miércoles, 8 de agosto de 2012

Educación, trabajo y alienación, o de la miseria del Espíritu de la Sagacidad


"Necesitamos estudiantes que adquieran hábitos de esfuerzo y disciplina, que vean justamente reconocidos y recompensados sus méritos, que estén capacitados para las labores de la sociedad moderna, que sean competitivos…"

Esto es lo que dice el Espíritu de la Sagacidad, la concepción mercantil de la vida, la más popular y ahora otra vez pensamiento políticamente correcto, sobre todo aquí, en la deprimida España. A la inmensa mayoría, cuando lo oye, le suena muy… necesario, conveniente (no me atrevo a decir “le suena muy bien”) todo lo que dice el Espíritu de la Sagacidad. Y esto es lo más triste.

Obsérvese que no dice: queremos niños y jóvenes que se realicen y sean felices comprendiendo, que se identifiquen con lo que están haciendo, o algo así (todo eso son tonterías de espíritus ingenuos, son “mamandurrias”). No, el Espíritu de la Sagacidad propone al niño (y al humano en general, pero más aún al niño) un estado virtual o potencial, de “pre-paración”, de competencia, de disposición…; potencial ¿para qué? Para la competencia y el mérito, para el mercado (en el mal sentido de esta palabra).

Es una concepción, esta del Espíritu de la Sagacidad, totalmente heterónoma, alienada…, estúpida: No piensa en vivir el hoy sino en sobrevivir hasta mañana, no piensa en realizarse ahora sino en realizar alguna tarea mañana, no piensa en disfrutar comprendiendo o haciendo, sino en adquirir o conseguir los medios para conseguir o adquirir mañana cosas que quizás sean medios para conseguir o adquirir… su bienestar (apenas se atrevería a decir “su felicidad”).  Solo está “preparado” aquel para el que no ha llegado su momento; solo es “competente” aquel que tiene que ser puesto a hacer alguna función; solo está dispuesto… un siervo.

Es un pensamiento, el del Espíritu de la Sagacidad, muy poco “cristiano” (Mateo 6, 25) aunque muy eclesial, pero también (y muchos lo encontrarán, lógicamente, paradójico), es el espíritu del que odia el trabajo y solo piensa en vaguear, el espíritu del que odia el estudio y solo estudia a palos. Es el espíritu, en una palabra, del que ignora la naturaleza humana y se ignora, por tanto, a sí mismo. Porque solo el ignorante cree que podemos y debemos hacer unas cosas por otras, trabajar para poder tumbarse, estudiar para poder dejar de estudiar.

Dice Sócrates, en el Fedón, que la mayoría de la gente es valiente porque es cobarde, moderada por falta de moderación y justa porque es injusta: solo por miedo a males mayores tenemos la (pseudo-)valentía de afrontar lo que creemos peligroso y temible; solo porque sabemos que nuestro desorden y falta de medida nos producirá dolores y enfermedades, nos controlamos; solo porque sería peor sufrir agresiones que cometerlas, aceptamos leyes de respeto… Esto es lo que se llama esclavitud, o lo que Hegel llamó alienación, y Marx hizo bien en aprender.

Lo mismo pasa, desde luego, con el trabajo y la educación. Hay dos maneras opuestas de concebir el trabajo, y la una lleva a la utopía y la otra a la distopía. Una, la de Sócrates y Platón, la de los humanistas, ve el trabajo como la acción en la que ponemos nuestro ser, y con la que tenemos, por tanto, que estar identificados. Esto vale lo mismo para la educación obviamente. Quien está trabajando o estudiando propiamente algo no puede estar pensando en otra cosa, en el fruto que le va a sacar en el mercado. Pero esta concepción es la de pocos:

“Existe una visión de la naturaleza del trabajo que puede considerarse opuesta y más prevaleciente, según la cual el trabajo constituye un producto que se vende en el mercado al mejor postor, y que en sí mismo carece de valor intrínseco; su único valor y su propósito inmediato consiste en cubrir la posibilidad de consumir, pues desde ese punto de vista las personas se interesan fundamentalmente por maximizar su capacidad de consumo, no por producir de forma creativa en condiciones de libertad. Las personas son individuos únicos no por aquello que llevan a cabo, por lo que hacen  por los demás o por cómo transforman la naturaleza, sino porque la individualidad viene determinada por las posesiones materiales y por el consumo: soy lo que poseo y lo que gasto. Según este planteamiento, el primer objetivo de la vida debe ser la máxima acumulación  de bienes y el trabajo se acomete casi en exclusiva por este propósito. La idea subyacente, por supuesto, es que el trabajo es contrario a la naturaleza humana –a diferencia de l oque sostienen Kropotkin, Russell, Marx y muchos otros-, y que el ocio y la posesión, no la labor creativa, deben erigirse en las metas de la humanidad.
Una vez más, este tema implica supuestos objetivos. Según esta concepción de la naturaleza humana, el objetivo de la educación debería consistir en instruir niños y suministrarles técnicas y hábitos necesarios para que encajen de manera óptima en el mecanismo productivo, el cual carece de sentido por sí mismo desde un punto de vista humano, pero resulta necesario para brindarles la oportunidad de ejercer su libertad como consumidores; una libertad de la que pueden disfrutar durante las horas en que no se debe soportar la pesada carga de trabajo”. (Chomsky, Sobre democracia y educación, volumen 1, paidós, pg 227 y ss)

4 comentarios:

  1. Buen post, Juan Antonio. El cuarto párrafo es particularmente bueno ;)

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  2. Muchas gracias, Hugo. Confiemos en que estos pensamientos no queden enterrados bajo el polvo de la competencia.

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  3. Hoy esto viene al pelo. En la presentación de la nueva ley de educación Wert dijo casi textualmente las palabras con las que empieza este post.Competitividad, productividad, mejorar los resultados... Y con la desfachatez que lo caracteriza dice que la nueva ley "responde a las necesidades y problemas reales" y que "no es ideológica".
    En este enlace puedes ver el vídeo:
    http://www.europapress.es/sociedad/educacion/noticia-luz-verde-septima-ley-educativa-democracia-20120921143430.html

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  4. Geni,
    muchas gracias por el comentario y por el enlace. Nuestro misnistro es un paradigma del ignorante en el que pienso cuando hablo del espíritu de la sagacidad.
    Si resultase que él mismo se cree que su concepción no es ideológica, sería todavía más profunda su pobreza. Es ideológica, y de la peor calaña.

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