sábado, 27 de abril de 2013

El liberal, el socialismo, el mundo moderno y, otra vez, la educación. II


¿Está en una crisis definitiva el sistema liberal-capitalista, que identificamos con la modernidad de origen europeo? Suponiendo que sea así (lo que no me parece cuestión de poco tiempo, seguramente no cuestión de esta crisis económica), ¿qué es lo que estaría entrando en su acabamiento, y por qué? Y ¿qué puede y qué debería sustituirlo? Solo podremos proponer alternativas viables, y que merezcan el esfuerzo, si somos conscientes de las carencias profundas de lo que hay. No creo que la mayoría de las que se postulan, lleguen al fondo del asunto. La “izquierda” en general, o las izquierdas, no me parecen ir en el sentido correcto. Están atrapadas en la misma cosmovisión y antropovisión con su Otro (o su Uno). Superar la humanidad (o inhumanidad) capitalista pasa por superar la concepción moderna de la naturaleza de las cosas. Aunque el liberal-capitalismo, como toda teoría equivocada e inhumana que se hace dominante, se ha vuelto estrictamente conservador y se presenta como algo sin alternativa (nos pide que miremos al pasado anterior o al espacio exterior a él, y señalemos a qué otro tiempo o lugar nos iríamos), lo cierto es que puede y debe ser superado sin miedo, señalando sus falsedades y terribles injusticias, y mirando hacia el futuro donde su desierto lleno de objetos de plástico, indigencia fabril y desigualdad mortal, ya no están. Eso sí, si equivocamos el diagnóstico, quedaremos una y otra vez encerrados en su círculo, si es que no nos ocurre algo peor y retornamos a alguna forma de medievalidad. Por si sirve de algo, sigo con mi percepción del asunto.

He caracterizado la cosmovisión moderna (nada originalmente, por otra parte) con dos rasgos, completamente solidarios entre sí:

-         mecanicismo o naturalismo reduccionista, según el cual la realidad está constituida de sustancias naturales con propiedades objetivas de nivel mínimo (átomos con propiedades matemáticas o “geométricas”), siendo toda otra propiedad de orden superior o “cualitativa” una cualidad “secundaria”, reducible ontológicamente (y, por tanto, en principio, epistemológicamente) a las primeras; lo que se traduce, en la antropología, a que los individuos humanos son concebidos básicamente como átomos de conocimiento-voluntad en un espacio social, todos ellos formalmente libres e iguales;

-         subjetivismo o irrealismo de los valores, según el cual el valor moral (y estético y de cualquier otro género axiológico, si los hay) no es una propiedad objetiva de las cosas, sino algo que produce nuestra subjetividad, la de cada uno, de manera espontánea e irracionalizable (para gustos, los colores).

Para esta concepción dominante moderna (mecanicismo-utilitarismo), el sujeto humano es, pues, un calculador de medios mecánico-objetivos para fines que son deseos subjetivos e irracionales. La razón, tal como la concibe el “racionalismo” naturalista, cientificista e ilustrado moderno, es del todo incapaz de abordar el valor de las cosas: es “esclava de las pasiones” (Hume), o exploradora al servicio de los deseos (Hobbes). Los deseos en sí mismos, son intrínsecamente contingentes (no universales ni universalizables), por más que podamos, incluso por razones sí objetivas o naturales, parecernos mucho unos a otros en nuestros deseos.

Desde luego, hay una posible descripción objetiva, es decir, natural-mecánica, de la génesis histórica de nuestras tendencias (la selección natural, por ejemplo y sobre todo), pero esta descripción no se refiere ni afecta al deseo mismo, como acto (o pasión) del sujeto, es decir, en cuanto el hecho de deseo que es. Si deseo tomar chocolate, no alimenta mi deseo ni lo inhibe saber que tiene una historia y unas “causas” naturales. Los deseos no son racionalizables en sí mismos. Pretender lo contrario, determinarlos racionalmente a partir de hechos naturales, es caer en una falacia. 

Esta concepción mecánico-utilitarista domina, digo, tanto a la “derecha” política (el liberal-capitalismo) como a la “izquierda” (el socialismo moderno). El liberal se fija más en el aspecto individual-particular del sujeto moderno, en su “libertad” o indeterminación respecto a una instancia superior, y en su capacidad y derecho de construirse como quiera, aunque (o, más bien, “de modo que”) esto suponga hacerle muy distinto de los demás e introduzca, en el todo social, grandes desigualdades en la posesión de la materia objetiva del mundo, debidas al simple y “sabio” laissez-faire. El socialismo se fija más en el otro aspecto totalmente necesario, la igualdad (abstracta) de todos los sujetos, y considera las diferencias y jerarquías como debidas a razones siempre arbitrarias (lo que no deja de ser cierto para la concepción común de ambos, del liberal y del socialista). Con ello, ataca la “libertad” del liberal, pretende poner un yugo a la inescrutable espontaneidad del individuo. Desde luego, si hay un bando dispuesto a dar más sustantividad a los sujetos, es la (o cierta) izquierda (el republicanismo –desde Rousseau-Kant hasta Pettit). Dejaré esto para otro lugar. Me centro ahora en la (crítica de la) concepción liberal-capitalista (que es la principal en el pensamiento moderno, la “diestra”, siendo la izquierda su otro o sombra), tal como ha sido descrita en los párrafos previos y en la entrada anterior.

¿Por qué esta concepción del mundo y del hombre es insatisfactoria y tiene que fracasar, antes o después? Por la única razón por la que puede y debe fracasar una concepción del hombre (“del” en ambos sentidos en este caso, subjetivo y objetivo): porque es falsa. Si el ser humano dispone su vida, privada y social, de acuerdo con una concepción equivocada de sí mismo (si no se conoce a sí mismo), no tendrá más remedio que llevar una vida inauténtica y dolorosa. Y ser falsa la hace ser injusta.

La concepción moderna, liberal-capitalista, del hombre y de la realidad, no solo es falsa, sino que inhibe, si se la toma en serio, cualquier reflexión que pretenda denunciar su falsedad. Para rechazarla, uno tiene que convertirse en ese personaje antimoderno que se pregunta por la esencia de las cosas, del ser humano por ejemplo. El dogma cientificista y naturalista es lo primero que debe ser rechazado. El cientificismo no es una ciencia natural, ni la base epistemológica de la ciencia actual, sino una ideología o metafísica determinada: concretamente, la más pobre concebible.

La concepción cuantitativista, unidimensional, se aplique al asunto que se aplique, es abstracta y contradictoria. Desde la dialéctica antigua se conoce las aporías de la extensión. Una multitud de iguales vacíos, la idea misma de Espacio, de Extensión, es una contradicción. Las cualidades “secundarias” o no-matemáticas que llenan cada uno de los puntos de una extensión, son no solo tan necesarias y objetivas como, sino incluso más, que las propiedades de nivel inferior. Y esto incluso para la existencia del propio espacio: no existe por sí misma una pluralidad matemática, es decir, donde las partes se distinguen solo por no ser una la otra siendo todas iguales. Al contrario, una mera pluralidad descarnada es una pura abstracción, que solo lleva a cabo una inteligencia parcial, incapaz de comprender el todo y haciendo caso omiso de las diferencias sustantivas. Y esto vale para cualquier reduccionismo. Por supuesto, vale para los sujetos humanos: cada uno es, no un ejemplar más e indistinto de una indefinida cantidad de iguales dotados de una estructura calculante-deseante, sino una hipóstasis, como decían los griegos, una sustancia o sujeto único, de naturaleza racional.

Se dirá que el pensamiento moderno no es tan estúpido como para negar las diferencias cualitativas específicas e individuales. Pues sí lo es, en esencia. Porque, empezando por el aspecto teórico del asunto, su designio es, como decía, reducir toda otra cualidad (por ejemplo, humana o personal) a la descripción mecánica (simplificar al máximo lo verdaderamente constitutivo, considerando lo demás epifenoménico, superestructural, etc.: conductismo, materialismo histórico, biologismo, etc.); y, segundo y mucho más importante para nuestro asunto, pasando al aspecto pragmático o ético-político, todo valor sustantivo es negado o reducido a creación subjetiva, por lo que, aunque se admite un origen natural para nuestras preferencias, en sí mismas son axiológicamente subjetivas, es decir, irreales, epifenoménicas. La concepción mecanicista y atomista convierte al individuo en una abstracción superlativa.

Esto afecta, sobre todo, a la esencia de la persona, la Voluntad o capacidad de Libertad. La libertad moderna, en su versión depurada liberal-capitalista, es la máxima indeterminación (en un universo del mayor determinismo). Como insiste Hayek (ese -gracias a su poca filosofía pero muy segura convicción de ser moderno- diáfano exponente de la vacuidad moderna), lo que queremos es actuar libres de coerción. La libertad negativa de Berlin. Pero ¿sabemos así qué es coerción, y qué es libertad? Al parecer, ni la indigencia material ni siquiera la ignorancia son problemas para la libertad. El único problema para la libertad es la “coerción”. Un loco que corriese de un lado para otro sin que nadie lo detuviese, sería un buen ejemplo de hombre libre liberal. Todavía mejor ejemplo de libertad es un fenómeno completamente estocástico.

Por supuesto, el liberal dirá que esto es una inaceptable parodia de lo que él quiere decir. Él no considera libre a una partícula bajo la indeterminación cuántica, él no considera tan libre a un analfabeto… Pero, entonces, ¿qué entiende él por libre, o por no-coerción? O supera su formalismo y empieza a dotar de sustantividad al personaje que va a ser libre (y entonces no puede presuponer libres a los sujetos mientras no gocen de todas esas sustantividades garantizadas) o está predicando una mera vaciedad.

Por principio, el liberal-capitalismo intenta evitar la sustantivación de los sujetos (se olvida de ese problema que acabamos de señalar). Puesto que somos lo más indeterminados posible, y las cosas tienen el valor que nosotros “decidamos” o “deseemos” darles, todo se puede comprar y vender. El agua, el aire, la salud… ¿Por qué no podría una persona empobrecida (este ejemplo es de M. Sandel) venderle el riñón a un rico que solo lo quiere usar como objeto decorativo en su mesa? ¿No es eso ausencia de coerción? El ultraliberalismo o libertarismo es la más razonable de las tesis para el más estúpido de los medios sociales y políticos. Por el camino liberal, del individuo simplemente desaparece la persona e incluso el ser humano. Una voluntad totalmente descarnada no es un sujeto. El dinero no puede comprarlo todo, igual que la x no puede suplir a los números, aunque puede representar a cualquier de ellos si ya existen y tienen un valor determinado o determinable. La economía del librecambio absoluto (con la especulación sin freno) es solo la traducción a los asuntos materiales, de la vaciedad liberal-capitalista.

La sensación de injusticia que siente el sujeto moderno, incluso aquel al que le ha tocado el “éxito”, tiene su causa en el profundo desacuerdo entre lo que él es y lo que la concepción liberal le dice que es. El sujeto no es esa abstracción, y lo sabe en el fondo. No lo es ni “por fuera” ni “por dentro”:

Por fuera, no es un sujeto libre aquel que no posee los medios. Garantizar la libertad de todos implica mucho más que garantizar los contratos. Implica garantizar que el individuo está en condiciones de libertad, es decir, que tiene educación, salud, etc. Pero ¿dónde puede parar esto? En ninguna parte, porque cualquier diferencia en la capacidad de realizar la voluntad abstracta, está condicionada por la materialidad.

Por dentro, y más importante, no es libre simplemente aquel que no sufre coacción exterior, sino, mucho más, quien ignora. Todo el mundo sabe que es más libre cuanto más conoce. Pero lo que no todo el mundo advierte es que la mayor ignorancia es creer que no necesitamos educación moral, es decir, acerca del valor real y sustantivo de las cosas.

Lo malo es que en la concepción moderna esto, la verdadera Educación, se encuentra una y otra vez con un incuestionable límite: la prohibición teórica -venida desde arriba, desde el dogma constitutivo- de que tratemos de qué es bueno en sí. Una y otra vez, los esfuerzos pedagógicos encuentran en su rueda la piedra del subjetivismo y su relativismo moral, que nos dice que no tenemos derecho a intentar educar moralmente. ¿Acaso porque estamos coaccionando al sujeto? A veces no lo parece, si nuestro medio de educación es, a lo socrático, apelar a sus propias razones, a que él mismo deconstruya e intente reconstruir sus atribuciones de valor. Pero entonces, el sofista que (como todo mundo burgués) la modernidad lleva dentro, dice que también ahí hay coacción, incluso la más sutil, porque se hace con el consentimiento del sujeto. De aquí se deduce que toda educación es manipulación. ¿Qué no es coacción?

El sujeto moderno se considera, según el dogma, como imperfectible, como perfecto ya en sí, o todo lo perfecto que se puede ser. ¿Cómo podría uno perfeccionarse, si no hay nada objetivamente mejor que nada? ¿Cómo podría uno aprender? La educación moral (es decir, la educación sin más) no tiene sentido. Solo queda la instrucción. Si un individuo moderno inicia el movimiento de búsqueda de una perfección objetiva, choca inmediatamente con el sistema, ínsito en su propia mente. Todo lo que puede ocurrirme es que me encuentre con algunos que, por maravillosa casualidad, compartan mis valores (¿cómo los han adquirido?), y formemos nuestro club o camarilla moral, donde nos limitaremos a darnos palmaditas. No hay lugar para el idealismo de llegar a ser quien eres.

Pero el sujeto moderno vive esto como una gran tragedia, una tragedia hastiante, porque ni siquiera es heroica. Y cada vez más filósofos que se consideran liberales, se hacen conscientes del problema de la falta de sustantividad axiológica moderna. Cada vez es más fácil encontrar, entre ellos, realistas y cognitivistas éticos, neoaristotélicos, etc.: Parfit, Dworkin, Nozick... No basta ya siquiera con el formalismo kantiano, heredado tanto por Rawls, como por los pensadores de la estructura dialógica.

Algunos dicen que la democracia, bien entendida, implica la reflexión socrática (pienso en Martha Nussbaum, por ejemplo). Pero esto no es verdad si no se reinterpreta el concepto de democracia. Y de tolerancia, entre otros. La reflexión socrática es más profunda y es, en un sentido, antidemocrática y antitolerante. Solo si se entiende la tolerancia, no como la intrínseca irreducibilidad de las perspectivas axiológicas, sino como un valor necesario en el camino de diálogo racional entre ellas; y solo si se entiende la democracia como la sociedad donde se acepta que todos podemos estar equivocados sobre lo bueno y correcto, y no como aquella en que se cree que nadie puede estar equivocado; solo así se puede intentar justificar la democracia desde la perspectiva socrática y, en general, sustancialista de los valores.

El caso es que el hombre, si quiere ser realmente libre (no meramente indeterminado), dueño de su vida, necesita más cosas que una mera “ausencia de coerción”. Necesita, por ejemplo, “horizontes de significado”, como dice Charles Taylor:

"A menos que ciertas opciones tengan más significado que otras, la idea misma de autoelección cae en la trivialidad. La autoelección como ideal tiene sentido solo porque ciertas cuestiones son más significativas que otras. No podría pretender que me elijo a mí mismo, y desplegar todo un vocabulario nietzscheano de autoafirmación, solo porque prefiero escoger filete con patatas en vez de un guiso a la hora de comer. Y qué cuestiones son las significativas no es cosa que yo determine. Si fuera yo quien lo decidiera, ninguna cuestión sería significativa. Pero en ese caso el ideal mismo de autoelección como ideal moral sería imposible. De modo que el ideal de autoelección supone que hay otras cuestiones significativas más allá de la elección de uno mismo. La idea no podría persistir sola, porque requiere un horizonte de cuestiones de importancia, que ayuda a definir los aspectos en los que la autoafirmación es significativa. Siguiendo a Nietzsche, soy ciertamente un gran filósofo si logro rehacer la tabla de valores. Pero esto significa redefinir los valores que atañen a cuestiones importantes, no confeccionar el nuevo menú de McDonald’s, o la moda de ropa de sport de la próxima temporada”. El agente que busca significación a la vida, tratando de definirla, dándole sentido, ha de existir en un horizonte de cuestiones importantes”. (La ética de la autenticiad, Paidós pg. 74-75)

Pero esto nos llevaría a un cambio de paradigma: habría que superar el unidimensionalismo mecanicista, aceptar el realismo de los valores, etc. ¿Estamos en condiciones de algo así? ¿Está, por ejemplo, la “izquierda” en algo así?

Por supuesto, las alternativas “radicales” de la izquierda más irracionalista, van por el camino contrario. Desde Nietzsche a los postmodernos, se trata de la completa deconstrucción del sujeto y los valores. No es extraño que todas esas corrientes acaben en alguna mística, o en algún pragmatismo decisionista, donde el sujeto (que no existe) “hace”, sin que eso sea algo esperable o inteligible: un Evento. Esta versión no es más que el paroxismo de la rabiosa ansia de individualidad y libertad moderna.

sábado, 20 de abril de 2013

El liberal, el socialismo, el mundo moderno y, otra vez, la educación. I


Cada vez más intelectuales dicen que estamos en una crisis diferente, una crisis crítica. España, Europa, Occidente, el mundo de la globalización… están en crisis definitiva. El Capitalismo está quizás cayendo ya por su precipicio, puede que colapse. Cada día se oyen más voces apocalípticas. Estamos entrando en “tiempos interesantes”, dice el anti-capitalista lacaniano Žižek, e insta a lo que “alguna vez se llamó comunismo” a que se atreva a no terciar con el moribundo. Incluso los más moderados intelectuales de izquierdas insisten en que el sistema liberal-capitalista no puede o no sabe ya satisfacer siquiera los famélicos mínimos que le hacían estable. Y, aunque los liberales prefieren creer que se trata de un episodio pasajero, de un bache, como hubo otros, del sistema más benigno como no hubo otro, quizás ya no todos ellos las tienen todas consigo.

¿Está en crisis el sistema liberal-capitalista? ¿Qué es el liberal-capitalismo y por qué había de entrar en crisis? Y, más importante que eso: ¿qué alternativa hay? ¿Qué tiene que ofrecer la “izquierda”, o quien quiera que sea, que pueda oponerse a “El Sistema” (dejando, pues, aparte a los no-revolucionarios, es decir, a los que creen que solo se necesita apañar, hacer un poco más equitativo, más  bienestarista, más socialdemócrata, el sistema de producción-consumo vigente)? ¿Sirve todavía algo del proyecto ilustrado, o hay que pensar en algo radicalmente “otro”? Pero ¿qué? ¿En qué podría consistir la emancipación de los oprimidos? Algunos creen que basta con interpretar bien el ideal de igualdad-libertad y  tecno-ciencia de la racionalidad ilustrada; otros, que rechazan eso (como el propio Žižek), esperan y nos invitan a esperar un Evento, que, desde luego, es impredecible (para eso es un Evento), pero que, sin duda, será emancipador… Esperar lo inesperado e inesperable. Pero ¿se puede depositar la confianza en esas cosas de brujas? ¿No hay más alternativas?

Yo no sé si esta es una crisis radical (en principio, no lo creo –aunque mis amigos me toman por insensato y/o desinformado-), pero voy a suponer que lo es (alguna vez tendrá que serlo), que el modelo de los últimos dos siglos está agotado, y me pregunto en qué consiste ese modelo; por qué, entonces, tenía que fracasar; y qué nos cabe esperar. Voy a proponer, informal y precipitadamente, algunas inmodestas aunque también inútiles reflexiones sobre todo este asunto. Lo expongo en términos históricos, no porque comparta el prejuicio historicista moderno, sino porque así, en forma de cuento, se admiten y digieren mejor las logomaquias.

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Una cosa parece clara: ni el liberal-capitalismo ni tampoco su alternativa, el socialismo, han acabado triunfando. ¿Cómo puede ser esto, si los dos son sistemas estupendos y sin alternativa?  ¿Por qué no se da de una maldita vez la revolución socialista? ¿Por qué no se convence todo el mundo de la bonanza del sistema capitalista? Estas son preguntas que deberían hacerse (o hacerse más a fondo) uno y otro, socialista y liberal. El socialista se divide (cada uno dentro de sí mismo) entre, por un lado o por ratos, el que cree que la gente no se engaña ya con respecto a la ficción democrático-capitalista y está dispuesta para la revolución, y el que, por otro lado o en otro momento, se asombra de que la gente siga tan pasiva, volviendo a votar una y otra vez a los mismos representantes sistémicos y consumiendo los mismos opios; los liberales, entre tanto, se dividen (también cada uno en su fuero interno) entre el que se asombra de que exista aún quien piense que hay alternativa deseable al mejor régimen social conocido hasta ahora, y quienes creen que la gente, en general, acepta que el capitalismo liberal es el mejor de los mundos posibles. Ambos, anticapitalistas y capitalistas, se engañan en su autoconfianza y se quedan cortos en sus dudas.

Se engaña también ambos en la etiología de sus fracasos. Yerran completamente los anticapitalistas si piensa que por lo que no se da la revolución es por cosas como que las masas se organizan muy mal, o que la gente no conoce realmente cómo funciona el sistema. También es falso que la cosa se deba solo a que el pueblo carece de educación política. Que el pueblo carece de educación, es cierto, pero no es verdad que el intelectual de izquierdas tenga algo que ofrecer a cambio, y que sea ese conocimiento el que no tiene el pueblo. ¿Puede ofrecerle la idea de que la colaboración es más productiva que la competencia? Suponiendo que esto sea verdad (como creo que lo es, en general), eso no afecta al sistema, sino que es un detalle técnico, de cómo convendría gestionar el sistema. El problema del socialismo moderno no es de ese tipo, sino que es profundo. Los fracasos de socialismo real no son coyunturales. Algo falla intrínsecamente en el socialismo moderno.

Pero, desde luego, también se engaña el liberal-capitalista si piensa que el estrepitoso “fracaso” (por no llamarlo algo más gordo) de Fukuyama al afirmar, hace todavía pocos años, la consumación de la historia con el paraíso capitalista, es una cuestión coyuntural, una disfunción accidental. El sistema liberal-capitalista es intrínsecamente insuficiente; más aún, perverso. Los males del capitalismo real (innumerables y cruelísimos, pero sintetizables en una fría palabra, Injusticia) no son accidentales, debidos quizás a que la gente no ha entendido todavía el funcionamiento del libre mercado. Se equivocan quienes piensan algo así (no digamos quienes creen que hay lugares donde se da y funciona –pero ¿dónde? ¿Qué estado sigue una economía liberal, que deje caer a los bancos, que no proteja los productos nacionales, que no controle los recursos mediante las armas, etc? …y ¡menos mal!, porque a medida que un país se acerca al capitalismo verdadero, más salvaje se muestra). Es un escándalo para el liberal que su sistema solo funcione a base de correcciones paternalistas o socialistas (sobre todo para con sus hijos más agresivos y que más libertad piden cuando les va “bien”).

Ambas propuestas, liberal-capitalismo y socialismo, son intrínsecamente insatisfactorias. Por eso, intentan complementarse, aunque solo consiguen mostrar que dos errores no suman una verdad. Partidos liberales y socialistas se alternan en el poder. Allí donde se han propuesto como modelos puros, han fracasado. Parece que las sociedades que mejor funcionan (como los países nórdicos) son los que hacen una media o síntesis más centrista de ambas ideologías. Podría pensarse que ahí está la virtud. Pero no es así. También las sociedades nórdicas son vacías en un sentido profundo. Han conseguido un gran bienestar, pero también la mayor apatía y tasa de suicidios. Nadie se atrevería a decir que son el final de la historia.

¿Y si liberal-capitalismo y socialismo son las dos caras inseparables de la misma moneda, y comparten la “esencia”?

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Hay que remontarse a la esencia del proyecto moderno.

La caída del viejo régimen fue la caída de una concepción del mundo y de la existencia, en que las cualidades morales, estéticas, etc. (los valores, en una palabra), venían asociados con la “naturaleza” (esencial o enteléquica) de las cosas, por obra y gracia, eso sí, de la fantasía y la autoridad. Las cosas no solo eran por entonces redondas o cuadradas, y no solo eran también verdes o rojas, vivas o inertes, conscientes o no…, sino que también, y unido a eso, eran buenas y bellas, y, por ello, dignas de tal o cual trato. El cosmos era un todo cualitativa y jerárquicamente coloreado, con cualidades morales y estéticas incluidas. Es verdad que esto, que en algunos griegos filósofos fue una teoría (una convicción racional), era en la Edad Media algo establecido por la Ley positiva de la Iglesia. La caída de este régimen fue buena, incluso desde los presupuestos filosóficos que podían sustentarla (Platón el que expulsó a los poetas de la educación, o Aristóteles el que decía que los mitógrafos mienten mucho).

Lo que sustituyó al viejo régimen, una vez emancipada la razón, consiste en lo siguiente: las cosas tienen unas ciertas características objetivas que son propiedades medibles estrictamente, propiedades matemáticas, propiedades Primarias; además de eso, nosotros les atribuimos, desde nuestra perspectiva psicológica, propiedades subjetivas, incuantificables, Secundarias, tales como el color, o el valor. Esto es lo que se llama Mecanicismo o Matematicismo: reducción de todas las propiedades de las cosas (incluidas, desde luego, las axiológicas) a solo cualidades matemáticas o epifenómenos suyos. El orden de propiedades se reduce a uno, el cuantitativo o extensivo: la realidad es un todo hecho de elementos últimos o básicos, átomos o cuanta (o campos de nivel básico).

Esta cosmovisión mecanicista o extensionalista, llevada a lo político, se traduce en dos ideas: atomismo-extensionalismo social, y subjetividad de los valores. Empezando por lo segundo: todo lo sustantivamente ético, estético, religioso, pasa a ser meramente subjetivo, irracionalizable según ese concepto unidimensional de racionalidad. Yendo a lo primero, la sociedad, la humanidad misma, es un todo-conjunto de individuos atómicos dotados de cognición, voluntad, sentimientos y sensibilidad. La soberanía, es decir, la voluntad política, reside en todos y cada uno, como la carga negativa está por igual en todos y cada uno de los electrones, con la diferencia de que los electrones no tienen voluntad, y el hombre sí. Pero el contenido de esta voluntad puramente formal, es algo subjetivo. Es más, si el contenido de la voluntad fuese determinable, si se pudiera decidir a priori qué tengo yo que desear, entonces, cree el moderno, no existiría la libertad. Libertad implica indeterminación, y esto implica irracionalidad del valor. Por tanto, la religión, el arte, la ética, deben separarse de la política, y así debe ser para siempre.

La Ilustración, que es el momento de consolidación más consciente de ese principio, producirá las dos caras de la misma política moderna: el liberal-capitalismo y el socialismo (o social-capitalismo). Por la propia naturaleza atomista de esta cosmovisión, el liberalismo es el momento esencial, y el socialismo es el “término marcado” (como dicen los lingüistas), o sea, un contraliberalismo, un alter-liberalismo, la mujer del varonil capitalismo. Antes de verlos con algo de atención, es esencial señalar que, si bien mecanicismo y subjetivismo-axiológico son completamente solidarios, no lo son, ni mucho menos, mecanicismo y racionalismo, e incluso mecanicismo y racionalidad. Más bien la modernidad es un racionalismo completamente unilateral y pobre, o, mejor, un irracionalismo que ha puesto a su servicio a un pobre racionalismo de pesas y medidas. Veamos qué puede decirse de una y otra cara, o de la cara y la cruz política de lo mismo.

El liberalismo, que es la cara, adopta la perspectiva de la parte, del átomo o individuo, del punto de un espacio. Esta es la sustancia del mundo. Incluso el socialismo acepta esta tesis ontológico-política. Como las partículas últimas en el dominio de la física, también nosotros somos, todos, individuos-voluntades autónomos (liberté) e iguales (egalité). Todos y cada uno tenemos un derecho absoluto a crear nuestro proyecto de vida, sin ser estorbado por ni estorbar a otros. Eso sí, mejor que en conflicto, vivamos en hermandad (fraternité). La tolerancia es tanto necesaria (lógico-axiológicamente) como conveniente. Somos tolerantes con cualquier proyecto de vida que respete a los demás (por supuesto, esta tolerancia es una falacia, parte de la misma abstracción de todo el sistema, porque no hay ninguna posible acción que no incida en los demás. Pero somos tolerantes también con la tolerancia, abstractos para con la abstracción).

Si lo bueno y bello no está en las cosas, ¿a dónde irá a buscarlo el pobre sujeto moderno? ¿Lo sacará de sí, como hace la araña con el hilo? Esto es difícil de hacer, sobre todo para un tipo que, como el hombre moderno, es (cree ser) poco más que una máquina por la que fluye energía física. Este es el conocido hecho moderno de que el burgués, dado que puede serlo todo en cualquier momento, no es nada nunca. Kant, aunque conforme esencialmente con (e incluso el más preclaro adalid de) la voluntad formal, propone, no obstante, una línea de cierta sustantividad ética (no política, como si se pudiesen separar ambas cosas). En la segunda parte de la Metafísica de las Costumbres, dice que es obligación moral de cada uno perfeccionarse a sí mismo y promover la felicidad del resto. No puedo obligar al otro a perfeccionarse (eso, según Kant, es una contradicción, pues la perfección es libertad, es decir, autoperfección) ni puedo pretender moralmente mi felicidad, sino solo merecerla. Pero sí tengo que procurar la felicidad de los otros. Sí, pero (y dejando aparte ahora si cualquier intento de perfeccionar a otro es ilícito –lo que me parece parte del error general, como diré luego-), ¿en qué consiste la felicidad del otro, que según Kant debo promover? Puesto que no tenemos acceso teórico a lo no-natural, y lo natural es valorativamente neutral, estamos en las mismas. ¡Menos mal que la naturaleza nos ha dotado de sentimientos o pasiones, que, aunque irracionales y contingentes, pueden dar algún sentido a la idea de la felicidad, y nos las podemos permitir mientras no interfieran con lo correcto de la ley formal! Hay satisfacciones, como la sexualidad y esas cosas (la sexualidad, ese uso de los miembros de otro para la  satisfacción de uno, según Kant). Aunque también está el gusto desinteresado del arte, del libre juego de las facultades… Kant siempre es más interesante de lo que se podría creer. Puede que Kant, en su toma y daca, tenga algo sustantivo a donde llevarnos, aunque sea por la vía indirecta de la libertad formal. Pero poco pensamiento moderno es tan inteligente y profundo como él, y nadie ha sabido sacar tanto, menos aún en política. En el mundo moderno, la libertad implica la indeterminación e indeterminabilidad de lo bueno. Y es aquí donde nace necesariamente el Capitalismo (que, sí, existe).

¿Qué es el Capitalismo? Es la economía intrínseca al mundo moderno, burgués, mecanicista y subjetivista. En ese mundo político abstracto del liberalismo-mecanicismo, donde los objetos no tienen un valor absoluto en sí mismo, sino relativo a las voluntades (esto ocurre en toda sociedad, pero de manera más radical que en ninguna, en esta) solo hay un objeto objetivo en la economía: el objeto de los objetos, el meta-objeto económico, el Dinero. Allí donde existe el Dinero, es el objeto sin sustancia, la objetividad vacía del valor. Cuantos menos valores sustantivos objetivos acepte una sociedad, cuanto más quede en manos de la subjetividad individual determinar qué tiene valor, más necesitará esa sociedad un objeto vacío y abstracto, que se convierta, como el fuego de Heráclito, en cualquier cosa sin ser él ninguna. El Capitalismo es la libertad abstracta de intercambio de bienes subjetivos mediante el meta-valor objetivo Dinero.

Por supuesto, a nadie le interesa racionalmente el dinero como fin, sino solo como medio, como objeto de cambio. Pero, dado que no hay criterios objetivos para el valor de las cosas, y que el sujeto anda bastante vacío y perdido ante tanta oferta posible, si quiere orientarse racionalmente, puede caer en la idea de que la única objetividad y único valor tangible es el propio Dinero. En ese sentido, el hombre crematístico es el más razonable de los hombres para el más estúpido, unidimensional y abstracto de los medios sociales.

En una sociedad abstracta e insustancial, el dinero es el poder, o posibilidad. Y es mejor tener el mayor poder, es decir, las mayores posibilidades (sobre todo en un mundo donde las actualidades no se presentan como valiosas por sí, y hay que trabajárselas en el fuero interno), y el dinero es pura posibilidad, o sea, poder desnudo. Por eso, para un individuo bien absorbido por el sistema, es preciso ante todo juntar dinero (que después el dinero se reproduzca “solo” es algo completamente natural, que consiste en especular con el valor futuro de las cosas).

El personaje modelo del liberal-capitalismo es un individuo vacuamente libre, dueño poderoso de la mayor cantidad de abstracción o dinero, celoso de su vacía privacidad, que no sabe para qué vive, y suele divertirse, en los huecos que le deja su febril acumulación de posibilidad, con placeres irracionales y generalmente superficiales.

En la próxima entrada intentaré mostrar cómo el Liberalismo es una política inconsistente, como lo es toda concepción, acerca de cualquier cosa, que sea una concepción extensionalista, “materialista” en el sentido más depurado de la palabra. Tanto el atomismo social como el subjetivismo de los valores implican aporías que son la crisis del capitalismo. Lo que no significa que conozcamos un socialismo que vaya más allá, como también trataré de mostrar.

viernes, 5 de abril de 2013

Padre, Hijo y Educación en valores


“Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la practican” (Lucas 8, 19-21).

Uno de los asuntos en los que más a menudo ocurre que lo que yo veo como lo más obvio del mundo, casi todo el resto del mundo lo ve al contrario (dejando aparte las cuestiones metafísicas y demás) es el asunto de quién debería elegir la educación que “se le dé” a un niño. Yo creo que debería resultar claro que es el propio niño (aconsejado e informado de manera conveniente, pero no forzado) quien debe tener la última palabra. Pero incluso a gentes por lo demás muy contrarias a todo lo que suene a imposición (sobre ellas), les parece chocante e inaceptable. Intentaré explicar un poco mejor mi posición.

Muchos de quienes piensan que el Estado no tiene legitimidad para manipular desde pequeños “nuestras” consciencias, creen que la “educación en valores” (moral, pero también afectiva, etc…) es un derecho de las familias o los padres. Algunos de entre ellos dicen que la escuela debe estar meramente para instruir (enseñar cosas técnicas, como matemáticas o química). Otros, más inteligentemente, conscientes de que no hay instrucción sin educación implícita, creen que tiene que haber tantas escuelas accesibles como gustos tengan los padres, o, si no, permitirse a las familias que eduquen-instruyan en su propio seno. A mí, sin embargo, esto me parece, ni más ni menos, trasladar la legitimidad de la posibilidad de manipular, desde el Estado a la Familia o Padres. Es Patriarcalismo, o Familiarismo, si se quiere. Y no tiene, creo yo, un ápice más de justificación que el Estatalismo o el Eclesialismo. Si se trata de proteger a todo individuo, desde su nacimiento, de la manipulación o el adoctrinamiento, se trata de protegerlo del adoctrinamiento y la manipulación vengan estos de donde vengan, de la Sociedad o de los Padres, o de la Iglesia... 

El problema es, pues: si existe una diferencia entre, por una parte, educar, y, por otra, adoctrinar y “manipular”, ¿quién tiene que decidir esto? ¿Acaso la Familia, o los Padres? ¿Por qué habría de ser la Familia la institución facultada para educar en cómo vivir una vida buena o correcta? ¿Es que la familia tiene en sí esos criterios? No creo que nadie pueda justificar tal cosa. Desde luego, y fijándonos, para empezar, en lo afectivo, no es necesario recordar que la familia no es solo ese seno de amor y cuidado que pintan algunas postales (postales que comparten los “liberales” de derechas y de izquierdas, aunque con peinados diferentes), sino también el ámbito de la violencia y el maltrato domésticos, violencia y maltrato, por cierto (voy aquí a hacer algo por perder otros cuantos amigos) que sufren más los menores que las mujeres (aunque en los casos de las mujeres suelen ser puntualmente más graves, por ciertas razones): en la mayoría de las familias se habla y trata al menor de tal manera que, si se hiciese eso sobre un adulto, varón o mujer, se consideraría una inaceptable falta de respeto. También la legislación es más permisiva en general  (casi salvo en cuestiones “teológico-morales”) con la violencia y el maltrato doméstico sobre el menor  que con la violencia doméstica entre adultos (aunque a muchas personas les escandalice oír esto como si se tratase de una enorme falsedad): solo desde hace pocos años los códigos legales más avanzados prohíben el castigo “físico” más explícito (todos los castigos son físicos, pero todos son, también y sobre todo, psíquicos), y lo toleran cuando está más o menos encubierto. Hace muchísimo más que se abolió el castigo físico sobre la mujer o sobre el subordinado. Pero es que, además, la educación moral no es algo meramente afectivo, ni es algo que la Familia, por su esencia, esté en condiciones de proporcionar. Yo comparto el ideal, “anarquista”, de convivencia en un grupo humano donde cada uno se realiza junto con otros mediante relaciones no coercitivas, y no identifico a la Sociedad con el Estado y rechazo el derecho del Estado al monopolio de la fuerza, pero tampoco identifico, ni mucho menos, ese tipo de grupo ideal de convivencia racional y libre, con la Familia ni con un parecido suyo, si por Familia hay que entender una institución donde el monopolio de la ley y la fuerza la tienen los padres o los adultos en general.

Hay una dialéctica Familia – Estado que, como toda dialéctica, no se soluciona eliminando abstractamente uno de los polos, aunque tampoco manteniéndolos en un enfrentamiento horizontal, sino insertando y sublimando el uno en el otro. Este enfrentamiento o dialéctica tiene que ver de manera esencial, precisamente, con la crianza y (también con) la educación, que son las funciones que la naturaleza parece haber puesto en manos de la Familia, pero también del resto de los humanos, si es verdad eso de que nada humano me es ajeno. Tomados, por un lado, el padre (en sentido –en principio- indiferente, padre o madre) como educador, frente, por otro, el Estado como educador (o, mejor, la Sociedad, para no excluir una posición no-estatalista), se trata del enfrentamiento de dos “instituciones” o instancias humanas por el derecho a crear o promover al individuo humano pleno. Dando por supuesto que el menor “necesita” educación (aunque no deberíamos olvidar que el adulto también la necesita, a su modo y medida, lo que complejizaría este análisis, precisamente a favor de lo que quiero defender), cada una de esas instituciones o instancias, Familia y Sociedad, tiene sus razones para reclamar el derecho-deber de participar en la educación del menor. La Familia, los padres, tienen, respecto del hijo, la prioridad en la proximidad o “projimidad”, genética y afectiva: nadie quiere a un hijo tanto como unos padres, que son los individuos naturalmente más próximos y prójimos a él (aunque esta projimidad disminuye a medida que el individuo humano se independiza de lo filogenético). La Sociedad, en cambio, es la que considera al hijo en tanto que un individuo entre otros, es decir, desde una perspectiva universal, más estrictamente racional y menos afectiva. ¿Cuál de esas instancias puede suministrar mejor los patrones morales? Parece “sencillo”, en principio: la Sociedad debería proporcionar los patrones más universales (unos mínimos que garanticen la igualdad entre individuos, independientemente de su procedencia, incluida, desde luego, la genética y familiar en general), y la Familia los más particulares que no entren en conflicto con aquellos (unas maneras concretas de hacer las cosas, unos hábitos, etc). Dado que no se puede garantizar la igualdad y la justicia sin garantizar el conocimiento, la sociedad debe garantizar una cierta educación a todos. Etc.

¿Por qué esto no resulta convincente? ¿Por qué hay conflicto entre Familia y Sociedad por la educación de los menores? Es claro: no hay ninguna certeza, para un padre o una madre, de que el Estado, o la Sociedad, en cuanto entidades fácticas, estén en condiciones de proteger auténticos derechos naturales en vez de, más bien, imponer unas normas supraindividuales y suprafamiliares sin más amparo que la fuerza (aunque esto se minimiza en las sociedades que no se organizan estatal-coercitivamente). Es decir, el Individuo-padre puede perfectamente disentir de los criterios de la Sociedad en la que vive, y no considerarla legitimada para educar en valores. Eso es lo que conduce, a mi juicio, al mejor sustento ideológico del anarquismo o autarquismo, es decir, al rechazo de que la ley positivamente establecida tenga más legitimidad de la que le dé mi consciencia, mi voluntad. Como individuo racional y libre puedo y debo rechazar todo aquello que no me parece correcto, por más “positiva” o fácticamente establecido que esté (aunque puedo considerar tolerables males menores por mor de la construcción de una convivencia social). Pero ¿puede conducirnos esto (mi posición como individuo frente a la Sociedad) a la idea de que quien goza de legitimidad natural para educar al menor es el Individuo-Padre, o la Familia? No: la Familia estaría guardando respecto del menor, en ese caso, una relación análoga a la que el Estado guarda para con el individuo, y que rechazamos. El Padre tiene tan poco derecho a manipular al hijo, como la Sociedad lo tiene para coaccionar al Individuo. Eso salvo que pensemos que a) no hay criterios naturales de lo bueno y justo, y/o b) que los menores no son aún personas básicamente completas, con criterios propios de lo que quieren y les conviene.

Muchas veces, cuando se reclama para una institución (Estado, Familia…) el monopolio o la prioridad del derecho y deber de educar en valores, se parte del supuesto, quizás inconsciente, de que, en realidad no hay ningún patrón objetivo que dirima entre las diferentes alternativas posibles o concebibles. Así, el Familiarismo o Paternalismo, queriendo escapar de la mera legislación positiva (impuesta) del Estado o de la Sociedad, cae en el positivismo de la Familia: bueno para educar es lo que la familia determine. Esto es, como mínimo, tan arbitrario como cualquier otro positivismo jurídico (por ejemplo, el estatal o el eclesial). La única manera de escapar al positivismo, es reconocer unas cualidades “naturales” o esenciales, también en el menor. Así pasamos al segundo punto:

El niño no es meramente el hijo de los Señores tal y cual, ni un habitante del Estado o la Sociedad tal o cual, es decir, una materia prima, un bloque de mármol en bruto, con la que crear el hijo o el ciudadano que deseamos. Es más bien, como mínimo, la pieza de mármol de la que hablaba Leibniz (que contiene en el interior, en sus vetas, la imagen de una persona); o el alma que describe Platón, caída en el mar y llena de adherencias extrañas de las que limpiarla para dejar aflorar su verdadera imagen (sin olvidar que estos símiles, de lo puro envuelto en ganga, valen también para el adulto). Y hay tanto una naturaleza de eso que está dentro del bloque de mármol o tras las adherencias, como unos criterios para saber cuándo se accede a ella. Esa naturaleza interior es la de un ser racional, libre y sensible (capaz de sentir dolor y placer). Quien niegue estos “mínimos”, esta esencia humana, no puede, desde luego, distinguir entre educar y manipular, y se queda por siempre confinado en el terreno del derecho positivo, es decir, de la mera fuerza (no de la fuerza de las razones, sino de las razones de la fuerza). Y los criterios para distinguir cuando el cincel está quitando mera escoria y cuándo está rompiendo un nervio de la figura, son claros también: el sujeto no puede verse forzado, tratado contra su naturaleza racional, libre y sensible. No se puede educar a un ser racional mediante el oscurantismo y el “respeto” a la autoridad no comprendida, mediante la coerción y mediante el dolor.

La sociedad, como colectivo y unidad, tendría que garantizar, pues, lo menos coercitivamente que pudiera, que cada individuo es educado, es decir, que es ayudado a conquistar su racionalidad, su libertad y su felicidad. Y esto implica no permitir una educación que no esté basada en la racionalidad, en el ejercicio de la libertad, y en la felicidad. El mismo criterio que sirve para proteger al individuo del despotismo del Estado, sirve para defender al menor del despotismo del adulto, sea este en forma de Estado o de Familia. Y la misma dialéctica entre lo positivo y lo suprapositivo, que se presenta en el caso del Individuo frente al Estado, se presenta en el caso del Individuo frente al Educador. El educador positivo o fácticamente existente debe ser juzgado a la luz del Educador natural-racional o suprapositivo, aunque este no cuente con la fuerza material para imponerse: el otro, sin este, no cuenta con la fuerza de las razones para ser legítimo.

Por supuesto, en todo esto es deseable y exigible la mayor tolerancia, porque todos podemos estar equivocados y también precisamente porque la ley pierde legitimidad cuando se impone a la fuerza. Pero no se puede ser tolerante con el intolerante, aunque este sea un padre. Un padre que educa a su hijo en el oscurantismo (es decir, sin proporcionarle la mayor cantidad de información y, sobre todo, sin fomentar su capacidad crítico-racional), por medio de la coerción (es decir, sin respetar su voluntad última) y el dolor (el hastío, el aburrimento, etc.) no tiene legitimidad para educar. Por tanto, no es el padre, sin más, quien tiene el derecho a educar. ¿Por qué esto no resulta obvio a muchos? Porque vivimos, más todavía que en un patriarcado, en un adultarcado, es decir, una dominación ilegítima del adulto sobre el menor.