen, pero son los opuestos entre sí, el que sabe y el que no.

Entonces, ¿cuál es el origen de las Leyes Establecidas, según el Extranjero? Imaginemos -nos pide- que, por temor a la arbitrariedad de los posibles pilotos o médicos, se nos ocurriese establecer unas leyes escritas inamovibles acerca de esas artes. Cada año, por sorteo, ciertos ciudadanos (ya sea de entre los ricos, ya sea del pueblo) asumirían la función de velar por que no se incumpliesen esas prescripciones establecidas.
“Y aún, además de todo esto, se haría preciso implantar una ley según la cual, si se sorprendiese a alguien buscando el arte del pilotaje o de la navegación, o las reglas de la salud o la verdad médica sobre los vientos, el calor y el frío, al margen de las leyes escritas, e inventando cualquier sutileza sobre tales cuestiones, a tal individuo, en primer lugar, no debería otorgársele el nombre  de médico ni de piloto, sino de individuo que anda en las nubes o de sofista charlatán; luego, alegando que corrompe a otros hombres, más jóvenes, y les induce a dedicarse a la náutica y la medicina de una manera no conforme a las leyes y a gobernar despóticamente a los navegantes y a los enfermos, quienquiera con el debido derecho podría denunciarlo y hacerlo comparecer ante un tribunal; y si se mostrase que persuadía a jóvenes y ancianos contra las leyes y las normas escritas, se lo castigaría con las penas más severas; nada, en efecto, ha de haber más sabio que las leyes; porque nadie ignora ni la medicina ni las reglas de la salud ni tampoco el arte del pilotaje ni de la navegación, pues le es lícito a quien lo quiera aprender las normas escritas y las costumbres tradicionales instituidas”. (299b y ss)

Como es evidente, el Extranjero está advirtiendo al joven Sócrates de que lo condenarán a muerte en otro tiempo, futuro, por hacer política más allá y quizá contra lo establecido y escrito. El viejo Sócrates, que pronto va a morir ajusticiado en el pasado por la Ley de Atenas, escucha en silencio.

Pero a ese joven Sócrates le resulta evidente que el legalismo mata el espíritu y la ciencia. La vida se volvería intolerable, dice. Ahora bien, argumenta el Extranjero, sería todavía peor que algunos subvirtieran las leyes, no para hacer algo mejor, sino para hacer prosperar sus ignorantes intereses propios. Cualquier gobierno de ciudadanos sin sensatez o filosofía, sea el de ricos o el de la muchedumbre, será menos malo, entonces, si se atiene a las leyes establecidas y escritas, porque al menos estas son, según el Extranjero, un recuerdo del que sabe, o sea, del legislador que, como el médico aquel, las dejó prescritas en su ausencia. Por tanto, las leyes establecidas y escritas son solo una segunda opción (una “segunda navegación”), la menos mala, en ausencia del Padre de la Ley o pastor divino. Puesto que hoy –señala el Extranjero- no surgen entre nosotros auténticos monarcas como surgen las reinas entre las abejas, es necesario establecer y redactar en Asamblea códigos escritos, y atenerse a ellas.

Las leyes como recordatorio y semejanza del saber, nos recuerdan y se asemejan a lo que Platón dice, en general, de la relación entre el espíritu y la letra. Sobre todo en el Fedro:
“(…) el que piensa que al dejar un arte por escrito, y, de la misma manera, el que la recibe, deja algo claro y firme por el hecho de estar en letras, rebosa ingenuidad…” (275c)
Como las pinturas, las letras no contestan si se les pregunta. Otro es el discurso que se escribe en el alma del que aprende. Por eso, el que sabe:
“(…) los jardines de las letras, según parece, los sembrará y escribirá como por entretenimiento; y, al escribirlas, atesora recordatorios, para cuando llegue la edad del olvido…” (Fedro, 276d)

Las Leyes y las Letras, recordatorio para la edad del olvido, aquella edad en que el tiempo camina hacia la (edad de la) vejez, y no hacia la niñez, aquella en que los dioses han abandonado la tierra a su suerte…

Lo inmediato sería, pues, pensar qué pasa con esa “ausencia del padre” de las leyes y qué pasa con el edén o la edad mesiánica, es decir, qué pasa con el tiempo de la Política.

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