El problema de la Justicia, en sus términos más generales,
es el problema de
cómo maximizar la compatibilidad e incluso complementariedad (armonía) de los intereses de todos y cada uno de los sujetos, es decir, entes a) finitos en diferentes grados, que son, cada uno, una síntesis de un estado particular (yo-aquí-ahora) y de la capacidad de universalizar; y b) activos (también en diferentes grados), es decir, que tienen conductas orientadas a conseguir su mayor perfección o actividad o autonomía (y este perfeccionamiento incluye, como lo fundamental, el respeto de lo Correcto).
Precisamente su naturaleza, dialéctica, de ser a la vez un yo-aquí-y-ahora
y un ser capaz de comprender y desear más allá, hasta lo universal y total, les
plantea este problema, a cada uno según su nivel de consciencia. Para
simplificar, suponemos aquí que el problema solo se le plantea a seres
racionales y que la racionalidad no se da por debajo de cierto grado.
En la definición anterior del problema de la Justicia, los
sujetos son tomados en la mayor abstracción. Pero, si son múltiples, tienen que
ser no solo abstractamente diversos (es decir, todos iguales en ser diferentes)
sino “material” o sustantivamente diferentes. Ahora sería preciso buscar qué
caracteres son los que los materializan y hacen sustantivamente diferentes, o
los individúan. También esto estará envuelto en la dialéctica, si es
contemplado a fondo, pero esto no significa, para la concepción dialéctico-analógica,
que todo valga igual: hay un analogismo o asimetría entre los polos de lo mismo
y lo diferente, lo uno y lo múltiple, etc.
Visto desde el problema de la Justicia (según, al menos, un esquema
muy útil), lo que distingue a unos sujetos de otros y, por tanto, determina sus
acciones, pertenece a dos ámbitos:
- Su concepción de lo que es bueno y deseable (aspecto axiológico)
- El modo en que son las cosas y el sujeto mismo (aspecto fáctico)
Aunque en
todo sujeto finito hay cierta contaminación entre ambos tipos y la relación
entre ellos es, igualmente, dialéctica (nuestros principios están teñidos de
hábitos, nuestros deseos están motivados por lo externo, nuestro conocimiento del
mundo depende de principios epistémicos también sometidos a esa contaminación),
el razonamiento moral y la decisión presuponen esa distinción: qué queremos y
qué hay que hacer, dado como son las otras cosas y somos nosotros mismos, para
realizarlo.
Es lógicamente necesario que seres limitados, situados en una
perspectiva concreta, tengan un conocimiento relativo o imperfecto tanto de lo
axiológico (aunque a la vez, dialécticamente, lo dan por supuesto en su
plenitud), como de lo fáctico (no sabemos bien cómo funciona el mundo ni
nuestra propia naturaleza en cuanto objeto, es decir, en cuanto no sujeta a la
actividad consciente y voluntaria). En un supuesto conocimiento perfecto (en un
dios) no habría diferencia entre lo que debe ser y lo que es, y allí “realidad
sería lo mismo que perfección”. Pero para nosotros, seres finitos, la vida
consiste en el desajuste entre lo que (creemos que) es y lo que (creemos que)
debería ser.
De los dos aspectos, el intencional-axiológico y el fáctico,
es en el primero donde se sitúa directamente el problema de lo justo. Se
entiende que nuestras discrepancias ético-políticas consisten en cómo valoramos
las cosas, no en cómo pensamos que son. El aspecto puramente descriptivo es una
cuestión “meramente técnica”, aunque, además de esencial (porque no podemos
determinar qué hacer y cómo hacerlo si no conocemos lo que hay) tiene
implicaciones ético-políticas indirectas: por una parte porque en seres de
conocimiento imperfecto no hay nunca un conocimiento exento de influencia
no-teórica, desiderativa (tendemos a creer real lo que deseamos); y, también,
por los problemas morales que implica en su implementación.
Aquí abordaré el problema de las diferentes perspectivas
acerca de lo bueno, que diversifican a los sujetos, y el (o, al menos, un)
fundamental problema de la Justicia directamente relacionado con ello: la
Tolerancia y el Diálogo.
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No coincidimos totalmente en lo que creemos bueno y
correcto. Esto es parte esencial de que seamos sujetos finitos, sujetos a
perspectiva y también a error. A la vez, el hecho de que seamos todos sujetos
capaces de universalizar, implica que tampoco diferimos totalmente en ello. El
principio general de tratar al otro como igual y como diferente plantea,
entonces, la cuestión de qué concepciones de lo bueno deben ser respetadas.
¿Tienen todos los sujetos que compartir (es de justicia requerir que compartan)
los mismos principios morales (como se sigue de su naturaleza igual, en base a
la cual se reclama la justicia)?, ¿deben compartir al menos algunos, muy
fundamentales, o de carácter formal o procedimental?, ¿pueden no tener ninguno
en común (como parece deducirse de su plena individualidad)? Este es el problema de la Tolerancia.
Todas las sociedades enseñan un principio o regla de oro en
el que se reconoce que hay que tratar a todos de tal manera que nos podamos
poner en su lugar, es decir, más allá de la perspectiva egoísta interesada,
desde un punto de vista impersonal. Y de aquí se deducen otros principios que
están presentes también en cualquier sociedad, y que incluso pueden observarse
en el comportamiento de un niño pequeño. Si damos partes desiguales a dos
niños, los dos reconocerán la injusticia, aunque si explicamos por qué hemos
repartido desigualmente (atendiendo a méritos, necesidades…) los dos serán a
priori capaces (lo lleven mejor o peor a la práctica) de valorar el grado de
corrección de la decisión. Estarán valorando, diríamos nosotros, en qué medida
esa acción maximiza la armonía de intereses tanto particulares como universales
(acerca de lo Correcto y lo Bueno) de cada uno.
Es posible sostener que la divergencia en las maneras de
valorar las cosas no se deben tanto (o incluso no se deben apenas en ningún
grado) a diferentes concepciones de lo que es justo, como a concepciones acerca
de cómo son las cosas. Quienes difieren sobre si alguien debe ocupar tal o cual
lugar en el orden social, por ejemplo, no difieren en cuanto a la validez del principio de igualdad
abstracta (dos personas iguales deberían ocupar el mismo lugar) sino que
difieren, habitualmente, en si fácticamente hay tal igualdad o más bien
desigualdades relevantes (el racista, por ejemplo, piensa que, de hecho, las diversas razas
no son iguales en lo relevante). Por tanto, habría que trabajar con la hipótesis de
que la mayoría si no todas las disensiones morales, son más bien disensiones
teóricas, acerca de la naturaleza real de las cosas, lo que nos obliga a
promover el conocimiento objetivo.
Pero es obvio que, aunque solo sea debido a nuestra
ignorancia de la naturaleza de cada cosa, hay diversas concepciones morales
sustantivas de lo que es bueno o malo. Sin ello, seríamos el mismo sujeto
ético-político, multiplicado en diferentes lugares y circunstancias. El
problema para la justicia es, entonces:
¿cómo maximizar la compatibilidad e incluso armonía de intereses de todos los sujetos, teniendo en cuenta que tienen concepciones relativamente diversas acerca de lo que es bueno?
En principio podemos adoptar diversas actitudes
ético-políticas ante la diversidad de concepciones de lo bueno:
Poniéndonos en el punto de vista más pluralista o tolerante
(teoría 2.2. según el cuadro tetrádico de Dialéctica y Analogía),
asumiríamos que cada sujeto tiene (y no tiene más remedio que tener) su propia
concepción particular de lo correcto y lo bueno, y no es lícito exigirle nada
común (salvo el mero e infinitesimal hecho de ser otro sujeto). Este sería el
reconocimiento máximo de la alteridad y particularidad. Pero, entonces,
¿podemos siquiera reconocerle como sujeto? ¿Podemos aceptar o tolerar a quien
tenga una “voluntad” destructiva? ¿O es que no existe nada destructivo y mejor
o peor, y no puede discriminarse entre verdad y error moral, ni siquiera entre
salud y enfermedad mental? Tal pluralismo absoluto, al pedir un respeto al otro
sin exigir ninguna identidad, debe, por una parte, tolerar (e incluso querer)
cualquier cosa que sea deseo del otro por destructiva que sea para mí, pero,
por otra, como ese otro (o “yo” como otro –en la medida en que se pueda decir,
dentro de esta concepción, que existe un yo-) tenemos que respetar al
totalmente otro, no podemos hacer nada, pues cualquier acción dañará a algún
otro (aunque sea virtual o potencial). La versión negativa de este pluralismo
diría que no hay ningún principio universal de justicia, más que lo que cada
uno en cada instante establece o quiere.
Una postura pluralista moderada o “dualista” (2.1), como,
por ejemplo, las posiciones liberales, sostendrá que las diferentes
concepciones de lo bueno pueden razonablemente solaparse y aceptar unos
principios consensuales que permitan la convivencia en paz. Pero este “Liberalismo
Político” no justifica por qué es correcto vivir en democracia (considerar las
voluntades de todos como del mismo peso), por qué una concepción de lo bueno no
tiene el derecho, si tiene la fuerza, de imponerse a las demás y eliminarlas;
no permite una definición no arbitraria de “razonable”, término que encubre la
idea de un consenso contingente sin más justificación que su propia existencia
histórica, de modo que no puede “obligar” racionalmente a nadie (ni siquiera a
quien ya vive a gusto en ese medio político). La tesis del Estado mínimo y la
Libertad máxima se basa en una concepción vacía y puramente abstracta de libertad,
que piensa que es posible elegir cualquier concepción de lo bueno y llamar a
eso libertad.
Las posturas deontológicas o formalistas (kantianas), que
habría que colocar en un tercer grupo, el del monismo axiológico moderado
(1.2), dicen que la tolerancia no tiene sentido aplicada a los principios
puramente formales que definen lo que es la simple convivencia política, es
decir, el reconocimiento del Otro como sujeto político (y esto exige muchas
cosas). Estas teorías, en la medida en que excluyen de su consideración la
“materia” de la voluntad, suponen que los objetos concretos de acción son
neutrales, carentes de valor. Pero, obviamente, quien actúa, actúa por algo, y
no hay ningún acto realmente neutral para la realidad. Además, no hay un punto
donde se pueda considerar que el sujeto es libre respecto del contexto
material, de manera que participe en condiciones de igualdad en la acción
comunicativa o en la política.
La versión más extrema por el lado de lo universal, el
monismo axiológico radical (1.1), exige que los principios y deseos concretos
de todos, se deduzcan completamente del mismo principio, y sean, pues,
completamente coherentes entre sí: no hay ninguna acción, en último extremo,
neutra. Pero ¿quién está en el punto de vista del sabio legislador? Además,
esto elimina la contingencia y “creatividad” de las voliciones de los sujetos
finitos, que nunca poseen un conocimiento perfecto (tampoco los sabios
líderes). ¿Está alguien en condiciones de imponer tal cosa? Cuando uno intenta legislar
según el único bien, de cuyo conocimiento se dice poseedor, se convierte en un
tirano, “sabio solo según su opinión”.
Esta es la dialéctica que tiene que “solucionar” la
Tolerancia. Ahora, nuestra propuesta al respecto. Empecemos con una definición
de Tolerancia:
Tolerancia es el reconocimiento ético-político, o respeto, de la diversidad efectiva de concepciones incompatibles acerca de lo bueno (perspectivas axiológicas sustantivas).
Nuestra tesis es que
la Tolerancia es idealmente negativa pero efectivamente necesaria en cualquier sociedad donde no haya un acuerdo perfecto acerca de lo bueno, y su medida correcta es la que resulte más coherente con el máximo Diálogo Racional acerca de lo bueno y la mínima Coerción posibles.
¿En qué sentido la Tolerancia es “negativa”? Es negativa en
cuanto que es el reconocimiento de una incompatibilidad, una no-concordancia o desarmonía,
y es aceptada como mal menor. En una
realidad ideal o paradisíaca, todos tendríamos una misma concepción fundamental
de lo bueno y lo justo, y ello maximizaría plenamente la armonía de intereses: todos
estaríamos de acuerdo en qué es correcto para cada todos y cada uno, y solo
faltaría el conocimiento fáctico de cómo realizarlo. Esto no supondría, contra
lo que se pueda creer, que todos seríamos idénticos y se anularían las
diferencias: solo eliminaría las diferencias incoherentes o no armoniosas. La
diversidad procedería de cada perspectiva fáctica, pero por el lado de lo
axiológico habría todo lo necesario para la mayor armonía. Esto es completamente
análogo a que, en el terreno teórico, resulta ideal una única concepción de lo
real. Ello no implicaría que todos viésemos las cosas igual, ya que estamos en
diferentes perspectivas finitas. Significa “solo” que nuestras perspectivas
serían coherentes y complementarias, de manera que yo podría ponerme,
figurativamente, en tu perspectiva, y traducirlas, y que, de estar en tu lugar,
vería lo que tú. Aquí hay relatividad y complementariedad, pero no relativismo
ni incompatibilidad. En cambio, cuando hay concepciones ni siquiera inter-traducibles,
o incoherentes, estamos en una situación epistémicamente no ideal. Lo mismo
puede decirse en el ámbito ético-político. Por tanto, es ideal una unidad-en-la-diversidad
tal que nada deba ser tolerado y todo pueda ser respetado.
La tolerancia es negativa en cuanto, en sí misma, no es armonía.
Entonces, ¿cómo se justifica? La justificación racionalista se funda en las dos
características del sujeto: su particularidad y su tendencia al
perfeccionamiento y capacidad de universalización
- Como seres finitos que somos, todos erramos.
- Debemos ser tratados como seres activos, es decir, no coercitivamente.
La Tolerancia se basa en que nuestras diferencias de
concepción no pueden ser solucionadas coercitivamente, es decir, imponiendo
forzosamente nuestra concepción y contra la libertad o tendencia al
perfeccionamiento del sujeto. Si debo respetar al otro, como diferente y
particular que es, por un lado, y como capaz de universalidad, por otro, debo
aceptar su manera de ver las cosas y procurar que sea lo más universal posible
sin eliminar su particularidad, es decir, sin que ello trabaje contra su
perfeccionamiento propio.
Una unificación social de criterios que se consiguiese
eliminando por la fuerza los demás, sería injusta (e intolerable). La situación
de unidad ideal de criterios, a la que la dialéctica tiende analógicamente (queremos la unión de todos
en una misma consciencia que armonice las diferencias sin eliminarlas), no puede promoverse inmediatamente, es decir,
imponiéndola coercitivamente.
Además (y esta es una justificación ulterior y utilitaria de
la tolerancia o pluralismo) la diversidad de concepciones incompatibles es
buena en toda sociedad que no posee un conocimiento perfecto, pues esa diversidad supone
la confrontación de paradigmas aspirantes a mejorar la sociedad en su conjunto.
Solo es necesario que esos paradigmas se confronten en un marco superior de
Diálogo.
Pero ¿hasta dónde es tolerable la tolerancia? Hay un límite formal o mínimo para la tolerancia: no es
tolerable lo que va contra la propia tolerancia y contra lo que la posibilita. Por
supuesto, es posible que el sujeto al que no le toleres una acción (por
considerarla tú intolerable por parecerte ella misma intolerante) puede
percibir tu acción contra él como intolerante por tu parte, pero tú debes
actuar según tu “consciencia” y racionalidad, y, por otra parte, salvo que alguno
de los sujetos involucrados sea estúpido moral, todos deben saber, si no ver si
aquello era tolerable, al menos cómo discutirlo.
La siguiente exigencia para que la tolerancia sea lícita es
que se dé en un contexto social que garantice y promueva el Diálogo
ético-político o acerca de lo bueno. ¿Qué es el Diálogo ético-político?
El Diálogo Ético-político es la acción o sistema de acciones por las cuales se trabaja para alcanzar la compatibilidad y complementariedad (la armonización) de concepciones de lo bueno de manera no coercitiva, es decir, respetando el perfeccionamiento del sujeto (su consciencia y libertad).
El término medio entre el ideal de un acuerdo completo sobre
lo bueno y un desacuerdo destructivo incapaz de pedir tolerancia porque no la
respeta, es el Diálogo. Si la tolerancia es el respeto de las diferencias no
armoniosas, debidas a la finitud e imperfección, solo es respetable si y en la
medida en que va subordinada a una promoción del Diálogo. Por eso no puede
tolerarse un fundamentalismo, y es lícito luchar contra él (si bien, con la
menor violencia o coerción posible).
En general, no se puede decir de una sociedad que sea
tolerante en dos direcciones diferentes:
- Cuando no reconoce las diferencias
- Cuando no hay diálogo ético-político
El Diálogo debe existir y promoverse en y desde la educación
hasta los debates públicos.
Ahora bien, podría objetarse que la tolerancia es incompatible con bienes que consideramos irrenunciables. En ese caso, el derecho de los sujetos a diferir sobre lo bueno podría tener que ser sacrificado, al entrar en conflicto con otros derechos. Esto exige una teoría de bienes y derechos sustantivos, bienes distintos al de la tolerancia de la diversidad de concepciones. Por ejemplo, ¿puede admitirse la diversidad de concepciones de lo bueno si ello provocara injusticias en el acceso a bienes como alimento, salud, etc? Esto pone a la tolerancia en dialéctica con otros bienes. Pero es imposible abordar esa misma dialéctica sin la propia tolerancia.