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Sócrates (S), Wertíades (W) y Querefonte (Q)
S.- Todos tenemos que pensarlo. Y, si para nosotros mismos
es primero investigar esto, lo mismo me parece que hay que decir de los niños,
¿no?
W.- Puede ser.
S.- Porque, queridos amigos, ¿de qué nos sirve la destreza
en manejar instrumentos precisos, si no sabemos con ninguna precisión para qué
queremos usarlos? ¿Es bueno poner una ballesta en manos de un chimpancé…?
Q.- Has definido perfectamente a nuestra sociedad.
S.- Pues solo razonando arreglaremos eso. Hemos convenido
antes en que, para llevar una vida buena, el hombre necesita, además de comida,
techo, seguridad para los suyos y algunos lujos, también y sobre todo de la
justicia. Y que por eso hay que enseñar a los pequeños, no solo cómo ganarse lo
primero sino también, y sobre todo, cómo ser lo segundo (que es, en verdad, lo
primero).
W.- Eso has dicho.
S.- Y tú, amigo, también tú lo has dicho, salvo que digas
ahora lo contrario. ¿No dices nada? Bien, entonces supongo que estás de
acuerdo, y crees que la escuela debe ser un lugar donde se eduque a personas reflexivas
y honestas, usando ese mismo método, el de la reflexión y la justicia.
Q.- Pero, Sócrates, lo que hace este es lo contrario, ya que
ayuda, con el dinero de todos, a los colegios de doctrinas más cerradas,
mientras condena a la escuela estatal a ser un simple lugar de instrucción para
el trabajo de los pobres. Y es que, aunque se ve como obligado a seguirte en
las buenas palabras, este hombre no cree lo que has explicado, sino que cree
que somos solo animales muy inteligentes en busca de una mayor satisfacción y
poder. Él lo llama mérito y excelencia, pero es lucha y poder lo que entiende.
Tú mismo has oído como concibe el mérito, que se empeña en no distinguir de la
riqueza. De la misma manera concibe la excelencia, y hasta la justicia, que no
es para él más que permitir a unos explotar a otros.
S.- ¿Por qué te empeñas tú, Querefonte, en rebajar sus
ideas?
Q.- Mira lo que dispone en su ley. ¿Puede creer que la moral
es algo muy importante, cuando desaparece todo rastro de ella en la escuela,
gracias a su ley, mientras que se amaestra a la gente para que se deje exprimir
por un poco de pan y circo?
S.- En eso, muchacho, no es mal representante de los
ciudadanos, me temo. ¿Quiénes entre tus vecinos ocupan mucho tiempo y atención
en pensar cómo deben vivir?
Q.- Cierto, Sócrates, tienen bastante con asistir a los
gimnasios y seguir a sus deportistas preferidos y a sus aduladores.
Precisamente porque lo que falta, como tú repites incansablemente, es
educación, sobre todo en nuestro triste país.
S.- Pero, Querefonte, recuerda que estamos en una democracia,
donde todos somos adultos y no necesitamos que nos digan por dónde tenemos que
caminar.
Q.- ¿Crees, Sócrates, que en la democracia no tiene ninguna
cabida lo que tú consideras auténtica educación?
S.- Está bien, muchacho, tienes razón, y yo me contradigo… Pues,
ya que tenemos la suerte de estar aquí con quien, diga lo que diga el pobre
pueblo ignorante, puede ordenar que eso cambie, y se presta amablemente a
dialogar con nosotros, ¿por qué no le recordamos lo que dices?
Q.- Hazlo, a ver si eres un santo y lo consigues.
S.- No tengo la intención de cambiar a nadie, sino de
aclarar mis ideas, si puedo. Volvamos a lo nuestro. ¿Cómo concibes tú al hombre,
amigo? Fíjate en que, si no aclaras esto, te haces acreedor, a mi juicio, de
todas las críticas y pancartas de Querefonte.
W.- ¿Qué es el hombre? No soy filósofo, insisto, pero, dejando
a un lado nuestras creencias, todos podemos estar de acuerdo en que, como tú
mismo dijiste, somos unos seres inteligentes que quieren prosperar y ser libres
para desarrollarse como deseen.
S.- Muy bien, has hablado como un filósofo. Y, como es
propio de nuestra civilización democrática, crees que la libertad es lo más
grande que existe bajo el cielo.
Q.- ¿¡Y quién va a decir que es mejor la esclavitud!? ¿Te
crees que los partidos sociales no quieren que todos seamos libres?
S.- Nadie se atreve a decir que la libertad no sea un bien.
Pero, por eso mismo, amigos, la diferencia estará en cómo entendamos esa noble
idea. Así que debemos esmerarnos en aclararlo. Hemos dicho hace un rato que la
libertad no hay que entenderla como capricho, sino como el deseo de lo que es
bueno por naturaleza y de acuerdo a la razón, ¿estás de acuerdo?
W.- Sí.
S.- Magnífico. Quienes no estén de acuerdo con esto tendrán
que ver la escuela como un intento de incrustar algo ajeno e irracional en las
cabezas de los demás. Pero tú y yo, y Querefonte, creemos que libre no es el
ignorante, y no llamaremos libre a cualquiera que parezca tener deseos. El
conocimiento será una condición imprescindible para ser libre. Y no me refiero
solo a los conocimientos concretos o técnicos, sino al de lo bueno y lo justo,
en la medida en que se pueda por medio de razones y tolerancia, como presumimos
en Atenas frente a los súbditos persas.
W.- Así es, estamos más avanzados.
S.- Por eso es gran falsedad decir que quienes, no habiendo
disfrutado apenas de educación, se entregan a una forma de vida que a nosotros
nos parece primitiva y torpe, son dueños de sus deseos y han elegido libremente
eso, y que se merecen lo que tienen. Y es una escuela y una sociedad
completamente injusta y antidemocrática la que no se dedica con todas sus
fuerzas a corregirlo.
Q.- Así es. Pero estos vienen a decir que los niños que proceden
de los barrios más pobres han elegido no estudiar, sino trabajar como siervos
casi analfabetos.
S.- ¿¡Cómo van a decir eso, Querefonte!?
Q.- Sócrates, no hacen ninguna ley para compensar el peso de
la pobreza, sino al contrario, se limitan a juzgarlos y separarlos cada vez más
temprano, como si hubieran elegido con total libertad su pobre destino.
W.- Quienes se esfuerzan, en lugar de hacerse las víctimas,
salen adelante.
S.- Sí, si se esfuerzan mucho más que sus compañeros hijos
de padres ricos y cultivados. ¿O te arrepientes de lo que concediste hace un
rato, o sea, que si la mayor parte de los hijos de los ciudadanos más pobres
suelen seguir los pasos de sus padres, no es porque eso se herede en la sangre,
ni tampoco por falta de mérito, puesto que este ni se hereda ni se puede
demostrar cuando las circunstancias de uno y otro son diferentes? ¿Tienes algo
que desmentir de aquí?
W.- Sigue, que se está haciendo tarde.
S.- Bien. Pero no tenemos prisa, así que si queremos volver
atrás para examinar algo que no quedó bien iluminado y demostrado, nosotros, a
diferencia del sol y de los oradores, podemos retroceder y dudar, o bien
podemos volver mañana.
W.- No me sobra tiempo. Hoy estáis hablando conmigo de
casualidad.
S.- Sigamos, pues. Decimos que no es libre el ignorante. Pero
¿qué más hace falta para ser libres y dueño de nuestros actos? Porque si fuese
el conocimiento lo único que hace a uno mejor que otro, se seguiría, entre
otras cosas, que nunca seríamos mejores por nuestro mérito ni peores por
nuestra culpa, ya que nadie es autor de su inteligencia, ¿me entiendes?
W.- Sí.
S.- Creo que piensas que los hombres, además de
inteligencia, tenemos deseos, movidos por el dolor y el placer.
W.- Así es, y me admira que lo reconozcas, porque parecía
que negabas eso.
S.- De ninguna manera. Yo mismo tengo la sensación de pensar
una cosa y desear otra muy a menudo. Eso hace que gente perspicaz como Sófocles
o Eurípides tengan materia para su arte, ¿no crees?
W.- Sí.
S.- Sin embargo, si esa fuese toda la historia, tampoco
tendríamos todavía a ningún culpable ni ningún merecimiento, porque ¿qué culpa
tiene uno de tener unas pasiones más fuertes que su razón? Creo, por tanto, que
tienes en la cabeza todavía un tercer personaje, el verdadero héroe de la
historia: la fuerza de voluntad. ¿Estás de acuerdo?
W.- Desde luego, lo más importante es tener iniciativa, ser
emprendedor.
S.- Solo en ella, en la voluntad, podría residir la libertad
para hacer esto o lo otro. El conocimiento está condenado a llamar verdad a lo
que ve como tal, y no puede mentir. Los deseos, por su parte, están condenados
a seguir sin dudar lo que encuentran deseable. Pero la voluntad puede,
escuchándolos a los dos, darle la razón a uno o al otro, a la inteligencia o a
los deseos. Este personaje interior es el culpable de toda nuestra verdadera
maldad y el merecedor de todos los elogios.
W.- Estoy de acuerdo.
S.- ¿Quieres que estemos de acuerdo también en cómo funciona
todo eso, y cómo podría educarse?
W.- Claro.
S.- La historia es esta: por un lado la inteligencia nos
dice que tenemos que luchar para prosperar en la vida, pero resulta que, contra
ello, los deseos nos recomiendan quedarnos en el sofá. En casos así, quien
tiene una voluntad fuerte y valiente se resiste a la tentación y se comporta
esforzadamente aunque le duela, mientras que el de voluntad débil cae, y se
gana que le llamemos malo, perezoso y egoísta.
W.- Así es, por fin estoy del todo de acuerdo contigo en
algo.
S.- Estupendo. Veamos cómo actúa la sociedad, al respecto. Si
queremos que el perezoso y malvado se corrija, le devolvemos daños por cada
satisfacción que obtenga en su egoísta debilidad, y es a eso a lo que llamamos
castigo: si sacó beneficio quedándose tirado en la cama o robando, sacará el
perjuicio de quedarse castigado en su cuarto o perder la mano. De esa manera,
no deseará perecear o robar más, porque no le saldrá rentable, y se verá
obligado a ser animoso y respetuoso por miedo a las consecuencias. Al valiente
y emprendedor, en cambio, le daremos premios, para que su valentía se vea
reforzada y no se sienta tentado por la pereza y la cobardía. ¿Te parece bien
esto?
W.- Bastante bien. Mucho mejor que pensar que la culpa es de
cualquiera menos mía.
Q.- ¡Robos y castigos! En verdad, Sócrates, se llama robo al
del miserable, y se le encarcela o cuelga; pero es noble ganancia la rapiña del
rico.
S.- Pero Querefonte, estamos hablando de lo que debería ser,
no de lo que es.
Q.- Estos del partido de los ricos no quieren que sea robo
el robo grande, porque no quieren siquiera lo que debería ser, sino lo que es.
S.- Esas son cosas tuyas. Si quisieran lo que es, no
tendrían nada por lo que luchar.
Q.- Quieren que lo que es, sea más todavía, perpetuarlo.
S.- Hacen bien, si creen que es bueno. Pero, si te parece, acabemos
este relato. ¿Aplicamos a la escuela el método que acabamos de decir? Bien. Entonces,
a los niños más perezosos les castigaremos, para que no saquen beneficio de su
pereza, o les daremos por imposibles si ni eso funciona. En cambio, a los
obedientes y disciplinados, a los que se esfuerzan por hacer cuanto les
pedimos, les premiaremos, les alabaremos y les pondremos medallas, y les
recordaremos que así todo les irá bien, y esto servirá de ejemplo para ellos
mismos y de los otros.
Q.- ¡Qué bonito mundo, con buenos recompensados y malvados
castigados!
S.- Pero no olvidemos que antes de todo eso hay que haberse
asegurado completamente de que ninguno está siendo presa de peores
circunstancias, porque en ese caso no es posible evaluar su fuerza ni su mérito
o culpa, ya que no es lo mismo cargar con una ostra que con un obelisco.
Q.- ¡Esa salvedad se les olvida antes incluso de pensarla!
S.- ¿Estamos, al menos, de acuerdo en que el ser humano
funciona como acabamos de decir?
Q.- Yo no, porque te he oído otras veces.
W.- ¿Por qué no termináis de refutaros ya, que me pueda ir a
casa?
S.- Puedes irte cuando quieras, amigo, si nos das por
imposibles. Yo seguiré hablando un rato con Querefonte, que no sé qué
recompensa quiere sacar de no dejarme ir a dormir. Bien, Querefonte, yo tampoco
consigo estar de acuerdo con lo que he pintado. No creo que hayamos dado una
buena descripción de lo que pasa en el alma. Y tampoco creo que pueda salvarse
así la querida idea de mérito del señor ministro.
Q.- ¿Por qué, Sócrates? Vuelve a explicármelo.
S.- Antes de nada, esa misma idea de mérito me parece propia
de gente ignorante y soberbia, porque ¿quién se merece haber nacido con la
voluntad, fuerte o débil, con la que ha nacido? ¿Puede alguien atribuirse lo
que es, como si se hubiese creado desde la nada? …a no ser que el mérito sí que
fluya desde los primeros padres, o más bien los mismos dioses, hacia nosotros. Pero
solo he oído que se herede el pecado…
Q.- El mismo libro religioso al que dicen seguir los
sacerdotes que este tanto aprecia, dice que no debemos juzgar. Pero estos ejercitan
una gran hipocresía para con sus creencias, y se mienten a sí mismos con tanta
soltura como mienten a los demás.
S.- De todas maneras, y dejando aparte a los dioses, se me
hace muy difícil entender qué es esa facultad o virtud que, diga lo que diga la
inteligencia, hace por su cuenta esto o lo otro, y que, sin embargo, queremos
distinguir del capricho. ¿De qué sirve todo el conocimiento del mundo, si la
voluntad es libre cuando rechaza todo lo razonable que se le diga? Esto nos
lleva otra vez a la irracionalidad. Por eso, prefiero otro cuadro, que he oído
a algunos que parecían sabios, aunque son muy pocos.
Q.- Vuelve a pintarlo, aunque sea como un boceto.
S.- Me inclino a creer, con esos pocos, que todo el mundo
hace, en todo momento, lo que cree mejor, y que nunca nos falta fuerza para
hacer aquello que vemos deseable, sino que nos falta convicción de que lo sea.
¿No has visto cómo los que eran perezosos o débiles para algo, de pronto dejan
de serlo, y lo hacen animosamente?
Q.- Sí.
S.- ¿Y no has observado, también, que lo que no consiguieron
mil castigos o mil promesas de premios, lo consigue un solo pensamiento? ¿Qué
ha pasado en su alma, entonces? Me parece que ocurre lo siguiente: antes no
veían que eso fuera bueno, aunque todo el mundo lo creyera así. Por eso, no lo
hacían libremente, sino como empujados. Pero, si alguien se detuvo a
explicarles claramente por qué era así, o bien lo descubrieron ellos solos, en
el diálogo que traemos siempre con nosotros mismos, entonces se despertó el
resorte suficiente para ponerlo en práctica.
W.- ¿Entonces, según vosotros, no hay personas con una
voluntad más fuerte que otras, ni nadie es mejor que nadie?
S.- ¿¡Sigues aquí!? Muy bien. Te respondo, amigo, que no lo
creo. Pero si eso fuese así, si hay personas dotadas por la naturaleza con una
voluntad siempre presta a hacer lo que ven bueno, mientras que otras nacen
desajustadas y su querer va por otro camino que su pensar, yo no las llamaría
dueñas de sí mismas, ni las consideraría culpables. Por tanto, tampoco
consideraría meritorias a las primeras. Pero, mientras no vea otra cosa, creo
que lo que ocurre siempre o casi siempre es que unas personas ven unos motivos
que no ven otras.
Q.- Pues, Sócrates, debes saber que este no cree en eso de
la motivación. Al revés, se burlan de ella, él y los suyos, como de cuentos
blandos.
S.- ¿¡Cómo no van a creer en los motivos!? ¿Creen en la
falta de motivos, acaso?
Q.- No, sí que creen en motivos, pero no en los que dices tú
(o sea, que quien vea lo mejor lo seguirá) sino solo en ese que has pintado
antes, en el de los premios o castigos, y en el estímulo de ser mejor que los
demás, porque ven la vida como una lucha en medio de la escasez.
S.- ¿Qué dices, Querefonte?, ¿cree este hombre, según tú,
que los poetas, músicos, matemáticos, y también los zapateros y criadores de
caballos, hacen lo que hacen para recibir cualquier otro premio, o para ser
mejores que los demás, y que así debe ser también en la educación?
Q.- Que te lo desmienta él mismo, si sabe.
W.- ¿No crees tampoco que el objetivo de conseguir lo que
deseamos es lo importante, y que la competencia, si es sana, es un estímulo
para hacer mejor las cosas?
S.- Amigo, ¿quién puede no creer que el objetivo que
perseguimos es el motivo de que lo persigamos? El asunto está en cuál es el
objetivo que perseguimos. ¿Tú dices que el fin y la manera adecuada de hacer
las cosas es conseguir alguna otra, del género de las recompensas, incluida esa
gran recompensa que es la satisfacción de sentirse admirado por los demás?
W.- El honor es un móvil para los hombres.
S.- Yo en cambio creo que solo hacemos bien lo que hacemos y
nos hacemos mejores a nosotros mismos, cuando hacemos cada cosa por ella misma,
despreciando, como una sobra, cualquier otra recompensa y la opinión que puedan
hacerse de nosotros los que no lo entienden. En cambio, pienso yo, viven como
esclavos quienes todo lo hacen para conseguir dinero o lo que se puede comprar
con él, y me parece que solo los humanos más mezquinos e ignorantes sacan algún
estímulo de ser mejores que los demás. ¿Cómo podemos dirimir esto?
W.- Todo el mundo sabe, desde niño, que la competición con
otros sirve para estimularte y hacerte mejor a ti.
S.- ¿De manera que Fidias, por ejemplo, no habría hecho lo
que hizo si no fuese porque tenía el motivo de vencer a otros?
W.- Seguramente: esa es nuestra naturaleza.
S.- Y ¿cómo podríamos averiguarlo?
W.- ¿Qué, que Fidias pensaba en sobresalir y ser alguien
importante, y no de la masa?
S.- Sí, eso, que no se dedicaba a su arte solo por el arte
mismo.
W.- Preguntándoselo, si estuviera vivo.
S.- Sin embargo, si es como dices, no sería necesario
preguntárselo.
W.- ¿Cómo?
Q.- Claro, si lo hace bien, es que lo hace por ganar a los
demás, y si lo hiciera solo por sí mismo, lo haría peor.
W.- Bueno, no es que sea necesariamente así…
Q.- Cualquiera que conozca a un artista, o a cualquier
persona que hace las cosas bien, sabe que dirán lo contrario que este.
S.- Bien, pero en lugar de fiarnos de una encuesta, o de la
buena opinión que tiene uno de sí mismo, pensemos en cómo debe ser la cosa:
¿cómo podría ayudar ese estímulo que dices, el honor, a hacer bien lo que
hacemos? Y lo mismo te pregunto para cualquier otro motivo de los que llamas
recompensas y castigos, en general. ¿Cuando el músico está concentrado, poseído
por las musas, le ayudará en algo acordarse de lo que puede recibir o de cómo
le considerarán sus paisanos, o más bien todo eso le distraerá?
W.- No le ayudará en ese momento, pero sí antes.
S.- ¿Dices que Eurípides, antes de enfrascarse en un drama,
se prepara pensando en cuánto va a ganar, y sobre quiénes va a quedar primero?
W.- Es muy posible que sí.
S.- Sí, es posible. Pero ¿es bueno y deseable? Antes de que
le visite la musa, ¿en qué modo eso le ayuda a componer una buena tragedia?
¿Puede decirle cómo tiene que construir el verso, o al personaje? ¿Hará que la
musa se sienta más proclive a visitarle?
Q.- Al contrario, las musas no visitan a los mezquinos.
S.- Si, en vez de estar pensando en eso, Eurípides solo
pensase en las tragedias ¿crees que sería mejor o peor poeta?
W.- Quizás mejor.
S.- ¿Así que el motivo de lo que uno va a ganar o lo mejor
que va a ser, solo sirve cuando no se presenta, pero cuando se presenta,
distrae?
W.- Bueno, eso puede servir para los artistas, quizás, pero
no para cualquier trabajo, de los que tenemos necesidad. ¿Quién va a desear
cuidar el ganado o recoger las patatas, si no es a cambio de otra cosa o al
menos del respeto de los demás?
S.- ¿Quieres decir que hay labores, tales como criar animales
o plantas, o ser político o maestro, que se llevan a cabo mejor, o simplemente
se llevan a cabo, si las concebimos como medios para conseguir otras?
W.- Desde luego, por lo menos las primeras que has nombrado.
S.- ¿Qué objetivo tienen los criadores de caballos o de
ovejas, según tu parecer?
W.- Prepararlos, precisamente, para que sean mejores en la
carrera o en la guerra, y para que den leche y lana.
S.- ¿Y el objetivo de los cultivadores de plantas?
W.- Que nos den mejores frutas.
S.- ¿Y no crees que puede haber dos tipos de criadores de
animales y plantas? Uno de ellos tiene como fin conseguir que el caballo gane
las carreras y la oveja dé leche, y les haga de paso a ellos ricos o famosos.
El otro tipo, menos frecuente, es el de los que crían y cuidan a los caballos
porque les gustan, y quieren que el caballo sea y viva lo mejor posible, pero
no por otra cosa, ni porque sea mejor o más feliz que otros caballos. ¿Cuál
crees que criará mejor a los caballos, o a las ovejas y las plantas?
W.- Supongo que el segundo, si existe.
S.- Claro, porque el que piensa en los animales y plantas
para extraer otra cosa, o bien las cuida como corresponde a su naturaleza,
olvidándose de cualquier otro fin e imitando, pues, al que los cuida porque los
ama, o bien, si deja que un afán extraño se cuele en su labor, seguramente hará
peor al caballo o a la planta, acelerando de mala manera su crecimiento o
engorde, y cosas así, ¿no es cierto?
W.- Es posible.
S.- Luego, no hay ninguna labor que se lleve a cabo mejor si
se hace por otra cosa que ella misma.
W.- Puede ser lo que dices, en el ideal, pero ¿quién es así?
Muchas cosas hay que hacerlas a la fuerza.
S.- Pero hablamos, no de qué es, sino de qué querríamos que
fuese. Y esto vale mucho más en tu caso, puesto que eres legislador y jefe de
los maestros. ¿Qué ministro hará mejor su tarea, quien gobierna pensando solo
en la justicia y la felicidad, o quien piense en las ganancias que obtendrá en
su puesto, o la opinión que se harán de él los demás? ¿En cuál de esos géneros
quieres estar tú?
W.- En el que tú, desde luego.
S.- ¿Y no piensas lo mismo respecto de la educación? ¿A cuál
de las dos crianzas de caballos, de las que hablábamos, compararías tú la cría
y educación humana? ¿Educamos a las personas para algo, o por sí mismas?
W.- Lo segundo.
S.- Por tanto, los buenos educadores, sean padres o
maestros, no educan para conseguir un premio en la carrera de sus educandos,
sino por ellos mismos; y los niños se educan mejor cuando no esperan un premio
o castigo, sino cuando se identifican con lo que hacen. Y esto ocurre, si no
estoy equivocado, cuando comprenden lo buena y deseable que es cada cosa que se
les presenta. Porque, aunque haya, como dices, cosas que hacemos a la fuerza,
esto es lo menos deseable, y siempre debe depender de algo que queramos por sí
mismo. Entonces ¿cómo hemos de hacer, no lo de cuidar caballos y ovejas, ni lo
de componer tragedias, ni siquiera lo de gobernar y educar, sino lo de ser humanos?
¿Cómo haremos lo de vivir, lo haremos también por una recompensa?
Q.- Eso es absurdo. Una persona no es un instrumento.
W.- Eso es verdad.
S.- Por tanto, un legislador debería poner sus miras en que
todo el mundo haga aquello que ama y ame aquello que está haciendo, como él mismo
ama la justicia, y no la riqueza o el honor. Porque hacemos mejor las cosas
cuando las hacemos por ellas mismas.
Q.- Es del todo cierto.
S.- Pero ¿y a nosotros: cuándo nos hacemos mejores nosotros?
¿Mantienes lo que dijiste hace un rato: que es más valiosa la justicia y la
sabiduría que cualquier otra cosa?
W.- Sí.
S.- ¿Pero también sostienes que los premios y los castigos
nos hacen mejores?
W.- Son necesarios.
S.- ¿De modo que, por conseguir lo peor, hacen los mejores
lo mejor, y así se hacen mejores?
W.- ¿Cómo?
S.- Porque si uno estudiará los números o las letras o la
política para evitar un dolor o, como mucho, conseguir algo como dinero, fama,
o alguna otra golosina, de las que tú mismo reconoces que son inferiores a la
justicia y el saber, estás diciendo que uno se comporta como un esclavo, que se
aviene a hacer lo mejor (es decir, conocer los números, las letras y las leyes),
no porque lo crea mejor, sino porque espera conseguir un bien inferior o
incluso porque teme sufrir un daño menor al que supone no hacer lo que le
conviene hace.
W.- ¡Ojala fuéramos como dices!
S.- Es que, amigo, tienes una idea oscura de lo que somos.
Ya lo percibí al principio, cuando dijiste que por naturaleza tendemos a hacer
lo menos posible, como si fuésemos piedras cayendo. En cambio, yo pienso (no sé
con cuanta base) que los seres humanos, como todos los demás seres, nacemos con
un ansia innata de saber y ser buenos, de ser lo mejor posible. Pero no, te
repito, mejores que otros: solo los necios sacan alguna satisfacción de ser
mejores que otros, cuando ni siquiera es algo de lo que sean dueños. Quien
quiera educar a un ser libre, no le enseñará a esforzarse para conseguir otras
cosas, menos aún si esas cosas son del tipo del dinero (con el que no se puede
comprar ni la amistad, ni la justicia ni la sabiduría), ni ser mejor que nadie.
Pero quien cree que somos esclavos solo puede educar esclavos. Y ese, amigo, no
te ofendas, creo que es tu pensamiento. Si estoy equivocado, me gustaría que me
enseñaras la verdad, aunque sea a palos.
W.- Yo no enseñaría a palos. Y tampoco tengo nada que
enseñarte, porque tú has pensado mucho más que yo en eso.
S.- Muy poco, y mucho menos de lo que necesito. ¿Quieres que,
antes de que te deje ir en paz, te cuente una historia? Se la escuché a un
Extranjero, que estuvo unos días aquí, en nuestra ciudad, durante las
Panateneas. En una conversación que tuve con él se me ocurrió contarle la
fábula que le oí un día a Protágoras, según la cual (debes de conocerla) los
dioses nos dieron la inteligencia para que nos sirviese de herramienta, como a
los otros animales dio un pellejo duro, un caparazón, unas uñas o unos grandes
colmillos. Este hombre, que parecía experto en mitos, me desmintió
enérgicamente esa fábula, llamándola “cuento de mercaderes ignorantes”, y me contó
la versión auténtica, según él. Lo cierto, al parecer, es que, cuando los
démones fueron encargados por Zeus para que figurasen seres en este mundo, se
le encomendó a Prometeo que fabricase él al más inteligente de los animales (o
a la forma más inteligente entre ellos –porque se previó que las almas
circulasen entre ellos, como si fuesen una única savia vital-), uno capaz, le
pidió Zeus, no solo de sobrevivir aquí en el mundo del cambio, sino que además
tuviese luces como para preguntarse por lo divino, verdadero y justo, y
comprenderlo cuanto sea posible mientras el alma ocupa un cuerpo en movimiento.
No fue que se quedaron sin uñas y cosas así (¿cómo podrían los dioses quedarse
sin abastecimiento?), sino que todo eso sobraba en un animal destinado a la
sabiduría. Por ello, después de dar forma a un cuerpo adecuado, Prometeo subió
al Olimpo y recibió del principal de los olímpicos (no lo robó, como dice la
ignorante fábula) el fuego de la inteligencia. Lo introdujo en la cabeza de los
hombres en mayor proporción que la que hay en cualquier otro animal (aunque
todos ellos tienen parte de esa luz), y refulgió enseguida en su mirada y empezó
a animar sus movimientos. Con esa luz, una vez que se ajustase a los medios
materiales, los hombres acabarían reconociendo y amando todo lo que hay, cada
cosa en su modo propio. Según ese Extranjero nuestra construcción sucedió hace
muy poco, medido el tiempo desde arriba, y estamos solo al comienzo de la
leyenda. Pero avanzamos más despacio por la siguiente razón: la vista, que nos
fue dada para mirar todo el universo y ver en él un reflejo de nuestra propia
inteligencia (pues era imposible hacer un ser natural que mirase directamente
hacia sí mismo), al estar algo borrosa por la sangre y otros fluidos que debió
usar Prometeo para componernos (más o menos como los alfareros mojan sus
cacharros), no era capaz de distinguir cada cosa correctamente y mezclaba unas
con otras, y así llegan a nuestra mente, produciendo sombras. Una de estas
sombras mentales es precisamente la idea de que el conocimiento está hecho antes
que nada para sí mismo, sino que tiene que servir para algo extraño; otra
sombra parecida es la de que lo que no puede comprarse no tiene valor, cuando
es más bien al contrario, que solo lo que no se puede intercambiar por objetos
(incluido el oro), solo eso tiene verdadero valor. Pero, según el Extranjero,
esto son disfunciones propias del comienzo, y los hombres, mediante el
conocimiento y el amor que le es propio, acabarán la historia como está
prevista. Me dio bastantes otros detalles de aquel tiempo futuro, pero no
quiero cansarte más. ¿Qué te parece este mito?
W.- En verdad, dices cosas profundas y preguntas de una
manera sutil, y no sé bien qué pienso, después de hablar contigo.
S.- No sabemos qué pensar ni dialogando con nosotros mismos.
W.- ¿Qué es lo que pretendes tú, cuando te lías a preguntar
a un ciudadano?
S.- Hablar contigo es hablar conmigo, pero de forma que es más
difícil mentirme. Aunque así me gano algunas enemistades, que no sé cómo
acabarán, porque algunos son de los que tienen dinero y poder como para comprar
la justicia y la libertad, según opina el vulgo.
W.- Yo no seré de los que te acusen. Prefiero decirte que
pensaré en todo lo que has dicho.
S.- En lo que has dicho tú, amigo. Piénsalo. Y, si también
te es posible, no actúes vehementemente, antes de pensar, como parece inducirte
a hacer tu propio nombre, no sea que, sin querer, causes que el mundo llegue a
la conclusión de que se hizo peor a tu paso, cosa que nunca será verdad.
Q.- ¿Qué quieres decir con eso de su nombre?
W.- Creo que se refiere a que el segundo de mis dos nombres
propios significa, en lengua itálica, fogoso.
Q.- ¡Pues te viene como anillo al dedo, sobre todo desde que
has llegado al poder!
W.- Prefiero creer en mi apellido, o sea, el nombre que
heredo de mi padre, que, en lengua germánica significa “valor”.
S.- Pero ten cuidado, porque, si no recuerdo mal, también
significa “precio”. Y, sin embargo, un poeta hispano dijo alguna vez que es de
necio confundir una cosa con la otra. Piensa a qué significado te piensas
atener.
W.- Así lo haré, si puedo.