viernes, 2 de agosto de 2013

Tertulia sobre el WERTÍADES, en el Ateneo

La legislación de la Educación española está a punto de dar un giro ideológico-pedagógico radical que, a mi juicio, supondría, de prosperar, su mayor perversión. Donde hasta ahora se buscó (por más que, por muchos motivos, no se consiguiera tanto como fuera de desear) la igualdad y equidad, y una pedagogía basada en la implicación intelectual y emocional del alumno en lo que está aprendiendo, se pondrá ahora un sistema discriminador, elitista, competitivo, mercantilista, heterónomo y destinado, como descaradamente decía el primer borrador de la LOMCE, a ser el motor de la competitividad de la economía. Las materias artistas, humanísticas y filosóficas, son preteridas en favor de las más científico-técnicas, y la pedagogía se pliega al espíritu más depredador y vulgarmente meritocrático, al de la mera instrucción o adiestramiento. Solo un Sócrates podría salvarnos de la caterva de estos sofistas, completos ignorantes de todo lo que tiene que ver con lo humano, el conocimiento y la libertad. Es muy probable que, si hubiese un Sócrates entre nosotros, el mercader volviese a envenenarlo, como hiciera hace casi dos mil quinientos años.

El día 10 de Agosto, en el Ateneo de Madrid, a las 18.00 h, leeremos fragmentos del "Wertíades o del
mérito", y debatiremos del asunto.


jueves, 18 de julio de 2013

Naturaleza, Razón y Justicia. O de la no-teoría política de Spinoza

Imaginemos que un tratado de Medicina comenzase diciendo que, puesto que todo existe y ocurre según una ley de la Naturaleza (o Dios, si se quiere), por naturaleza no existe la enfermedad, y que la salud de cada uno es lo mismo que el estado fisiológico en que uno está o tiene poder para estar, de manera que la enfermedad es una mera opinión humana, debida a que, por su finitud y desconocimiento de las causas de todo, el hombre no comprende en qué sentido todo es como tiene que ser. O imaginemos un tratado de Teoría del Conocimiento que comenzase diciendo que por naturaleza no existe el error, puesto que todo el mundo cree lo que tiene que creer, dadas las causas completas del mundo, y que los prejuicios forman parte de nuestra naturaleza tanto como lo hace el sano uso de la metodología científica.

Pues así es como comienza, en el Tratado Político, la fundamentación que propone Spinoza del Derecho y la Justicia. Puesto que –razona Spinoza- de la esencia de las cosas naturales no se sigue su existencia, el poder por el que existen y actúan es el mismo poder de Dios (léase la Naturaleza, si se quiere) por el que son creadas. Y, puesto que el derecho de Dios es lo mismo que su poder: 
“Cada cosa natural tiene por naturaleza tanto derecho como poder para existir y para actuar.” (Tratado Político, II, 3 –cito por la edición de Atilano Domínguez, en Alianza editorial-)

Por naturaleza, no hay pecados ni injusticias, pues serían pecados e injusticias de Dios mismo. Por naturaleza uno tiene derecho a intentar todo lo que desee, y tiene derecho a hacer todo lo que tiene poder para hacer. Si tengo fuerza suficiente para esclavizar a los demás, y ese es mi deseo, tengo el derecho natural. El derecho natural, dice Spinoza, no prohíbe sino lo que nadie desea. 
“Por consiguiente, cuanto nos parece ridículo, absurdo, o malo en la naturaleza, se debe a que solo conocemos parcialmente las cosas y a que ignoramos casi por completo el orden y la coherencia de toda la naturaleza y a que queremos que todo sea dirigido tal como ordena nuestra razón. La realidad, sin embargo, es que aquello que la razón dictamina que es malo, no es tal respecto al orden y las leyes de toda la naturaleza, sino tan solo de la nuestra” (II, 8)

Si lo conociéramos todo, lo comprenderíamos. Auschwitz no estaría mal. De hecho, fue bueno y justo, visto sin parcialidad y desde el punto de vista de la sustancia única y total, de Deus sive Natura, puesto que fue obra de Dios o la Naturaleza mismo. 
“Se sigue, además, que cada individuo depende jurídicamente de otro en tanto en cuanto está bajo la potestad de este, y que es jurídicamente autónomo en tanto en cuanto puede repeler, según su propio criterio, toda fuerza y vengar todo daño a él inferido y en cuanto, en general, puede vivir según su propio ingenio” (…) “Tiene a otro bajo su potestad, quien lo tiene preso o quien le quitó las armas o los medios de defenderse o de escaparse, o quien le infundió miedo o lo vinculó a él mediante favores, de tal suerte que prefiera complacerle a él más que a sí mismo y vivir según su criterio más que según el suyo propio” (II, 9 y 10)

Y lo mismo, por supuesto, vale para las sociedades, que son, por naturaleza, enemigas unas de otras: 
“Por tanto, si una sociedad quiere hacer la guerra a la otra, y emplear los medios más drásticos para someterla a su dominio, tiene derecho a intentarlo, ya que, para hacer la guerra, le basta tener la voluntad de hacerla” (III, 13)

Desde luego, este es un extraño y, diríamos, bárbaro concepto de Derecho Natural… aunque es el bárbaro concepto de derecho natural que no tienen más remedio que asumir todos los naturalistas y positivistas. Pero no es solo bárbaro porque justifique algunas cosas que consideramos moral y políticamente injustificables, sino porque, en realidad, justifica cualquier cosa, con tal de que ocurra, o sea, porque no permite justificar ninguna (o no permite justificar discriminadamente, unas y  no otras): todo es justo. No distingue, de hecho, entre Hecho y Derecho, entre lo que ocurre y lo que es justo.

¿Qué sentido tiene, entonces, a esas alturas, el concepto de Derecho? ¿Qué sentido tiene decir que, en Dios, el derecho es lo mismo que el poder? ¿Cómo podría distinguirse una cosa de la otra, entonces? ¿Son, en términos absolutos y no parciales, dos meros nombres para lo mismo, Derecho y Poder? ¿No sería mejor, entonces, decir que en la Naturaleza (o para Dios, o desde una perspectiva absoluta) no existe el Derecho? En verdad, Spinoza expresa el más crudo y brutal de los positivismos, con esa extraña vestimenta de (pan)teológico.

Por “naturaleza” no existe la enfermedad (todo es todo lo sano que puede), ni el error (todo cognoscente comprende cuanto puede), ni el pecado (todos hacen cuanto pueden y desean) (Tampoco, según su “ética”, existe la libertad, pues todo está omnímodamente determinado, lo que no impide, no obstante, al filósofo, dar consejos y prescripciones de cómo debería uno conducirse). Sin embargo, la gente va al médico con la intención de que su salud no sea cualquiera; y la gente suele preocuparse por seguir un “adecuado” método de conocimiento (un orden geométrico, por ejemplo) que le garantice que tiene creencias correctas, y no cualquier creencia que le suceda o quiera Dios que le ocurra. Y lo mismo pasa con la justicia: la gente considera unas cosas más justas que otras. ¿Es solo, como dice Spinoza a estas alturas, por su ignorancia de las causas completas, de modo que el conocimiento de estas le mostrarían que el estado en que estaba al considerarse enfermo, ignorante o injusto, no era peor que aquel al que quiere llegar, ya que ambos se siguen del poder de Dios con la misma necesidad?

Obviamente, Spinoza no tiene hasta aquí una teoría política (ni terapéutica, ni teorética, ni ética, ni de ningún tipo), porque no tiene manera de distinguir lo válido de lo que no lo es. Falta lo esencial para una teoría política, es decir, el elemento normativo o ideal, el debería-ser. De hecho Spinoza se va a afanar a continuación por construir una teoría de la Justicia y del Estado, en el interior del cual ya exista el “pecado”. Inútilmente. En ningún momento va a conseguir distinguirlo de lo meramente fáctico, no va o producir lo normativo y prescriptivo, lo racionalmente obligante. Al fin y al cabo, todo lo que acabe ocurriendo será lo que debería ocurrir, y cualquier deseo o prescripción en contra es fruto de nuestra ignorancia.


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¿Por qué la gente, y los filósofos, suelen pensar que no todo aquello para lo que se tiene poder, está justificado y se tiene derecho a ello, ni siquiera “por naturaleza”, lo mismo que no creen que cualquier estado fisiológico en que se hallen es tan bueno como otro,  ni que todo lo que uno crea o diga es correcto con solo que tenga fuerza suficiente para creerlo y decirlo? Porque la gente y los filósofos creen que la naturaleza del hombre es una naturaleza racional, y esto implica que es normativa, y discrimina entre lo correcto y lo incorrecto (verdadero – falso, justo –injusto…), estableciendo una distinción entre lo que sucede y lo que debería suceder (lo que sucede que uno cree o uno hace, y lo que uno debería creer o hacer). Pero Spinoza rechaza desde el principio que la naturaleza del hombre sea racional más que irracional (como podría rechazar, análogamente, que su naturaleza corporal sea más bien la salud que la enfermedad, la vida que la muerte): nos mueven tanto los prejuicios y las pasiones, como la razón. Por tanto, el poder natural “o derecho” del hombre no debe definirse por la razón, sino por cualquier tendencia “natural” suya (de manera similar, el conocimiento de los hombres no debería definirse por la razón, sino por cualquier creencia, proceda de donde proceda –prejuicios, imaginaciones-, o la salud del hombre no debe definirse por lo sano, sino por cualquier patología que le advenga, porque todo es parte de su salud): 
“Muchos, sin embargo, creen que los ignorantes más bien perturban que siguen el orden de la naturaleza, y conciben que los hombres están en la Naturaleza como un Estado dentro de otro Estado. Sostienen, en efecto, que el alma humana no es producida por causas naturales, sino que es creada inmediatamente por Dios y que es tan independiente de las demás cosas que posee un poder absoluto para determinarse y para usar rectamente de la razón. La experiencia, no obstante, enseña hasta la saciedad que no está en nuestro poder tener un alma sana más que tener un cuerpo sano”. (II, 6)

Spinoza malinterpreta aquí la teoría de la racionalidad “natural”, como si esta dijese que el hombre tiene, efectiva y fácticamente, el poder absoluto de conducirse racionalmente, cuando lo que, en realidad, dice la teoría (platónica, aristotélica, etc.) es que el hombre tiene esa potencialidad y ese fin, esa esencia, y que es para él un deber procurar conducirse racionalmente. Spinoza no logra o no quiere distinguir lo actual de lo potencial.

Nuestro filósofo “demuestra” que los hombres no son por naturaleza racionales, porque en ese caso faltaría una justificación de su conducta irracional. Los hombres no fueron alguna vez completamente racionales y luego se volvieron parcialmente irracionales, como los conocemos hoy en día. Apelar a una “caída” es no comprender en absoluto la libertad, confundirla con la contingencia, porque un ser verdaderamente libre, es decir, determinado por la razón, no habría caído nunca en la irracionalidad. ¿Cómo, pudiendo ser más perfectos, elegir serlo menos? Cuanto más libre fuese el hombre, más conscientemente tenderá a conservar su ser.  La teología, pues, no explica el pecado. Sin embargo, este argumento se basa en el intelectualismo moral de Spinoza, según el cual la Voluntad no puede contravenir a la Razón, y no en el origen natural o no del hombre.

El argumento de Spinoza contra la tesis del pecado natural, solo es válido de hecho contra una concepción naturalista de la  naturaleza, para quien confunda fundamento con historia. Si llamamos naturaleza, no a lo que simplemente ocurre, sino a lo que debería ser de acuerdo con las nociones que nos permiten incluso entender lo mismo que sucede, y que tienen un esencial carácter normativo y potencial, entonces la teoría del pecado cambia. Al menos (si aceptamos el intelectualismo moral) se salva una teoría del error, es decir, de lo que ocurre pero no debería ocurrir.

Lo que tenemos en Spinoza, "disfrazado" de Dios, es, decía, el más crudo naturalismo, es decir, la casi total falta de profundidad de idea de Naturaleza, y un retroceso a la barbarie desde las filosofías platónica y aristotélica a las filosofías materialistas y mecanicistas, propias de algunos presocráticos y de la concepción galileana. En la edad moderna, la naturaleza ha sufrido una caída, un intento de reducción, al lenguaje más crudo y vacío de las matemáticas y la mecánica. Todo lo que no encaja ahí, es ilusorio.

Compárese esta teoría naturalista moderna con una teoría aristotélica  acerca de, por ejemplo, la salud. Según esta, por naturaleza es sano para el cuerpo todo pero solo aquello que le permite realizarse según su entelequia y teleología propia, y es por naturaleza enfermedad todo lo que va contra su fin propio. Por tanto, existen por naturaleza (por la naturaleza propia de un vivo) la enfermedad y la salud. O veamos una teoría del Conocimiento capaz de contener el concepto de validez: por naturaleza es correcta aquella creencia que procede de la razón y el uso cuidadoso de los sentidos, y es una opinión incorrecta la que no puede justificarse lógica o empíricamente, etc.

La teoría aristotélica natural del derecho dirá, paralelamente, que por naturaleza es bueno y justo lo que está de acuerdo con la “naturaleza” o entelequia o esencia del hombre, de modo que no todo lo que ocurre, aunque sea lo que tenía que ocurrir desde el punto de vista de la naturaleza como un todo, es bueno y justo referido al hombre. Pero no por mera subjetividad del hombre, sino porque puede ser, en principio, que lo que es bueno o indiferente desde el punto de vista más vacío, no lo sea desde que existe una evaluación con profundidad y espíritu.
 
Unos ciento cincuenta años antes del libro de Spinoza que estamos leyendo, Francisco de Vitoria escribía, en De potestate civili
“Pues bien: ante todo, hay que reparar en lo que el mismo Aristóteles enseña: que no sólo en la naturaleza, sino absolutamente en todos los asuntos humanos, su necesidad ha de considerarse en razón de su fin, por cuanto que es la primera y más importante de todas las causas. Principio este -ya fuera formulado por Aristóteles o recibido de Platón- que constituye un poderoso recurso para la Filosofía y proyecta una extraordinaria claridad sobre los problemas. En efecto, los filósofos anteriores, no sólo los ignorantes y ayunos de erudición, sino los más destacados de los que recibieron este nombre, atribuían a la materia la necesidad de las cosas. Para usar el ejemplo del propio Aristóteles, es como si alguien juzgase que una casa estaría construida necesariamente de determinado modo no porque así convenía a los usos humanos, sino porque los materiales pesados, por su propia naturaleza, se sitúan abajo, mientras que los más ligeros se colocarían por encima. (…) Hemos, pues, de preguntarnos e investigar cuál es el fin en vistas al cual ha sido instituido el poder, del que ahora nos ocupamos.” (F. Vitoria Relectio de potestate civili, edición de J. Cordero Pando, Consejo superior de investigaciones científicas, Madrid, 2008)

La naturaleza aristotélica tiene potencialidad y profundidad, esencia y telos; la spinoziana y moderna en general, es plana y (casi) meramente actual: es natural solo lo que ocurre, no lo que es propio de una especie y debería ocurrirle. Ya Aristóteles luchó contra los megáricos, para quienes no existe lo potencial. Entonces ¿uno no es músico cuando no lo ejerce? En realidad, ni siquiera el actualismo más plano puede prescindir del concepto de potencialidad, el de lo que los filósofos modernos llaman contrafáctico. Aunque se le intenta reducir al mínimo posible.

Todos los conceptos teleológicos y que contienen potencialidad y profundidad, son disueltos desde la base. Uno muy importante en la política (como en la ética), y que Spinoza se molesta en tratar, es el de la promesa o compromiso. La sociedad política se basa en el compromiso (no en la mera acción actual). Pero ¿cómo se justifica la promesa? Según Spinoza, una promesa dura lo que dura la voluntad de cumplirla, es decir, lo que dura el poder del receptor de la promesa para causar su cumplimiento: 
“La promesa hecha a alguien, por la que alguien se comprometió tan solo de palabra a hacer esto o aquello que, con todo derecho, podía omitir o al revés, solo mantiene su valor mientras no cambie la voluntad de quien hizo la promesa. Pues, quien tiene la potestad de romper la promesa, no ha cedido realmente su derecho, sino que solo ha dado su palabra” (II, 12)

Por tanto, nadie puede, en verdad, hacer una promesa: pues si puede física o fácticamente incumplirla, tiene “derecho” a hacerlo; pero si no puede incumplirla, no es una promesa. Esto muestra, de manera concreta, que el factualismo spinozista es completamente incapaz de salvar cualquier concepto del terreno de lo normativo y teleológico, es decir, incapaz de construir una verdadera teoría política (y ética. Y, en realidad, incluso física –pues no hay naturaleza alguna, por básica que sea, sin nociones no meramente factuales-).

La distinción entre fáctico y normativo, natural e ideal, es fundamental para construir un derecho. ¿Cómo se las intenta apañar, entonces, Spinoza, sin ella, para introducir la Justicia y la posibilidad de pecar o hacer el mal, a partir de una naturaleza donde eso no ocurre, y sin salir nunca de los medios naturales? Mediante la razón, desde luego. Aunque el hombre no es más racional que pasional, es la razón la que crea la Justicia. De hecho, Spinoza, entre titubeos, está dispuesto a aceptar, en cierto modo, que se hable de que es pecado natural lo que va contra la razón: 
 “No obstante, solemos llamar también pecado lo que va contra el dictamen de la sana razón; y obediencia la voluntad constante de moderar los deseos según el dictamen de la razón. Yo aprobaría, sin reparo alguno, esta forma de hablar, si la libertad humana consistiera en dar rienda suelta a los deseos, y la esclavitud, en el dominio de la razón…” (II, 20)
Y algo similar dice cuando, en el capítulo IV, se plantea si la suprema potestad del Estado puede “pecar”: 
“Es frecuente (…) preguntar si la suprema potestad está sujeta a las leyes y si, en consecuencia, puede pecar. Ahora bien, como los términos ley y pecado suelen referirse, no solo a los derechos de la sociedad, sino también de todas las cosas naturales y, ante todo, a las normas comunes de la razón, no podemos decir sin más que la sociedad no está sujeta a ley alguna y que no puede pecar. (…) La sociedad peca, por consiguiente, siempre que hace o deja de hacer algo que puede provocar su ruina. En cuyo caso, decimos que peca en el mismo sentido en que los filósofos o los médicos dicen que peca la naturaleza.” (IV, 4)

Pero en realidad esta es una forma más bien inapropiada de hablar, si no queremos que entre en total contradicción con la tesis inicial.

La Justicia y el Pecado entran en el mundo por obra de la razón humana. La razón nos prescribe ciertas cosas como más deseables que otras. Nos dice, en concreto, que es mejor vivir en sociedad. ¿Por qué? El miedo y el deseo de seguridad es el principal motivo real. Los hombres son enemigos por naturaleza, puesto que están dominados por pasiones como la ira, la envidia, etc., y sería más insegura una vida sin leyes ni prescripciones de lo pecaminoso. La finalidad del Estado es la paz y la seguridad de la vida.

Repárese en que la razón de Spinoza no nos dice principalmente que la sociedad es el único modo de desarrollar la racionalidad y el lenguaje, o el amor, el arte, o todas esas cosas tan nobles… La finalidad del Estado es la paz y la seguridad de la vida. Toda la astucia y el realismo pesimista del pequeño hombre moderno están aquí presentes.

También Vitoria, no obstante, empezaba (siguiendo, por lo demás, a Platón y Aristóteles) por las necesidades más perentorias. No hay grandes diferencias en esto, aunque sí las hay de grado, a favor de los antiguos: 
“Para analizar este asunto hay que tener en cuenta que, así como el hombre aventaja a los restantes animales por la palabra, la sabiduría y la razón, así también a este animal inmortal, eterno y sabio, le han sido negados por la providencia, que todo lo rige, muchos recursos que fueron asignados y concedidos a los restantes animales. Para subvenir a tales carencias y remediar las desgracias, fue absolutamente necesario que los hombres no anduvieran dispersos y errantes por los páramos, sino que, juntándose en sociedades, se prestasen mutuo auxilio. Pues, como dice Salomón: "Ay del solo, porque si cayere no encontrará quien le levante; pero si fueran muchos se ayudarán mutuamente".

Solo en un segundo momento se tiene del todo en cuenta la necesidad racional y lingüística, y no como un instrumento: 
“Además, la palabra, que a su vez es mensajero del entendimiento, y que, como enseña Aristóteles, para este único uso fue dada, y sólo por la cual el hombre aventaja a los demás animales, fuera de la sociedad de los hombres sería inútil. Más aún: incluso si pudiera darse que fuese posible la sabiduría sin usar la palabra, resultaría ingrato y desagradable el propio saber, como leemos en el Eclesiástico”

La razón, añade Spinoza, enseña a mantener el ánimo sereno y benevolente, y esto solo es posible en el Estado, por lo que (insiste en su titubeo) no es tan inadecuado que los hombres llamen pecado a lo que contradice el dictamen de la razón, puesto que los derechos del mejor estado deben estar fundados en este dictamen.

Dado que un individuo no puede, naturalmente, imponer su voluntad a todos los demás, sigue Spinoza, en realidad ningún individuo goza del “derecho” (es decir el poder) natural sobre los demás. Es solo su opinión si cree que tiene ese derecho (o poder). Solo existe derecho humano donde existen los suficientes individuos con la fuerza para obligar a cada uno a cumplir las normas y promesas.

El Derecho no-natural, sino arti-ficial, o sea, aquel en que se distinguen el bien del mal, aquel donde hay pecado, surge, pues, cuando lo justifica o, más bien, produce, la razón, pero en realidad sólo surge cuando se tiene la fuerza para obligarlo.

Atiéndase a lo paradójico de la tesis de Spinoza. Si antes se ha quejado de quienes consideran al hombre, en cuanto dotado de razón, como una especie de isla en medio de la Naturaleza; si, consecuentemente, deberíamos restituir al hombre y sus actos a la Naturaleza, ¿no se sigue de aquí que todo cuanto el hombre hace, incluida la institución de la Justicia, es algo completamente natural? Entonces, ¿cómo decir que por naturaleza no existe más justicia que el poder, sea este justificable racionalmente o no? Habría que decir, más bien, que por naturaleza, la naturaleza humana es creadora de Derecho y Justicia. La razón humana es una manifestación, parcial pero natural, de la Razón divina que dirige toda la Naturaleza. ¿No es Spinoza quien, al introducir la Justicia como un artefacto de la razón (de una razón que no es más natural en el hombre (ni en nada) que la sinrazón), la desnaturaliza? Con el añadido de que, si es verdad que la idea de pecado procede del desconocimiento de las causas, la creación de justicia es solo un acto de ignorancia. Esto, como hemos visto, depende del pobrísimo concepto de naturaleza que Spinoza comparte con los modernos y contra los antiguos. La historia de los próximos años (que ya ha comenzado) será la de la restitución de profundidad a la naturaleza.

Veamos ahora la fuerza obligante de esa institución que es una comunidad de gente capaz de obligar a cada uno a cumplir ciertas normas: 
“Este derecho, que se define por el poder de la multitud, suele denominarse Estado. Posee este derecho, sin restricción alguna, quien, por unánime acuerdo, está encargado de los asuntos públicos, es decir, de establecer, interpretar, y abolir los derechos…” (III, 17)

Pero ¿qué es este pacto o acuerdo unánime? Si uno tiene derecho a romper su promesa si posee la fuerza para hacerlo, el Estado no tiene ninguna potencialidad: se cumple actualmente cuando se cumple, pero no tiene ninguna fuerza normativa. Nadie se compromete a nada, puesto que el derecho natural dice que, si posee la fuerza para evitar el daño de la coerción, no está sujeto a la ley ni a la promesa. El estado natural de cada individuo, advierte Spinoza,  no cesa en el Estado. Por tanto, solo se ha sustituido la fuerza de individuos sueltos por la de un grupo. Aquí no hay lugar para distinguir hecho de derecho, y, desde luego, no hay fuerza normativa alguna, más que la mera fuerza física.

Pero no solo según la naturaleza el estado político no avanza nada. ¿Y según la razón? He aquí la respuesta de Spinoza a si es razonable aceptar el poder: 
“Cabe, sin embargo, cuestionar si no es contra el dictamen de la razón someterse plenamente al juicio de otro, y, en consecuencia, si el estado político no contradice a la razón (…) Ahora bien, dado que la razón no enseña nada contrario a la naturaleza, la sana razón no puede decretar que cada individuo siga siendo autónomo mientras los hombres están sometidos a las pasiones; (…) Añádase a ello que la razón enseña paladinamente a buscar la paz, la cual no se puede alcanzar sin que se mantengan ilesos los comunes derechos de la sociedad (…) Más todavía, el estado político, por su propia naturaleza, se instaura para quitar el miedo general y para alejar las comunes miserias (…)” (IV, 6)
Sin embargo, aquí no hemos avanzado un paso. Para empezar, puesto que es tan natural en el hombre conducirse racionalmente como por otras pasiones (¿y, por qué no hemos de considerar humano normal, pues, a cualquier “enfermo” o “discapacitado” psíquico incapaz de razonar y hablar, o incluso a un cadáver?), no es más natural en el hombre instituir Estado que no. Por otra parte, quien piense que puede eludir la fuerza coercitiva que le obligaría físicamente a “hacer” lo prescrito por la ley (pero ¿puede llamarse “hacer” a algo así?), está plenamente “legitimado” para “pecar”. Por tanto, sigue sucediendo que el derecho no va un paso más allá del poder efectivo, es decir, de la fuerza, del hecho. 
“En la medida, pues, en que quienes nada temen ni esperan, son autónomos, son también enemigos del Estado y con derecho se les puede detener” (IV, 8)

                                               *          *          *

¿Cuál es el sentido de buscar un “origen” “natural” de algo, del derecho por ejemplo (o de la Ciencia, o de la Terapia)? Esto puede entenderse de dos maneras muy diferentes. Si se busca un origen histórico, fáctico (cómo comenzó el Estado, cómo comenzó la práctica de la Ciencia entre los hombres, cómo nació la terapéutica), esto tiene un valor histórico. Sin embargo, cuando buscamos, independientemente de lo que sucediera en la historia, el origen lógico del Estado, de la Ciencia, de la Terapéutica, estamos buscando una justificación. Por qué debería existir el Estado, por qué hay que atenerse al método científico, por qué hay que buscar la salud. Y esto implica conceptos axiológicos, como Justicia, Verdad y Salud. Por supuesto, solo el segundo sentido tiene un valor normativo. Ninguna explicación histórica, psicológica, etc., de cómo los hombres vinieron y han venido dedicándose a la política, a la ciencia o a la terapia, tiene capacidad de decirnos por qué debemos respetar las leyes políticas o científicas.

Spinoza no puede introducir el concepto de Derecho en la naturaleza como Hecho. Incluso si en Dios se identifican Hecho y Derecho (puesto que Dios es la Axiología en sí, lo Bueno en sí), e incluso si todas las cosas se siguen necesariamente de Dios, de aquí no se deduce que en la naturaleza de las demás cosas se identifique Hecho y Derecho.

No obstante, Spinoza apunta, sin ser consciente de ello (de hecho, quiere solucionarla unilateralmente) a una dialéctica esencial, la de lo que Es y lo que Debería-ser. Toda filosofía necesita hacerse cargo de las dos cosas: de un momento por el cual todo lo que es, es lo correcto y bueno. Esta es una perspectiva absoluta, “fanática” si se adopta por parte del hombre. Pero otro aspecto, relativo pero no menos real (real en la medida en que exista realmente más de una cosa), por el que no todo lo que sucede está bien, sino que deberíamos trabajar para mejor.


sábado, 15 de junio de 2013

Dworkin y la Justicia para erizos, I: contra el escepticismo ético

El zorro, cuenta Arquíloco y recordó Berlin, sabe muchas cosas; el erizo solo una, pero una muy importante, y eso le hace invencible. Vivimos en una época zorruna, una época de los más diversos recursos, propia del multimañoso Odiseo. El erizo, ese tipo socrático, parece hoy un charlatán ridículo, incluso peligroso. Pero el erizo tiene la razón. Tiene la razón de la unidad. El erizo cree que todo está conectado, y que los valores constituyen un entramado único y coherente, que debemos buscar incansablemente. Este es el -para un intelectualista moral como es este blog- atractivo punto de partida de Justice for Hedgehogs, Justicia para erizos, de Ronald Dworkin, un gran libro que contiene desde una justificación de la objetivad de la Ética hasta una teoría de la Justicia, pasando por una teoría ética y moral.



Primero se trata de defender la propia validez del discurso sobre los valores. No en vano, una de las mañas más raposas es hacer(se) creer que no hay nada más racional o razonable que nada en cuanto a eso se refiere. Podemos pesarlo y medirlo todo, pero las cosas no tienen en sí ningún valor. El valor queda irremediablemente en el terreno de lo subjetivo. Este nefasto discurso, esencia de nuestro tiempo, es lo que ataca Dworkin en las primeras partes del libro. Un nuevo, honesto y competente ataque al cada vez más rancio pero siempre inmortal relativismo.

Escuchemos un diálogo algo esquelético (invención mía, no culpar a Dworkin):

A.-Creo que el aborto es moralmente incorrecto.
B.-¿Por qué? ¡No habría esperado eso de ti!
A.-¿Por qué no?
B.-No me parece coherente con lo que piensas en general.
A.-Está bien, te diré mis razones, y tú me señalas dónde ves la incoherencia.
B.- Muy bien.
A.- Creo, como estoy seguro que crees tú, que todos tenemos derecho a la vida, sin que los intereses de otros nos impidan vivirla: las vidas de todos valen lo mismo.
B.- Sí, eso creo yo. Y también creo, como tú, que todos tenemos derecho a elegir libremente nuestra vida, sin que se nos dirija ni se nos prescriba cómo vivir.
A.- Estoy de acuerdo. Y entonces…
B.-Entonces debes aceptar, conmigo, que las mujeres tienen derecho a decidir su vida, sin que les digamos lo que tienen que llevar en el vientre.
A.- Lo malo es que un embarazo es un caso muy especial, porque involucra la vida de otro ser humano.
B.- Bueno, es discutible que se pueda hablar de ser humano en el caso de un embrión…
C.- Es discutible, también, que se pueda hablar de libertad cuando hay simple no-coerción. Creo que se puede y se debe ser más exigente con esa gran palabra…
C.-Chicos, si me permitís que me meta en lo que no me llaman…: os diré que os estáis empantanando en una conversación fútil.
B.-¿Por qué dices eso? ¿Te parece poco importante?
C.-¿Importante? No me meto en eso: puedes darle la importancia que quieras, eso es cosa tuya (y yo le doy la misma que tú, que conste). Pero si creéis que vais a llegar a algún acuerdo mediante razonamientos, es que se os olvida que las cosas no tienen valores como tienen colores.

Seguramente no hay filósofo, ni persona en general, que no haya vivido algo parecido. Pues bien: ¿dónde deberíamos situar la discusión a partir de ese momento en que hace C su disolvente (o emancipadora) aparición? Los filósofos modernos dirán, mayoritariamente, que se trata de una cuestión “metaética”, y eso quiere decir que, aunque se refiere a la ética, es una cuestión no-etica, sino exterior a la Ética: epistemológica, metafísica, etc. Y normalmente quiere decir algo más: que es una cuestión desde donde fundamentar la Ética, o desde donde decidir si la Ética es una empresa legítima y en qué sentido lo es. Esto es paralelo a lo que ocurre con la Meta-ciencia o Epistemología. Supongamos una discusión como la anterior, pero donde se discute de si hay infinitos primos (A cree que sí, pero B cree que no existen infinitos números –es un matemático intuicionista, por ejemplo-), y C interviene diciendo que es una discusión inútil, porque dependerá de qué metafísica postule cada uno, y eso es algo imposible de dirimir científicamente (depende de Culturas, Cosmovisiones, Egovisiones…). Así la conversación se desplaza a un lugar extra-científico (puesto que pone en cuestión el propio método científico, y no se somete a él), y donde se supone que se dirime la legitimidad de la Ciencia. Respecto de la Ciencia pocos piensan, en verdad, que la Meta-ciencia pueda poner en cuestión su legitimidad, y asignan a esta el papel más modesto de indagar las “condiciones de posibilidad” de la validez científica. Pero en Ética, y por razones que tienen tanto que ver con la historia como con el propio asunto, sí es común someterla a juicio (y que resulte un veredicto condenatorio o “deflacionista”).

Así que, en ese momento de la conversación, tendríamos al parecer que atender a lo que plantea C, salirnos temporalmente de la discusión ética, y ver si ella es viable. Pues bien, Dworkin niega ambas cosas. Una de sus sorprendentes tesis es que la Ética no puede ni debe recibir un fundamento exterior a ella, y que la Metaética es, en general, una confusión (ya a Davidson le leí algo así). Hay que hacer Ética directamente, digamos. Ninguna posición extra-ética puede vaciar de sentido una discusión ética. Eso no quiere decir que el escéptico ético, C, esté equivocado por principio: puede intentarse un escepticismo ético, pero solo si se asume que es una posición propiamente ética, y no exterior a ella. Resultará, no obstante, que cualquier escepticismo ético tiene que estar equivocado, según Dworkin. Veámoslo.

Primero constatemos que cuando la gente delibera sobre qué es correcto, o cuando toma decisiones de acuerdo a razones, está implicando la creencia de que hay valores objetivos, cosas que son buenas y deben hacerse, independientemente de que él o cualquier otro lo crea así. Si resultasen ser subjetivos los valores, el sujeto tiene que estar, mientras razona moralmente, al menos bajo el engaño o la ilusión de olvidarlo. Tiene que creer que hay verdaderas razones para rechazar o defender el aborto (que la libertad de todos es un bien objetivo, por ejemplo, o que todas las vidas cuentan igual).

Pero ¿qué podría hacer verdadero a un juicio o a un argumento moral? Parece que la única explicación razonable sería aceptar que existen algo así como partículas cargadas moralmente (“morones”), que impactan contra nuestros sentidos y nos causan la creencia moral, o bien Ideas platónicas morales que llegan a entrar en contacto con una misteriosa facultad intuitiva nuestra. Pero nada de eso existe, cree casi todo el mundo (Dworkin incluido). Así que la moral, por más que lo parezca, no tiene una causa objetiva. Aquí habita el atractivo del escepticismo.

Ahora bien, Dworkin procede a justificar el objetivismo ético mediante las siguientes tesis:
  • La objetividad ética no requiere que existan entidades o cualidades morales (morones). De hecho, su existencia no aportaría nada a la Ética. La Ética es un ámbito donde tienen un papel fundamental la objetividad y la verdad, pero no al modo de la ciencia natural, es decir, suponiendo conceptos “categoriales” (con criterios definidos con precisión) y relaciones de impacto causal, sino en un sentido “interpretativo”.
  • El escepticismo moral es inconsistente, y sus argumentos son inválidos.

El primer punto, el desarrollo de una teoría interpretacional-integral de la verdad moral, lo dejo, como hace Dworkin, para después (la siguiente entrada). Ahora nos centraremos en la refutación del escepticismo ético.

Como hemos visto, el atractivo del escepticismo ético estriba en la dificultad de sostener que existen algo así como morones. Esperamos una justificación extra-ética de la Ética. Y este es un enorme error, según Dworkin. Toda su argumentación gira en torno a (si es que no debemos decir que se apoya en –lo que, por lo que veremos en otra entrada, sería paradójico y desagradable para el proyecto de Dworkin-) la tesis de la Independencia de la Ética:

Tesis de la Independencia: cualquier argumento ético (o moral) tiene necesariamente al menos una premisa ética (moral).
Esta tesis se apoya, dice Dworkin, en el “principio de Hume”: 
Principio de Hume: a partir de una proposición de contenido natural, no se puede extraer una proposición de contenido ético.
Hume usó este principio de varios modos. En un pasaje famoso advierte de que no se puede deducir un “debe ser” de un “es”. El uso que Hume hizo de ese principio es, sin embargo y paradójicamente, contrario al que va a hacer de él Dworkin. Lo que hizo Hume en general, con su cuchilla en la mano, fue intentar reducir o deflacionar la Ética a “psicología” o pseudopsicología especulativa (como hizo, por otra parte, también con el conocimiento). Si siempre se mantuvo coherente en ello, hay que decir entonces, con Rawls, que Hume no tiene una teoría ética, sino solo una teoría psicológica acerca del hecho ético. Y una mera teoría psicológica no puede solucionar un problema ético o moral. Pero más bien parece que Hume no fue siempre consistente con su psicologismo, y a veces, confusamente, enunció prescripciones éticas, concretamente sentimentalistas y utilitaristas. Sea de Hume lo que sea, Dworkin piensa que la gran verdad de su principio es la base para rechazar todo escepticismo ético.

Antes de seguir con ello, preguntémonos: ¿qué tiene de raro o de impresionante el “principio de Hume”? Dice que no se puede extraer un predicado como “bueno” de uno como “rojo” o “duradero”. No habría ninguna relación natural entre robarle a alguien y que eso sea “incorrecto”. Los antiguos griegos, Platón y Aristóteles, así como sus descendientes, habían creído que, asociada a cada naturaleza, va una bondad. Ahora Hume nos muestra (todo el pensamiento post-medieval nos muestra) que era una asociación contingente y arbitraria. Curiosamente (aunque no tanto), Hume dice lo mismo de todos los predicados del mundo, incluidos los no-morales: ninguno va necesariamente unido con ningún otro (salvo en los conceptos lógicos, ¡pero porque son pura convención!): podemos separar el olor de la flor, la virtud alimenticia del pan, el mojar de la lluvia… Y todo lo que podemos separar con la imaginación tiene una relación contingente. Eso mismo (no otra cosa especial) ocurriría con el paso “es / debe”: no solo afecta a las normas de la moral, sino a la relación de causalidad y, más radicalmente, a cualquier creencia legaliforme: el hecho de que yo crea algo no implica que deba ser así. Luego toda creencia es absolutamente contingente. Esto, que es totalmente destructivo para la filosofía de Hume, puesto que conduce al escepticismo completo y la autoaniquilación, ¿por qué había de preocupar especialmente en el terreno de la moral? Una vez que nos damos cuenta de que Hume está equivocado en su contingentismo universal, y reconocemos que la normatividad o deber-ser es inescapable, o, más en general, que las relaciones sintéticas no son necesariamente contingentes, ¿qué problema tenemos con la normatividad ética? Estoy convencido de que se ha dado a la guillotina de Hume más importancia de la que merece, especialmente en Teoría Ética. De ser válido el contingentismo, afectaría a toda relación y toda normatividad, también las relaciones científico-naturales y las leyes científicas.

Sigamos por donde íbamos. Es paradójico el uso que, cada vez más, se está haciendo de ese “principio de Hume”. Todos los filósofos que construyeron la Metaética, y especialmente cuantos negaron que la Ética fuese un ámbito donde Verdadero y Falso tuviesen verdadero sentido, se apoyaban en él. Pero, obviamente, esto no era necesario. También quienes creen que hay un ámbito de intuiciones éticas irreducibles (el intuicionismo) se apoyan en o son coherentes con el principio de Hume. Últimamente, cada vez más el principio de Hume sirve precisamente para lo contrario a lo deseado por el espíritu humeano: para reivindicar la irreducibilidad de lo ético. El razonamiento es el siguiente: 
1) si todo razonamiento ético incluye al menos una premisa ética (principio de Hume), y 2) tenemos razonamiento ético (premisa del factum ético), entonces 3) el razonamiento ético es irreducible a otra cosa. Esto es lo que dice Dworkin.
Una y otra vez deduce, del principio de Independencia de la Ética, que cualquier escepticismo ético es una tesis ética. Esto choca fuertemente contra el sentido común filosófico. ¿Es que no podemos evaluar, y deconstruir incluso, la Ética desde fuera, como hacemos con la Astrología? ¿Es acaso una tesis astrológica la que niega la validez de la Astrología? Depende de cómo se la entienda, dice Dworkin: la tesis de que los astros no tienen influjo alguno sobre nuestras conductas, es una tesis astrológica, aunque escéptica (lo mismo con el ateísmo respecto de la Teología).

Por tanto, de las dos posibles formas de escepticismo, interno y externo, el segundo es inocuo: viola el principio de Hume y, con ello, la Independencia de la Ética. Imaginemos la conversación de antes continuando así:

A.- Pero, C, ¿lo que nos estás diciendo es que no discutamos del aborto, y que dejemos de darnos razones B y yo, el uno al otro?
C.- Lo que digo es que hay un punto central de vuestra discusión en que no podréis demostraros nada el uno al otro, porque no existen morones como existen fotones: se trata de lo que estéis determinados, por vuestra naturaleza e historia personal, a tomar por bueno.
B.- Eso me parece claramente falso, C: en mis razonamientos morales nunca entra como premisa algo del tipo: “esto es correcto porque así lo he aprendido de mis padres”, o “…porque soy un mamífero”. Mi razonamiento moral tiene sus propias normas, y no aceptaría como legítima una deducción del tipo que dices.
A.- Además, C, ¿es realmente necesario que existan morones? ¿Por qué buscas un punto arquimediano de apoyo, exterior al mundo moral?
C.- Simplemente pido lo que se pide a todo lo que pretende ser objetivo: una causa exterior al sujeto y reconocible e individualizable.
A.- Pero no creo que toda objetividad necesite algo tan fuerte. La verdad puede consistir también en un entramado de creencias consistentes y argumentos relevantes. El mero hecho de que, cuantos nos embarcamos en una discusión moral, demos por hecho que hay mejores y peores argumentos y mejores y peores interpretaciones de los conceptos involucrados, prueba que, o somos muy estúpidos, o entendemos que la ética es algo objetivo.
C.- ¡Sí, es duro pensar que quizás somos muy estúpidos!
B.- Y ¿cómo haces tú cuando tienes que tomar una decisión? ¿Acaso no te olvidas de ese escepticismo y actúas como si tuviese sentido razonar sobre moral?
C.- Quizás razonamos solo de los medios.
A.- No creo. Discutimos de cosas tan fundamentales como qué es lo justo y lo correcto. Puede que tengamos algunas nociones indefinidas, o definidas circularmente, pero ¿en qué campo de la racionalidad humana no pasa algo así?
B.- La cuestión, C, es que tu posición no aporta nada a la discusión, la deja intacta. Es como si estuviésemos hablando de Física y nos dijeses que el mundo es una ilusión. ¿Afectaría eso lo más mínimo a la Física? Así que, o te quedas fuera de la discusión ética, y entonces tus tesis son irrelevantes, o te metes en la discusión ética, y entonces son tesis morales.
C.- Si quieres di que son internas a la ética, no te lo discutiré ahora, es un tema largo que tendría que pensar. Pero ¿no sigue siendo cierto lo que digo, o sea, que no tenéis ninguna base objetiva?

Hay múltiples formas de escepticismo ético externo. Pensemos, por ejemplo, en la teoría del error (de J. Mackie), según la cual las proposiciones éticas son cognitivas pero son todas falsas (puesto que no hay morones). Si, como veremos, hay según Dworkin otra manera de entender la verdad y la objetividad morales, esta teoría no es necesaria. Pero es que es, antes que nada, inocua para la Ética, puesto que pretende algo que ni necesitamos ni nos ayudaría: un punto exterior o arquimediano para apoyar la legitimidad y verdad de la Ética.

El teórico del error aducirá entonces, quizás, el desacuerdo universal. Pero las historias personales, aunque influyen en nuestras vidas, carecen de validez en el debate moral, donde nunca pueden figurar como premisas. Otra objeción recurrente aquí es que la verdad moral debería tener un poder motivador irresistible, y no ocurre así. Pero, replica Dworkin, lo que tiene poder motivador es la convicción, no la verdad. Uno tiene buenas razones para algo, no si siente un deseo o una motivación irresistibles hacia ello (esto es psicología) sino si, de actuar así, le iría mejor.

B. Williams dice que solo son razones morales lo que uno desea. De aquí resultaría que uno puede tener buenas razones para actuar de tal modo que actuar así le resultará perjudicial. Esto no puede aceptarse. Cualquier explicación de este tipo tiene que ser inválida, dice Dworkin, porque además de que hace estúpida la moral, sustituye un argumento normativo por uno fáctico (psicológico). Se dice también, desde Hume, que un juicio no basta para causar una acción. Pero ¿es esto psicología ancestral? Un juicio moral es una razón para actuar.

Veamos una versión reciente del escepticismo externo, el cuasi-realismo, defendido por ejemplo por Allan Gibbard: el lenguaje de la ética sería un lenguaje ficticio, pero del que puede darse una traducción a un lenguaje no-ético. Esto es equivalente a lo que podemos hacer con otros lenguajes ficticios, como los cuentos. El problema de esta tesis es que, en la traducción del lenguaje ético a su versión extra-ética se ha perdido toda la relevancia.

Una y otra vez la argumentación contra el escepticismo externo es la misma: si nos situamos fuera de la Ética y pretendemos expresarla en términos no-éticos (psicológicos, históricos, etc.) perdemos toda la relevancia. Quien se sitúa fuera de la ética, se sitúa… fuera de la ética. No hay manera de escapar.

Solo nos queda, pues, la posibilidad de un escepticismo interno a la Ética. Esto es similar a decir que el ateísmo es un discurso teológico. Pero el escepticismo interno es también imposible. El argumento demoledor contra él es que es inconsistente, puesto que él mismo es una posición moral, por más que sea la más negativa. Siendo así, se ve intrínsecamente embarcada en una discusión ética, y sopesar la razonabilidad de las otras posturas. Si quiere llegar al extremo de negar todo sentido al discurso moral, entonces no está criticando nada, porque no se puede criticar lo que es ininteligible. Si lo entiende, no puede criticarlo desde fuera. Y si adopta una posición interna, necesita embarcarse en una discusión moral.


¿Qué decir de la argumentación de Dworkin? La teoría de la Independencia no es nueva, aunque casi nunca se había reivindicado con tanta fuerza para la Ética. Existe un respetable paralelo en la Filosofía de la Ciencia: la tesis del naturalismo epistemológico. Quine defendió que no hay una filosofía primera (cartesiana, arquimediana) por encima de la propia Ciencia. La misma Epistemología es interior a la Ciencia. La Ciencia se justifica por sí misma. ¿No podría pretenderse esto mismo para la Ética? Eso parece estar haciendo Dworkin. Lo mismo que me parecía del independentismo científico (ver aquí o aquí), me parece del ético. No creo que ni la Ciencia ni la Ética sean autosuficientes, ni que la Metaciencia y la Metaética les sean internas.

Hay una diferencia entre la Ciencia y la Ética, para la concepción del propio Dworkin: no considera a la Ética un lenguaje como el de la Ciencia, sino uno, como veremos en la próxima entrada, interpretativo, lo que implica que es un ámbito holista en un sentido más fuerte que el holismo de la Ciencia Natural. Pero esto va más bien en contra de Dworkin, porque si la racionalidad es algo interpretativo y, por ello, interconectado e integrado completamente, es imposible que un terreno sea independiente de los demás.

Las tesis de Dworkin no son tesis éticas, sino filosóficas en general. La independencia de la Ética es, como toda independencia (por ejemplo, la de lo estético), relativa. En realidad, esto solo puede entenderse bien si aceptamos el carácter dialéctico de la Filosofía. La dialéctica presente aquí es la de lo separado y lo dependiente. Aunque hay un nivel inmanente de la discusión ética, en el que importa poco todo lo exterior (como ocurre con el arte, o cualquier otro ámbito, que tiene siempre cierta autonomía irreducible -enlazar con lo del arte), la Ética, como parte de la racionalidad, debe conectar con otras partes. Y la parte fundamental se llama Metafísica. Así que, creo yo, sí es importante saber si existen morones o Ideas morales objetivas e independientes. Y esto se dirime en el marco de toda una teoría metafísica global. Sin embargo, Dworkin tiene una distinta teoría de la racionalidad que ofrecernos, como veremos. Quizás ella nos evite los morones o las Ideas platónicas, sin sacrificar la verdad ética.

En fin, por dejarlo aquí: ¿en cuál de mis blogs debería haber publicado esta entrada: en este, que tengo para asuntos éticos y políticos, o en el otro, donde publico lo que tiene que ver con Metafísica, teoría del Conocimiento, etc.? Siempre que publico una entrada de metaética, tengo mis dudas. Dworkin diría que su lugar es este. Le haré caso, aunque solo sea en agradecimiento a sus espléndidas páginas.

jueves, 6 de junio de 2013

Boceto para Poemas del mal


El hombre no es un ser capaz de hacer
el mal que él mismo hace,
o que con él, por él y en él se hace.
El hombre es demasiado poco,
de sobra falto de poder
como para poder hacerse mal

Sólo un omnipotente dios podría crear
el mal de la conciencia, la conciencia
del mal, el mal del mal.
Y, sin embargo, un dios, dada su omnipotencia
no puede -nos gusta creer- crear
lo verdaderamente malo, la verdad
del mal, el bien del mal.

Pero si el mal es solo una ilusión
¿cómo ha podido la imaginación del hombre
forjar un mal tan bien formado?
Sólo una mente omnipotente puede
imaginar lo falso de la imagen.
Y, sin embargo, ¿puede un dios, dada su omnipotencia,
fingir esa ilusión de la desilusión
en la imaginación ilusa de los hombres?

Aquí hay una pregunta en carne y hueso


(Boceto para "poemas del mal", 2009)

martes, 14 de mayo de 2013

Lo que vendrá


Después de la edad primitiva de Europa, mal llamada “Edad Media”, en que los hombres vivieron servilmente bajo la autoridad mítica (infancia, edad de la imaginación y la fe), la “Edad Moderna”, o primera madurez, en cuyos estertores parece ser que habitamos, ha sido la época de la racionalidad y la voluntad abstractas o formales, caracterizada por
  • una cosmovisión naturalista y reduccionista: el mundo de las cosas, incluidos los cuerpos de las personas y, por supuesto, los animales y demás vivos, consiste real y objetivamente (más allá o por debajo de las apariencias) en unas cualidades “primarias” puramente cuantitativas o matemáticas. Toda otra propiedad es epifenómeno, irrealidad, mera apariencia subjetiva, ilusión.
  • subjetivismo e irracionalismo del sentido y el valor: el ámbito “espiritual”, la persona, está escindida en una parte racional mínima, cuantitativa, puramente formal (somos individuos iguales en abstracto, dotados de una libertad que es pura indeterminación vacía: atomismo espiritual), y otra parte, de contenidos (lo ético, lo estético, lo religioso, lo “místico”), puramente subjetiva e inaccesible a la razón y a la educación.
  • la consecuencia de este esquizofrénico dualismo de lo real-objetivo y el sentido-subjetivo, es que, por una parte, en cuanto a “lo material”, el individuo consume de manera compulsiva y mecánica, y el dinero, es decir, el objeto vacío y formal puro, la pura matemática del valor, se declara como único objeto objetivo de la sociedad o Mercado (capitalismo); por otra parte, en cuanto a “lo espiritual”, algunos se reservan un tabernáculo oscuro, inaccesible a la luz, y sin contacto posible con el desierto que es el mundo (“luteranismo”). Una libertad abstracta, produce una gran desigualdad material y una fuerte irracionalidad en el trato con las cosas y las personas, que puede acarrear la destrucción del “planeta” y la eliminación masiva de (cuerpos de) personas.

 Ahora: ¿hacia dónde sería deseable y “lógico” que caminase, hacia dónde debería caminar el mundo (encabezado, sí, por Europa, por la madurez de Europa)?

                                                            ****

He aquí, dicho sintéticamente, lo que, con la edad adulta, vendrá:

Se dejará atrás la concepción naturalista y mecanicista de las cosas. Empezando por lo segundo, ocurrirá que incluso dentro de la propia mirada científico-técnica del mundo, se abandonará el análisis atomista y reductor, y se reconocerá la “dignidad ontológica”, la realidad irreducible, de lo complejo y “superior”: la vida, lo psíquico, lo social, lo ético, lo estético… Ya no serán concebibles como epifenómenos de meras interacciones de átomos. Requerirán un tratamiento (y un trato) adecuado, que si bien no medirá con tanta precisión cardinal, sí comprenderá mejor, infinitamente mejor, con más profundidad y por tanto más auténtico rigor, su naturaleza viva, consciente, ética…, en lugar de negarla cuando y en la medida en que no cabe en el lecho procústeo de una pobre geometría.

Pero no solo parecerá ya burdo el reduccionismo en el interior de la realidad natural: también, desde fuera, se superará la tosca creencia de que la ciencia natural abarca todo el dominio de la racionalidad. Al contrario, se reconocerán y explorarán las esenciales implicaciones metafísicas, éticas, estéticas…, de la ciencia. Se descubrirá el derecho a la idea, a lo ideal, a todo eso que, según el dogma moderno, está por fuera del mundo y sobre lo que solo nos queda callar y creer ciegamente.

Como consecuencia, la percepción que los hombres tienen de sus vidas, cambiará: se reconocerán como seres más profundos e interesantes, más “dignos”, que esos mecanismos ansiosos de satisfacer irracionales deseos o alentar irracionales esperanzas que les ofrece como caricatura la ideología moderna; la sociedad de los hombres no será vista ya como el Mercado en que se garantiza el mínimo de la no-coerción mutua, sino la unión esencial de amistad en que se busca, mediante el diálogo en eso común que según Heráclito todos tenemos, el sentido de la verdadera libertad y la justicia, la que hace a cada uno mejor y más feliz en la medida en que hace más feliz y mejor al todo.

¿Cómo se reflejará eso en la estructura social? Será una sociedad del conocimiento. El conocimiento, hoy una mera herramienta y esclava de los deseos, será ya el quehacer más noble y querido, y también el más respetado “institucionalmente”, entre los quehaceres humanos, al que todos querrán dedicarse principalmente, y al cual todo otro quehacer estará subordinado como medio. Todos los hombres serán artistas, investigadores curiosos e imaginativos, filósofos. La información será libre, sobre todo respecto de “intereses mercantiles”. Se cultivará, sobre todo, el diálogo sobre valores y sentido, entre personas y culturas totalmente dispares que se reconocerán como iguales. Habrá una aceptación, positiva, del carácter ineludiblemente dialéctico del pensamiento del sentido, y no se pretenderá solucionar las cuestiones dogmática y unívocamente. Esa dialéctica o “inestabilidad” del diálogo afectará también, desde luego, a la propia sociedad del conocimiento, que no podrá nunca estar plenamente segura de sí misma, porque no será un equilibrio estático, sino dinámico, donde se interalimentarán continua y simultáneamente los contrarios, aunque integrados (analógicamente) en una unidad que habite siempre por encima de un umbral mínimo, de manera semejante a como esos equilibrios dinámicos que son los vivos, mantienen e incrementan, por su propia dinámica télica, un cada vez mayor nivel de organización, salvo por accidente.

La Educación será la institución más importante, omniabarcante en cierto modo, como lo es ahora el Mercado, y en sustitución de este. Y la primera finalidad de la Educación será cultivar, en todos los hombres, hombres de conocimiento, libres no por mera ausencia de coerción mecánica, sino por ausencia y liberación de la peor de las coerciones, la ignorancia. La Justicia será un corolario de la Educación, y el lenguaje de las culpas y las penas será recordado como recordamos hoy los absurdos juicios de la Inquisición o la cruel demonización de la enfermedad mental. La “democracia” será ese lugar ubicuo donde todos podemos errar y aprender, no este triste lugar en que nadie puede estar equivocado porque no hay nada que aprender y solo hay sitio para la instrucción o el adiestramiento. La tolerancia se deducirá del respeto a la racionalidad, la libertad y los sentimientos del otro, no será una concesión a su irreducible irracionalidad.

La organización “económica” (en sentido amplio), que estará al servicio de la vida espiritual de los hombres (y no al contrario ni indiferentemente), conocerá una cualitativamente distinta e infinitamente mayor “racionalización” de la producción. Puesto que las necesidades humanas no se identificarán ya con la acumulación de bienes materiales de nivel inferior (ni siquiera en ese estado potencial que es el dinero, cuya especulación estará naturalmente sujeta a la especulación de valores sustantivos de orden superior), se producirán menos cosas de mejor calidad y para menor número de “necesidades”. Las cosas serán duraderas, pero modificables eficientemente, porque su producción no la dictará el afán de lucro. Se “trabajará” menos (en menesteres de cruda necesidad) y se tendrá mucho más tiempo para trabajo no alienado (mal llamado “ocio”). Habrá también una mayor racionalización (no un “control”) de la natalidad: se deseará tener menos hijos y criarlos con más cercanía y respeto. La relación de los hombres con los hombres y con el ecosistema, con el todo, no será la de la destrucción y la depredación, sino la de la armonía. La sociedad garantizará la independencia material, la no-indigencia, de todo hombre, mediante el libre acceso al mayor número de bienes elementales, que ya no serán objeto de loca codicia salvo para cuatro pobres ineducados, que no saben que no vivimos en un lugar escaso, sino pletórico, y que nadie vivirá para siempre. Se eliminarán las deudas antiguas e injustas con el mundo pobre, y se le proporcionará todo para que las diferencias humanas desaparezcan. Se caminará, en fin, hacia la completa abolición de la competencia, tanto de los hombres entre sí, como de los hombres con el resto de la naturaleza y el espíritu,  y las ideas de deber, deuda, ley y hermanas, desaparecerán, trasmutadas en las ideas de amor y don.

                                                                ****

¿Por qué incluso quienes encontrarían deseable algo parecido, creen que algo parecido no vendrá?
  


sábado, 4 de mayo de 2013

El liberal, el socialismo, el mundo moderno y, otra vez, la educación. III: el socialismo moderno


Sigo con mis precipitadas y especulativas especulaciones sobre las carencias del pensamiento político moderno, en busca de lo que quizás debería sucederle (en todos los sentidos).

El liberal-capitalista, con su ideología naturalista-mecanicista del mundo objetivo y su vacía idea de libertad como indeterminación o “ausencia de coerción”, no sabiendo racionalmente para qué existe ni, lo que es peor, pudiendo preguntárselo (ya que, coherentemente con lo anterior, parte del supuesto de que los valores no están en la naturaleza ni en la razón), se dedica básicamente (en su vida objetiva) a producir, comerciar y consumir mecánicamente bienes de satisfacción básica, “mecánica”, bienes mal llamados materiales (porque todo es material, también un libro, aunque todo es, a la vez espiritual, también un trozo de pan o de plástico). Racionalidad mecánica, irracionalidad moral. 

Podría pensarse que ni siquiera es racionalidad mecánica, pues su crecimiento es incompatible con el medio finito (como denuncia la parte ecologista de sus críticos), y quizás eso es verdad (aunque quizás no de la manera simplista en que se expone a menudo), pero es que es intrínseco al mecanicismo considerar como dominio de sus operaciones una pura indefinición, sin límites conocidos: la abstracción de la topología.

La insuficiencia de la filosofía liberal, pide ser superada (desde luego, no se trata de volver atrás: la racionalidad ilustrada es una conquista necesaria). El hombre no puede identificarse con esa deficiente autocomprensión, donde solo sus más básicas y ciegas necesidades son reconocidas como objetivas, universalizables, racionales, y todo lo demás (el valor profundo de las cosas y de la vida humana) queda en el rincón lleno de monstruos de la subjetividad no-cultivada. Esto es lo que se traduce en el nihilismo y la desesperación del arte moderno, muy prolífico pero más desazonado todavía.

¿Qué tiene que ofrecer, por su parte, ese Otro-propio o media-naranja del liberal-capitalismo que es el socialismo moderno?

Hay una cierta izquierda, que podemos llamar anti-ilustrada, para la cual la ideología racionalista-ilustrada, con su capitalismo,  es “en verdad” (esta izquierda ha conseguido desvelarlo) secularización de los viejos valores de la voluntad alienada. La emancipación, para este “pensamiento”, consiste en dejar atrás todo el racionalismo, toda la ilustración (o, si acaso, entenderlos de una manera totalmente “otra”). Este pensamiento “radical” coincide con el pensamiento moderno en general, en que toda racionalidad es mecánica, pero mientras otros la ven como positiva, él la rechaza, buscando lo cualitativo y valioso en sí. Su propuesta es una especie de existencialismo (ninguna esencia está ahí más que para ser reconstruida), un decisionismo o pragmatismo puro, y, muchas veces, un misticismo de lo inefable. Dejaré a un lado ahora esta propuesta (la he abordado otras veces)

El otro socialismo, digamos el “domesticado”, y al que me dedico en el resto de esta nota, quiere mantenerse dentro del racionalismo científico “galileano” y la Ilustración, pero cree que el liberal-capitalismo es un racionalismo y una Ilustración incompletos y, por eso, injustos, incluso criminales, que han frustrado la promesa de emancipación del hombre mediante el conocimiento y dominio de la naturaleza. La verdadera concepción racionalista-ilustrada nos debería conducir, cree este socialismo, a una sociedad igualitaria, sin clases, sin explotación, solidaria.

El socialismo delata la falsedad de ciertas ideas liberales:

Frente a la libertad completamente abstracta o extremadamente negativa del liberal-capitalismo, señala, justísimamente, que no basta con estar libre de coerción, o de coacción mecánica directa, para ser libre. La ignorancia no es libre. Y tampoco lo es la pobreza. No es que (como dice ignorante y “perversamente” Hayek en Caminos de servidumbre) el socialismo haya cambiado el concepto de “libertad” redefiniéndolo como no-indigencia, es que la no-indigencia es una condición necesaria de la libertad (y el propio Hayek se siente obligado a desmarcarse de quienes “en nombre de un abstracto laissez-faire” han justificado políticas “injustas” –pero ¿qué es justo para Hayek, más que el laissez-faire? Nunca lo dice-). Una sociedad auténticamente “liberal”, o sea, que se tomase la palabra ‘libertad’ en serio (en sentido “republicano”, como el que ha defendido, por ejemplo, Pettit, o Habermas, etc.), tendría que asegurarse de que todos los individuos están igual de informados y han desarrollado plenamente su capacidad crítica, y a ninguno los medios materiales le ha impedido estar en condiciones psíquicas y físicas para elegir con toda libertad. (Por supuesto, ningún liberal real piensa en algo parecido, pero debe ser considerada una condición ideal suya). Ahora bien, ¿hasta dónde llegaría ese camino de garantía de la libertad? No tiene fin, en realidad. Puesto que nacemos unos más dotados que otros, y, desde luego, es imposible (por más que nos empeñásemos desde el paternal gobierno) asegurar los mismos contextos y las mismas experiencias relevantes a todos, nunca seremos igual de libres. Nunca, entonces, dos individuos estarán en verdaderas condiciones iguales y, por tanto, nunca un contrato entre ellos será justo. Siempre será necesario compensar las desigualdades, hasta conseguir dos voluntades completamente iguales (formalmente hablando).

Por eso -segunda idea antiliberal-, el socialismo, cuando llega a su fondo, rechaza la idea de mérito y, a la vez y por eso, se niega a ver la sociedad como una competición entre seres dotados de competencias, para proponer una sociedad de la colaboración o solidaridad (ya sea en lucha contra la naturaleza, ya, mejor aún, en armonía o comunión con ella). Es como si estas dos ideas se dieran felizmente la mano: ni hay méritos, ni falta que nos hacen, porque, en la medida en que se cree en ellos, solo se genera división y estrés, perjudicial para la vida y la propia eficiencia. Nunca será justa ni conveniente la competencia (a cada uno según sus capacidades), por limpia que sea la carrera. Mejor, a cada uno según sus necesidades.

Estas dos ideas (libertad entendida en sentido denso, y cooperativismo) son dos ideas nobles del socialismo, contra las que el liberalismo nunca tendrá respuesta ni intelectual ni moral. Creo que son condiciones necesarias de toda alternativa a la fealdad de nuestro mundo actual: tomarse en serio la noción de libertad y tener una visión fundamentalmente armonista del mundo (sin negar el lado malvado y cruel, pero considerándolo como superable mediante esa tendencia que ya Empédocles decía que mueve el cosmos hacia la Unidad, el Eros).

Pero, por debajo de estas importantísimas diferencias entre el liberal-capitalismo y el socialismo moderno, subyace la misma insuficiente concepción filosófica de base: el naturalismo mecanicista y el subjetivismo de los valores.

Todo socialismo “que viva en nuestro tiempo”, es decir, que tenga algún impacto en la historia reciente y hasta hoy, hereda el cientificismo mecanicista que, se dice, constituye a la Ciencia moderna. El hombre es un ser natural, el idealismo es una elucubración de la nobleza (o, a lo sumo, del alto burgués), incluso un opio, y la naturaleza debe ser descrita, en último extremo, en términos cuantitativos, es decir, reduciendo a una, cuanto sea posible, sus dimensiones ónticas. Las cualidades (secundarias, no-matemáticas) son epifenómenos. Esto, trasladado a la historia y la política, supone, como para el liberal, que los individuos humanos son átomos de un universo material-mecánico.

Hay, sí, socialistas cristianos o espiritualistas en general, pero son vistos por el socialismo ortodoxo como enfermos que siguen dependiendo del antiguo opio, y más conviene que lo consuman (ellos lo saben) en el secreto de su intimidad subjetiva.

El naturalismo mecanicista se muestra en la torpe idea socialista de las “necesidades naturales” como un conjunto cerrado de objetividad. Pero ¿cuáles son las necesidades naturales del hombre, si no consideramos al hombre como un ser espiritual? Comida, vestido, vivienda…, y educación, sí, pero sin espiritualismos. Es decir, educación para la tecno-ciencia y para la ciudadanía socialista de las “necesidades naturales”. Realmente, el hombre no tiene unas necesidades naturales (en el sentido moderno del término) ni finitas: ni naturales, ni finitas. El mundo material está ahí, a la mano del hombre (y de cualquier ser, en la medida en que cada uno es activo, “consciente”) para significarle, para hacer de él un mundo bueno y bello, a imagen del ideal. El trabajo no acaba en el alimento y la vivienda (en el dominio de la necesidad primaria), sino que más bien empieza a partir de ahí. Lo que pasa es que este concepto de necesidad superior, espiritual, es ininteligible para el materialismo mecanicista, y contradictorio con él. También por esto, el análisis marxista del dinero equivoca completamente el blanco. Cree que el dinero no tiene que ver con nuestras valoraciones de las cosas, porque cree que solo es razonable valorar ciertas “necesidades naturales”.

También depende, del naturalismo mecanicista, el determinismo (en forma, incluso, de economicismo, como en el liberalismo más básico) de las teorías socialistas de la sociedad y la historia. Al querer “cientifizarse”, reduce el mundo de la voluntad y las acciones a, como mucho, un devenir necesario (si no un fruto del azar). Obviamente, no hay acción política posible bajo este presupuesto. Por eso, Lenin quiso que el determinismo fuese herético en el marxismo. Pero, en verdad, el determinismo (o el indeterminismo mecanicista -lo que, siendo lo contrario, es, sin embargo, lo mismo para la libertad: su negación-) solo puede(n) ser herético(s) si rechazamos el cientificismo y dejamos de considerar a las ideas y los valores como “superestructuras” o epifenómenos de los sucesos. Sin embargo, esta es la otra prisión del socialismo, en que está esposado con su enemigo: la irrealidad de los valores, el subjetivismo axiológico.

El subjetivismo de los valores (de los valores sustantivos, es decir, más allá del valor formal de la justicia-igualdad) es la otra torpe asunción del socialismo moderno ortodoxo, que se sigue, no obstante, de manera lógica, de la concepción naturalista-mecanicista de la realidad.

La consecuencia negativa principal del subjetivismo para el socialismo, a mi juicio, es que lo condena también a él a un concepto meramente formal de libertad. Menos, desde luego, que al liberalista, porque el socialismo exige educación y no-indigencia “material”. Pero, una vez cubierto eso, no es indagable racionalmente qué es lo bueno y qué debo elegir. La libertad, ahí, es indeterminación. Por eso, creo yo, los sujetos de un mundo socialista, liberados de su alienación material, no sabrían a qué dedicarse. Y eso significa que viven en una Polis incompleta, donde falta, concreta y principalmente, aquello que hacía Sócrates: una indagación pública y racional de lo Verdadero, lo Bueno y lo Bello en sí.

El socialismo parte, pues (lo diré una vez más), de la misma concepción filosófico-política básica que el liberal-capitalismo: un todo de iguales, cada uno con cognición y voluntad, en un mundo mecanicista exento de valores en sí. Pero el socialismo toma la perspectiva del conjunto y la igualdad, en vez del partido del átomo y la particularidad: las partes son partes de un todo, iguales, idénticas unas a otras. Un trozo del espacio no puede separase de otro. ¿Por qué? No porque haya una armonía entre las partes del todo (esto puede ser deseable a posteriori, pero no es la condición formal ni objetiva de la sociedad) sino porque todas las partes son iguales: en eso consiste ser todos partes de lo mismo. Las partes son iguales, y cualquier ruptura de la igualdad debe ser rehecha. Las desigualdades no son justas, porque hacen a uno más sujeto que a otro. Pero ¿en qué consiste esa igualdad? La única base objetiva es la mecanicista, la igualdad en las condiciones de trabajo o producción, y, en último extremo, de dinero o su equivalente socialista (algún material abstracto que sustituya a la “satisfacción”, etc.), puesto que toda idea, sea el arte o lo que sea, es epifenómeno, superestructura. ¡Incluso la ética es superestructura (exceptuando, claro, esa ética mínima de la igualdad material)! El socialismo moderno, al aceptar que el problema de fondo es el económico-material, y que los deseos y valores son meras sombras de eso, ha caído en la misma trampa que el liberal-capitalismo. La auténtica alienación no es la económica: esta es una expresión, en el nivel más básico y abstracto de las cosas con valor, de la alienación espiritual. El socialismo habita en la misma alienación que inconscientemente querría combatir.

Lo mismo que en el liberal-capitalismo, el error de concepción hace que la cosa no pueda funcionar. Un hombre no puede vivir bajo la convicción de que su vida objetiva consiste en la satisfacción de unas reconocidas y cerradas necesidades naturales básicas, y que toda idea, moral, estética, religiosa, es una ilusión, fruto quizás de su mala alimentación. Por supuesto, se dirá que esto es una parodia del socialismo, porque este nos dice que, en una sociedad justa, los hombres, una vez satisfechas sus necesidades naturales, se dedicarán a la libre creatividad. Pero ¿es esto compatible con el carácter superestructural del arte, la moral, la religión…? ¿Qué debería producir un estómago satisfecho? ¿Quizás una música de ángeles? El socialismo, es decir, la justicia material, es una condición necesaria de la libertad y la justicia, pero no suficiente. Hace falta algo más que materialismo y ficcionalismo de los valores.

Ahora bien, ¿explica lo anterior todas las disfunciones del “socialismo real”? En parte, es claro que sí. Aunque el socialismo materialista-mecanicista diga respetar las diferencias, no puede hacerlo, porque las diferencias rompen la cuantitatividad y, por tanto, la justicia formal como igualdad. Esto produce una alienación de la auténtica individualidad, que realmente no puede ser creativa sin romper la calma chicha y la anomia artística y filosófica de una sociedad socialista.

Pero ¿cómo se conecta esto (si es que se conecta) con el conocido e innegable hecho de que, en una sociedad socialista, donde se tiende siempre a eliminar las diferencias que se van creando, mediante redistribución (“robo del fruto del trabajo individual”, dice el liberal), muchas personas tiendan a hacer lo menos posible, y razonen “¡total, si me lo van a dar todo al final!, ¿para qué esforzarme?”? ¿Quizás es que el socialismo solo es posible en un mundo de ángeles, es decir, allí donde, como decía Spinoza, no hace falta gobierno alguno, y los hombres necesitan ser estimulados mediante el miedo y los premios? (¿Y si, tal como el capitalismo sería -según algunos- una política para diablos inteligentes, el socialismo es una política para ángeles pánfilos? No lo creo). El diagnóstico liberal a esto es que la eliminación socialista del mérito y la capacidad activa del sujeto, le induce a presentarse siempre como víctima de su mala suerte, mientras que, en el liberalismo, uno es dueño de su destino, y culpable de su pobreza (supuesta la verdadera sociedad liberal). Se equivoca el liberal: uno no es culpable de, siquiera y en el más idílico de los casos, su buen hacer, ni de haber nacido menos capaz. La respuesta socialista, según la cual uno solo es vago en una sociedad alienada, es correcta. Pero se equivoca el socialista, repito, al pensar que se termina con la alienación en una sociedad igualada materialmente, en sus “necesidades materiales”. La alienación procede de no sentirse el sujeto llamado por su labor.

Si hay alternativa, es desestimando esa falta dicotomía extensionalista (particularismo emeritista / igualitarismo plano). La libertad del liberal es una falsa libertad, puramente abstracta. Pero la igualdad del socialismo es una falsa igualdad. Y ambas cosas por lo mismo, por su concepción materialista en el sentido más pleno de la palabra. Si hay alternativa, es una "desigualdad" sin elitismo, es decir, sin injusticia. Y esto exige reconocer que la fuente del valor no es la economía. La culpa no la tiene el Dinero, ni los Mercados. La “culpa” es de la ignorancia, de la autoignorancia del hombre, por la que no ve lo que en él tiene más valor, y lo aliena en la materialidad más básica. Y de aquí no escapan ni el capitalista ni su otro, el socialista.

sábado, 27 de abril de 2013

El liberal, el socialismo, el mundo moderno y, otra vez, la educación. II


¿Está en una crisis definitiva el sistema liberal-capitalista, que identificamos con la modernidad de origen europeo? Suponiendo que sea así (lo que no me parece cuestión de poco tiempo, seguramente no cuestión de esta crisis económica), ¿qué es lo que estaría entrando en su acabamiento, y por qué? Y ¿qué puede y qué debería sustituirlo? Solo podremos proponer alternativas viables, y que merezcan el esfuerzo, si somos conscientes de las carencias profundas de lo que hay. No creo que la mayoría de las que se postulan, lleguen al fondo del asunto. La “izquierda” en general, o las izquierdas, no me parecen ir en el sentido correcto. Están atrapadas en la misma cosmovisión y antropovisión con su Otro (o su Uno). Superar la humanidad (o inhumanidad) capitalista pasa por superar la concepción moderna de la naturaleza de las cosas. Aunque el liberal-capitalismo, como toda teoría equivocada e inhumana que se hace dominante, se ha vuelto estrictamente conservador y se presenta como algo sin alternativa (nos pide que miremos al pasado anterior o al espacio exterior a él, y señalemos a qué otro tiempo o lugar nos iríamos), lo cierto es que puede y debe ser superado sin miedo, señalando sus falsedades y terribles injusticias, y mirando hacia el futuro donde su desierto lleno de objetos de plástico, indigencia fabril y desigualdad mortal, ya no están. Eso sí, si equivocamos el diagnóstico, quedaremos una y otra vez encerrados en su círculo, si es que no nos ocurre algo peor y retornamos a alguna forma de medievalidad. Por si sirve de algo, sigo con mi percepción del asunto.

He caracterizado la cosmovisión moderna (nada originalmente, por otra parte) con dos rasgos, completamente solidarios entre sí:

-         mecanicismo o naturalismo reduccionista, según el cual la realidad está constituida de sustancias naturales con propiedades objetivas de nivel mínimo (átomos con propiedades matemáticas o “geométricas”), siendo toda otra propiedad de orden superior o “cualitativa” una cualidad “secundaria”, reducible ontológicamente (y, por tanto, en principio, epistemológicamente) a las primeras; lo que se traduce, en la antropología, a que los individuos humanos son concebidos básicamente como átomos de conocimiento-voluntad en un espacio social, todos ellos formalmente libres e iguales;

-         subjetivismo o irrealismo de los valores, según el cual el valor moral (y estético y de cualquier otro género axiológico, si los hay) no es una propiedad objetiva de las cosas, sino algo que produce nuestra subjetividad, la de cada uno, de manera espontánea e irracionalizable (para gustos, los colores).

Para esta concepción dominante moderna (mecanicismo-utilitarismo), el sujeto humano es, pues, un calculador de medios mecánico-objetivos para fines que son deseos subjetivos e irracionales. La razón, tal como la concibe el “racionalismo” naturalista, cientificista e ilustrado moderno, es del todo incapaz de abordar el valor de las cosas: es “esclava de las pasiones” (Hume), o exploradora al servicio de los deseos (Hobbes). Los deseos en sí mismos, son intrínsecamente contingentes (no universales ni universalizables), por más que podamos, incluso por razones sí objetivas o naturales, parecernos mucho unos a otros en nuestros deseos.

Desde luego, hay una posible descripción objetiva, es decir, natural-mecánica, de la génesis histórica de nuestras tendencias (la selección natural, por ejemplo y sobre todo), pero esta descripción no se refiere ni afecta al deseo mismo, como acto (o pasión) del sujeto, es decir, en cuanto el hecho de deseo que es. Si deseo tomar chocolate, no alimenta mi deseo ni lo inhibe saber que tiene una historia y unas “causas” naturales. Los deseos no son racionalizables en sí mismos. Pretender lo contrario, determinarlos racionalmente a partir de hechos naturales, es caer en una falacia. 

Esta concepción mecánico-utilitarista domina, digo, tanto a la “derecha” política (el liberal-capitalismo) como a la “izquierda” (el socialismo moderno). El liberal se fija más en el aspecto individual-particular del sujeto moderno, en su “libertad” o indeterminación respecto a una instancia superior, y en su capacidad y derecho de construirse como quiera, aunque (o, más bien, “de modo que”) esto suponga hacerle muy distinto de los demás e introduzca, en el todo social, grandes desigualdades en la posesión de la materia objetiva del mundo, debidas al simple y “sabio” laissez-faire. El socialismo se fija más en el otro aspecto totalmente necesario, la igualdad (abstracta) de todos los sujetos, y considera las diferencias y jerarquías como debidas a razones siempre arbitrarias (lo que no deja de ser cierto para la concepción común de ambos, del liberal y del socialista). Con ello, ataca la “libertad” del liberal, pretende poner un yugo a la inescrutable espontaneidad del individuo. Desde luego, si hay un bando dispuesto a dar más sustantividad a los sujetos, es la (o cierta) izquierda (el republicanismo –desde Rousseau-Kant hasta Pettit). Dejaré esto para otro lugar. Me centro ahora en la (crítica de la) concepción liberal-capitalista (que es la principal en el pensamiento moderno, la “diestra”, siendo la izquierda su otro o sombra), tal como ha sido descrita en los párrafos previos y en la entrada anterior.

¿Por qué esta concepción del mundo y del hombre es insatisfactoria y tiene que fracasar, antes o después? Por la única razón por la que puede y debe fracasar una concepción del hombre (“del” en ambos sentidos en este caso, subjetivo y objetivo): porque es falsa. Si el ser humano dispone su vida, privada y social, de acuerdo con una concepción equivocada de sí mismo (si no se conoce a sí mismo), no tendrá más remedio que llevar una vida inauténtica y dolorosa. Y ser falsa la hace ser injusta.

La concepción moderna, liberal-capitalista, del hombre y de la realidad, no solo es falsa, sino que inhibe, si se la toma en serio, cualquier reflexión que pretenda denunciar su falsedad. Para rechazarla, uno tiene que convertirse en ese personaje antimoderno que se pregunta por la esencia de las cosas, del ser humano por ejemplo. El dogma cientificista y naturalista es lo primero que debe ser rechazado. El cientificismo no es una ciencia natural, ni la base epistemológica de la ciencia actual, sino una ideología o metafísica determinada: concretamente, la más pobre concebible.

La concepción cuantitativista, unidimensional, se aplique al asunto que se aplique, es abstracta y contradictoria. Desde la dialéctica antigua se conoce las aporías de la extensión. Una multitud de iguales vacíos, la idea misma de Espacio, de Extensión, es una contradicción. Las cualidades “secundarias” o no-matemáticas que llenan cada uno de los puntos de una extensión, son no solo tan necesarias y objetivas como, sino incluso más, que las propiedades de nivel inferior. Y esto incluso para la existencia del propio espacio: no existe por sí misma una pluralidad matemática, es decir, donde las partes se distinguen solo por no ser una la otra siendo todas iguales. Al contrario, una mera pluralidad descarnada es una pura abstracción, que solo lleva a cabo una inteligencia parcial, incapaz de comprender el todo y haciendo caso omiso de las diferencias sustantivas. Y esto vale para cualquier reduccionismo. Por supuesto, vale para los sujetos humanos: cada uno es, no un ejemplar más e indistinto de una indefinida cantidad de iguales dotados de una estructura calculante-deseante, sino una hipóstasis, como decían los griegos, una sustancia o sujeto único, de naturaleza racional.

Se dirá que el pensamiento moderno no es tan estúpido como para negar las diferencias cualitativas específicas e individuales. Pues sí lo es, en esencia. Porque, empezando por el aspecto teórico del asunto, su designio es, como decía, reducir toda otra cualidad (por ejemplo, humana o personal) a la descripción mecánica (simplificar al máximo lo verdaderamente constitutivo, considerando lo demás epifenoménico, superestructural, etc.: conductismo, materialismo histórico, biologismo, etc.); y, segundo y mucho más importante para nuestro asunto, pasando al aspecto pragmático o ético-político, todo valor sustantivo es negado o reducido a creación subjetiva, por lo que, aunque se admite un origen natural para nuestras preferencias, en sí mismas son axiológicamente subjetivas, es decir, irreales, epifenoménicas. La concepción mecanicista y atomista convierte al individuo en una abstracción superlativa.

Esto afecta, sobre todo, a la esencia de la persona, la Voluntad o capacidad de Libertad. La libertad moderna, en su versión depurada liberal-capitalista, es la máxima indeterminación (en un universo del mayor determinismo). Como insiste Hayek (ese -gracias a su poca filosofía pero muy segura convicción de ser moderno- diáfano exponente de la vacuidad moderna), lo que queremos es actuar libres de coerción. La libertad negativa de Berlin. Pero ¿sabemos así qué es coerción, y qué es libertad? Al parecer, ni la indigencia material ni siquiera la ignorancia son problemas para la libertad. El único problema para la libertad es la “coerción”. Un loco que corriese de un lado para otro sin que nadie lo detuviese, sería un buen ejemplo de hombre libre liberal. Todavía mejor ejemplo de libertad es un fenómeno completamente estocástico.

Por supuesto, el liberal dirá que esto es una inaceptable parodia de lo que él quiere decir. Él no considera libre a una partícula bajo la indeterminación cuántica, él no considera tan libre a un analfabeto… Pero, entonces, ¿qué entiende él por libre, o por no-coerción? O supera su formalismo y empieza a dotar de sustantividad al personaje que va a ser libre (y entonces no puede presuponer libres a los sujetos mientras no gocen de todas esas sustantividades garantizadas) o está predicando una mera vaciedad.

Por principio, el liberal-capitalismo intenta evitar la sustantivación de los sujetos (se olvida de ese problema que acabamos de señalar). Puesto que somos lo más indeterminados posible, y las cosas tienen el valor que nosotros “decidamos” o “deseemos” darles, todo se puede comprar y vender. El agua, el aire, la salud… ¿Por qué no podría una persona empobrecida (este ejemplo es de M. Sandel) venderle el riñón a un rico que solo lo quiere usar como objeto decorativo en su mesa? ¿No es eso ausencia de coerción? El ultraliberalismo o libertarismo es la más razonable de las tesis para el más estúpido de los medios sociales y políticos. Por el camino liberal, del individuo simplemente desaparece la persona e incluso el ser humano. Una voluntad totalmente descarnada no es un sujeto. El dinero no puede comprarlo todo, igual que la x no puede suplir a los números, aunque puede representar a cualquier de ellos si ya existen y tienen un valor determinado o determinable. La economía del librecambio absoluto (con la especulación sin freno) es solo la traducción a los asuntos materiales, de la vaciedad liberal-capitalista.

La sensación de injusticia que siente el sujeto moderno, incluso aquel al que le ha tocado el “éxito”, tiene su causa en el profundo desacuerdo entre lo que él es y lo que la concepción liberal le dice que es. El sujeto no es esa abstracción, y lo sabe en el fondo. No lo es ni “por fuera” ni “por dentro”:

Por fuera, no es un sujeto libre aquel que no posee los medios. Garantizar la libertad de todos implica mucho más que garantizar los contratos. Implica garantizar que el individuo está en condiciones de libertad, es decir, que tiene educación, salud, etc. Pero ¿dónde puede parar esto? En ninguna parte, porque cualquier diferencia en la capacidad de realizar la voluntad abstracta, está condicionada por la materialidad.

Por dentro, y más importante, no es libre simplemente aquel que no sufre coacción exterior, sino, mucho más, quien ignora. Todo el mundo sabe que es más libre cuanto más conoce. Pero lo que no todo el mundo advierte es que la mayor ignorancia es creer que no necesitamos educación moral, es decir, acerca del valor real y sustantivo de las cosas.

Lo malo es que en la concepción moderna esto, la verdadera Educación, se encuentra una y otra vez con un incuestionable límite: la prohibición teórica -venida desde arriba, desde el dogma constitutivo- de que tratemos de qué es bueno en sí. Una y otra vez, los esfuerzos pedagógicos encuentran en su rueda la piedra del subjetivismo y su relativismo moral, que nos dice que no tenemos derecho a intentar educar moralmente. ¿Acaso porque estamos coaccionando al sujeto? A veces no lo parece, si nuestro medio de educación es, a lo socrático, apelar a sus propias razones, a que él mismo deconstruya e intente reconstruir sus atribuciones de valor. Pero entonces, el sofista que (como todo mundo burgués) la modernidad lleva dentro, dice que también ahí hay coacción, incluso la más sutil, porque se hace con el consentimiento del sujeto. De aquí se deduce que toda educación es manipulación. ¿Qué no es coacción?

El sujeto moderno se considera, según el dogma, como imperfectible, como perfecto ya en sí, o todo lo perfecto que se puede ser. ¿Cómo podría uno perfeccionarse, si no hay nada objetivamente mejor que nada? ¿Cómo podría uno aprender? La educación moral (es decir, la educación sin más) no tiene sentido. Solo queda la instrucción. Si un individuo moderno inicia el movimiento de búsqueda de una perfección objetiva, choca inmediatamente con el sistema, ínsito en su propia mente. Todo lo que puede ocurrirme es que me encuentre con algunos que, por maravillosa casualidad, compartan mis valores (¿cómo los han adquirido?), y formemos nuestro club o camarilla moral, donde nos limitaremos a darnos palmaditas. No hay lugar para el idealismo de llegar a ser quien eres.

Pero el sujeto moderno vive esto como una gran tragedia, una tragedia hastiante, porque ni siquiera es heroica. Y cada vez más filósofos que se consideran liberales, se hacen conscientes del problema de la falta de sustantividad axiológica moderna. Cada vez es más fácil encontrar, entre ellos, realistas y cognitivistas éticos, neoaristotélicos, etc.: Parfit, Dworkin, Nozick... No basta ya siquiera con el formalismo kantiano, heredado tanto por Rawls, como por los pensadores de la estructura dialógica.

Algunos dicen que la democracia, bien entendida, implica la reflexión socrática (pienso en Martha Nussbaum, por ejemplo). Pero esto no es verdad si no se reinterpreta el concepto de democracia. Y de tolerancia, entre otros. La reflexión socrática es más profunda y es, en un sentido, antidemocrática y antitolerante. Solo si se entiende la tolerancia, no como la intrínseca irreducibilidad de las perspectivas axiológicas, sino como un valor necesario en el camino de diálogo racional entre ellas; y solo si se entiende la democracia como la sociedad donde se acepta que todos podemos estar equivocados sobre lo bueno y correcto, y no como aquella en que se cree que nadie puede estar equivocado; solo así se puede intentar justificar la democracia desde la perspectiva socrática y, en general, sustancialista de los valores.

El caso es que el hombre, si quiere ser realmente libre (no meramente indeterminado), dueño de su vida, necesita más cosas que una mera “ausencia de coerción”. Necesita, por ejemplo, “horizontes de significado”, como dice Charles Taylor:

"A menos que ciertas opciones tengan más significado que otras, la idea misma de autoelección cae en la trivialidad. La autoelección como ideal tiene sentido solo porque ciertas cuestiones son más significativas que otras. No podría pretender que me elijo a mí mismo, y desplegar todo un vocabulario nietzscheano de autoafirmación, solo porque prefiero escoger filete con patatas en vez de un guiso a la hora de comer. Y qué cuestiones son las significativas no es cosa que yo determine. Si fuera yo quien lo decidiera, ninguna cuestión sería significativa. Pero en ese caso el ideal mismo de autoelección como ideal moral sería imposible. De modo que el ideal de autoelección supone que hay otras cuestiones significativas más allá de la elección de uno mismo. La idea no podría persistir sola, porque requiere un horizonte de cuestiones de importancia, que ayuda a definir los aspectos en los que la autoafirmación es significativa. Siguiendo a Nietzsche, soy ciertamente un gran filósofo si logro rehacer la tabla de valores. Pero esto significa redefinir los valores que atañen a cuestiones importantes, no confeccionar el nuevo menú de McDonald’s, o la moda de ropa de sport de la próxima temporada”. El agente que busca significación a la vida, tratando de definirla, dándole sentido, ha de existir en un horizonte de cuestiones importantes”. (La ética de la autenticiad, Paidós pg. 74-75)

Pero esto nos llevaría a un cambio de paradigma: habría que superar el unidimensionalismo mecanicista, aceptar el realismo de los valores, etc. ¿Estamos en condiciones de algo así? ¿Está, por ejemplo, la “izquierda” en algo así?

Por supuesto, las alternativas “radicales” de la izquierda más irracionalista, van por el camino contrario. Desde Nietzsche a los postmodernos, se trata de la completa deconstrucción del sujeto y los valores. No es extraño que todas esas corrientes acaben en alguna mística, o en algún pragmatismo decisionista, donde el sujeto (que no existe) “hace”, sin que eso sea algo esperable o inteligible: un Evento. Esta versión no es más que el paroxismo de la rabiosa ansia de individualidad y libertad moderna.