Cada uno de nosotros, sujetos diversos en un mundo común,
somos una síntesis de dos aspectos que están en una relación dialéctica entre
sí: a) una perspectiva concreta (un yo-aquí-ahora) y b) la capacidad y
necesidad de concebir universalmente (racionalidad). Cada uno de estos aspectos
está plenamente en el otro: ni en la más concreta de nuestras situaciones se
pierde un ápice de racionalidad, ni la más universal de las reflexiones deja de
ser la reflexión de un sujeto indivisible o yo. Ambos aspectos son
esenciales en un ser racional. Y es a un ser tal al que se le plantea el
problema de lo justo, es decir, de cómo armonizar totalmente, o, si eso no es
posible, hacer lo más compatibles y complementarios posibles ambos
requerimientos: los intereses perspectivos de uno en cuanto particular y los
requerimientos o el “interés” de uno mismo en cuanto ser capaz de de tratar a
cada cosa desde una perspectiva universal.
En el caso ideal de un conocimiento y una racionalidad
perfectos, es lo justo que cada uno actúe de tal manera que cualquier ser
racional que conociese sus circunstancias, aprobaría su acción. En ese (estado
del) mundo las diferentes perspectivas particulares serían la aplicación del mismo
sistema universal de principios (el que buscase el perfeccionamiento de todos,
según, precisamente, su naturaleza dual y dialéctica), y resultarían, por
tanto, plenamente coherentes entre sí (de manera que cualquiera podría “ponerse
en el lugar del otro”), tal como las diversas perspectivas físicas son, en un ideal
conocimiento científico perfecto, coherentes entre sí, de modo que, si me pongo
en el lugar del otro, veo lo que ve él. Es vital, pues, distinguir entre
relatividad (sistema coherente de perspectivas) y relativismo (perspectivas no
traducibles entre sí). Pero, además de soñar con una comunidad de ángeles,
tenemos que hacer justicia relativa, es decir, en un (estado del) mundo donde
existe algún grado de conflicto, inevitable en sujetos con un conocimiento
limitado. Por tanto se trata, de manera inmediata, de conseguir el sistema de
justicia menos conflictivo posible, utilizando como ideal (sea alcanzable o
utópico, inmanente o trascendente) una justicia perfecta.
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Somos una síntesis dialéctica de particular y
universal, pero, desde nuestra perspectiva filosófica, los polos de lo universal y lo particular no son
equidistantes, sino que el segundo es inferior al primero, y guarda con él una
relación “analógica”. Lo
universal orienta a (y hace inteligible el concepto de) la acción, aunque no de
tal manera, abstracta, que elimine o “sacrifique” a lo particular sino de modo
que lo integre en lo universal. Queremos tener la perspectiva más universal y
menos “subjetiva” posible, sin perder, antes al contrario alcanzando así, nuestra
completa individualidad. La “república” de los sujetos se perfecciona cuando
camina, como el Cosmos de Empédocles por la fuerza del Amor (analogía), hacia
la Unidad, no cuando, por la “acción” del Odio y la ignorancia, tiende a la
lucha entre subjetividades irreconciliables. (Esa prioridad de lo universal
hace que, en último extremo, la verdad esté más del lado del deontologismo que
del consecuencialismo: sencillamente hay algo que no se puede negociar, y eso
es la racionalidad, porque es ella la que es coherente con el concepto de
Acción. Aunque esto solo vale de modo absoluto para una situación final o ideal).
La mayoría de la gente en todas las culturas parece
compartir esa prioridad de lo universal y racional, en cuanto consagra
principios como la “regla de oro” (no hagas lo que no te gustaría que te
hicieran…) o la ley de amar al prójimo como a uno mismo, que tienen su reflejo
afectivo en el sentimiento universal de simpatía. Pocos sostienen abiertamente,
con Calicles o Nietzsche, que la justicia como igualdad sea un “injusto” o
inaceptable invento de los débiles e inferiores por naturaleza, y que la
verdadera moral o justicia, si se puede hablar así, sea que cada uno se cuide
de sí mismo (el egoísmo). Y, en verdad, una tesis tal, aunque tiene su peso en
el cuadro dialéctico (es la reivindicación de la completa particularidad,
frente a los universalismos abstractos), es, para nosotros, la más pobre y
errada de las concepciones ético-políticas (además de que prácticamente hace
imposible cualquier concepto de justicia), ya que, como argumentó Sócrates, ese
sujeto meramente egoísta e instantáneo prescinde o querría prescindir, precisamente,
de su capacidad racional, que es la que le hace consciente y la que ejerce al
argumentar. Un mundo que quisiera seguir ese modelo sería un mundo de
“voluntades” totalmente arbitrarias, indistinguible del mero caos y la
inconsciencia. Hay gente que hoy, en el probable declive de Europa, sueña con
algo parecido, y lo ve como una “emancipación”…
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La justicia pretende armonizar las perspectivas subjetivo-particulares
(“personales”) con la perspectiva subjetivo-universal, sin sacrificar ninguna
de ellas, aunque subordinando “analógicamente” la primera a la segunda. La
cuestión de lo Justo puede formularse también entonces, así: ¿cómo pasar de una
diversidad conflictiva a una diversidad armoniosa, o, en una expectativa menos
ideal, lo más armoniosa y menos conflictiva posible?
Pero, planteado así de generalmente, es imposible avanzar.
Es necesario tener en cuenta las diferencias “materiales” que individúan a cada
uno. Los sujetos difieren tanto en qué concepción tienen de lo bueno como, más en general, en lo
que de hecho son. Cada sujeto es de una determinada manera y está en unas
circunstancias concretas, es decir, en una relación con el resto de cosas y
sujetos, situación y características que constituyen la materia sobre la que hay
que aplicar el principio general de la justicia.
Platón definía la justicia como la virtud de que cada uno
realice su función propia, es decir, aquella para la que más capacitado nace. Parece
deseable que cada uno viva de acuerdo con su naturaleza, e incluso que eso
signifique su realización propia, o sea, la mejor manera de tener una vida
buena (justa). Pero esto requiere saber, antes, qué es cada uno. Y no solo ni
principalmente saber qué es efectivamente ahora uno, es decir, en qué lugar
social, psicológico, etc., se encuentra, sino qué es cada uno “por naturaleza”
o “en esencia”. Si el mundo no es justo ahora, se debe a que los sujetos no
están en el lugar que les corresponde.
Esto no hay que entenderlo en un sentido estrecho y limitador: el lugar de cada uno consiste, también, en que cada cual pueda ser lo que desea y tenga la mayor libertad posible. Pero es obvio que el reparto de libertades (dejando por ahora a un lado la definición de este término) tiene que contar con lo que es cada uno y el lugar donde se encuentra en el orden del mundo.
Esto no hay que entenderlo en un sentido estrecho y limitador: el lugar de cada uno consiste, también, en que cada cual pueda ser lo que desea y tenga la mayor libertad posible. Pero es obvio que el reparto de libertades (dejando por ahora a un lado la definición de este término) tiene que contar con lo que es cada uno y el lugar donde se encuentra en el orden del mundo.
La idea de que tenemos unas características definitorias
cada uno está, obviamente, tan sujeta a dialéctica como cualquier otro asunto:
¿es, en verdad, el sujeto algo determinado “por naturaleza”?, y ¿qué y cuánto? En
respuesta a esta cuestión se puede ir desde la tesis (2.2 –según el cuadro tetrádico que proponemos-)
que sostiene que, como cualquier cosa podría ser o convertirse en cualquier
otra y no hay manera no arbitraria de establecer una identidad, no hay nada que
el sujeto sea; hasta la tesis opuesta (1.1.) según la cuál somos, en esencia,
algo completamente hecho (nuestra idea) la cual iría, a lo sumo, desplegándose
en el tiempo; pasando por las dos tesis intermedias, (2.1) según la cual la
identidad de uno es algo que emerge a partir de la indeterminación (construido
física, socialmente…), y (1.2) según la cual somos una cierta esencia pero esta
recibe determinaciones ulteriores y contingentes de su estar en el mundo.
Supondremos “resuelta” esta dialéctica en el siguiente
sentido: rechazamos, ante todo, el nihilismo o tesis de la total vacuidad o
indeterminación del sujeto: al menos ciertos aspectos son necesarios o
esenciales para cada sujeto. No es contingente que suframos y gocemos, que
seamos racionales, y que deseemos ciertas cosas (vivir, conocer…) y rehuyamos
otras (las contrarias). Si consideramos contingentes o arbitrarias todas
nuestras características (nuestros pensamientos y voliciones sobre todo), es
imposible el concepto de acción o perfeccionamiento y, desde luego, el de
Justicia. Eso solo justifica el quietismo. Por las mismas razones pero
contrarias, aunque aceptemos como perspectiva ideal y última la absolutamente
contraria a ese nihilismo, es decir, aunque pensemos metafísica o quizás
“místicamente” (1.1) que cada uno es ya todo lo que es, sin contingencia
alguna, y que el mundo es un desplegarse de esa eternidad, esta tesis no nos
sirve en el problema de la Justicia más que como ideal (incluso, quizás,
trascendente). Si tomamos literalmente esa tesis, todo lo que "es" (¿ocurre?), es
justo, aunque nosotros no lo comprendamos. Pero eso, si vale para el plano
ideal, no puede sostenerse en el plano relativo, que es precisamente en el que
actuamos y padecemos, y donde precisamente nuestra ignorancia sería la
injusticia. De manera que el socrático “conócete a ti mismo” tenemos que
interpretarlo como: conoce lo que eres en esta realidad imperfecta, para que
sepas cómo debes actuar en pos de una realidad lo más perfecta posible o justa
(“para saber qué nos conviene hacer y padecer”, añadía Sócrates).
Si la cuestión es, entonces, cómo se pasa del estado actual
de diversidad, considerado imperfecto e injusto, al estado de armonía, en que
desaparecen o se minimizan los conflictos entre perspectivas (“el lobo no come
al cordero”, según un poema sumerio), entonces hay que evaluar en qué medida la
situación actual de cada uno es justa o injusta. La política empieza siempre in media res, trata con sujetos con
ciertas características, tanto genéticas como sociales, y se encuentra con situaciones de, por ejemplo, discriminación, que solo
podrían “justificarse” desde una perspectiva cínicamente egoísta, nunca ante la
racionalidad: es decir, que sencillamente no tienen justificación. Esas
situaciones son de hecho así, pero no deberían ser así.
Pero ¿existe injusticia solo en lo social, o también en la
dote genética de cada uno? ¿Cómo determinar qué características y circunstancias
de cada uno pueden atribuirse a injusticia? En el siguiente post trataré de
algunas de estas aporías.
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