Un par de ejemplos o recordatorios más de la aporía esencial del Derecho (en cuanto código establecido y
pretendidamente suficiente), esta vez en su versión positivista,
antes de que ofrezcamos nuestra propia tesis:
I
En su artículo “¿Por qué obedecer al Derecho?” (en ¿Qué es Justicia?, Planeta-De Agostini,
Barcelona,1993),
Hans Kelsen empieza advirtiendo, paradójicamente, que no se trate de
preguntarse por qué el Derecho positivo (el único que existe, según él) es
válido (“es decir”, tiene “fuerza” obligante), ya que –afirma- la teoría del
Derecho positivo (la única, a su juicio, científica y admisible) presupone que es válido. El Derecho
positivo es válido por sí mismo, “por definición” podríamos decir. Toda lo que
cabe preguntarse, entonces, es por qué se considera que la validez subjetiva
que tienen “los actos que crean normas”, es también validez objetiva: ¿por qué
no encontramos objetivamente válida la orden de un ladrón, y sí la del
legislador o el gobernante? Como se ve, el problema sigue siendo cómo
distinguir al Estado de la Mafia, o, más bien, de explicar cómo es que, de “hecho”
(pero es precisamente el hecho de un derecho, es decir, el factum de un ius, lo
que es, tomado literalmente, una contradicción en los términos), el Estado no
es la Mafia suprema. Kelsen fracasa en su intento de salvar la validez objetiva
del Derecho (si es que se debe decir que lo intenta). Eso sí, fracasa con toda
felicidad.
Fijémonos, desde el principio, en la radical
ambigüedad de su mismo planteamiento. Todo el Derecho que existe es el Derecho
Positivo, es decir, la Letra (sea escrita o en su equivalente consuetudinario) establecida por la autoridad, y la
Validez se define como la fuerza que
obliga. Pero ¿qué positividad y qué fuerza son estas? Empezando por lo segundo,
esa fuerza no es, no puede (no puede poder) ser, la fuerza física de obligar
materialmente a “hacer” lo que dice la Letra, pues en ese caso, la diferencia
entre la ley y el ladrón sería la que escuchamos al cínico pirata Diomedes ante
Alejandro:
Y
allí el gran rey le preguntó:
-
¿Por qué te empeñas en robar?
El
otro entonces contestó:
-
¿Ladrón me vienes a llamar
porque
a surcar salgo la mar
en
un barcucho sin primor?
Si
me pudiese, cual tú, armar,
también
yo fuera emperador.
(F. Villon, El
testamento, 18 –traducción mía, sin publicar-)
Lo que es más fundamental: el concepto de validez se
reduciría al hecho psicológico
(subjetivo, irremediablemente subjetivo) del miedo. Y ¿qué valor normativo
objetivo puede tener un hecho psicológico, por sobre otro? El Derecho positivo, por su parte, no puede ser
cualquier ley que uno escribe o establece, y para imponer la cual cuenta uno con
herramientas coercitivas suficiente: eso no tiene más fuerza jurídica que la fuerza física. Entonces, ¿de dónde procede
esa “fuerza”-normativa (force de loi)
que da valor objetivo al derecho establecido? ¿Cómo puede proceder meramente de
un verdadero factum, es decir, de un hecho, no en sentido traslaticio (como el
“hecho de la razón” de Kant) sino literal?
Antes de dar su no-respuesta, Kelsen se entrega a
rechazar las otras: el isunaturalismo y la tesis del origen divino del Derecho.
Según el iusnaturalismo, debemos obedecer al Derecho positivo porque (o “si”, o
“en la medida en que”) concuerda, se deduce o emana de un cierto derecho
natural o de una moral objetiva, cuya validez sería inmanente a la naturaleza
de las cosas, es decir, directamente observable en la naturaleza de las cosas.
Pero Kelsen objeta (confusamente):
“(…) es imposible deducir, de la naturaleza, normas que regulen la naturaleza humana. Las normas expresan una voluntad, y la naturaleza carece de ella. La naturaleza es un sistema de hechos relacionados entre sí por el principio de causalidad. Pensar que la naturaleza es una autoridad normativa –es decir, un ser sobrehumano dotado de la voluntad de crear normas- constituye una superstición animista o bien resulta de una interpretación teológica de la naturaleza como manifestación de la voluntad de Dios” (¿Qué es la Justicia?, p. 185)
Ahora bien, este argumento no es válido, porque, aun
suponiendo que las normas expresen “una voluntad” (lo que no deja, seguramente,
de ser una interpretación animista de las leyes, pues lo que estas son objetivamente
es meras prescripciones de acción -¿quién es y para qué serviría el sujeto de
esa presunta voluntad?-), ello no implica que aquello de donde se deduce o en
que se funda esa presunta voluntad que emite normas, deba ser otra voluntad. El
Derecho natural se puede interpretar, perfecta y asépticamente, como la tesis
ontológica de que las cosas, por sus características naturales “o” esenciales,
tienen asociados (les supervienen) valores objetivos, y la ley debe prescribir
conductas que respeten esos valores. Eso, la objetividad de los valores, es lo
que realmente quiere rechazar Kelsen mediante su confusa apelación a la
presencia o no de una voluntad en la naturaleza de las cosas. Pero -hay que
responder- el hecho de que el valor de una cosa no sea una propiedad “natural”
en el sentido naturalista y cientificista, no implica que tampoco sea una
propiedad objetiva. Para rechazar el objetivismo moral (axiológico en general)
hay que probar la verdad filosófica del naturalismo, es decir, hay que reducir
a naturaleza física todo lo axiológico, con sus rasgos de necesidad y
universalidad. Y esto, por supuesto, no se ha hecho.
Pero es que, de hecho, el propio positivismo tiene
que incurrir en alguna forma de naturalismo moral y/o jurídico,
puesto que va a pretender asociar, de manera no arbitraria, la validez de la
norma, a un hecho natural-objetivo: algunos hechos empíricos (tales como
ciertos códigos e “instituciones” sociales) producirían, mágicamente, validez
objetiva. Y esa asociación o relación no puede ser “causal” (en el sentido que
lo usa Kelsen, es decir, de las ciencias naturales), sino una asociación entre
un hecho y una validez jurídica objetiva (no psicológica). Porque, ¿qué
obligatoriedad se deduce del Derecho positivo, es decir, del hecho de una ley
(o “voluntad”) esté escrita o establecida, y tenga fuerza física para obligar?
Es decir, ¿está en mejores condiciones el iuspositivismo que el iusnaturalismo para
deducir la validez a partir del hecho positivo de que haya un código y un
cuerpo de fuerza organizada? En realidad, el Derecho positivo es un derecho
natural, en el sentido básico (e insuficiente) de que apela a un hecho material
o natural, a partir del cual se pretende inferir una validez normativa, lo que
no puede más que fracasar. Al menos el Derecho natural tiene a su favor que la
“natura” de la que habla es la esencia de las cosas, la cual tiene ya en sí
misma un carácter normativo, al menos en el sentido teórico, y es más fácil
asociar con ella, sintética pero necesariamente, una “fuerza” axiológica de
necesidad y universalidad.
La otra argumentación de Kelsen contra el derecho
natural es que este solo puede tener dos consecuencias, ambas inaceptables: o
bien todo derecho positivo es válido (si se identifica el presunto derecho
natural con los derechos positivamente existentes) o bien no lo es ninguno (si
se los distingue). Esto es una falacia. El Derecho positivo, desde un punto de
vista iusnaturalista, puede ser más o menos adecuado, según se atenga más o
menos a lo que consideremos derecho natural. Que haya diversidad de pareceres
sobre qué contiene el derecho natural, no es peor situación que el hecho de que
haya diferentes códigos positivos contradictorios entre sí, o diferentes
facciones políticas pugnando por ser las representantes de la legalidad
legítima. No se elimina la divergencia acerca de lo justo, ni se cobra validez,
estableciendo uno de entre ellos de manera arbitraria. Al contrario, solo el
iusnaturalismo puede explicar que sea razonable una pugna acerca de si el
derecho establecido es legítimo. Curiosamente, el derecho positivo coincide en
esto con el derecho divino, que es un derecho positivo: no tolera discusión o
crítica de legitimidad. Es verdad que Dios es un soberano inmaterial y, por
tanto, desde el punto de vista científico, inutilizable (aunque tiene a su
favor la infalibilidad e irresistibilidad). Pero el soberano material del
positivismo carga con toda la arbitrariedad de Dios para fundar el Derecho,
aunque no cuenta con su sacralidad.
La pretensión de fundar la validez del Derecho en
algún hecho positivo, es análoga a la pretensión de naturalizar (o
psciologizar) la validez teorética. Si negamos la existencia de, por ejemplo, Objetos
Matemáticos, o de Criterios Epistemológicos ideales, porque no serían objetos
naturales, seremos incapaces de justificar la validez universal y necesaria de
la Matemática o de la Ciencia en general. La validez de la Matemática es
independiente de y anterior a los escritos de los matemáticos, y la pretensión
de reducir la validez jurídica a ciertos códigos positivos es tan absurda como
la pretensión de reducir la validez de un teorema a los libros o artículos en
los que se expresó. Al contrario, lo mismo que estos escritos son juzgados como
correctos o incorrectos a partir de la validez de lo matemático en sí, lo mismo
ocurre con los códigos de derecho.
Pero ¿cómo puede entonces contestar Kelsen a la
pregunta de por qué debo considerar como objetivamente válido y, en consecuencia,
obedecer el derecho positivo o “establecido”? La respuesta es, a mi juicio, sorprendentemente
insatisfactoria, casi diría “esperpéntica”:
“Debe suponerse que el Derecho positivo constituye ya un orden supremo, soberano (…) En último término debemos obedecer las decisiones de un juez o un órgano administrativo, porque debemos obedecer la constitución. Si nos preguntamos por qué debemos obedecer las normas de una constitución vigentes, es posible que tengamos que remontarnos a una constitución más antigua que ha sido sustituida de modo constitucional por la presente constitución. Y remontándonos en el tiempo llegamos por fin a la primera constitución de la historia. La respuesta que dará la ciencia del Derecho positivo a la pregunta de por qué debemos cumplir sus requisitos es la siguiente: debemos presuponer como hipótesis la norma según la cual debemos cumplir los requisitos de la primera constitución de la Historia”. (ibid. p. 189)
Esa primera constitución de la Historia, que es
nuestra “hipótesis”, ¡no es ya una norma positiva!, aunque tampoco es mera
imaginación (¿ficción?), ya que está “en relación” con hechos objetivamente
verificables, o sea, las actuales constituciones, explicándolos. Es una
hipótesis –dice Kelsen- “que puede ser aceptada o no”. Creo que esto no merece
apenas comentario: un hecho histórico del pasado, meramente “hipotético” pero
inverificable por principio (lo que prueba que no es ningún hecho ni le
corresponde ninguna hipótesis científica, tal como el Acto del Contrato, en Kant, no era ningún acto fenoménico) sería el fundamento de la validez de los
demás códigos. Magia en estado puro: el fundamento místico (y mítico) de la
Ley.
También en Kelsen, desde luego (como en todo
positivismo), el fundamento de la Justicia es irracional, pragmatista, voluntarista
“o” (en su confuso lenguaje psicológico, pobremente humeano) emocional, según
defiende en el artículo “¿Qué es la Justicia?” (contenido en el mismo libro
citado, y al que da título). Por eso, tampoco podría ser universal ni
necesario, lo que nos deja en manos del relativismo. Pero Kelsen encuentra algo
de muy heroico en el relativismo: “impone al individuo, dice, la ardua tarea de
decidir por sí solo qué es bueno y qué es malo. Evidentemente, esto supone una
responsabilidad muy seria, la mayor que un hombre puede asumir” (p. 59) Ahora
bien, ¿qué puede tener de arduo decidir qué es bueno o malo, si no hay nada a
lo que haya que atenerse, pues basta con un solo acto indeterminable de la
voluntad “o” en seguir las emociones? Y ¿qué responsabilidad emanará de ahí y
ante quién?
Pocas líneas después, Kelsen afirma que del
relativismo se sigue la tolerancia. Esto es una nueva falacia evidente: ¿por
qué se sigue más la tolerancia que su contrario? Mussolini era relativista y
positivista. La tolerancia solo se seguiría solamente del hecho de que cosas como
la paz o la libre opinión fuesen considerados valores objetivos. Del
relativismo solo se sigue lo que a cada uno le “parezca”: la tolerancia o la
máxima intolerancia. Más bien, no se sigue nada de nada, porque se sigue
cualquier cosa.
El famoso artículo termina con la enternecedora
declaración de los gustos personales de Kelsen, gustos -hay que suponer-,
elegidos ardua y responsablemente, y que, por casualidad, coinciden con lo que
a Kelsen le ha tocado vivir, pero que solo cabe publicitar emotiva o
simpatéticamente:
“Verdaderamente, no sé ni puedo afirmar qué es la Justicia, la Justicia absoluta que la humanidad ansía alcanzar [sin embargo, ¡sabe que ciertos código legales gozan de validez!]. Solo puedo estar de acuerdo en que existe una Justicia relativa y puedo afirmar qué es la Justicia para mí. Dado que la Ciencia es mi profesión y, por tanto, lo más importante en mi vida, la Justicia, para mí, se da en aquel orden social bajo cuya protección puede progresar la búsqueda de la verdad. Mi Justicia, en definitiva, es la de la libertad, la de la paz; la Justicia de la democracia, de la tolerancia” (ibid. p. 63).
Imaginemos a un general nazi haciendo su paralela
declaración de fe jurídica (sustituyamos “Ciencia” por “purificación de la
humanidad”, etc.).
En resumen: ¿por qué debo obedecer el derecho
establecido? Porque sí, porque una voluntad muy antigua así lo “estableció”
irracional y emocionalmente, aunque bien podría haberse establecido cualquier
otra, ya que la idea de Justicia es relativa, irracional y meramente emotiva.
Esta sería la respuesta más “científica”, según una filosofía cientificista que
ha dominado el panorama del pensamiento europeo del siglo XX. Aunque ellos lo
rechacen, no es ilógico pensar que esto tiene bastante que ver con la
dificultad para deslegitimar los fascismos.
II
Alf Ross señaló la paradoja de la ley suprema. En,
por ejemplo y sobre todo, el artículo “Sobre la auto-referencia y un difícil
problema de derecho constitucional” (contenido en Alf Ross, El concepto de validez y otros ensayos,
Biblioteca de ética, filosofía del derecho y política, Buenos Aires, 1997), se
pregunta: ¿qué significa decir que la norma suprema de un sistema jurídico (por
ejemplo, la que en una Constitución otorga autoridad), no es ya creada por
ninguna (otra) norma y autoridad (superior)? Solo puede significar dos cosas,
ambas aparentemente inaceptables, según Ross: o bien (a) que esa norma suprema
es creada por la propia autoridad constituida por, precisamente, esa norma, o
bien (b) que ese derecho no es creado en absoluto, sino que es un hecho originario, que sirve de presupuesto
de validez de cualquier otra norma. En Derecho constitucional, explica Ross,
este problema se manifiesta en la aporía que surge en una modificación
constitucional: ¿cómo puede ser modificada una Constitución, al menos en el
artículo constituyente de la autoridad suprema? O bien (a) puede ser modificada
de acuerdo con sus propias reglas (es decir, que la autoridad constituida por
ese artículo, puede modificarlo), o bien (b) la modificación no recibe su validez
de ninguna otra norma, sino que es un hecho psicológico-sociológico, que
constituiría un nuevo orden jurídico. Como puede verse, nos encontramos aquí
con la aporía de si algo suprajurídico puede constituir al Derecho. Como Ross
es positivista (aunque algo más sutil que Kelsen), este suprajurídico sería un
“hecho”, sociológico o psicológico. Pero ¿cómo un factum puede fundamentar un
ius? Ross quiere rechazar esto, pero encuentra aporética también la
auto-justificación del Derecho.
Esa opción, del tipo (a), le parece inaceptable a
Ross porque falta a lo que sería un teorema lógico: las oraciones que se
refieren a sí mismas carecerían de significado. Además, produce una
contradicción entre la conclusión y la premisa: supongamos, por ejemplo, que la
norma fundamental en la relación padre – hijo sea que el hijo debe obedecer
siempre lo que ordene su padre. Entonces, si el padre le ordena no obedecerle
más, esto produce una contradicción, pues para que la orden de desobediencia
sea válida tiene que apoyarse en la orden fundamental de obediencia, a la que,
sin embargo, contradice. Lo mismo pasa si entendemos que el monarca, en virtud
de su soberanía, otorga una constitución libre al pueblo, o si, bajo el amparo
de una ley que contempla la necesidad de un porcentaje del 70% para modificar
la ley, establecemos que, en adelante, solo se requiera el 60%, etc.
Centrándose en el problema de la auto-referencia, Ross
comparte la tesis de Russell según la cual una parte no puede referirse al todo
del que forma parte. Aunque esto llevó a Russell a la teoría de tipos, Ross
cree (siguiendo, dice, a Jörgen Jörgensen) que basta, más sencillamente, con
pensar que una frase como “Esta frase es falsa” carece de sentido, pues su
predicado (“falsa”) no se atribuye a ninguna proposición (“Esta frase” no es
una frase o proposición). De manera análoga, si la norma básica dice “Esta
norma es modificable de acuerdo con el procedimiento P”, esta proposición
carecería de sentido, pues “esta norma” no se refiere a nada. No es que toda
referencia de una proposición a “sí misma” sea sinsentido, dice Ross: no lo es
si se refiere a su carácter fonético, o sintáctico. Solo si se refiere a su
aspecto semántico, carece de sentido. “Lo que estoy diciendo ahora tiene
sentido”, carecería de sentido. Popper creyó probar que sí lo tiene, por
reducción al absurdo: supone la verdad de la proposición “lo que estoy diciendo
ahora carece de sentido”, y señala que, si esta proposición es verdadera, tiene
que tener sentido. Luego no puede ser verdadera. Sin embargo, Popper está
suponiendo lo que hay que demostrar, es decir, que esa proposición tiene
sentido. Ross cree que estas frases no son inteligibles:
“Cuando alguien afirma “este hombre es sabio” ha de ser legítimo preguntar “¿qué hombre?”, y cuando alguien dice “Esta proposición es verdadera” tiene que ser legítimo preguntar “¿qué proposición?”” (p. 63)
Si, tanto porque implica auto-referencia como porque
la conclusión contradice a la premisa, es inaceptable que la validez de la
modificación de la norma básica se apoye en ella misma, y tampoco parece
aceptable el supuesto (b) de que todo su fundamento sea un hecho sociológico
(como la primera Constitución hipotética de que nos habló Kelsen), ¿de dónde
recibe su validez una modificación semejante? La propuesta de Ross es que hay
que aceptar que la norma básica de un sistema de derecho es inmodificable
mediante un procedimiento jurídico, y es infundada,
tal como los axiomas no pueden deducirse. La autoridad suprema no puede
transferir su autoridad, tal como Dios no puede crear una piedra tan pesada que
él no pueda levantarla. Lo que hay que aceptar, entonces, es que el artículo de
la Constitución por el cual esta puede ser modificada, no es la norma básica
del sistema. Lo que haría la auténtica norma básica del sistema no es
establecer los procedimientos de modificación, sino delegar competencia para
la modificación. Como si un padre diese al hijo la orden de que, en su
ausencia, obedecerá a A, y si A se va, a B. Es una delegación condicional y
temporalmente limitada. Una delegación no es una transferencia de competencias.
Pero, entonces, ¿cuál es la norma básica de un sistema jurídico? Tiene que ser
una norma (no escrita ni explícita) que establezca, aproximadamente, esto:
“Obedeced a la autoridad instituida por el artículo N (el artículo supremo de
la Constitución, que constituye a la autoridad suprema) hasta que esa autoridad
designe un sucesor; entonces obedeced esta autoridad hasta que esta designe un
sucesor. Y así indefinidamente”.
¿Qué decir de esta propuesta? No discutiré aquí
extensamente el problema de la auto-referencia. Parece intuitivamente obvio que
la autoridad suprema no puede transferir su autoridad, esto es, contradecirse.
Pero no me parece claro que esto tenga que ver con la auto-referencia. Para
empezar, la autorreferencia de un sujeto (“este soy yo”, ecce homo…) no parece
sinsentido, ni especialmente paradójica (no más, al menos, que la
hetero-referencia. Ambas son dialécticas, como toda idea, pero “simplemente”
eso). Ni siquiera es sinsentido ni contradictoria la auto-referencia
existencial (“yo existo”). ¿Por qué la auto-referencia de una proposición
estaría en peor situación que la que hace un sujeto? Siempre he pensado que la
verdad, o, al menos, la validez o corrección, es a la proposición lo que la
existencia es al sujeto, de manera que “esta proposición es verdadera” (o,
quizá, “válida” o “con sentido”) es equivalente a “yo existo”. Cosa diferente
son las auto-referencias negativas: “Esta proposición es falsa (o, quizá,
inválida o sin-sentido)” es falsa o, quizá, inválida, como sería falso decir
“yo no existo”. Quizá la paradoja de la modificación de la norma básica no
resida en ser auto-referente sino en implicar alguna auto-referencia negativa o
auto-destructiva. Sin embargo, también encuentro bastante convincente que una
proposición del tipo “Esta proposición tiene sentido”, o “Esta norma debe ser
respetada en las condiciones C” parece requerir una proposición, distinta a
ella misma, como referente del sujeto. Dejaré esto aquí, y me centraré en la
propuesta efectiva de Ross: que la norma básica es necesariamente inmodificable
e infundada, y solo puede delegar, no transferir su autoridad, aunque por lo
general sea una norma sólo tácita.
Lo que interesa señalar, para la cuestión que
traemos (a saber, si el Derecho está esencialmente desbordado y remite a una
fundamentación no jurídica) es que la norma fundamental propuesta por Ross no
puede ser, según él modificada. Y esto empuja al Derecho (positivo) a una de
dos posibilidades: o es eternamente o intemporalmente válido, o su validez no
procede de él. Pero ¿qué derecho positivo
puede ser intemporalmente válido? ¿Qué factum es la inmodificabilidad del
Derecho? Un trascententalista, como Kant, puede, al menos, recurrir a un
fundamento no-fáctico, pero esto no está al alcance de un positivista. La normatividad
fundamental dependerá, siempre, de algo fáctico. Lo que demuestra que el
positivismo no logra explicar el “hecho” de la normatividad jurídica, es decir,
lo que podríamos llamar el DerHecho. Así, una vez más (esta, desde la
perspectiva más amante de la Ciencia) el Derecho muestra su in-suficiencia.