Es propio de las edades modernas (como la que estaríamos
contemplando agotarse, o como la que se agotaba en Grecia cuando se ajustició a
Sócrates) tener por su mayor adquisición política o práctica el Estado de
Derecho. Su equivalente, en el ámbito teórico, es el Método: la
Ciencia es el Método, se ha dicho. El Estado de Derecho, que sería la verdadera
o auténtica forma del Imperio de la Ley, consiste en (¿el establecimiento de?) normas
de procedimiento “formales” y (relativamente) absolutas o incondicionales (el padre
o la madre de las cuales es el Contrato Social), que proporcionan el marco imprescindible
de cualquier acción política legítima, de manera semejante a como el “Estado de
Derecho” científico, esto es, los procedimientos metodológicos (el principal de
los cuales y del que los demás emana, es el criterio hipotético-deductivo),
sirve de marco de legitimidad a toda proposición auténticamente científica. La
Modernidad sería, entonces, la época de la Deontología en general (aunque,
también, la del conflicto y difícil ajuste entre deontología y factum, entre
universalidad lógico-matemática y experiencia, entre lo justo y lo útil o
placentero…)
La justificación del Estado de Derecho estriba en
que solo él puede garantizar la universalidad mínima imprescindible de la Ley,
su independencia de las arbitrariedades o veleidades de las voluntades
particulares, que son propias de los “Estados” premodernos (o de los
totalitarismos y otros quizá posibles experimentos tardo- o post- modernos). Aun
el monarca está sometido, en un Estado constitucional, al imperio de la Ley,
porque la soberanía reside en el Todo, es decir, en la institución Estado, no
en las personas humanas que lo encarnan y ejercen. Pero, más aún, en un sistema
democrático. La explicitación más importante del Estado de Derecho, según se
dice (aunque siempre muchos ponen en duda) es la separación de “poderes”.
Ese “legalismo” va unido a otro leg-alismo, análogo a él aunque de plano óntico distinto: el de la Letra
(frente al Espíritu, o lo Mental o lo Intencional). Las estructuras
procedimentales, tanto las científicas como las políticas, se encarnan, de
manera inmediata y general, en instituciones (universidades, parlamentos, juzgados…),
pero especialmente en las Obras Escritas. En Política, el corazón mejor
guardado es ese montón de hojas en que se publican todas las leyes, sobre todo
esas pocas hojas que “contienen” la Constitución. ¿Es completamente
imprescindible que haya la Letra?, ¿no puede concebirse un Estado de Derecho materialmente
memorístico o consuetudinario? Parece que muy difícilmente: si no hubiera un
objeto físico simbólico, que contuviese, de manera objetivable y “legible”, el
Código de la Ley establecida, la praxis política dependería de la memoria y,
sobre todo, la voluntad de los individuos, perdería su certeza y se sumiría en
la contingencia y la arbitrariedad. “Contra” Aristóteles (que escribió que lo
escrito es signo de lo dicho, y, lo dicho, de lo pensado -de los “pathemata tes psykhés”-) hoy se habría
descubierto la “anterioridad” de la escritura. Desde luego, ello no está exento
de su propia dialéctica: ningún signo, tampoco la escritura, posee una
transparencia semiótica perfecta, sino que están todos los signos sujetos a la
interpretación, como lo está toda materialidad, y a una interpretación hablada
y pensada o "padecida en el alma". No obstante, es cierto (y esto ni Aristóteles
ni nadie lo habría negado) que la Letra objetiva o encarna a la Ley (y al
Pensamiento en general) como no puede hacerlo ningún otro cuerpo, y, menos aún,
la memoria: ya sabemos, por el Fedro,
que la escritura le fue dada a los hombres como el mayor fármaco contra el
olvido, involuntario o no… aunque también, por eso, como un veneno o, al menos,
un somnífero. La Letra mata el Espíritu, aunque el Espíritu, solo por la Letra
se hace del todo tangible.
La dialéctica entre Espíritu y Letra nos reconduce
(sin ser la misma, pero siéndole análoga y afín) a la dialéctica entre Estado
de Derecho y ejercicio del Poder. Mediante el Estado de Derecho se pretende –pretende
la Modernidad- haber reducido, o estar en camino seguro de reducir, racional y
no arbitrariamente, lo legítimo a lo legal. Solo lo legal en el Estado de
Derecho, está legitimado políticamente, puesto que él no es propiedad de nadie,
sino la pura forma de la libertad o auto-nomía de todos. Con la teoría
abstracta del Contrato, y la reducción de lo justo a lo legal, podríamos
desterrar, definitivamente, al mundo de los sueños la vieja teoría del derecho
natural sustantivo.
Sin embargo, es evidente que la dualidad legitimidad
/ legalidad no queda reducida o eliminada por el Estado moderno, e incluso es
fácil, si uno lo piensa, “intuir” que la distancia permanece siempre infinita,
aunque las instituciones legales, cada vez más formales, favorezcan el olvido,
y el olvido del olvido, de esa dialéctica política fundamental. Y esto no
ocurre solo ni fundamentalmente porque siempre haya indefinición en cómo se
materializa en cada caso la ley, sino, esencialmente antes, por propiedades
intrínsecas a lo político (como a lo científico), propiedades intrínsecamente
aporéticas.
Una de ellas ha sido bastante discutida en los
últimos años de la filosofía continental desde que G. Agamben (por ejemplo y principalmente
en Stato di eccezione, Bollati
Boringhieri, Torino, 2003) fijase su atención en la figura del Estado de
Excepción y en el politólogo Carl Schmitt (y en su reverso, o anverso, en esto:
W Benjamin). Schmitt define la soberanía como la capacidad de establecer o "decretar" el
Estado de Excepción. Quien tiene ese poder, poder ineliminable y fundamental,
es el auténtico soberano. Lo aporético del Estado de Excepción (o de sus
equivalentes de “plenos poderes”, como la Ley Marcial, el iustitium
romano, etc.) es que es la figura jurídica de justamente la suspensión del
orden jurídico vigente que, por tanto, la sostiene: el Derecho otorga la
facultad de suspender el Derecho en aras de la salvaguarda
del Derecho. En una democracia, eso significará que la democracia faculta al
gobernante para suspender la democracia en bien de la democracia misma. Pero ¿cómo
puede la ley contener la posibilidad de su propia suspensión?, ¿cómo puede dar
cobertura legal para no atenerse a ella? Y, sin embargo, esto indica -piensan
Schmitt y otros-, que el Derecho se apoya en una Decisión, constituyente y, por tanto, capaz también de destituirlo o suspenderlo. La Ley
tendría un fundamento “místico”, como lo expresó Derrida leyendo a Benjamin. Esa
voluntad fundante, señalemos, sería incluso
más poderosa que el soberano de Hobbes: al menos este tenía que justificarse
como útil para la paz.
Pero hay más formas en que la Modernidad exige
reconocer singularidades que rompen o ponen en situación paradójica el Estado
de Derecho. Una de ellas es la Desobediencia Civil, elemento esencial de toda
sociedad justa, como defendió Rawls, pero muy “difícil” de incardinar en la Ley.
La Desobediencia Civil parece provenir, por cierto, de una motivación en cierto
modo inversa a la del Estado de Excepción. Si este se puede ver como el
“reconocimiento” (¿jurídico?) de una singularidad poderosa superior (una
Voluntad que, porque constituye con su fuerza la Legalidad, puede siempre, tiene
“derecho” a suspenderla por la fuerza), la Desobediencia Civil parece querer
salvaguardar la singularidad de los menos poderosos (tengo, tenemos, “derecho”,
más allá o más acá de la ley y el derecho establecidos, a que no se nos fuerce
a algo que vaya intrínsecamente contra nuestra voluntad o nuestra concepción de
lo justo). Si el primero se presenta en
los casos más críticos de un Estado (de gran “necesidad”) y exige una
obediencia rigurosa a los “ciudadanos”, la Desobediencia Civil es algo que los
Estados solo pueden acabar tolerando en situaciones de gran tranquilidad y
seguridad. Pero en ambos casos se da la situación aporética de que el Estado
contemplaría o permitiría “excepcionalmente” su propio incumplimiento.
Sería, sin embargo, un error creer que los agujeros
de la Ley se reducen a singularidades como el Estado de Excepción y la
Desobediencia Civil (o, por poner otros ejemplos, el momento en que se
constituye un Estado nuevo, o la revolución…) Lo cierto es que el Estado de
Derecho está llena de agujeros, tanto por arriba como por abajo, y por todos
lados, hasta el infinito (como la Recta Real, o del “Continuo”, está infinitamente
agujereada por cortes). Para empezar, y según ha gustado de recordar Agamben
que dijera Benjamin en su octava tesis sobre la Historia, el Estado de Excepción
es, en verdad, la norma. El periodo nazi es ejemplar como estado de excepción
permanente: Hitler no cambió nada en la Constitución, sino que añadió solo una
ley para protección del pueblo alemán, y bajo ella justificó todos sus decretos
y decisiones, de manera que, como decía Eichmann en el juicio, la palabra del
führer tenía “fuerza de ley”. Pero el régimen nazi es solo el ejemplo más
descarado de suspensión del Derecho precisamente mediante su mantenimiento,
“mantenido en suspenso”. En realidad, sostiene Agamben, las democracias
modernas (con su práctica habitual de legislar mediante decretos-leyes y
reducir el momento legitimador a la votación cada cuatro años, y otras más o
menos “puntuales” –por ejemplo, las
medidas de la administración Bush tras los atentados del 11-S, o la “prisión”
de Guantánamo-) son, cada vez más, auténticos estados de excepción apenas
encubiertos, y la Política se manifiesta como una pura ficción.
Ahora bien, lo principal que hay que retener es que
todas estas rupturas del Estado de Derecho no son disfunciones o malversaciones
circunstanciales y corregibles, sino que son intrínsecas al Derecho, como son
intrínsecos a la Economía los Paraísos Fiscales: no hay Derecho posible sin la simultánea
posibilidad (y, por tanto, necesidad) intrínseca de suspenderlo por la propia fuerza
o voluntad que lo funda. Buscando un paralelo en el ámbito de lo teorético,
diríamos que las rupturas del Método, tanto por arriba (las crisis de
fundamentos de las ciencias, discusiones que nunca pueden reducirse al propio método
científico, porque precisamente lo fundan y lo suspenden) como por abajo
(hechos siempre paracientíficos o pseudocientíficos, que piden ser reconocidos
y muchas veces acaban siendo reconocidos como ciencia normal), todas esas
fugas, son inevitables. La Deontología sería inevitablemente aporética.
Nosotros diremos que es (está inmersa en una) dialéctica.
Habría que hacerse, al respecto, dos preguntas, o dos caras de la misma pregunta, una, metapolítica, y, la otra, puramente política o práctica: ¿Qué cabe concluir de estas aporías intrínsecas al Derecho, a su inevitable dialéctica con lo exterior y fundante? Y ¿qué aplicación política deberíamos hacer de ello? O, en otros términos: ¿qué hay que (volver a) decir de la dialéctica entre Legitimidad y Legalidad, entre Espíritu y Letra del Derecho?
(Continuará)