jueves, 9 de octubre de 2014

Kant y la Mafia (Del espíritu y la letra del Derecho, III)

Nos estamos preguntando, una vez más, por la relación entre Legalidad y Legitimidad. La tesis que perseguimos mostrar (y que aún tendrá que esperar) es que se trata de una relación dialéctica, en el sentido fuerte de la palabra, es decir, que ambas cosas son tan idénticas una a la otra, como absolutamente distintas e irreducibles, pero también que hay una relación asimétrica y analógica entre ellas, de modo que lo legal es legal en la medida en que “participa” de lo legítimo, mientras que lo inverso no es cierto. O, dicho en términos de fundamentalmente el mismo problema pero en otro plano óntico, que es a la vez verdadero, en nuestra realidad, que el “espíritu” no puede manifestarse más que en la letra, pero que la letra siempre traiciona o “mata” al espíritu, aunque, a la vez, toma su sentido de aquel. En cierto sentido, pues, no hay más ley que la establecida, instituida, codificada, contemplada en la Constitución y “positiva”…, pero, en otro sentido, más profundo o fundamental aún, nunca la ley establecida es lo mismo que lo justo y lo legítimo. Las posiciones unilaterales, tanto el “legitimismo” puro como, peor aún, el puro legalismo, son insuficientes. Necesitamos una concepción política que haga “justicia” a ambas cosas, sin embargo inconciliables: una política dialéctica y analógica.

Veíamos cómo la no-autosuficiencia del Derecho, entendido como lo establecido y previsto, se muestra en que hay diversos modos por los que es esencial y necesariamente desbordado desde sí mismo. Por ejemplo, la facultad soberana del gobernante para declarar el Estado de excepción (puesta de relieve por G. Agamben), o, más básicamente aún, el momento o proceso constituyente, y, por tanto, hay que pensar, también destituyente, que es facultad del soberano (el Pueblo, "o" la nación, desde la Ilustración); o también, y dentro del funcionamiento normal o no revolucionario de la vida política, la facultad ciudadana de la Desobediencia Civil, reconocida modernamente, y justificada incluso para un deontologista o “kantiano” como Rawls, cuando se da, a juicio de los ciudadanos, un incumplimiento por parte del gobierno de alguno de los dos grandes principios de la Justicia.

Será interesante acercarse ahora a la concepción del gran filósofo que pasa por ser (y es) el más contundente defensor del deontologismo, ético y político: Kant. Kant es, no solo el gran exponente (si no el descubridor) de la concepción de una ética puramente formal, ajena a toda consideración eudemonista, sino también, paralelamente, un fuerte defensor del Estado de derecho fundado en la idea racional de un Contrato entre seres libres y con división de poderes, un Estado de derecho tan pulcramente deontológico que no concede ningún lugar a la promoción de la felicidad de los ciudadanos, sino solo a la libertad igual de todos ellos, y que, por tanto, excluye explícitamente la legitimidad de gobiernos paternalistas (que trate a los hombres “como niños”) y de cualquier despotismo. Se trata, pues, del Estado de derecho liberal mínimo, sobre una base puramente formal, no utilitarista.

Sin embargo, hay un elemento en la filosofía del Derecho de Kant que desde su publicación ha desatado la más viva polémica (y con razón: el propio Kant le concede mucha importancia, tanto en el nivel sistemático como en el “emocional”, según veremos), e incluso la indignación de comentaristas e intérpretes. Me refiero, claro está, a su tesis de que nunca es lícita (¿legitimada, legal?, esta será la cuestión; Kant pretenderá que ambas cosas, desde luego, empezando por la primera) la desobediencia ni la rebelión contra el poder del soberano ni del gobernante, por “insoportables” que sus leyes y mandatos puedan parecerle al pueblo o a algunos ciudadanos. Esta tesis es enunciada ya en su artículo “En torno al tópico “tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica””, de 1793, y es sostenida, con todo rigor y en el cuadro de una sistemática fundamentación filosófico-jurídica, en la Metafísica de las Costumbres (Metaphysik der Sitten), de 1797.  Aunque esta obra ha merecido siempre juicios mucho menos elogiosos que las otras (Schopenhauer llegó a calificarla de senil), y aunque en ella, es cierto, Kant sostiene tesis cuya justificación o consistencia muy pocos kantianos aceptan hoy, y que más parecen fruto de una actitud personal de seguidismo conservador de lo históricamente vigente (tales como el carácter de ciudadanos pasivos de las mujeres o de los empleados por cuenta ajena), no hay que despreciar, no obstante, como irrelevante, ese elemento anti-revolucionario de su constructo téorico. Kant ofrece una argumentación, que él cree inapelable (y que siempre ha seducido a algunos), y que reposa en la auténtica dialéctica propia del Derecho. ¿Qué hay, en efecto, más palmario que el orden jurídico no puede admitir ni contener sin contradicción la posibilidad de ser desobedecido? Sin embargo, la tesis de la obediencia incondicional al poder no es, por otro lado, ni mucho menos evidente para quien, como Kant, no acepte que el derecho se agota en el derecho positivo, sino que este emana, y recibe su legitimidad, de un derecho racional, natural o nouménico: ¿qué hay más contradictorio que decir que es obligatorio obedecer a un soberano que no responde a la idea racional del derecho? La cuestión se reduce, entonces, a estos dos aspectos de la misma: a) cuándo el gobernante es legítimo, y b) cómo podemos dirimirlo. La argumentación reaccionaria de Kant se apoyará en el punto b, aduciendo que, puesto que no hay nadie por encima del gobernante y del pueblo que pueda dirimir quién tiene razón, el pueblo no puede cuestionar al poder. Creo que es obvio que Kant podría muy bien (y debería) haber cogido el otro cuerno de esa dialéctica, y haber admitido, con los tomistas y juristas medievales y modernos en general, cierto derecho de resistencia y desobediencia al tirano; y que seguramente el terror (la arbitrariedad, la contingencia e inestabilidad) de la revolución francesa, con su proceso constituyente continuo, percibido y lamentado por los propios revolucionarios, le inclinó, en esto, como en otras cosas, a escoger el camino más sumiso para con el poder (aunque la estabilidad o inestabilidad política, que es una cuestión de prudencia o utilidad, no debería haber jugado ningún papel en el razonamiento de un deontologista como Kant). Veamos más despacio su tesis y argumento (leemos su Metafísica de las costumbres en la edición española de Adela Cortina y Jesús Conill, en Tecnos, 1989 –citando según la numeración original-, y el artículo mencionado, en la traducción de Juan Miguel Palacios contenida en Teoría y práctica, Tecnos, 1993)

Kant es un filósofo fuertemente dualista, tajantemente dicotómico. No admite que elementos “materiales” se mezclen con lo formal, sobre todo en el ámbito práctico. En este ámbito, el principio general rector es el imperativo categórico, esto es, la exigencia de la universalización de la máxima de la acción. Ningún elemento “material”, psicológico-patológico, debe contradecir a ese imperativo. La división, dentro del ámbito práctico, entre ética y derecho, es, en principio, nítida: la ética o legislación moral hace del deber el móvil de la acción, y es, “por tanto”, “interna” (¿psicológica?); mientras que la ley jurídica o legalidad no tiene en cuenta el móvil, sino solo la conducta “externa” (física).

No obstante, aquí ya hay cierta oscuridad. Para empezar, puede dudarse de la nitidez de la división: ¿realmente está el derecho libre de móviles psicológicos o “internos”, o más bien se basa en el móvil patológico (como Kant mismo dice) del miedo? Y, en ese caso ¿no puede y debe plantearse la ética del propio derecho, es decir, si es moralmente admisible el uso de la coerción, si el derecho no entra en contradicción con la ética, de modo que un sujeto no deba admitir nunca la coerción? Kant considera del todo justificado que se obligue a comportarse externamente como si fuera moral incluso al que no lo es… Dejaremos esto aquí. Por otra parte, en cuanto a lo “interno”, Kant dice a menudo que nadie puede estar nunca seguro de que su móvil sea moral. En ese caso, se desdibuja la diferencia entre los ámbitos de las motivaciones, y la diferencia entre ética y derecho se encamina hacia la diferencia entre lo claramente reglado y estipulado (derecho) y lo que uno hace espontáneamente ((ética). También dejaremos esto, para que lo piense el lector acaso.

El Derecho, según Kant, iusnaturalista a su manera, no es solo ni primeramente el derecho positivo (esta –dice- puede ser una hermosa cabeza, pero sin seso, según la fábula de Esopo), sino una idea de la razón. El principio universal del derecho establece que una acción es conforme a derecho cuando permite a la libertad de cada uno coexistir con la libertad de todos según una ley universal (230). El derecho va analíticamente unido a la facultad de coaccionar a quien lo viola. Después de desarrollar el derecho privado, Kant pasa al derecho público. También esta es una idea racional: la de un conjunto de personas en relación de influencia mutua, que se sitúan bajo una Constitución o en estado civil, para eliminar la inseguridad de la violencia del estado de naturaleza (ajurídico o prejurídico), mediante una coacción legalmente pública: como los hombres, por naturaleza (y esto es una verdad a priori o de la razón), son violentos, es decir, tienden a sobrepasar los límites de la libertad, invadiendo el terreno de la libertad de los otros, necesitan someterse a una coacción legalmente pública.

La idea del Estado (“Estado en la idea”) sirve de norma a toda unión efectiva: todos los estados existentes o “reales” (en el sentido kantiano, o sea, de hecho o fenoménicos) reciben su legitimidad de esa idea. El Estado, sigue Kant, consta de tres poderes, soberano legislador, gobernante ejecutivo, y poder judicial, “como las tres proposiciones de un razonamiento práctico” (313).  El poder legislativo “solo puede corresponder a la voluntad unida del pueblo”, pero ello no implica la participación activa (mediante el voto) de todos los ciudadanos: hay ciudadanos, como mujeres, niños, o empleados por cuenta ajena, que, por no ser “independientes”, tienen que ser políticamente pasivos (por supuesto, falta una justificación convincente para esto y, sobre todo, una consideración crítica; hoy parece, más bien, que es uno de esos casos en que los filósofos, sobre todo los más apriorísticos, lo que realmente tienen como a priori es ciertos hechos históricos que tienen que justificar “racionalmente” como sea). El hecho es que el acto público o social por excelencia de una persona, es, para muchos (quizá para casi todos), paradójicamente, un “acto” pasivo, un “acto” no activo… Pero, además, puesto que el acto por el que el pueblo se constituye como Estado (el “Contrato originario” en el que el pueblo renuncia a su libertad exterior), no es un hecho histórico o fáctico, sino una idea, ese “acto” no puede ser siquiera un acto empírico, material (lo cual parece ya forzar mucho los términos): el ciudadano, de hecho, se encuentra ya siempre inmerso en un factum histórico jurídico, que, aunque recibe su legitimidad de la idea a priori de Contrato entre libres e iguales, no ha demostrado, en ningún momento, ser el factum correspondiente a esa idea, porque el “acto” no ha tenido nunca lugar, ni lo que sí ha tenido lugar ha demostrado corresponder a ese acto.

Pues bien, resulta, según Kant, el factum histórico que es el orden jurídico, no tiene que justificar ante el Pueblo que es el factum legítimo, y que el legislador o soberano es “irreprochable (irreprensible)”, el ejecutivo es “incontestable (irresistible)” y el juez es “irrevocable (inapelable)”. (316). Cito pasajes relevantes al respecto:
“El origen del poder supremo, considerado con un propósito práctico, es inescrutable para el pueblo que está sometido a él: es decir, el súbdito no debe sutilizar activamente sobre este origen, como sobre un derecho dudoso en lo que se refiere a la obediencia que le debe (ius controversum)” (318)

He aquí, claramente expresado (quizá pese a sí), el “fundamento místico de la autoridad”, de la que nos habla Jacques Derrida en Fuerza de Ley. Como bien recuerda Jacques Rancière, en La Haine de la démocratie, también Platón, en el cuarto libro de Las leyes, atribuye a démones la conducción o el pastoreo de los felices hombres de la Edad de Cronos, aunque Platón al menos admite que, en nuestro tiempo, ya no mítico, esos divinos pastores no nacen entre nosotros, y hay que recurrir a la fábula o mentira útil de que los dioses han puesto en el alma de algunos humanos, oro (otros, como Benny Lévy, añoran aquel origen trascendente de la política, y culpan a la democracia de ser la muerte de ese padre).

El pueblo, en fin, tiene que considerar inescrutable e incuestionable el origen del poder supremo. Obviamente, esto se refiere al origen fáctico o histórico del poder, porque el origen ideal el pueblo lo “sabe” bien: es el pueblo mismo, aunque en un acto solo ideal. Es decir, el súbdito no tiene derecho siquiera a preguntar(se) públicamente por qué (en el sentido de si es legítimo que) aquel o aquellos que ocupan el poder, ocupa(e)(n) el poder, es decir, si es que encarnan la idea. De donde se sigue que los ciudadanos no tienen derecho a cuestionar ni a rebelarse aunque les gobierne una mafia, o, mejor dicho, que, como dicen las mafias, el gobierno supremo es indistinguible de la mafia suprema. Los alemanes no tenían derecho a rebelarse contra Hitler, aunque este subvirtiese, a juicio de los ciudadanos, el Estado de derecho mismo. Y esto incluso aunque el soberano o el gobernante impidan lo que, según Kant, es requerimiento esencial para todo orden legítimo, a saber, que permita la libre opinión de los ciudadanos. Pues bien, ni aunque el soberano falte a ese deber, es lícito oponerse. ¿Por qué? A continuación Kant argumenta esta, para nosotros dura, condición de la vida civil:
“Porque, dado que el pueblo para juzgar legalmente sobre el poder supremo del Estado (summum imperium) tiene que ser considerado ya como unido por una voluntad universalmente legisladora, no puede ni debe juzgar sino como quiera el actual jefe del Estado (summus imperans). Si ha precedido originariamente como un factum un contrato efectivo de sumisión al jefe del Estado (…), o si la violencia fue anterior y la ley vino sólo después, o bien ha debido seguir este orden, son estas sutilezas completamente vanas para el pueblo que ya está sometido a la ley civil, y que, sin embargo, amenazan peligrosamente al Estado” (318-19)

El súbdito rebelde sería castigado por la ley:
“Una ley que es tan sagrada (inviolable) que, considerada con un propósito práctico, es ya un crimen solo ponerla en duda”.

Es como si la ley viniese de Dios, y solo un Dios, pues, podría ponerla en duda. Se sigue que el soberano, ante el súbdito, tiene solo derechos y ningún deber.
“Contra la suprema autoridad legisladora del Estado no hay, por tanto, resistencia legítima del pueblo […] so pretexto de abuso de poder (tyrannis). El menor intento en este sentido es un crimen de alta traición (…) y el traidor de esta clase ha de ser castigado, al menos con la muerte, como alguien que intenta dar muerte a la patria (parricida)”.

Aquí figura una nota en el texto de Kant, la más larga de todo el libro (¡ah, las notas –como ha señalado ya Derrida-, sobre todo las notas largas, incontinentes, que parecen rebelarse contra el orden del discurso…!) en la que se ve a Kant, encendido de pasión, pintar con tintes apocalípticos lo horrible del acto de matar al rey “o” soberano. Kant apela a un sentimiento, un sentimiento “moral” que, presuntamente, vamos a compartir:
“(…) La ejecución formal es la que conmueve el alma imbuida de la idea del derecho humano con un estremecimiento que se renueva tan pronto como imaginamos una escena como la del destino de Carlos I o de Luis XVI. ¿Cómo explicar, sin embargo, este sentimiento, que no es aquí estético (una compasión, efecto de la imaginación, que se pone en el lugar del que sufre) sino moral, el sentimiento de la total inversión de todos los conceptos jurídicos? Se considera como un crimen que permanece perpetuamente y nunca puede expiarse (…) y parece asemejarse a lo que los teólogos llaman el pecado que no puede perdonarse ni en este mundo ni en el otro…” (ibid. p. 153)

El lector puede seguir, a través de toda la nota, empapándose de esos terribles y sublimes sentimientos.

Quizá muchos de nosotros no sintamos hoy ese sentimiento tan horrible por la ejecución de un tirano. Pero dejando ahora los sentimientos, incluidos los morales, para ir a las razones, me parece evidente que Kant no tiene una justificación correcta para su tesis de no-resistencia. Es cierto que no hay un juez material, fenoménico, fáctico, que pueda dirimir si es el (que se declara o reclama) soberano o gobernante, o bien es el pueblo, quien tiene la razón en una disputa sobre licitud; es cierto que un orden jurídico no puede contener su propia no necesidad (¿…como una teoría consistente no puede contener proposiciones que enuncien su propia indecibilidad?); es cierto que cuando el pueblo se declara en rebeldía, se interrumpe el orden jurídico vigente y se retorna, por así decir, al “estado de naturaleza” (aquel, precisamente, en el que se instituye el Contrato). Pero de todo ello no se sigue que la persona o personas físicas que “ocupan” el poder, es decir, que ejercen una fuerza coercitiva organizada, estén legitimadas para hacerlo, y no puedan ser cuestionadas. No se puede distinguir al gobernante legítimo porque sea el que detenta más armas o trajes oficiales, ni porque se atribuya a sí mismo la legitimidad. Kant considera sagrado al orden jurídico, pero nada empírico puede ser sagrado, ni siquiera el rey o soberano fáctico (e incluso habría que decir, menos que nadie el soberano fáctico, puesto que representa al Pueblo. Kant está confundiendo el orden ideal con el real. Idealmente, quizá la autoridad es irresistible. Pero lo que está en cuestión  en una resistencia o una revolución es, precisamente, si los hechos históricos reflejan lo ideal. Y, en esta disputa, la persona física o humana que ejerce el poder es tan falible y cuestionable como cualquier otro humano. A la pregunta retórica de Kant (¿quién dirimirá?) se le puede oponer exactamente la otra: ¿quién dirimirá que quien detenta el poder es el rey legítimo?

La política tiene que aceptar, entonces, que ningún orden jurídico, establecido, positivo, se auto-sustenta, y que siempre está sometido a la posibilidad de ser cuestionado radicalmente, es decir, cuestionado en la idea. El poder fáctico no puede ser inescrutable, so pena de separa al individuo fáctico de su derecho racional y convertirlo en un enajenado.

El argumento de Kant, traducido al ámbito teorético, diría algo así: la ciencia es universal y necesaria. Por tanto, las autoridades científicas no pueden ser cuestionadas, pues ¿ante quién podría dirimirse si tiene razón la “autoridad” científica o quien cuestiona sus tesis? Sin embargo, aunque Kant se empeña en poner jueces en la universidad, el mundo intelectual no funciona así, y todos somos falibles. Esto no condena al mundo teórico humano a un caos “anarquista”, sino que lo somete a una libre discusión. Las proposiciones socialmente vigentes no son más que aquellas que cuentan con mayor acuerdo o sustento (un acuerdo que puede no ser democrático en el peor sentido, sino que puede contar con la jerarquía de los sabios, reconocida como tal por los menos sabios).

Kant ha advertido que el orden fáctico puede ser cuestionado (ya sabemos que tenía muy presente el fenómeno de la revolución francesa). Pero desplaza toda la “fuga” del orden establecido hacia “arriba”, al poderoso, vaciando completamente de poder al pueblo, que queda en el escuálido o, más bien, vacío, fundamento ideal del contrato.

En su libro Inmanuel Kant, Otfried Hoffe resume muy sucintamente las principales objeciones que se han dirigido a la tesis de Kant:
“Esta argumentación suscita diversas dudas. Cabe preguntar a un nivel político-pragmático qué posibilidades de oposición le quedan al pueblo si el gobierno reúsa la “libertad de expresión”, como en el caso del decreto sobre religión, de Wöllner (…), o hace caso omiso de la “resistencia negativa” del parlamento. En segundo lugar, y ya más en el plano de los principios, la misma idea kantiana de un derecho natural (derecho racional) prepositivo contiene un potencial revolucionario que no es compatible con el rechazo absoluto del derecho de revolución. Es cierto que la idea de un derecho de resistencia y de revolución garantizado constitucionalmente puede ser quizá contradictoria. Pero, según el principio normativo-crítico kantiano de la situación jurídica, ese derecho es superfluo. En efecto, aquella situación política que reclama la resistencia –la violación de derechos humanos irrenunciables- es radicalmente ilegítima por chocar con las normas apriorísticas del derecho racional. Siendo el Estado, en Kant, una institución jurídica de segundo orden, no es un fin en sí mismo, sino que está vinculado a las instituciones de primer orden, que él debe asegurar. Si el Estado viola claramente esas instituciones, no puede ser calificado de “sagrado e intangible”, ni se puede prohibir en principio toda resistencia. Este argumento da pie a una tercera reflexión de tipo metodológico. El rechazo tajante del derecho a la resistencia por parte de Kant supone una equiparación errónea entre una idea a priori de la razón crítica, el contrato originario, y un elemento empírico y positivo: el orden jurídico y el poder estatal históricos”. O. Hoffe Inmanuel Kant, Herder, Barcelona, 1986 p. 216)

Debemos rechazar la tesis de Kant. Pero debemos ser conscientes, entonces, de lo que esto implica: el orden jurídico no goza de una estabilidad absoluta, sino que, como dice también Platón en El Político, el legislador soberano (sea el pueblo o quien sea) no tiene por qué atenerse estrictamente a lo establecido. La cuestión es, entonces, ¿qué juego tiene que darse entre ese ámbito de legitimidad supralegal, y la legalidad vigente, entre el “espíritu” y la “letra”?

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