martes, 21 de agosto de 2012

Por qué hay que tolerar la tolerancia. Una respuesta intelectualista

La tolerancia es considerada, y con razón, como una de las mejores adquisiciones de las sociedades humanas. Nos parece una adquisición de los tiempos modernos, aunque en verdad es propia de todos los tiempos democráticos, como ya atestigua Platón cuando describe ese vistoso gobierno de los más:

-¿No serán, ante todo, hombres libres y no se llenará la ciudad de libertad y de franqueza y no habrá licencia para hacer lo que a cada uno se le antoje?-Por lo menos eso dicen -contestó.-Y, donde hay licencia, es evidente que allí podrá cada cual organizar su particular género de vida en la ciudad del modo que más le agrade.-Evidente.-Por tanto este régimen será, creo yo, aquel en que de más clases distintas sean los hombres.-¿Cómo no?-Es, pues, posible -dije yo- que sea también el más bello de los sistemas. Del mismo modo que un abigarrado manto en que se combinan todos los colores, así también este régimen, en que se dan toda clase de caracteres, puede parecer el más hermoso. Y tal vez -seguí diciendo- habrá, en efecto, muchos que, al igual de las mujeres y niños que se extasían ante lo abigarrado, juzguen también que no hay régimen más bello. (Rep. 557 b)

La tolerancia es asociada con la libertad, no solo ni principalmente por Platón (en ese texto la palabra “libertad” está cargada de ironía). Y la libertad es, quizás, el mayor de los bienes, o uno de sus aspectos.
Quien haya sentido por momentos (como todos hemos sentido) la amenaza de alguna forma de intolerancia y despotismo, por muy disfrazada que se presente de afán de justicia o perfección y aunque sea (o más aún si es) la intolerancia e imposición de la mayoría, ese ha pensado entonces, inevitablemente, que prefiere vivir en una sociedad donde se muera de hambre pero sea libre, a vivir seguro bajo un despotismo paternalista (¡tan duro nos parece el poder de la paternidad!). Es verdad, también, que cuando uno está literalmente muriéndose de hambre es fácil que cambie de parecer y acabe aceptando y deseando cualquier mano dura que garantice la comida: se dice que así han llegado casi todas las tiranías. En esos casos puede uno llegar a decir, mientras come algo, inventivas contra la libertad, ese “prejuicio burgués”. No obstante, eso suele durar poco, y no hay duda de que la libertad, y la tolerancia con ella, o sea la facultad de elegir uno su propio proyecto de vida con las menores interferencias externas, es algo apreciado y apreciable.

Sin embargo, también es verdad que la tolerancia es aporética, tiene sus pegas. Resulta difícil de justificar, y a menudo se la contradistingue negativamente del respeto. Nos suscita respeto aquello que vemos moralmente aprobable; la tolerancia se tiene, en cambio, hacia aquello que no nos gusta pero que (creemos que) tenemos que (y podemos permitirnos) permitir. Algo que toleramos es algo que no se justifica directamente, necesita una justificación mediata, de segundo orden. Te tolero que fumes en mi casa, pero no lo veo bien y yo no lo haría.

Además es algo que no puede pasar ciertos límites. Una postura rigorista no toleraría la tolerancia, solo respetaría el respeto. Pero todos creemos, al menos, que hay muchas cosas intolerables. Los ejemplos que se refieren a otros suscitan más fácilmente nuestra intolerancia: ¿podemos tolerar que unos padres de “otra cultura” impidan a su hija, por ser mujer, asistir a la escuela, o la obliguen a llevar tapado el pelo? Pero no es difícil, si uno quiere, mirar desde el otro lado: ¿pueden otros tolerar que nosotros estemos empeñados en explotar y esquilmar el planeta, que eduquemos a nuestros hijos en escuelas altamente competitivas…? Más en general, ¿podemos, puede uno, tolerar que las cosas se estén haciendo peor de lo que creemos posible, o estamos, más bien, obligados a intervenir para impedir el más mínimo de los males y extender por todas partes el bien y la felicidad, cuando estamos convencidos de que esto es malo y aquello bueno?

Es muy difícil, también y en consecuencia, señalar los umbrales de lo tolerable. Por una parte, parece que lo que podemos tolerar es algo que, sin ser completamente neutral, no afecte a valores que consideramos esenciales. Pero por ese camino se llega a que, en buena ley, no se puede tolerar casi nada, salvo lo anecdótico, lo “estético”. Por otra parte, el miedo a que otros nos quieran imponer sus valores, unido a la convicción de que es mejor (sea por respeto, sea por interés) para todos la igualdad, nos empuja a la tolerancia.

¿Cuál es la justificación, si la hay, para la tolerancia? ¿Cuál es el límite, si debe haberlo, de lo tolerable?

Dejemos a un lado la opción del todo-vale. Nadie cree que todo valga. Como mínimo, habrá que ser intolerante con los intolerantes: no se puede tolerar que no se tolere. La tolerancia no puede entrar en contradicción consigo misma.

Llegamos así a la justificación liberalista moderna. El liberalismo identifica la tolerancia como uno de sus puntos esenciales, si no el esencial, y presume de ello. Incluso en las versiones más preocupadas por la equidad y la justicia, y más propensas, por tanto, a la intervención de una entidad normativa supraindividual (el Estado) que garantice la justicia al precio de aparentes recortes de libertad, la tolerancia con los modos de vida alternativos es, de todos modos, la piedra de toque de lo que es liberalismo frente a cualquier política despótica que no priorice la libertad. El problema político, según dice Rawls en Liberalismo político, es conseguir un marco razonablemente aceptable por toda persona, que compatibilice la justicia y la equidad con la existencia de proyectos alternativos de valores, es decir, con el pluralismo ideológico-filosófico-religioso o la “libertad” (véase también la versión de Ronald Dworkin).

Eso implica (otro rasgo moderno o, mejor, democrático) que debemos mantener estrictamente delimitados los ámbitos de lo político y lo moral. Ningún proyecto éticamente sustantivo (religioso, filosófico…) puede imponerse a los demás. Cada uno tenemos plena facultad para ponernos nuestro reto en la vida. La política se mantiene, pues, esencialmente, en un plano formal. Otra manera de referirse a este dualismo es la distinción habermasiana entre lo procedimental y lo sustantivo (el referente profundo es, por supuesto, Kant y su distinción general entre formal y material, y, en particular la distinción entre lo Jurídico-formal-mecánico y lo Ético-material-intencional).

El liberalismo sería, así, la heroica actitud de abstenerse de imponer nuestra concepción moral del mundo al otro, por respeto, precisamente, a su autonomía moral.

A mí esta versión política y su justificación de la tolerancia me parecen erradas, principalmente por lo siguiente:

En primer lugar, no es posible mantener la distinción entre formal y material, político y ético, etc. Es falaz creer que uno puede y debe abstenerse de llevar sus convicciones filosóficas o religiosas a la esfera política, para limitarse a mantenerlas en el ámbito privado. Las ideas morales, y los actos de uno, nunca pueden ser políticamente neutrales, puesto que proporcionan, las unas, directrices para cómo sería deseable que fuese toda la realidad, e influyen, los otros, en todo lo que pasa (y el “efecto mariposa” implica que esas consecuencias pueden ser enormes). Es hasta inmoral sugerir que uno debe abstenerse de intentar “contagiar” su moral, lo que uno cree que es bueno, a los otros. El problema está, más bien, en los medios, o mejor aún, en si esos medios responden a ciertos valores o a contravalores.

En segundo lugar, y más importante a mi juicio: aun suponiendo que fuese posible un equilibro inestable entre, por un lado, concepciones vitales diferentes, y, por otro, la justicia o equidad (más o menos imperfecta), de todos modos la libertad a la que apela esta visión es, como he argumentado otras veces, una noción pobre e incoherente: supone que la libertad es la capacidad autónoma de inclinarse, “arbitrariamente”, por una u otra entre varias opciones bien conocidas, sin que haya otra instancia, más que la inescrutable voluntad, que determine, en último extremo, la elección. En particular, se trata de una visión voluntarista y anti-intelectualista, que no sitúa el principio de la libre decisión en lo que creemos racionalmente bueno. Es más, directamente desconfía de que haya una base objetiva para la deseabilidad.
Como he dicho otras veces (y es el núcleo del intelectualismo moral) esto no define a la auténtica libertad, que consiste en querer lo que se ve o entiende bueno o correcto. No se puede hablar de auténtica libertad más que cuando hay un conocimiento adecuado, no solo de las circunstancias de la acción sino de lo que es objetivamente bueno y valioso para cada uno, dada su naturaleza. Uno puede normalmente desear lo que realmente no quiere, es decir, lo que, si estuviese bien informado (educado), no querría, no solo en cuanto a los medios sino en cuanto a los fines o principios. Hay, para el intelectualista, una posible educación moral sustantiva, no meramente formal. Si eso es así, y el concepto liberal de libertad es pobre e inadecuado, también lo será su justificación de la tolerancia.

Supongamos, entonces, que adoptamos una postura intelectualista. ¿Puede (y debe) justificar la tolerancia quien cree que la verdad moral no tiene nada más que un camino?

Ante un pensamiento así, “perfeccionista”, la objeción liberal será siempre: 

“eso conducirá ineludiblemente a la intolerancia, al despotismo y hasta al “totalitarismo”, pues uno se arrogará la posesión de los criterios de lo “objetivamente bueno”, y si tiene la fuerza, lo impondrá a los demás. El paradigma de todo eso es la “utópica” República de Platón o el Estado hegeliano, o el comunismo realmente existente. Por eso, más nos vale una democracia con todas sus imperfecciones y tensiones, que un estado despótico de una élite moral”.

¿Es válida esta objeción? ¿Es la ético-política intelectualista y perfeccionista necesariamente intolerante y despótica? Quiero sostener que no es así, sino todo lo contrario: un intelectualismo coherente tiene otra justificación, distinta, y mejor que la liberal, para la tolerancia. Para ello hay que notar que, de un intelectualismo consecuente, se siguen, al menos, dos principios de acción en lo que se refiere a nuestro asunto:

  • Primero: no se puede educar en la auténtica libertad bajo la coacción.
  • Segundo: todos podemos estar equivocados, porque todos podemos llegar a estar en lo cierto.


El primero de esos principios supone que en la educación (que, para un intelectualista, es la esencia de la política) no hay atajos, no vale cualquier medio. No es que el fin no justifique los medios, es que no se puede conseguir el fin (ciudadanos sabios y libres, que no se someten a más “coacción” u obligación que la de la razón) más que por un solo medio: ejerciendo, ejercitando y desarrollando la capacidad racional presente virtualmente en cada uno.

“De todo lo que trata de los números y la geometría y de toda la instrucción que debe ir antes de la dialéctica, hay que ponérselo delante cuando sean niños, pero no dando a la enseñanza una forma que les obligue a aprender por la fuerza.-¿Por qué?-Porque no hay ninguna disciplina –dije yo- que deba aprender el hombre libre por medio de la esclavitud. Si puede suceder que los trabajos corporales no deterioren más el cuerpo por haber sido realizados obligatoriamente, el alma en cambio no conserva ningún conocimiento que haya entrado en ella por la fuerza.-Cierto.-No emplees pues la fuerza, mi buen amigo, para educar a los niños, que se eduquen jugando, y así podrás conocer mejor también para qué está dotado cada uno de ellos”.  (República, 536d)

Esto no quiere decir que la coerción sea completamente evitable: dado que los seres humanos somos  imperfectamente racionales (todos, aunque unos más que otros, o unos más racionales en acto que otros), y que el contexto de la acción es finito (es decir, que hay que actuar en tiempo y espacio, aquí y ahora) son inevitables los usos de la fuerza. Estos solo están justificados para evitar un mal justificablemente mayor, y, para una perspectiva intelectualista, suponen siempre, como desastrosa consecuencia, un paso atrás en el proceso de educación moral. Si yo estoy intentando educar de manera puramente racional y libre a una persona, y en algún momento me veo obligado a impedir, por la fuerza, que “cause” o desencadene un daño, eso supondrá un contratiempo en el proceso de educación, de su respeto hacia mí, etc. Le venceré pero no le convenceré. Es cierto que si mis acciones por la fuerza se reducen al mínimo, el coste no será muy grande, pero nunca será un avance (él podrá, el día de mañana, una vez educado, agradecerme que yo le impidiese, por la fuerza, causar un daño, pero esto solo lo podrá hacer si, de manera independiente y sin uso de la fuerza, le he educado para que comprenda esto: si mi educación ha consistido en premios o castigos, es decir, al uso de su emocionalidad, que es lo coercitivo en sí, no habré educado a una persona, sino amaestrado un esclavo).

El segundo de esos principios me obliga a ser crítico y relativamente falibilista con mis convicciones, y me induce a la prudencia cuando doy algo como firme, de manera exactamente análoga a como ocurre en el campo puramente teórico. Por supuesto, esto no tiene nada que ver con el falibilismo absoluto o relativista, para el cual no hay nada seguro en ningún grado (puesto que ninguna referencia o criterio es firme), y, por tanto, cualquier convicción es un acto de fe y cualquier argumentación es un acto de fuerza.

Por tanto, el intelectualista o perfeccionista tiene buenas razones para la tolerancia. Mejores, en verdad, que el liberalismo. Este acepta la tolerancia como la consecuencia del desacuerdo bruto y racionalmente irreducible, en el fondo, de las disensiones morales. Podríamos decir que aquí la tolerancia emana de la creencia de que nadie tiene ni puede tener la verdad sobre lo bueno, y nadie puede estar equivocado en cuestiones morales últimas. Siendo así, la educación liberal tiene unos límites. No será, es cierto, mera instrucción técnico-científica (como ignorantísimamente dicen algunos –incluso profesores-), pero la educación o formación moral se reducirá, ya a priori, al mínimo formal de la tolerancia mutua, sin dar lugar a una indagación de los valores objetivos de las cosas. Ante toda discusión semejante, el liberalista presentará una reacción alérgica.

¿Hasta dónde debe y puede llegar la tolerancia, si suponemos una concepción intelectualista? La cuestión del límite será siempre un problema. La salida del dualismo ético / político, propio del liberalismo (al menos del deontológico), es una salida en falso, y aun así no ofrece una solución clara a este asunto de los límites. Pero el intelectualista debería derivar, a partir de lo anterior, los principios reguladores de la tolerancia:
-         el objetivo último es el perfeccionamiento humano y general.
-         Ese camino no tiene atajos: consiste en desarrollar la naturaleza de cada ser. En el caso de los seres racionales (o en la medida en que lo sean) apelando a su razón, y no a un asentimiento ciego, como ocurre en la coacción.
-         El uso de la fuerza es, pues, contraproducente

Es fácil ver, ahora, que un proyecto intelectualista no es antidemocrático, aunque sí exige una perfección de la democracia entendida en un sentido básico o meramente formal (como el que padecemos). Los paternalismos y totalitarismos han ignorado el núcleo del intelectualismo: que no se educa a libres por la fuerza. El intelectualismo moral subsume a y va (o debería ir, cuando existiese) más allá de la democracia formal, en la que no se pide ninguna indagación o educación moral sustantiva a los ciudadanos –no se les induce y pide que se planteen racionalmente qué es una vida buena-.

5 comentarios:

  1. Interesante. Últimamente pienso en el tema de la tolerancia relacionado a los medios de comunicación, donde escudándose de "libertad de expresión", se ataca masivamente con calumnias a gente que no favorece al establishment dominante, moldeando cabezas
    Saludos! Mariana
    https://filosofiaeinformacion.wordpress.com/


    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Mariana, muchas gracias por tu comentario y por la referencia a tu blog. En efecto, la libertad de expresión se usa de manera muy poco equitativa. Pocos parecen creer en ella.
      Saludos!

      Eliminar
    2. Mariana, muchas gracias por tu comentario y por la referencia a tu blog. En efecto, la libertad de expresión se usa de manera muy poco equitativa. Pocos parecen creer en ella.
      Saludos!

      Eliminar
  2. Me parece que la tolerancia por interés ni siquiera es digna de llamarse tolerancia, lo más correcto sería llamarlo egoísmo; la verdadera tolerancia busca la paz por medio del respeto responsable al Otro. Muy bueno tu artículo. Gracias. Michael

    ResponderEliminar