lunes, 24 de septiembre de 2012

Izquierda y Derecha, II


¿Qué es Izquierda y Derecha en política? Al preguntarme esto (el comienzo está en la entrada anterior) intento preguntar cuál es la principal dialéctica, polaridad o lucha política. Para ello, por supuesto, tomo los términos ‘izquierda’ y ‘derecha’ en un sentido muy amplio, pero creo que no arbitrario ni muy diferente a lo que, en su esencia, quieren decir cuando se les usa habitualmente para designar las dos familias ideológicas más contrapuestas.

He argumentado, de momento, que ser de izquierda o de derecha no es en principio ni fundamentalmente la lucha de pobres contra ricos, ni de progresistas contra conservadores, ni siquiera de igualitaristas frente a libertaristas, aunque en cierto modo y grado también es todas esas cosas. Podría ser que la dialéctica política fundamental no fuera la única divergencia política relevante, sino que se intersectase con otras no reducibles a ella: en principio, asumiendo el uso habitual que se hace de los términos, no parece incompatible ser de izquierda y ser rico e incluso creer que hay formas lícitas de diferencia de riqueza, o ser de derechas y pobre e incluso creer que no debería haber grandes diferencias de riqueza; tampoco parece incompatible ser de izquierdas y tradicionalista o de derechas y progresista; no parece incompatible, siquiera, ser de izquierdas y defensor a ultranza de la libertad individual, o ser de derechas y defender la igualdad social. De hecho, hay personas para cada uno de esos tipos. Sin embargo, también es posible que a partir de la polaridad política fundamental se deduzca, para cada una de las otras disensiones, una posición más coherente que la otra. En ese caso, no sería pura coincidencia que a lo largo de la historia la mayoría de los movimientos y partidos políticos de derecha hayan estado y estén mucho más del lado de los ricos, hayan sido y sean conservadores y hayan sido y sean más libertarios que igualitaristas, mientras que las características de la mayoría de la gente de izquierdas son más bien las contrarias.

Mi intención es, primero, ofrecer, mediante acercamiento gradual, una caracterización lo más intensa o relevante posible de la dialéctica política fundamental, y constatar después en que medida otras divergencias políticas se deducen de allí o no. Sería esperable, decía en la entrada anterior, que las creencias habituales al respecto sean básicamente razonables, aunque no hay que excluir, claro está, posiciones políticas relativamente incoherentes. En lo que resta de la presente entrada propondré una caracterización, a mi juicio relevante pero incompleta y superable, de la principal divergencia en política. En una futura entrada intentaré una respuesta mejor.

¿Cuál es la dialéctica política fundamental, la esencia de la lucha política, digamos? Para responder a esto hay que situarse en el problema político principal. Supondré, como ya apunté en la anterior entrada, que la cuestión política, en esencia, es la cuestión de la Justicia, es decir: cuál es el orden más justo, o sea,

[Problema de la Justicia política:] Cuál es la (mejor) manera de organizar(se) (a) las personas, de manera que cada uno tenga lo que le corresponde, lo “justo”, lo correcto o debido, y no se produzcan situaciones de injusticia o no debidas, en que se lesionen los derechos de algunos, que no tendrían lo que les corresponde.

Por supuesto, esto presupone la existencia de un derecho “natural” o suprapositivo, es decir, anterior lógicamente a la legislación positiva que de hecho pueda establecer este o aquel grupo humano. Las legislaciones tácticamente existentes recibirían su validez de y en la medida que respondiesen a lo que se pudiera argumentar como derecho natural o racional. No voy a discutir aquí esto (como ya he dicho otras veces en este blog, no creo que haya alternativa al iusnaturalismo: si derecho fuese solo o principalmente lo que está fácticamente establecido –por cierto, ¿por qué procedimientos?, ¿cuándo decir que algo es derecho establecido: cuando cuenta con la fuerza para hacerse respetar?-, cualquier cosa es derecho en la misma medida en que está establecido, luego no cabe calificar de injusta ninguna situación efectiva: quien hace crítica política está presuponiendo que la legitimidad es irreducible a la legalidad y a cualquier respuesta fáctica).

Mi posición, como se ve por lo que considero la principal cuestión política, es también no-utilitarista: la justicia es anterior e independiente al (presunto) beneficio que para cualquier número de personas pudiera tener tal o cual régimen. Un régimen político que beneficiase a la mayoría pero supusiese una injusticia para con solo una persona (negándole, por ejemplo, la igualdad de derecho) no sería un régimen un ápice más justo que si perjudicase a todo el mundo. Tampoco me detendré en ello. De todas maneras, esta discusión es quizás bastante irrelevante para lo que estoy tratando, puesto que la mayoría de los utilitaristas piensan que una situación política injusta es casi siempre contra-útil a largo plazo, así que el utilitarista tiene fuertes razones para defender la justicia.

Pero si el problema político es la Justicia, ¿qué es (lo) (más) justo? Las principales respuestas a esta pregunta serán las teorías políticas principales. Ahora bien, ¿se puede precisar algo más la cuestión, y cómo? Sí, podemos definir el término ‘justo’: 

es de justicia, diremos, que cada uno tenga lo que le corresponde, “lo suyo”: a cada uno, lo suyo. 

(Ahí hay que entender el “tenga” en el sentido más general posible, incluyendo por ejemplo que uno tenga la posibilidad de hacer esto o lo otro, dentro del marco de la justicia, es decir, sin lesionar lo justo de otros).

Ahora la pregunta es: ¿qué le corresponde a, o es de, cada uno? Esta sería la cuestión política fundamental. ¿Hay que situar ya aquí, entonces, las respuestas políticas, o aún se puede avanzar algo más en el acuerdo y llevar más al límite, por tanto, la diferencia? Es tentador ofrecer ya aquí las dos respuestas políticas divergentes más fundamentales:

  • una diría que es de cada uno (o le corresponde) aquello que ha conseguido con su esfuerzo o su trabajo, con su actividad, y que la ley y la política nace, solo o principalmente, para proteger ese fruto legítimo del trabajo, y, si acaso, para garantizar también que las condiciones en que uno puede trabajar y ganarse lo suyo sean ni mejores ni peores que las del otro (pues sería, quizás, una especie de “robo a priori” que algunos tuviesen condiciones naturales mejores que las de otro –supuesto que no aceptemos que Dios haya dado a algunos tal o cual lugar fértil o desértico-, con lo que el segundo podría reclamar que el fruto de su trabajo está condicionado negativamente respecto del otro). 
  • la otra respuesta, en cambio, diría que es de cada uno, no lo que se ha ganado con el trabajo o esfuerzo, sino lo que necesita para vivir “dignamente” una vez que ha dado de sí todo el fruto de su actividad que puede dar. La sociedad, según esta segunda visión, es no solo una necesidad o fortísima conveniencia humana (lo que también es para la –mayor parte de los que comparten- primera respuesta), sino también la obligada garante de que las diferencias individuales (debidas a diversos factores, muchos de ellos no-voluntarios sino aleatorios o casuales) no suponen la pobreza o vida indigna de otros. El Estado debe estar continuamente redistribuyendo los frutos del trabajo, no atendiendo tanto a la libertad como a la necesidad.

Desde luego, cada una de esas respuestas deja mucho margen a posturas diferentes, más o menos extremas, en su interior:

Los que sitúan el origen de lo justo en el trabajo libre (no coaccionado ni impedido) pueden diferir mucho en cuestiones como si, por ejemplo, el fruto del trabajo solo debe revertir legítimamente sobre uno mismo, o bien puede traspasarse al hijo (por herencia, por ejemplo) o a algún otro humano (donación, etc.), en cuyo caso desde (lo más tardar) la segunda generación ya habrá desigualdad en las condiciones iniciales de trabajo entre sujetos, y lo más probable será el crecimiento de las diferencias y la consolidación de las jerarquías, deseosas por tanto de y tendentes a perpetuarse y “conservarse”; o pueden diferir en la cuestión de si el territorio donde uno habita y trabaja viene otorgado y delimitado por cuestiones históricas (o sea, una forma colectiva de herencia, que es esencial en el nacionalismo político) o, más bien, es en principio todo de todos y por tanto es de justicia que todos puedan tener al menos una vez un territorio equivalente al de cualquier otro (cosmopolitismo o globalismo); o podrían, sobre todo, diferir, y mucho, acerca de si tal cual falta de habilidad es un impedimento externo de uno o es, simplemente, parte de su naturaleza.

En la izquierda, definida como lo hemos hecho (a cada uno según sus necesidades, una vez que uno haya hecho según sus posibilidades) habría también mucho (aunque me parece que menos) margen para la discusión: ¿qué es lo que realmente uno necesita, más allá de lo que crea necesitar?, ¿qué es lo que uno puede dar de sí?, ¿qué métodos son los correctos para estimular o motivar a cada uno para que dé de sí lo que pueda dar?, ¿y hasta dónde hay que intentar sacárselo: no es preferible que haya un buen margen de libertad, que conllevaría también una mayor posibilidad de pobreza y desigualdad?

Esta caracterización de divergencia política se acerca bastante, creo yo, a lo que podríamos llamar la dialéctica política fundamental o última. De ella se pueden deducir varios otros rasgos propios, habituales de la derecha y la izquierda: prioridad de la libertad frente a prioridad de la igualdad, iniciativa privada frente a control social, jerarquización frente a homogeneización social, primado de la competencia frente a primado de la cooperación, etc.

Es posible, no obstante, que bastantes personas de izquierda (socialdemócrata) se vean más bien en el extremo más blando de la primera opción (un liberalismo muy cargado de proteccionismo social para los que han tenido mala suerte o no han “sabido” hacerlo mejor) que en la segunda opción (un socialismo “real”, por blando que sea). Sin embargo, hay que tener en cuenta que las opciones políticas siempre están algo desplazadas hacia el lado dominante. La sociedad moderna es básicamente liberal, y hace más excéntricas las posiciones socialistas extremas (los comunitarismos) que las posiciones libertaristas extremas (el anarcoliberalismo). Por eso, las personas “sensatas”, hijas de su tiempo, se sitúan políticamente respecto de una excéntrica.

Pero, aunque la caracterización ofrecida de la dialéctica de la justicia política (“lo que me he ganado trabajando” / “lo que necesito”) parece y es importante, pienso que hay que llevar la cuestión algo más allá de esa dualidad. Creo que esa dialéctica no va al fondo de la política, porque no va a la esencia de lo que es una vida humana buena y digna, sino que se queda a medio camino. Esa dualidad se basa en la distinción y separación de libertad y necesidad. La postura de derechas o liberal, así entendida, cree que es justo que yo haga y tenga lo que “quiera” “libremente”, lo necesite o no (o necesitarlo se reduce a desearlo); la izquierda cree que es justo que tenga lo que “necesito”, lo desee yo o no (debería desear lo que realmente necesito). Ambas posturas malentienden la libertad y la necesidad, las cuales, como dijo Hegel, deben identificarse:

la libertad no es, como se figura el liberal de la primera respuesta, ausencia de impedimento para realizar deseos de los que no se puede dar una justificación racional (valga el pleonasmo). Ese es un concepto “formal” o más bien vacío de la libertad. Un ser racional que tiene deseos no racionalizados es un ser incompleto, y una sociedad que tiene como único o principal fin garantizar esa “libertad” es una sociedad humana incompleta: una sociedad sin educación, es decir, sin educación moral, que es lo único que, yendo más allá de la instrucción o adiestramiento en algo técnico, es educación de la persona. Sin embargo, el liberal tiende a ver la educación como una coerción o manipulación, pues tiene el efecto de volver imposibles o muy difíciles los deseos espontáneos. Pero lo que es verdadera falta de libertad es la falta de educación acerca de qué es lo que es uno y qué debería, por tanto, desear. Hay maneras coercitivas de educar, desde luego, pero la educación moral no es, en sí misma, coerción sino, al contrario, liberación, es decir, un favorecer que aflore la racionalidad de la persona. Téngase en cuenta que aquí el libertarista no puede argumentar así: “¿¡A ti qué te importa si yo quiero o no aflorar mi racionalidad integral!? ¡Tú limítate a respetar mis deseos!”. No puede argumentar así porque la única razón para que se respete su derecho es que se le considere un ser racional y se reconozca como obligatorio respetar la racionalidad: no respetamos los deseos de un loco sino que intentamos curarle, y no hay un derecho natural-no-racional, sino que el derecho es asunto de entidades racionales. ¿Por qué habríamos de respetar los deseos (“libertad”) de un ser que rechaza justificar plenamente sus actos? Desde luego, podríamos decidir aceptar un derecho de mínimos, pero no hay ninguna obligación para quedarse ahí. Es más, puede justificarse que es una obligación (una necesidad normativa) para cualquier ser inteligente ayudar a otros a que realicen su mejor naturaleza, es decir, educarles. Hasta como cuestión de caridad, la sociedad está legitimada a no tolerar (no habría que decir “respetar”) los deseos irracionales de un ser presuntamente racional.

-Por su parte, la izquierda de la necesidad puede creer permitirse despreciar la libertad como siendo apenas algo más que un desmandado deseo egoísta de prosperar por sobre y pese a los demás. Pero la tenencia de algo no querido voluntariamente, por muy necesario que les parezca a otros que es para nosotros, es realmente una esclavitud, y no un fruto del derecho racional. Si la Justicia solo pudiese ser impuesta, sería, para un ser libre por naturaleza, peor que la muerte. Un estado totalitario no es un estado político, pues los ciudadanos no pueden realizarse como tales, sino que están anulados. El socialismo legítimo debería centrar sus fuerzas en educar a los ciudadanos, para que quieran racional y motivacionalmente la igualdad más que las desigualdades, la colaboración más que la competencia, etc. Curiosamente, también buena parte de la izquierda considera a la educación como una coerción, pero como una coerción necesaria, porque para ella todo, en cierto modo, es necesario. Esta visión también debe ser superada.

Para entender más adecuadamente la Justicia, la Libertad y la Igualdad no tenemos más remedio que ir más al fondo de lo que es una naturaleza racional. Seguiré con esto en una próxima entrada.

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