lunes, 24 de septiembre de 2012

Izquierda y Derecha, II


¿Qué es Izquierda y Derecha en política? Al preguntarme esto (el comienzo está en la entrada anterior) intento preguntar cuál es la principal dialéctica, polaridad o lucha política. Para ello, por supuesto, tomo los términos ‘izquierda’ y ‘derecha’ en un sentido muy amplio, pero creo que no arbitrario ni muy diferente a lo que, en su esencia, quieren decir cuando se les usa habitualmente para designar las dos familias ideológicas más contrapuestas.

He argumentado, de momento, que ser de izquierda o de derecha no es en principio ni fundamentalmente la lucha de pobres contra ricos, ni de progresistas contra conservadores, ni siquiera de igualitaristas frente a libertaristas, aunque en cierto modo y grado también es todas esas cosas. Podría ser que la dialéctica política fundamental no fuera la única divergencia política relevante, sino que se intersectase con otras no reducibles a ella: en principio, asumiendo el uso habitual que se hace de los términos, no parece incompatible ser de izquierda y ser rico e incluso creer que hay formas lícitas de diferencia de riqueza, o ser de derechas y pobre e incluso creer que no debería haber grandes diferencias de riqueza; tampoco parece incompatible ser de izquierdas y tradicionalista o de derechas y progresista; no parece incompatible, siquiera, ser de izquierdas y defensor a ultranza de la libertad individual, o ser de derechas y defender la igualdad social. De hecho, hay personas para cada uno de esos tipos. Sin embargo, también es posible que a partir de la polaridad política fundamental se deduzca, para cada una de las otras disensiones, una posición más coherente que la otra. En ese caso, no sería pura coincidencia que a lo largo de la historia la mayoría de los movimientos y partidos políticos de derecha hayan estado y estén mucho más del lado de los ricos, hayan sido y sean conservadores y hayan sido y sean más libertarios que igualitaristas, mientras que las características de la mayoría de la gente de izquierdas son más bien las contrarias.

Mi intención es, primero, ofrecer, mediante acercamiento gradual, una caracterización lo más intensa o relevante posible de la dialéctica política fundamental, y constatar después en que medida otras divergencias políticas se deducen de allí o no. Sería esperable, decía en la entrada anterior, que las creencias habituales al respecto sean básicamente razonables, aunque no hay que excluir, claro está, posiciones políticas relativamente incoherentes. En lo que resta de la presente entrada propondré una caracterización, a mi juicio relevante pero incompleta y superable, de la principal divergencia en política. En una futura entrada intentaré una respuesta mejor.

¿Cuál es la dialéctica política fundamental, la esencia de la lucha política, digamos? Para responder a esto hay que situarse en el problema político principal. Supondré, como ya apunté en la anterior entrada, que la cuestión política, en esencia, es la cuestión de la Justicia, es decir: cuál es el orden más justo, o sea,

[Problema de la Justicia política:] Cuál es la (mejor) manera de organizar(se) (a) las personas, de manera que cada uno tenga lo que le corresponde, lo “justo”, lo correcto o debido, y no se produzcan situaciones de injusticia o no debidas, en que se lesionen los derechos de algunos, que no tendrían lo que les corresponde.

Por supuesto, esto presupone la existencia de un derecho “natural” o suprapositivo, es decir, anterior lógicamente a la legislación positiva que de hecho pueda establecer este o aquel grupo humano. Las legislaciones tácticamente existentes recibirían su validez de y en la medida que respondiesen a lo que se pudiera argumentar como derecho natural o racional. No voy a discutir aquí esto (como ya he dicho otras veces en este blog, no creo que haya alternativa al iusnaturalismo: si derecho fuese solo o principalmente lo que está fácticamente establecido –por cierto, ¿por qué procedimientos?, ¿cuándo decir que algo es derecho establecido: cuando cuenta con la fuerza para hacerse respetar?-, cualquier cosa es derecho en la misma medida en que está establecido, luego no cabe calificar de injusta ninguna situación efectiva: quien hace crítica política está presuponiendo que la legitimidad es irreducible a la legalidad y a cualquier respuesta fáctica).

Mi posición, como se ve por lo que considero la principal cuestión política, es también no-utilitarista: la justicia es anterior e independiente al (presunto) beneficio que para cualquier número de personas pudiera tener tal o cual régimen. Un régimen político que beneficiase a la mayoría pero supusiese una injusticia para con solo una persona (negándole, por ejemplo, la igualdad de derecho) no sería un régimen un ápice más justo que si perjudicase a todo el mundo. Tampoco me detendré en ello. De todas maneras, esta discusión es quizás bastante irrelevante para lo que estoy tratando, puesto que la mayoría de los utilitaristas piensan que una situación política injusta es casi siempre contra-útil a largo plazo, así que el utilitarista tiene fuertes razones para defender la justicia.

Pero si el problema político es la Justicia, ¿qué es (lo) (más) justo? Las principales respuestas a esta pregunta serán las teorías políticas principales. Ahora bien, ¿se puede precisar algo más la cuestión, y cómo? Sí, podemos definir el término ‘justo’: 

es de justicia, diremos, que cada uno tenga lo que le corresponde, “lo suyo”: a cada uno, lo suyo. 

(Ahí hay que entender el “tenga” en el sentido más general posible, incluyendo por ejemplo que uno tenga la posibilidad de hacer esto o lo otro, dentro del marco de la justicia, es decir, sin lesionar lo justo de otros).

Ahora la pregunta es: ¿qué le corresponde a, o es de, cada uno? Esta sería la cuestión política fundamental. ¿Hay que situar ya aquí, entonces, las respuestas políticas, o aún se puede avanzar algo más en el acuerdo y llevar más al límite, por tanto, la diferencia? Es tentador ofrecer ya aquí las dos respuestas políticas divergentes más fundamentales:

  • una diría que es de cada uno (o le corresponde) aquello que ha conseguido con su esfuerzo o su trabajo, con su actividad, y que la ley y la política nace, solo o principalmente, para proteger ese fruto legítimo del trabajo, y, si acaso, para garantizar también que las condiciones en que uno puede trabajar y ganarse lo suyo sean ni mejores ni peores que las del otro (pues sería, quizás, una especie de “robo a priori” que algunos tuviesen condiciones naturales mejores que las de otro –supuesto que no aceptemos que Dios haya dado a algunos tal o cual lugar fértil o desértico-, con lo que el segundo podría reclamar que el fruto de su trabajo está condicionado negativamente respecto del otro). 
  • la otra respuesta, en cambio, diría que es de cada uno, no lo que se ha ganado con el trabajo o esfuerzo, sino lo que necesita para vivir “dignamente” una vez que ha dado de sí todo el fruto de su actividad que puede dar. La sociedad, según esta segunda visión, es no solo una necesidad o fortísima conveniencia humana (lo que también es para la –mayor parte de los que comparten- primera respuesta), sino también la obligada garante de que las diferencias individuales (debidas a diversos factores, muchos de ellos no-voluntarios sino aleatorios o casuales) no suponen la pobreza o vida indigna de otros. El Estado debe estar continuamente redistribuyendo los frutos del trabajo, no atendiendo tanto a la libertad como a la necesidad.

Desde luego, cada una de esas respuestas deja mucho margen a posturas diferentes, más o menos extremas, en su interior:

Los que sitúan el origen de lo justo en el trabajo libre (no coaccionado ni impedido) pueden diferir mucho en cuestiones como si, por ejemplo, el fruto del trabajo solo debe revertir legítimamente sobre uno mismo, o bien puede traspasarse al hijo (por herencia, por ejemplo) o a algún otro humano (donación, etc.), en cuyo caso desde (lo más tardar) la segunda generación ya habrá desigualdad en las condiciones iniciales de trabajo entre sujetos, y lo más probable será el crecimiento de las diferencias y la consolidación de las jerarquías, deseosas por tanto de y tendentes a perpetuarse y “conservarse”; o pueden diferir en la cuestión de si el territorio donde uno habita y trabaja viene otorgado y delimitado por cuestiones históricas (o sea, una forma colectiva de herencia, que es esencial en el nacionalismo político) o, más bien, es en principio todo de todos y por tanto es de justicia que todos puedan tener al menos una vez un territorio equivalente al de cualquier otro (cosmopolitismo o globalismo); o podrían, sobre todo, diferir, y mucho, acerca de si tal cual falta de habilidad es un impedimento externo de uno o es, simplemente, parte de su naturaleza.

En la izquierda, definida como lo hemos hecho (a cada uno según sus necesidades, una vez que uno haya hecho según sus posibilidades) habría también mucho (aunque me parece que menos) margen para la discusión: ¿qué es lo que realmente uno necesita, más allá de lo que crea necesitar?, ¿qué es lo que uno puede dar de sí?, ¿qué métodos son los correctos para estimular o motivar a cada uno para que dé de sí lo que pueda dar?, ¿y hasta dónde hay que intentar sacárselo: no es preferible que haya un buen margen de libertad, que conllevaría también una mayor posibilidad de pobreza y desigualdad?

Esta caracterización de divergencia política se acerca bastante, creo yo, a lo que podríamos llamar la dialéctica política fundamental o última. De ella se pueden deducir varios otros rasgos propios, habituales de la derecha y la izquierda: prioridad de la libertad frente a prioridad de la igualdad, iniciativa privada frente a control social, jerarquización frente a homogeneización social, primado de la competencia frente a primado de la cooperación, etc.

Es posible, no obstante, que bastantes personas de izquierda (socialdemócrata) se vean más bien en el extremo más blando de la primera opción (un liberalismo muy cargado de proteccionismo social para los que han tenido mala suerte o no han “sabido” hacerlo mejor) que en la segunda opción (un socialismo “real”, por blando que sea). Sin embargo, hay que tener en cuenta que las opciones políticas siempre están algo desplazadas hacia el lado dominante. La sociedad moderna es básicamente liberal, y hace más excéntricas las posiciones socialistas extremas (los comunitarismos) que las posiciones libertaristas extremas (el anarcoliberalismo). Por eso, las personas “sensatas”, hijas de su tiempo, se sitúan políticamente respecto de una excéntrica.

Pero, aunque la caracterización ofrecida de la dialéctica de la justicia política (“lo que me he ganado trabajando” / “lo que necesito”) parece y es importante, pienso que hay que llevar la cuestión algo más allá de esa dualidad. Creo que esa dialéctica no va al fondo de la política, porque no va a la esencia de lo que es una vida humana buena y digna, sino que se queda a medio camino. Esa dualidad se basa en la distinción y separación de libertad y necesidad. La postura de derechas o liberal, así entendida, cree que es justo que yo haga y tenga lo que “quiera” “libremente”, lo necesite o no (o necesitarlo se reduce a desearlo); la izquierda cree que es justo que tenga lo que “necesito”, lo desee yo o no (debería desear lo que realmente necesito). Ambas posturas malentienden la libertad y la necesidad, las cuales, como dijo Hegel, deben identificarse:

la libertad no es, como se figura el liberal de la primera respuesta, ausencia de impedimento para realizar deseos de los que no se puede dar una justificación racional (valga el pleonasmo). Ese es un concepto “formal” o más bien vacío de la libertad. Un ser racional que tiene deseos no racionalizados es un ser incompleto, y una sociedad que tiene como único o principal fin garantizar esa “libertad” es una sociedad humana incompleta: una sociedad sin educación, es decir, sin educación moral, que es lo único que, yendo más allá de la instrucción o adiestramiento en algo técnico, es educación de la persona. Sin embargo, el liberal tiende a ver la educación como una coerción o manipulación, pues tiene el efecto de volver imposibles o muy difíciles los deseos espontáneos. Pero lo que es verdadera falta de libertad es la falta de educación acerca de qué es lo que es uno y qué debería, por tanto, desear. Hay maneras coercitivas de educar, desde luego, pero la educación moral no es, en sí misma, coerción sino, al contrario, liberación, es decir, un favorecer que aflore la racionalidad de la persona. Téngase en cuenta que aquí el libertarista no puede argumentar así: “¿¡A ti qué te importa si yo quiero o no aflorar mi racionalidad integral!? ¡Tú limítate a respetar mis deseos!”. No puede argumentar así porque la única razón para que se respete su derecho es que se le considere un ser racional y se reconozca como obligatorio respetar la racionalidad: no respetamos los deseos de un loco sino que intentamos curarle, y no hay un derecho natural-no-racional, sino que el derecho es asunto de entidades racionales. ¿Por qué habríamos de respetar los deseos (“libertad”) de un ser que rechaza justificar plenamente sus actos? Desde luego, podríamos decidir aceptar un derecho de mínimos, pero no hay ninguna obligación para quedarse ahí. Es más, puede justificarse que es una obligación (una necesidad normativa) para cualquier ser inteligente ayudar a otros a que realicen su mejor naturaleza, es decir, educarles. Hasta como cuestión de caridad, la sociedad está legitimada a no tolerar (no habría que decir “respetar”) los deseos irracionales de un ser presuntamente racional.

-Por su parte, la izquierda de la necesidad puede creer permitirse despreciar la libertad como siendo apenas algo más que un desmandado deseo egoísta de prosperar por sobre y pese a los demás. Pero la tenencia de algo no querido voluntariamente, por muy necesario que les parezca a otros que es para nosotros, es realmente una esclavitud, y no un fruto del derecho racional. Si la Justicia solo pudiese ser impuesta, sería, para un ser libre por naturaleza, peor que la muerte. Un estado totalitario no es un estado político, pues los ciudadanos no pueden realizarse como tales, sino que están anulados. El socialismo legítimo debería centrar sus fuerzas en educar a los ciudadanos, para que quieran racional y motivacionalmente la igualdad más que las desigualdades, la colaboración más que la competencia, etc. Curiosamente, también buena parte de la izquierda considera a la educación como una coerción, pero como una coerción necesaria, porque para ella todo, en cierto modo, es necesario. Esta visión también debe ser superada.

Para entender más adecuadamente la Justicia, la Libertad y la Igualdad no tenemos más remedio que ir más al fondo de lo que es una naturaleza racional. Seguiré con esto en una próxima entrada.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Izquierda y derecha en el cosmos (político), I


Spira tenía la virtud de plantear las cosas con sencillez. Cuando le pregunté por qué se había pasado más de medio siglo trabajando por las causas que he mencionado, respondió sencillamente que estaba de parte del débil, no del poderoso; del oprimido, no del opresor; de la montura, no del jinete. Y me habló de la inmensa cantidad de dolor y sufrimiento que hay en nuestro universo, y de su deseo de hacer algo por reducirla. En eso, creo yo, consiste la izquierda. Si nos encojemos de hombros ante el sufrimiento evitable de los débiles y pobres, de los que están siendo explotados y despojados, o de los que sencillamente no tienen nada para llevar una vida decente, no formamos parte de la izquierda. (Peter Singer, Una izquierda darwinista, Crítica, pg. 17)

¿Qué es, para mí, ser de izquierda y ser de derecha en política? (si digo “para mí” no es porque tenga nada original que decir al respecto, sino porque -aunque he empezado con una cita- no me tomaré el trabajo de buscar quiénes han podido decir y dónde he podido leer antes algo como lo que yo digo). Desde luego, hay muchos elementos o razones, no reducibles entre sí, por las que una persona se siente o considera de izquierdas o de derechas. No busco un mínimo común múltiplo de todo eso (lo que sería inútil, porque, entre otras cosas, las posiciones políticas de nadie son completamente coherentes) sino una caracterización de la polaridad fundamental o última en política, adoptando para ello los términos Izquierda y Derecha, en un sentido amplio. Sería deseable, sin embargo, que, a posteriori, esa caracterización hiciese inteligiblemente inteligentes las posiciones habituales de la gente, es decir, que resultase que todo o casi todo lo que la gente cree ser cuando cree ser de izquierdas o de derechas, es bastante lógico y coherente.

La política, a diferencia quizás de otras áreas de la cultura (como la ciencia, o quizás las artes), parece haber consistido en, o al menos conllevado, siempre, una lucha entre (básicamente dos) posiciones ideológicas, que disienten en lo políticamente esencial: cómo hay que organizar la convivencia política, o qué orden social es justo. Desde que existe algo de verdadera vida política (digamos desde Grecia, sobre todo en la democracia ateniense –porque la dualidad espartana entre espartiatas e ilotas tenía una base étnica antes que política y económica-), y siempre que la ha, más o menos, habido (como en la república romana, o en los estados modernos europeos), ha habido el partido de la “aristocracia” y el partido “del pueblo”. Puesto que al parecer Fukuyama y otros sabios se equivocaron al creer que la historia había llegado a su fin o realización con el capitalismo americano, no es descabellado pensar que las ideologías no han muerto. ¿En qué se apoya, pues, esa dualidad política? ¿Qué es ser de Izquierda y qué, de Derecha?

Voy a empezar diciendo qué creo que en esencia no es aunque en cierto aspecto sí es ser lo uno o lo otro:

- No es, aunque en cierto aspecto sí es, cuestión de ricos contra pobres. La Izquierda no es la ideología de las personas pobres, ni la Derecha es la de las personas ricas o poderosas. Las ideologías políticas son ideologías, es decir, creencias acerca de cómo sería correcto que fuesen, o deberían ser, las cosas políticas, y esto, obviamente (y aunque le pese a muchos), no tiene ninguna relación lógica con la situación social en que uno se encuentre: no hay ninguna contradicción en ser un rico con ideología de izquierdas, o un pobre con ideología de derechas. La idea, popular, de que un pobre de derechas (y, habría que añadir entonces, un rico de izquierdas) es un estúpido, es “estúpida”, al menos si se basa en la creencia de que uno debería adoptar aquella ideología que más favorezca sus intereses (suponiendo, claro está, que se sepa cuáles son estos, lo que no evita sin circularidad el problema propio de la política). No: la ideología no es cosa de pobres y ricos. De hecho, la mayoría de los pobres son de derechas y la mayoría de los ideólogos de izquierdas son más bien ricos o de “clase media-alta”. Es más, yo diría que la mayoría no puede ser de izquierda, al menos en el actual nivel de desarrollo moral de la humanidad. La izquierda solo puede gobernar o despóticamente o descafeinadamente. La derecha, por su parte, no puede gobernar con los intelectuales, porque apenas los tiene, pero cuenta con la inercia de la masa, por lo que tiene más fácil presentarse con maneras incluso obscenas si la sociedad de turno lo permite (piénsese en la derecha americana o, sin ir más lejos, en la española).

Sin embargo, sí es verdad, por otra parte, que la dialéctica política es cosa de ricos y pobres: las personas que tienen una ideología de izquierda se presentan, y con razón, como abogados de los pobres: estos son los que sufren los efectos de la injusticia hija de la desigualdad social, arguyen con razón. Y, paralelamente, los políticos de derecha son presentados, y con razón, como defensores de los ricos, los grandes propietarios, etc., aunque, evidentemente, a ellos les interesa disimular esto ante la masa de votantes y refugiarse en la ambigüedad de que, efectivamente, cualquiera puede tener una ideología de derecha aunque viva bajo un puente. ¿De dónde procede esto? Aunque la lucha de ricos y pobres no sea, a mi juicio, la esencia de la política, sí tiene que ser explicada, indirectamente, desde ella.

- Otra cosa que en esencia no es, aunque también es, la polaridad política fundamental (que estoy llamando Izquierda y Derecha) es la diferencia entre conservadurismo y progresismo. El conservadurismo es la tendencia, muy natural en todo bicho viviente, a mantener las cosas como estaban y hacer el menor cambio posible. El progresismo es la tendencia, tan natural al menos como la otra, a ir a mejor, a cambiar lo que no funciona. Ambas cosas, llevadas a sus extremos (el fetichismo por lo heredado y la iconoclastia absoluta respectivamente) son actitudes poco inteligentes, pero, en un ser como el humano, esencialmente dinámico, que siempre proyecta un ideal mejor, el conservadurismo es peor, y propio de los peor dotados intelectual y vitalmente de la especie. En principio, no obstante, tener una tendencia conservadora o progresista no tiene que ver con la esencia de la política. Por eso no son absurdos ni la derecha progresista (como la de los partidos “puramente liberales” modernos –si es que existen del todo-) ni la izquierda tradicionalista (tipo Tolstoi, digamos).

Sin embargo, sí hay un sentido en que es más natural que la Izquierda sea progresista y la Derecha sea conservadora, y no es meramente casual que la mayoría de los partidos políticos de derecha sean tradicionalistas, siendo casi residuales tanto la derecha progresista como la izquierda conservadora. La razón profunda de esto solo se aclara, creo yo, con la definición que daré después de la polaridad política fundamental. Pero ya a primera vista hay que notar que, puesto que el “partido del pueblo” se presenta siempre como el reclamante frente a la injusticia establecida y consagrada por la herencia, la Izquierda está obligada a desear la revisión de los pilares de lo recibido. Por alguna razón (que trataré más adelante) la igualdad y la justicia en que piensa la izquierda no son lo dado y arcaico, sino algo por lo que hay que luchar, mientras que la jerarquía y desigualdad parece más dada “por naturaleza” o espontáneamente. No puede ser, pues, casual que la inmensa mayoría de la derecha sea conservadora.

- Otra cosa que tampoco es la esencia de la lucha política, aunque se acerca más, es la dialéctica si Libertad o si Justicia. Y, sin embargo, hay un sentido en que sí es cuestión de eso: es verdad que los partidos de derecha suelen presentarse, sobre todo en democracia, como los defensores de la Libertad, y los de izquierda, de la Justicia. Pero ninguno de los dos está dispuesto a aceptar (y con razón) que eso suponga desestimar un ápice lo otro, la justicia y la libertad respectivamente. El liberal argumentará que no hay “auténtica” justicia donde uno no puede desarrollar, sin coerciones, sus capacidades. El izquierdista dirá que no hay “auténtica” libertad donde no se garantiza la completa igualdad. Lo malo es que ambos pueden, en primera instancia, estar de acuerdo en todo: el liberal aceptará (al menos como principio –otra cosa es la malvada praxis-) que sin igualdad total de oportunidades no puede hablarse de libertad; el de izquierda aceptará (al menos en principio –otra cosa es la malvada praxis-) que si no hay libertad (bien entendida) no hay justicia. ¿Dónde reside, entonces, su diferencia? En un lugar más profundo, donde se indaga más a fondo qué es libertad y qué es justicia. Hacia allí hay que ir a buscar la esencia de la dialéctica política.

- Por supuesto, Izquierda y Derecha no es (menos todavía que las anteriores cosas) cuestión de Espiritualismo frente a Materialismo, Teísmo frente a Ateísmo, etc. Si bien, en algún sentido sí es cuestión de eso: la derecha, en el fondo, es intrínsecamente materialista y sobre todo atea, o al menos (en la medida en que no se puede ser verdaderamente ateo), la derecha es coherente solo con una religiosidad arcaica y ritualista (eclesial), en absoluto con una religión de la pobreza y el amor a los débiles.

- Tampoco es cuestión de racionalismo frente a sentimentalismo: el liberal, según cierto discurso liberal, se atendría más a la ciencia (aunque ¿qué pasa con la derecha tradicionalista y con la izquierda científica?) mientras que el socialista se dejaría llevar por sentimientos poco científicos de compasión y semejantes (aunque ¿qué decir de la derecha del honor y los sentimientos patrios, o de la izquierda darwinista?).

Si no es ninguna de esas cosas, aunque las es todas en cierto modo, ¿qué es, en esencia, ser de Izquierda o de Derecha? Para responder a esto hay que plantear la cuestión en los términos fundamentales de la política. Intentaré abordar esto en la próxima entrada.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

La Educación prohibida. Una crítica, positiva


El domingo pasado, en una de las tertulias que habitualmente tengo en un café del pueblo, vimos la recién estrenada película La Educación Prohibida. Querría hacer aquí una valoración, positiva, de este documental. Me ahorraré cualquier comentario del aspecto cinematográfico (artístico) y me centraré en el contenido, o, más bien, en el trasfondo filosófico-pedagógico del contenido de la película. El documental no se mueve, obviamente, al mayor nivel de profundidad filosófica, sino a un nivel medio (“vulgar”, dirán algunos), accesible para casi todo tipo de público. Pero eso no quiere decir que la visión que defiende no tenga un importante trasfondo filosófico, a mi parecer muy acertado, entre otras cosas porque, como trataré de argumentar, prácticamente todas las filosofías morales aceptables hoy, dan apoyo a esas tesis pedagógicas. Sencillamente no existe, creo yo, alternativa sensata, y la oposición a esas ideas apenas puede proceder de alguna filosofía o psicología o pedagogía “serias”, sino de cosas como la inercia mental, la ignorancia o la “política” en uno de sus peores sentidos”. No obstante, procuro presentar las posibles alternativas filosóficas a esta pedagogía que, por abreviar, llamaré “pedagogía(s) libre(s)”, (aunque el nombre dé mucho lugar a equívoco).

Si bien el documental se presenta (y con razón) como no dogmático, como solo una serie de reflexiones acerca de cómo es y cómo debería ser la educación, y repite más de una vez que  no hay una única vía válida, es evidente, sin embargo, que defiende una visión pedagógica general bien delimitada, identificable y coherente. ¿Cuál? Podríamos resumir así sus tesis básicas: la educación es (debería ser) el proceso por el que un individuo desarrolla su potencialidad implícita o innata para ser libre, creativo y feliz. Las personas tienen, por naturaleza, un deseo de aprender y “crecer”, y los educadores deberían ser una ayuda en ese desarrollo, proveyendo, proponiendo y facilitando lo necesario o lo adecuado, eliminando las trabas, y confiando en y respetando lo más posible la tendencia propia del niño y sus momentos de maduración, propios de cada individuo. Como seres por naturaleza libres, los seres humanos no pueden ser educados mediante métodos mecánico-reproductivos (memorísticos, no basados en la pregunta y el descubrimiento personales), homogeneizantes (negadores de la individualidad), competitivos, y coercitivos (no se educa para la libertad y la paz mediante el miedo y la violencia). Solo respetando la naturaleza y los “tiempos” del educando conseguiremos personas más sabias, libres y felices, que hagan una sociedad más libre, justa, respetuosa con la individualidad de cada persona a la vez que más dada a la colaboración, y menos alienada. Dado que la pedagogía habitual (procedente del despotismo ilustrado y la era industrial, y que es la que impera en los sistemas y las instituciones educativas públicas -y en la mayoría de las privadas-) es una escuela basada en la trasmisión mecánica de contenidos (no en la pregunta y el descubrimiento personal), mediante la motivación heterónoma de la voluntad (el castigo o el premio de la evaluación), como un sistema homogeneizador y competitivo, y orientado, no tanto a la educación integral como a la instrucción destinada a integrar al individuo en el engranaje laboral de la sociedad industrial, en la escuela tradicional, podríamos decir, “la educación está prohibida”. Esto, que no es “culpa” de nadie sino responsabilidad de todos, puede cambiarse si todos, educadores, educandos, padres…, cada uno en su ámbito, toma conciencia de lo que significa realmente educar y se dedica a ello con (más) amor. En la práctica, ello significaría hacer muchas cosas distintas a las habituales: situar la educación no solo en la escuela (la escuela, aunque sea muy útil, no es sinónimo de educación), sino en todos los espacios, algunos de ellos muy desatendidos (por ejemplo, en la naturaleza), flexibilizar los espacios y tiempos, sustituir el modo magistral-memorístico por el proponedor-creativo y la figura del maestro-trasmisor de saberes por el de educador que asiste al verdadero protagonista, que es el educando; fomentar la motivación autónoma y minimizar la heterónoma o alienante, es decir, procurar que el niño se entregue a su aprendizaje más por amor a lo que hace que por la expectativa de recompensa; sustituir la forma de autoridad basada sobre todo en el miedo por una basada en el auténtico respeto (que pasa esencialmente por el respeto del menor como persona, de sus intereses y dignidad), etc.

Estás serían, a mi juicio, las tesis principales de La Educación Prohibida. Pues bien, creo que no hay nada en ello que pueda rechazarse razonablemente, y que todo eso debería formar parte (y, de hecho forma generalmente parte) del ideal regulativo de cualquier educador consciente. Voy a intentar analizar ahora los presupuestos filosóficos de esta visión pedagógica.

Empecemos por preguntarnos qué es, realmente, educar (frente, por ejemplo, a la instrucción -en un ejército- o al adiestramiento o amaestramiento de la conducta). ¿Cuáles son los fines, y cuales los medios, de la educación? ¿Qué implica, acerca de esto, la pedagogía expresada en el documental? La “pedagogía libre” implica (muy conscientemente) que

-         el fin de la educación es la realización integral de la persona, es decir, no la formación de este o aquel aspecto secundario o instrumental, sino del principio o fin último de la persona, de lo que en ella es esencial,
-         los medios para ello no pueden ser otros que los que apelan a y respetan la propia naturaleza y tendencia del (y de cada) ser humano.

Por supuesto, esto entraña tener una idea de cuál es el fin último y la esencia de la persona (cosa que, por otra parte, no se puede ahorrar ninguna ideología pedagógica), aunque no en sus formas concretas, sino en sus principios o líneas generales. ¿Qué es el hombre, y qué le conviene, por tanto, hacer y padecer?, se han preguntado desde Sócrates hasta Kant, y antes y después de ellos, principalmente los filósofos. ¿Qué Antropología subyace a la “pedagogía libre”?

Aunque hay varias concepciones filosófico-antropológicas que podrían darle cobertura, de forma general diríamos que la pedagogía libre implica que la persona es, en esencia, un ser racional, libre y creativo, que solo siendo libre puede realizarse y ser feliz. Es, por tanto, eso lo que principalmente tiene que desarrollar la educación: la (auténtica) libertad. Esto nos conduce a preguntarnos qué es, realmente, ser libre, qué es la auténtica libertad. Pero, antes, detengámonos en dos aspectos básicos de la antropología implícita en la visión que estoy comentando:

-         primero, que el hombre, como los demás seres naturales, tiene una naturaleza implícita que desarrollar (una entelequia, en aristotélico): teleología; y
-         segundo, que esa tendencia se dirige, salvo por accidente, hacia lo bueno y conveniente para ella, más que hacia el error: optimismo o “buenismo” antropológico.

Veamos cada uno de estos puntos, que son, además, aquellos donde podría centrarse buena parte de las críticas a esta concepción pedagógica:

¿Tienen, los seres humanos, fines propios o naturaleza? La tesis de que los seres naturales tienen finalidades propias se asocia, tópicamente, con la filosofía clásica griega, sobre todo con Platón y Aristóteles, y sus herederos. Y esto vale especialmente para la inteligencia:

(…) La educación no es tal como proclaman algunos que es. En efecto, dicen, según creo, que ellos proporcionan ciencia al alma que no la tiene del mismo modo que si infundieran vista a unos ojos ciegos.
-En efecto, así lo dicen -convino.
-Ahora bien, la discusión de ahora -dije- muestra que esta facultad, existente en el alma de cada uno, y el órgano con que cada cual aprende, deben volverse, apartándose de lo que nace, con el alma entera –del mismo modo que el ojo no es capaz de volverse hacia la luz, dejando la tiniebla, sino en compañía del cuerpo entero- hasta que se hallen en condiciones de afrontar la contemplación del ser e incluso de la parte más brillante del ser, que es aquello a lo que llamamos bien. ¿No es eso?
-Eso es.
-Por consiguiente -dije- puede haber un arte de descubrir cuál será la manera más fácil y eficaz para que este órgano se vuelva; pero no de infundirle visión, sino de procurar que se corrija lo que, teniéndola ya, no está vuelto adonde debe ni mira adonde es menester.
-Tal parece -dijo. (Platón, Rep. 517 y ss)

Es también un tópico, pero sustancialmente falso, que la visión filosófico-científica moderna condenó al museo de antigüedades la concepción teleológica de la naturaleza. Es cierto que, en el ámbito más básico de la naturaleza (es decir, en el de lo atómico y químico), las tendencias naturales de los elementos fueron sustituidas por formulaciones matemáticas mecánicas (no es cierto, no obstante, que estas sean completamente ateleológicas, pero no discutiré esto). Ahora bien, el lenguaje teleológico no desapareció ni se vio siquiera mitigado (ni, me atrevo a decir, desaparecerá ni mermará nunca) a la hora de considerar entidades más complejas, como son los seres vivos y, sobre todo, el hombre y sus actividades (sociales y culturales). En especial, todo el lenguaje prescriptivo de las actividades ético-políticas humanas se pierde en un intento de traducción desteleologizada.
Es verdad que, en los niveles más abstractos de la ética (por ejemplo, en las discusiones metaéticas) varias escuelas filosóficas modernas negaron o pretendieron ignorar el elemento teleológico. Resultaría así (en el caso de seguir consecuentemente su discurso) que el ser humano es un ser vacío cuya “libertad” es igual a una espontaneidad absolutamente arbitraria, donde no es un ápice menos natural (ni por supuesto, irracional) que lo contrario, preferir el menor daño en mi dedo meñique a la destrucción de muchas otras personas, o dedicar mi vida a comer hierba. No obstante, nadie ha sido lo suficientemente consecuente en este camino, sino que, en cuanto un filósofo moral intentaba explicar por qué actuamos como actuamos, o, más aún, si intentaba prescribirnos o simplemente recomendarnos una conducta como deseable, recurría, cuando menos, a que “por naturaleza” perseguimos nuestra felicidad (la satisfacción de nuestras “pasiones” o nuestros “intereses”), y solo así y por eso, se puede condicionar nuestra conducta.
El vaciamiento del sujeto y el rechazo de los fines han ido perdiendo fuelle en las décadas recientes (salvo, quizás, en las versiones radicales postmodernas, que tampoco parecen tener una ética que proponer -puesto que todo vale para un sujeto que es nada o no existe-). Pero incluso cuando el nivel abstracto de la ética pudo creer permitirse prescindir de ellos, en cuanto se entraba, sin embargo, en el terreno concreto de alguna actividad humana efectiva (como la economía o la pedagogía), el discurso se llenaba inmediatamente de teleología, realimentada, a partir de la Ilustración, por el modelo finalista-funcionalista del evolucionismo. Todos los grandes ideólogos liberales de la educación (Spencer, Dewey, Russell, etc.) han dicho que el ser humano, como producto que es de una historia de selección, nace con predisposiciones naturales, que la educación tiene que fomentar. La analogía con la planta, que contiene ya en su semilla todo el plan (de modo que el jardinero no tiene, como dice gráficamente la película, que tirar de la planta para que crezca), no es solo aristotélico o hegeliano, es insustituible.
Aquí, realmente, no hay alternativa sensata posible. Porque supongamos que no aceptamos eso (que el ser humano tenga una naturaleza propia, unas finalidades naturales innatas, etc.) Tendremos que aceptar, entonces, que con un ser humano se puede hacer cualquier cosa. Pero, ¿qué nos reporta esto en política y pedagogía? Si con suficientes palos se puede hacer de un ser humano cualquier cosa, ¿qué es lo que sería deseable hacer con él? Si las personas pueden ser completamente instrumentalizadas, ¿qué finalidad se propondrá para sí mismo el que las instrumentalice? Hasta el más burdo de los conductismos (de lo que hablaré después) asume que las personas responden naturalmente al dolor, y en esa medida tienen una naturaleza insobornable.

Por tanto, podemos aceptar razonablemente que toda pedagogía tiene que partir de que hay una cierta naturaleza humana (una a nivel de especie, pero una, también, en cada individuo en particular) que la educación debe “extraer” (educere) o desenvolver. Pasemos, ahora, a la segunda cuestión que proponía: ¿tiende, esa nuestra naturaleza, a lo que le conviene, salvo por accidente; o más bien debe ser conducida en todo momento contra su tendencia a lo inconveniente, al “mal”? Dividamos en cuatro las respuestas posibles a la pregunta de si el hombre, por naturaleza, tiende al bien o al mal:

     11) optimismo absoluto: el hombre es completamente bueno por naturaleza, y cualquier intervención o educación corrompe (el –seguramente mal llamado- rousseaunianismo),
     12) optimismo relativo o “buenismo”: el hombre tiende, fundamentalmente al bien, y se equivoca por accidente,
     21) pesimismo relativo o “malismo”: el hombre tiende básicamente al mal, aunque puede lucharse contra esa inercia o tendencia mediante la “educación” o disciplina (quebrantamiento de la voluntad inclinada al mal),
     22) pesimismo absoluto: el hombre es radicalmente malo por naturaleza, y solo un milagro o gracia sobrenatural puede hacerlo bueno.

Las pedagogías libres optarán por la respuesta 12. Quienes se oponen a estas pedagogías adoptan, generalmente (aunque inconscientemente en muchos casos) la respuesta 21  (“agustiniana”), o incluso la 22 (que podríamos llamar “calvinista”). ¿Qué argumentos (dejando al margen las posturas teológicas pesimistas) pueden estar en contra de la tesis, “buenista”, 12, propia de toda educación “nueva”?

Por supuesto, las filosofías clásicas griegas, tales como la platónica o aristotélica tienen el optimismo (moderado) como tesis obvia. Solo por enfermedad o disfunción, un ser tiende a lo que le perjudica, a lo que no es su naturaleza propia.
La cosmovisión evolucionista moderna también provee un buen argumento para el optimismo moderado (y apenas da base alguna para el pesimismo): puesto que somos el fruto de una fuerte presión selectiva, es bastante cercano al absurdo pensar que nuestras inclinaciones naturales tienden a desviarnos de nuestro interés propio. Todas las especies muestran una gran adaptación. ¿Seríamos un  camino errado, una especie que nace con malos instintos? Esta misantropía (que comparten, con las Iglesias, muchos “amantes de la madre naturaleza” o “naturófilos”) no tiene, creo yo, apoyo alguno en los hechos de la historia (de la que parece insensato negar que sea un progreso, por más que menor al que desearíamos -¿quién se atrevería a señalar algún momento de la historia natural de la vida en la Tierra, y en concreto, de la especie humana, que fuese mejor, más consciente y pleno?), y denota habitualmente, más bien, un excesivo y “soberbio” afán de pureza, una gran sobresestima de los ideales de uno a la vez que una subestimación de lo que efectivamente somos y un espíritu pesimista y negativo.
El optimismo antropológico moderado es lo único coherente también (pese a lo que pudiera creerse) con la visión liberal y de los “padres fundadores” de las democracias modernas (y es un verdadero insulto a la inteligencia que se auto-declaren liberales quienes abogan por la “pedagogía” del esfuerzo y la disciplina):

Cuando los hombres recibían su credo completo y acabado y su interpretación por conducto de una autoridad infalible que se desdeñaba de darles explicación alguna, es natural que la enseñanza fuera puramente dogmática. La máxima de la escuela era entonces la misma que la de la Iglesia: Creed y no preguntéis. (…) Se desenvolvió simultáneamente una disciplina académica, dura como él, que multiplicaba los castigos (…). El acrecentamiento de la libertad política, la dulcificación de las leyes criminales, han ido acompañados de un progreso de la misma índole hacia una educación menos coercitiva (…) Hoy que empieza a considerarse la felicidad como un fin político; hoy que se trata de disminuir las horas de trabajo y de procurar al pueblo recreos agradables, padres y maestros empiezan a ver que pueden satisfacer sin inconvenientes la mayor parte de los deseos del niño, que deben estimularse los juegos de la infancia y que las tendencias naturales de un espíritu naciente no son tan diabólicas como se suponía (…)
De todos los cambios que se producen, el más significativo es el deseo de tornar el estudio más bien agradable que penoso, deseo basado en la percepción más o menos clara de este hecho: que el género de actividad que agrada más a cada edad es precisamente aquel que le es saludable, y viceversa. La opinión comienza a convencerse de que cuando un espíritu que está en vías de desarrollo experimenta una curiosidad natural de cualquier género, es porque se haya en condiciones de asimilarse el objeto de esa curiosidad y porque dicha asimilación es necesaria a su progreso; que, por el contrario, la repulsión que experimenta por tal o cual estudio que no sea entretenido prueba que el objeto de este se le presenta prematuramente o bajo forma indigesta. (Spencer, Ensayos sobre pedagogía, Akal, pgs. 88 y ss)

Claro que mucho del ideal y las buenas intenciones primigenias del espíritu liberal se han quedado apenas en nada (como la reducción del trabajo, por ejemplo). Pero sigue siendo tan cierto como entonces que la única pedagogía coherente con la confianza liberal en la iniciativa individual autónoma y en la mano providencial de la libertad, es la que estoy llamando “pedagogía libre”.
Incluso un autor rigorista y pesimista, como Kant (que creía que el hombre, aun no siendo por naturaleza ni bueno ni malo, tiene una natural tendencia a la molicie e inclinación a la tentación) se expresa así en su Pedagogía:

En general es necesario observar que la primera educación tiene que ser negativa, es decir, que no ha de añadir nada a la previsión de la Naturaleza, sino únicamente impedir que se la pueda perturbar (Pedagogía, Akal, pg. 50)

Y llega a proponer

Sería así posible que el niño aprendiera, por ejemplo, a escribir solo, pues alguien lo ha inventado alguna vez, y esta invención tampoco es muy difícil (pg. 53)

Podemos, pues, dar por bueno que la naturaleza humana, como cualquier otra, tiene unas tendencias innatas, que le disponen, salvo por accidente, a buscar y desarrollar lo más conveniente para él. Y cualquier pedagogía razonable tiene que basarse en este principio. Fuera de esto solo cabe un pesimismo “calvinista”.

Pero ¿cuál es esa naturaleza o esencia humana, que la educación debe ayudar a que se desenvuelva? Habíamos llamado a esto “libertad”, pero quedaba por entender esto de la manera más adecuada posible. Nuevamente, son posibles aquí concepciones relativamente diversas y divergentes que sustenten la ideología pedagógica de este documental. Es más, me atrevería a decir que casi cualquier teoría filosófico-psicológica, con tal de que no se la entienda de manera burda, sustenta esta pedagogía.

Empecemos por la concepción menos pomposa de lo que somos, la que nos identifica con las pasiones (lo llamaré Sentimentalismo, representado, paradigmáticamente, por Hume y, en psicología, por el conductismo primitivo): supongamos que el hombre, como todos los animales sentientes, tiene su esencia psíquica en las emociones o sentimientos, fundamentalmente placer y dolor. Todo lo que hacemos, según esta concepción, está encaminado a la consecución de satisfacción o huida del dolor. Nuestra voluntad es y no puede dejar de ser la esclava de las pasiones. La racionalidad es solo un instrumento, un medio, para obtener satisfacción. La libertad no es más que el no impedimento de la satisfacción de los deseos. Seguramente algunos, o muchos, de los partidarios de las pedagogías libres son, de una manera u otra, sentimentalistas: priorizan el corazón, la capacidad de amar, la “inteligencia emocional”, etc., sobre la fría y mecánica razón. Aunque parezca paradójico, esta es la opción menos buena para sustento de la pedagogía libre, puesto que presenta las capacidades intectual y volitiva como heterónomamente sometidas al dictado del interés emocional. Sin embargo, basta con que se la entienda con algo de sutileza para que ni siquiera el sentimentalismo dé apoyo a las tesis disciplinaristas.
La forma menos sutil de entender el sentimentalismo viene representado, científicamente, por el conductismo primitivo y skinneriano. El ser humano es, según el modelo más simple, una caja vacía (tabula rasa) que da respuestas mecánicas a ciertos estímulos. Por medio del condicionamiento, basado en el dolor y el placer, se puede “educar” (adiestrar, más bien) a uno para que haga cualquier cosa. Incluso esa concepción primitiva y errónea ya contemplaba que el refuerzo positivo producía mejor efecto que el negativo, por lo que es más rentable premiar que castigar. Numerosos experimentos con animales, sobre todo a medida que subimos en la escala evolutiva, demuestran que el método negativo no solo estimula menos la conducta deseada sino que puede inhibir toda conducta. Una escuela conductista básica se ocuparía de tener niños felices, que sienten estar haciendo su voluntad (aunque en realidad estarían haciendo lo que el conductor o führer cree que es bueno para la sociedad, o para su proyecto de dominar el mundo –siendo el propio führer, habrá que pensar, resultado de un condicionamiento emocional, aunque en este caso aleatorio-).
Pero la historia del conductismo es la historia de su sutilización. Los conductistas tuvieron que ir llenando de complejidades el interior de la caja psíquica, resultando que ni mucho menos era una tabula rasa. Resultó que un individuo humano podía rechazar premios aparentemente deseables, si iban contra su dignidad. Por supuesto, cabe la suspicacia de que, al fin y al cabo, lo que pasa es que las personas tienen gustos sutiles o extraños (quizás el altruismo es adaptativo para la especie). Pero el caso es que incluso el sentimentalismo tendrá que hacerse cargo de esos extraños deseos naturales humanos, la comprensión, la justicia, etc.

Si dejamos el Sentimentalismo, y pasamos a aquellas psico-filosofías que sitúan la esencia humana en la volición (Voluntarismos) se hace todavía más difícil rechazar un pedagogía que se base en el respeto de la libertad, entendida, ahora, como autodeterminación (sea irracionalista, como en Nietzsche, o racionalista, como en Kant):

Si se le castiga cuando obra mal o se le recompensa cuando obra bien, hará lo bueno para que se le trate bien (…) entonces será un hombre que solo mire el medio de prosperar, y será bueno o malo según lo encuentre más ventajoso… Si se quiere fundamentar la moralidad no hay que castigar. La moralidad es algo tan santo y sublime, que no se le puede rebajar y poner a la misma altura que la disciplina (Kant, Pedagogía, pg 72)

Una pedagogía voluntarista (salvo, quizás, un elitismo radical como al que a veces da pábulo Nietzsche) rechazará cualquier método basado en la coerción y la (hetero)disciplina: eso es completamente antipedagógico. Solo mediante el respeto de la libertad y la dignidad se puede educar para la libertad, y toda coerción es, esa medida, no solo inútil sino contraproducente (aunque el propio Kant tiene, es cierto, otros pasajes difíciles de encajar con esa idea).

Menos aún cabe rechazar la orientación pedagógica de La Educación Prohibida si adoptamos una posición intelectualista o “socrático-platónica”, para la cual uno solo hace lo que cree racionalmente bueno. Otras veces he citado pasajes de Platón inequívocos al respecto:

(…)No des a la enseñanza una forma que les obligue a aprender por la fuerza.
-¿Por qué?
-Porque no hay ninguna disciplina –dije yo- que deba aprender el hombre libre por medio de la esclavitud. Si puede suceder que los trabajos corporales no deterioren más el cuerpo por haber sido realizados obligatoriamente, el alma en cambio no conserva ningún conocimiento que haya entrado en ella por la fuerza.
-Cierto.
-No emplees pues la fuerza, mi buen amigo para educar a los niños, que se eduquen jugando, y así podrás conocer mejor también para qué está dotado cada uno de ellos”.  (República, 536d)

Yo creo que esta es la mejor base para la pedagogía. Pero insisto en que cualquier otra, entendida correctamente, sostiene los criterios pedagógicos generales de las “pedagogías libres” (aunque, por supuesto, los matices son, ulteriormente, muy importantes: ahora nos estamos fijando en lo que pueden tener de común las múltiples vías pedagógicas aceptables que la película admite que pueden existir).

¿De dónde puede venir entonces el rechazo de esta pedagogía? ¿Qué base tienen las “pedagogías” del “esfuerzo” y la “disciplina”? En realidad yo creo que estas teorías no son, en la mayoría de los casos, teorías propiamente filosóficas y pedagógicas (incluso ellas mismas suelen presentarse como críticas, en global, a la pedagogía –acompañadas de una descalificación general de la ciencia psicológica, y también, usualmente, de una buena estima de los dogmas eclesiales-), sino de una aptitud conservadora e inercial, que apenas ha reflexionado sobre lo que es educar (como ocurre, también, que quienes no han pensado sobre justicia penal, suelen desestimar y considerar “blando” el sistema penal moderno). Es prácticamente imposible encontrar alguna personalidad relevante en la filosofía, la psicología, la ciencia y el arte en general, que apoye cualquiera de las cosas que la película denuncia.

Pero, ¿no tendrá, esa reacción contra las pedagogías libres, a “los hechos” de su parte? ¿No consiste en la realista advertencia de que las cosas no funcionan así, que el ser humano no resulta acoger responsablemente su libertad, o disfrutar con el conocimiento? Lo cierto es que ni siquiera los hechos dan ningún apoyo al pesimismo. En la medida en que han sido puestos en práctica, los métodos pedagógicos “nuevos” o “libres” han dado mejores resultados, y todas las pedagogías de los sistemas educativos más avanzados del mundo adoptan esos ideales regulativos. El pesimismo es una actitud apriori, y equivocada.

Las personas que se han educado sometidas a la disciplina ordinaria de la escuela, y que abrigan la creencia de que la educación no puede obedecer a otros principios, reputarán imposible el convertir a un niño en su propio maestro. No obstante, si se toman la molestia de reflexionar que el conocimiento fundamental, el más importante los objetos que le rodean, lo adquiere el niño sin la ayuda de nadie; si recuerdan que por sí solo aprende la lengua materna (…) deducirán, sin duda, que no es desatino el pensar que si los objetos le fuesen presentados en el orden y modo debidos, todo discípulo dotado de capacidad regular podría superar, casi sin auxilio de nadie, las dificultades sucesivas con que tropezara. (…) La necesidad que tiene el niño de que todo se le diga proviene de nuestra estupidez, no de la suya. (Spencer, Ensayos sobre pedagogía, Akal, pg 111)  

domingo, 2 de septiembre de 2012

Mujer y Madre, II


¿Qué hay de la Mujer y la Esencia? ¿Tiene esencia la mujer, en cuanto tal?, ¿es parte de su esencia la Maternidad, y la Crianza? ¿Qué relación tendría eso con el Derecho y la Política?, ¿es la maternidad una rémora para las personas que son mujeres?, ¿necesita, la mujer, para conseguir su completa liberación e igualdad cívica, desligarse de la maternidad y la crianza?

Creo que la mayoría de las personas sensatas involucradas en este debate estarían de acuerdo en la respuesta que tengo por básicamente correcta a todas estas preguntas, al menos si las fuesen tomando separadamente:

- sí, seguramente hay una naturaleza femenina, una manera más femenina de hacer las cosas, una psicología femenina. Y eso se nota en todo o casi todo. De modo que una sociedad ginocéntrica o ginárquica (si las mujeres “mandasen”) sería muy diferente, como parece confirmar, por ejemplo, el estudio de sociedades de primates donde eventualmente “gobiernan” las hembras (porque los machos adultos hayan muerto, por ejemplo, y solo queden jóvenes bajo el control de las madres). Es muy descabellado pensar que todo el arquetipo femenino es construido, desde la nada, por una sociedad patriarcal (por otra parte, ¿el propio varón sería, entonces, una construcción?, pero, en ese caso, ¿una construcción de quién?). La sociedad (que también es una entidad natural) puede favorecer más unas predisposiciones naturales que otras, pero no las inventa. Hay hormonas femeninas y masculinas, y un cerebro femenino y masculino (o, más bien, muchos grados de ser entre lo femenino y lo masculino, pero en gracia a la simplicidad, me referiré a solo los dos polos sexuales –que sí creo que existen-);

- sí, seguramente es de la naturaleza femenina una mayor actitud hacia y aptitud para la maternidad, y para la crianza de los primeros años, como ocurre en muchas otras especies animales, especialmente las más cercanas a nosotros. Es muy lógico que las hembras humanas tengan capacidades innatas relacionadas con la cría;

- lo que no quiere decir que una mujer que no geste y críe sea “menos” mujer o se haya realizado menos (porque hay, seguramente, varios rasgos de mujer no necesariamente asociados con la maternidad), y, mucho menos, que no se haya realizado como persona (como no deja de realizarse como persona quien, pese a tener aptitudes naturales para la música, no llega a dedicarse nunca a ella);

- pero, que la maternidad y crianza estén naturalmente más asociadas a la mujer, no debería significar, de ninguna manera ni en ningún sentido, que la mujer tenga ni un solo derecho menos, ni un peso político menor (como de hecho ocurre), ni que, por tanto, en pro del derecho de las personas sea deseable la eliminación de la diferencia sexual, quizás de lo femenino. La maternidad y la crianza no deberían suponer una merma de derecho, como no lo supone (o no debería suponerlo) la pianística o la agricultura;

- lo que, a su vez y sin embargo, no quiere decir que no haya rasgos, asociados habitualmente a lo femenino y lo masculino (rasgos de sumisión, y rasgos de violencia y dominación, respectivamente), que sería deseable mitigar o incluso eliminar (médicamente, si es preciso), si se quiere conseguir una sociedad de personas realmente libres y respetuosas (tal como puede ser deseable mitigar o eliminar la predisposición, insita a casi todo humano, al consumo compulsivo y a la violencia);

- y tampoco, el que el sexo no deba suponer falta de derecho, quiere decir que no habría maneras cualitativamente diferentes de hacer política, siendo unas más femeninas y otras más masculinas;

- la falta de emancipación de ciertos grupos de personas (por sexo, raza, clase, etc.) es, por tanto, contingente, debida a factores políticos (apoyados en factores naturales, sí, pero no necesarios), falta de emancipación que hay que combatir sin combatir la actividad o dedicación asociada a la cual iba la dominación;

- y, por último y sobre todo, el que la mujer esté (si lo está) “naturalmente” asociada a la crianza, tampoco significa que una persona tenga obligación de asumir y realizar en su vida ni la feminidad que le ha tocado en suerte, ni, por tanto, lo que pueda ir asociado esencialmente con ella. Cualquier opción vital, para ser moral, tiene que ser elegida libremente. Contra la naturaleza no deseada, siempre se puede recurrir a la cirugía.

La mayoría sensata, repito, podría estar de acuerdo con estas cosas. En especial, la mayor parte de las y los que somos o creemos ser feministas. Ni las (más de las) feministas de la igualdad quieren decir que la maternidad sea intrínsecamente antiemancipadora (lo que rechazan es la identificación impuesta -de forma que se considere como inauténtica a la mujer que no se entrega a la maternidad-, y la falta de autonomía económica y, por tanto, la dependencia efectiva que en la sociedad actual va asociada a la mujer), ni las feministas de la diferencia pretenden (en general) que toda mujer necesite ser madre para realizarse (lo que rechazan es la demonización política de la maternidad, de manera que resulte que la única forma de ser ciudadana es renunciando a ella y parecerse al varón).

Repetiré un  poco todo lo anterior. Empecemos por el tema de la esencia: “esencia de mujer”, como decía un anuncio publicitario. ¿Hay una naturaleza de la mujer? Creo que es evidente que hay, psicológica y fisiológicamente, rasgos que caracterizan a las mujeres y a los hombres. Hasta dónde lleguen esas diferencias (si afectan a nuestras maneras de pensar y comprender las cosas, o se quedan “más abajo”) es una cuestión interesante. ¿Tienen, las mujeres, por naturaleza, una manera de ver las cosas más pacífica, cuidadosa, “afectiva”, horizontal…, frente a la forma competitiva, jerárquica, “racional”, vertical? ¿"Si las mujeres mandasen, / en vez de mandar los hombres, / serían balsas de aceite, / los pueblos y las naciones", según cantaba la zarzuela? ¿Tiene la mujer, incluso, “otra lógica” diferente a la falogocéntrica?

Quizás sí, o quizás no, o no así. Pero lo importante, para nuestro asunto, es darse cuenta de que, sea o no que las mujeres tienen ciertas características naturales diferenciadoras, y por profundas que estas sean, eso no puede obligar a ninguna mujer o individuo presuntamente mujer, a tener que atenerse a o cumplir con esa presunta naturaleza. La verdadera “naturaleza” de las personas es la libertad, y esta naturaleza no está subordinada a ninguna otra naturaleza, más que a lo que le parezca mejor. Todas las predisposiciones naturales de uno están ahí, además de para ser vividas, para ser cambiadas, si así se quiere. Aceptar que existen naturalezas o predisposiciones propias de este o aquel (tipo de) ente, no es aceptar que sean inamovibles o rígidas: hacemos hipótesis acerca de si este o ese ente participa de este o ese tipo de esencia, y no hay ninguna lógica que lleve desde esto a la obligación de responder a esa esencia. La auténtica esencia de un ser es la que va descubriendo o desenvolviendo activamente. En el caso de un ser racional, el “mandato divino” de conocerse a sí mismo solo puede consistir en descubrirse y hacerse eso mismo, persona (o sea, como racional, según el racionalismo; el voluntarismo sustituirá la racionalidad por la voluntad de voluntad).

¿Entonces, para qué sirven las esencias? Sirven. Aunque la naturaleza está para ir descubriéndola y haciéndola, o para cambiarla si se quiere, es bueno conocer nuestra pre-naturaleza o predisposición natural. Si uno sabe que tiene una predisposición genética o natural a, por ejemplo, la violencia y la competición (como también a la paz y la colaboración), podrá comprenderse mejor y cambiarse más eficazmente. No es inteligente negar lo que existe, y parece que no hay duda de que existen predisposiciones naturales. Pero, además, ¿por qué habrían de ser malas todas, ni la mayoría de, nuestras predisposiciones naturales? Más bien cabe esperar que tengan mucho de buenas, y que vivir conforme a ellas sea una buena manera de vivir, por más que sea deseable pulirlas y adaptarlas. Al fin y al cabo, de alguna manera hay que rellenar a la persona abstracta y racional.

Por tanto, el problema no es que las mujeres, como todo, tengan ciertos rasgos esenciales “por naturaleza”, mientras esos rasgos estén subordinados al supra-rasgo natural que es la libertad. Las feministas de la igualdad acusan de “esencialismo” al feminismo de la diferencia, pero ¿son ellas menos esencialistas? Si rechazan la identificación esencial de la mujer con la maternidad es, al fin y al cabo, porque la identifican esencialmente con la persona política, con el ciudadano. Ciertamente, esta esencia (de ciudadano) es menos densa que la de ser madre, guerrero, etc., pero también es más vacía o formal. No hay muchas cosas concretas que hacer siendo simplemente “ciudadano”.

¿Cuál es, entonces, el problema con la libertad de la mujer y la maternidad? El problema es la asociación, contingente e impuesta (o consentida) políticamente, pero sobre todo injusta, de maternidad y dependencia-subordinación, o lo que es lo mismo, de maternidad y falta de derecho. Todos los que reivindican la igualdad política y jurídica de las personas con independencia de su sexo o género, tienen que estar fundamentalmente interesados en desconectar maternidad y subordinación, no maternidad y mujer.

El feminismo de la igualdad solo necesita rechazar dos cosas:

  • que la maternidad venga socialmente impuesta o inducida a las mujeres (no que haya que rechazar la asociación natural entre mujer y maternidad)
  •  que la maternidad esté socialmente asociada a la dependencia económica (y, por tanto, esencial) respecto de algún otro, es decir, que la maternidad no sea reconocida como una actividad buena, útil, productiva.


El feminismo de la diferencia (sobre todo en su versión radical) necesita una defensa más interesante de la igualdad. Al fin y al cabo, si la mujer es radicalmente otra que el hombre, no debería querer aceptar o adoptar la política del hombre, el derecho del hombre, la sociedad del hombre. ¿Significa eso que no quede ningún aspecto en que quepa reivindicar la igualdad, un aspecto político y jurídico común al hombre y a la mujer? La mejor opción filosófica aquí, creo yo, es el concepto de lo ético-político defendido por Derrida y otros contra-falogoncentristas. Al referirse a la Democracia, Derrida ha hablado siempre de la “democracia por-venir” que es algo que nunca llega ni puede llegar, aunque tampoco es una ideal regulativa a lo kantiano: la Democracia, en sentido radical, es una noción lógicamente imposible, esencialmente aporética, i-lógica, porque supone la aceptación del Otro, del más radicalmente otro (sin ponerle condiciones, de ideología, lengua, sexo, raza… ni de nada), pero, a la vez, otorgándole una absoluta igualdad con uno. ¿Cómo se puede acoger a lo completamente extraño? Sin embargo, solo este acogimiento es un verdadero acogimiento, un don, porque no tiene chiste acoger a nuestro igual (que es acogernos a nosotros mismos –véase, por ejemplo, Políticas de la amistad-). De la misma manera, hay quizás algún lugar sin lugar donde la diferencia sexual permite la i-lógica y puramente ética “igualdad”, o una cierta y radical justicia (si no derecho –que es ya algo racional y, seguramente, falocéntrico-). Yo, personalmente, no me acogería a este discurso de la diferencia radical, pero tampoco al discurso de la igualdad abstracta. De todas formas, dejaré mi opinión al respecto para otra ocasión, porque me interesa ahora resaltar aquello en que muchos o todos podríamos estar de acuerdo, pese a ideologías y filosofías muy distintas.

Hasta ahora no ha habido una auténtica emancipación de las personas con independencia de sus características naturales. La emancipación humana (o lo que llevamos de ella) es de momento solo una emancipación a nivel del ciudadano como mero ciudadano abstracto (a veces parece que solo como contratante o mercader –si no como guerrero-), y apenas ha afectado a la “carnalidad” de las personas. No ha habido, en especial, apenas emancipación en lo doméstico y lo familiar. ¿Es que es “esencialmente” imposible llevar la libertad y el derecho al interior de la familia, porque, como creía Hegel, al ser el reino de lo afectivo, la familia no puede, “por naturaleza”, poseer la libertad cívica? No lo creo. No la ha habido por razones contingentes: por la imperfección de la emancipación humana. Lo doméstico ha sido desatendido por la política moderna ilustrada, asociado a lo prácticamente apolítico. El precio que las madres han tenido que pagar para promocionar políticamente ha sido su enajenación en cuanto mujeres, enajenación fundamentalmente involuntaria e impuesta.

¿Por qué labores como la especulación bursátil, la enseñanza o la fontanería son habitualmente objeto de remuneración, con disposiciones políticas al respecto, pero las “labores domésticas” quedan en el limbo de lo no-cuantificable? ¿Por qué una mujer que quiera dedicarse a la maternidad (que es del interés vital de toda la sociedad) tiene, o bien que depender, económica y por tanto esencialmente, de otras personas (generalmente “su hombre”), o bien tener que simultanear un trabajo con la maternidad y la crianza (lo que es visto, además, como una situación defectuosa, una falta -de marido-?). Las sociedades más avanzadas (los estados del norte de Europa) tienen medidas de cobertura de la maternidad (a veces un año de baja laboral), pero todavía muy insuficientes (y las oligarquías neoliberales no tienen grandes proyectos de mejorar la situación, sin duda).

Como ejemplo de la paradoja (más paradójico aún porque a casi nadie llamó la atención), recuerdo que el gobierno español, hace unos años, estableció una “ayuda” para las madres que trabajaban: ¡para las madres que no tenían trabajo o simplemente trabajaban en casa, no llegaba ninguna ayuda! El patriarcalismo sigue muy enraizado en nuestras mentes. Una mujer que, con todo derecho natural, quiera dedicarse a la maternidad, tiene en contra casi toda la estructura ideológica de la sociedad, y solo tiene “a su favor” a su peor enemigo, es decir, a la Iglesia, que jamás reclamará la independencia económica de la mujer que se dedica a la crianza, porque su idea es que la mujer debe ser siempre sierva del hombre.