miércoles, 5 de septiembre de 2012

La Educación prohibida. Una crítica, positiva


El domingo pasado, en una de las tertulias que habitualmente tengo en un café del pueblo, vimos la recién estrenada película La Educación Prohibida. Querría hacer aquí una valoración, positiva, de este documental. Me ahorraré cualquier comentario del aspecto cinematográfico (artístico) y me centraré en el contenido, o, más bien, en el trasfondo filosófico-pedagógico del contenido de la película. El documental no se mueve, obviamente, al mayor nivel de profundidad filosófica, sino a un nivel medio (“vulgar”, dirán algunos), accesible para casi todo tipo de público. Pero eso no quiere decir que la visión que defiende no tenga un importante trasfondo filosófico, a mi parecer muy acertado, entre otras cosas porque, como trataré de argumentar, prácticamente todas las filosofías morales aceptables hoy, dan apoyo a esas tesis pedagógicas. Sencillamente no existe, creo yo, alternativa sensata, y la oposición a esas ideas apenas puede proceder de alguna filosofía o psicología o pedagogía “serias”, sino de cosas como la inercia mental, la ignorancia o la “política” en uno de sus peores sentidos”. No obstante, procuro presentar las posibles alternativas filosóficas a esta pedagogía que, por abreviar, llamaré “pedagogía(s) libre(s)”, (aunque el nombre dé mucho lugar a equívoco).

Si bien el documental se presenta (y con razón) como no dogmático, como solo una serie de reflexiones acerca de cómo es y cómo debería ser la educación, y repite más de una vez que  no hay una única vía válida, es evidente, sin embargo, que defiende una visión pedagógica general bien delimitada, identificable y coherente. ¿Cuál? Podríamos resumir así sus tesis básicas: la educación es (debería ser) el proceso por el que un individuo desarrolla su potencialidad implícita o innata para ser libre, creativo y feliz. Las personas tienen, por naturaleza, un deseo de aprender y “crecer”, y los educadores deberían ser una ayuda en ese desarrollo, proveyendo, proponiendo y facilitando lo necesario o lo adecuado, eliminando las trabas, y confiando en y respetando lo más posible la tendencia propia del niño y sus momentos de maduración, propios de cada individuo. Como seres por naturaleza libres, los seres humanos no pueden ser educados mediante métodos mecánico-reproductivos (memorísticos, no basados en la pregunta y el descubrimiento personales), homogeneizantes (negadores de la individualidad), competitivos, y coercitivos (no se educa para la libertad y la paz mediante el miedo y la violencia). Solo respetando la naturaleza y los “tiempos” del educando conseguiremos personas más sabias, libres y felices, que hagan una sociedad más libre, justa, respetuosa con la individualidad de cada persona a la vez que más dada a la colaboración, y menos alienada. Dado que la pedagogía habitual (procedente del despotismo ilustrado y la era industrial, y que es la que impera en los sistemas y las instituciones educativas públicas -y en la mayoría de las privadas-) es una escuela basada en la trasmisión mecánica de contenidos (no en la pregunta y el descubrimiento personal), mediante la motivación heterónoma de la voluntad (el castigo o el premio de la evaluación), como un sistema homogeneizador y competitivo, y orientado, no tanto a la educación integral como a la instrucción destinada a integrar al individuo en el engranaje laboral de la sociedad industrial, en la escuela tradicional, podríamos decir, “la educación está prohibida”. Esto, que no es “culpa” de nadie sino responsabilidad de todos, puede cambiarse si todos, educadores, educandos, padres…, cada uno en su ámbito, toma conciencia de lo que significa realmente educar y se dedica a ello con (más) amor. En la práctica, ello significaría hacer muchas cosas distintas a las habituales: situar la educación no solo en la escuela (la escuela, aunque sea muy útil, no es sinónimo de educación), sino en todos los espacios, algunos de ellos muy desatendidos (por ejemplo, en la naturaleza), flexibilizar los espacios y tiempos, sustituir el modo magistral-memorístico por el proponedor-creativo y la figura del maestro-trasmisor de saberes por el de educador que asiste al verdadero protagonista, que es el educando; fomentar la motivación autónoma y minimizar la heterónoma o alienante, es decir, procurar que el niño se entregue a su aprendizaje más por amor a lo que hace que por la expectativa de recompensa; sustituir la forma de autoridad basada sobre todo en el miedo por una basada en el auténtico respeto (que pasa esencialmente por el respeto del menor como persona, de sus intereses y dignidad), etc.

Estás serían, a mi juicio, las tesis principales de La Educación Prohibida. Pues bien, creo que no hay nada en ello que pueda rechazarse razonablemente, y que todo eso debería formar parte (y, de hecho forma generalmente parte) del ideal regulativo de cualquier educador consciente. Voy a intentar analizar ahora los presupuestos filosóficos de esta visión pedagógica.

Empecemos por preguntarnos qué es, realmente, educar (frente, por ejemplo, a la instrucción -en un ejército- o al adiestramiento o amaestramiento de la conducta). ¿Cuáles son los fines, y cuales los medios, de la educación? ¿Qué implica, acerca de esto, la pedagogía expresada en el documental? La “pedagogía libre” implica (muy conscientemente) que

-         el fin de la educación es la realización integral de la persona, es decir, no la formación de este o aquel aspecto secundario o instrumental, sino del principio o fin último de la persona, de lo que en ella es esencial,
-         los medios para ello no pueden ser otros que los que apelan a y respetan la propia naturaleza y tendencia del (y de cada) ser humano.

Por supuesto, esto entraña tener una idea de cuál es el fin último y la esencia de la persona (cosa que, por otra parte, no se puede ahorrar ninguna ideología pedagógica), aunque no en sus formas concretas, sino en sus principios o líneas generales. ¿Qué es el hombre, y qué le conviene, por tanto, hacer y padecer?, se han preguntado desde Sócrates hasta Kant, y antes y después de ellos, principalmente los filósofos. ¿Qué Antropología subyace a la “pedagogía libre”?

Aunque hay varias concepciones filosófico-antropológicas que podrían darle cobertura, de forma general diríamos que la pedagogía libre implica que la persona es, en esencia, un ser racional, libre y creativo, que solo siendo libre puede realizarse y ser feliz. Es, por tanto, eso lo que principalmente tiene que desarrollar la educación: la (auténtica) libertad. Esto nos conduce a preguntarnos qué es, realmente, ser libre, qué es la auténtica libertad. Pero, antes, detengámonos en dos aspectos básicos de la antropología implícita en la visión que estoy comentando:

-         primero, que el hombre, como los demás seres naturales, tiene una naturaleza implícita que desarrollar (una entelequia, en aristotélico): teleología; y
-         segundo, que esa tendencia se dirige, salvo por accidente, hacia lo bueno y conveniente para ella, más que hacia el error: optimismo o “buenismo” antropológico.

Veamos cada uno de estos puntos, que son, además, aquellos donde podría centrarse buena parte de las críticas a esta concepción pedagógica:

¿Tienen, los seres humanos, fines propios o naturaleza? La tesis de que los seres naturales tienen finalidades propias se asocia, tópicamente, con la filosofía clásica griega, sobre todo con Platón y Aristóteles, y sus herederos. Y esto vale especialmente para la inteligencia:

(…) La educación no es tal como proclaman algunos que es. En efecto, dicen, según creo, que ellos proporcionan ciencia al alma que no la tiene del mismo modo que si infundieran vista a unos ojos ciegos.
-En efecto, así lo dicen -convino.
-Ahora bien, la discusión de ahora -dije- muestra que esta facultad, existente en el alma de cada uno, y el órgano con que cada cual aprende, deben volverse, apartándose de lo que nace, con el alma entera –del mismo modo que el ojo no es capaz de volverse hacia la luz, dejando la tiniebla, sino en compañía del cuerpo entero- hasta que se hallen en condiciones de afrontar la contemplación del ser e incluso de la parte más brillante del ser, que es aquello a lo que llamamos bien. ¿No es eso?
-Eso es.
-Por consiguiente -dije- puede haber un arte de descubrir cuál será la manera más fácil y eficaz para que este órgano se vuelva; pero no de infundirle visión, sino de procurar que se corrija lo que, teniéndola ya, no está vuelto adonde debe ni mira adonde es menester.
-Tal parece -dijo. (Platón, Rep. 517 y ss)

Es también un tópico, pero sustancialmente falso, que la visión filosófico-científica moderna condenó al museo de antigüedades la concepción teleológica de la naturaleza. Es cierto que, en el ámbito más básico de la naturaleza (es decir, en el de lo atómico y químico), las tendencias naturales de los elementos fueron sustituidas por formulaciones matemáticas mecánicas (no es cierto, no obstante, que estas sean completamente ateleológicas, pero no discutiré esto). Ahora bien, el lenguaje teleológico no desapareció ni se vio siquiera mitigado (ni, me atrevo a decir, desaparecerá ni mermará nunca) a la hora de considerar entidades más complejas, como son los seres vivos y, sobre todo, el hombre y sus actividades (sociales y culturales). En especial, todo el lenguaje prescriptivo de las actividades ético-políticas humanas se pierde en un intento de traducción desteleologizada.
Es verdad que, en los niveles más abstractos de la ética (por ejemplo, en las discusiones metaéticas) varias escuelas filosóficas modernas negaron o pretendieron ignorar el elemento teleológico. Resultaría así (en el caso de seguir consecuentemente su discurso) que el ser humano es un ser vacío cuya “libertad” es igual a una espontaneidad absolutamente arbitraria, donde no es un ápice menos natural (ni por supuesto, irracional) que lo contrario, preferir el menor daño en mi dedo meñique a la destrucción de muchas otras personas, o dedicar mi vida a comer hierba. No obstante, nadie ha sido lo suficientemente consecuente en este camino, sino que, en cuanto un filósofo moral intentaba explicar por qué actuamos como actuamos, o, más aún, si intentaba prescribirnos o simplemente recomendarnos una conducta como deseable, recurría, cuando menos, a que “por naturaleza” perseguimos nuestra felicidad (la satisfacción de nuestras “pasiones” o nuestros “intereses”), y solo así y por eso, se puede condicionar nuestra conducta.
El vaciamiento del sujeto y el rechazo de los fines han ido perdiendo fuelle en las décadas recientes (salvo, quizás, en las versiones radicales postmodernas, que tampoco parecen tener una ética que proponer -puesto que todo vale para un sujeto que es nada o no existe-). Pero incluso cuando el nivel abstracto de la ética pudo creer permitirse prescindir de ellos, en cuanto se entraba, sin embargo, en el terreno concreto de alguna actividad humana efectiva (como la economía o la pedagogía), el discurso se llenaba inmediatamente de teleología, realimentada, a partir de la Ilustración, por el modelo finalista-funcionalista del evolucionismo. Todos los grandes ideólogos liberales de la educación (Spencer, Dewey, Russell, etc.) han dicho que el ser humano, como producto que es de una historia de selección, nace con predisposiciones naturales, que la educación tiene que fomentar. La analogía con la planta, que contiene ya en su semilla todo el plan (de modo que el jardinero no tiene, como dice gráficamente la película, que tirar de la planta para que crezca), no es solo aristotélico o hegeliano, es insustituible.
Aquí, realmente, no hay alternativa sensata posible. Porque supongamos que no aceptamos eso (que el ser humano tenga una naturaleza propia, unas finalidades naturales innatas, etc.) Tendremos que aceptar, entonces, que con un ser humano se puede hacer cualquier cosa. Pero, ¿qué nos reporta esto en política y pedagogía? Si con suficientes palos se puede hacer de un ser humano cualquier cosa, ¿qué es lo que sería deseable hacer con él? Si las personas pueden ser completamente instrumentalizadas, ¿qué finalidad se propondrá para sí mismo el que las instrumentalice? Hasta el más burdo de los conductismos (de lo que hablaré después) asume que las personas responden naturalmente al dolor, y en esa medida tienen una naturaleza insobornable.

Por tanto, podemos aceptar razonablemente que toda pedagogía tiene que partir de que hay una cierta naturaleza humana (una a nivel de especie, pero una, también, en cada individuo en particular) que la educación debe “extraer” (educere) o desenvolver. Pasemos, ahora, a la segunda cuestión que proponía: ¿tiende, esa nuestra naturaleza, a lo que le conviene, salvo por accidente; o más bien debe ser conducida en todo momento contra su tendencia a lo inconveniente, al “mal”? Dividamos en cuatro las respuestas posibles a la pregunta de si el hombre, por naturaleza, tiende al bien o al mal:

     11) optimismo absoluto: el hombre es completamente bueno por naturaleza, y cualquier intervención o educación corrompe (el –seguramente mal llamado- rousseaunianismo),
     12) optimismo relativo o “buenismo”: el hombre tiende, fundamentalmente al bien, y se equivoca por accidente,
     21) pesimismo relativo o “malismo”: el hombre tiende básicamente al mal, aunque puede lucharse contra esa inercia o tendencia mediante la “educación” o disciplina (quebrantamiento de la voluntad inclinada al mal),
     22) pesimismo absoluto: el hombre es radicalmente malo por naturaleza, y solo un milagro o gracia sobrenatural puede hacerlo bueno.

Las pedagogías libres optarán por la respuesta 12. Quienes se oponen a estas pedagogías adoptan, generalmente (aunque inconscientemente en muchos casos) la respuesta 21  (“agustiniana”), o incluso la 22 (que podríamos llamar “calvinista”). ¿Qué argumentos (dejando al margen las posturas teológicas pesimistas) pueden estar en contra de la tesis, “buenista”, 12, propia de toda educación “nueva”?

Por supuesto, las filosofías clásicas griegas, tales como la platónica o aristotélica tienen el optimismo (moderado) como tesis obvia. Solo por enfermedad o disfunción, un ser tiende a lo que le perjudica, a lo que no es su naturaleza propia.
La cosmovisión evolucionista moderna también provee un buen argumento para el optimismo moderado (y apenas da base alguna para el pesimismo): puesto que somos el fruto de una fuerte presión selectiva, es bastante cercano al absurdo pensar que nuestras inclinaciones naturales tienden a desviarnos de nuestro interés propio. Todas las especies muestran una gran adaptación. ¿Seríamos un  camino errado, una especie que nace con malos instintos? Esta misantropía (que comparten, con las Iglesias, muchos “amantes de la madre naturaleza” o “naturófilos”) no tiene, creo yo, apoyo alguno en los hechos de la historia (de la que parece insensato negar que sea un progreso, por más que menor al que desearíamos -¿quién se atrevería a señalar algún momento de la historia natural de la vida en la Tierra, y en concreto, de la especie humana, que fuese mejor, más consciente y pleno?), y denota habitualmente, más bien, un excesivo y “soberbio” afán de pureza, una gran sobresestima de los ideales de uno a la vez que una subestimación de lo que efectivamente somos y un espíritu pesimista y negativo.
El optimismo antropológico moderado es lo único coherente también (pese a lo que pudiera creerse) con la visión liberal y de los “padres fundadores” de las democracias modernas (y es un verdadero insulto a la inteligencia que se auto-declaren liberales quienes abogan por la “pedagogía” del esfuerzo y la disciplina):

Cuando los hombres recibían su credo completo y acabado y su interpretación por conducto de una autoridad infalible que se desdeñaba de darles explicación alguna, es natural que la enseñanza fuera puramente dogmática. La máxima de la escuela era entonces la misma que la de la Iglesia: Creed y no preguntéis. (…) Se desenvolvió simultáneamente una disciplina académica, dura como él, que multiplicaba los castigos (…). El acrecentamiento de la libertad política, la dulcificación de las leyes criminales, han ido acompañados de un progreso de la misma índole hacia una educación menos coercitiva (…) Hoy que empieza a considerarse la felicidad como un fin político; hoy que se trata de disminuir las horas de trabajo y de procurar al pueblo recreos agradables, padres y maestros empiezan a ver que pueden satisfacer sin inconvenientes la mayor parte de los deseos del niño, que deben estimularse los juegos de la infancia y que las tendencias naturales de un espíritu naciente no son tan diabólicas como se suponía (…)
De todos los cambios que se producen, el más significativo es el deseo de tornar el estudio más bien agradable que penoso, deseo basado en la percepción más o menos clara de este hecho: que el género de actividad que agrada más a cada edad es precisamente aquel que le es saludable, y viceversa. La opinión comienza a convencerse de que cuando un espíritu que está en vías de desarrollo experimenta una curiosidad natural de cualquier género, es porque se haya en condiciones de asimilarse el objeto de esa curiosidad y porque dicha asimilación es necesaria a su progreso; que, por el contrario, la repulsión que experimenta por tal o cual estudio que no sea entretenido prueba que el objeto de este se le presenta prematuramente o bajo forma indigesta. (Spencer, Ensayos sobre pedagogía, Akal, pgs. 88 y ss)

Claro que mucho del ideal y las buenas intenciones primigenias del espíritu liberal se han quedado apenas en nada (como la reducción del trabajo, por ejemplo). Pero sigue siendo tan cierto como entonces que la única pedagogía coherente con la confianza liberal en la iniciativa individual autónoma y en la mano providencial de la libertad, es la que estoy llamando “pedagogía libre”.
Incluso un autor rigorista y pesimista, como Kant (que creía que el hombre, aun no siendo por naturaleza ni bueno ni malo, tiene una natural tendencia a la molicie e inclinación a la tentación) se expresa así en su Pedagogía:

En general es necesario observar que la primera educación tiene que ser negativa, es decir, que no ha de añadir nada a la previsión de la Naturaleza, sino únicamente impedir que se la pueda perturbar (Pedagogía, Akal, pg. 50)

Y llega a proponer

Sería así posible que el niño aprendiera, por ejemplo, a escribir solo, pues alguien lo ha inventado alguna vez, y esta invención tampoco es muy difícil (pg. 53)

Podemos, pues, dar por bueno que la naturaleza humana, como cualquier otra, tiene unas tendencias innatas, que le disponen, salvo por accidente, a buscar y desarrollar lo más conveniente para él. Y cualquier pedagogía razonable tiene que basarse en este principio. Fuera de esto solo cabe un pesimismo “calvinista”.

Pero ¿cuál es esa naturaleza o esencia humana, que la educación debe ayudar a que se desenvuelva? Habíamos llamado a esto “libertad”, pero quedaba por entender esto de la manera más adecuada posible. Nuevamente, son posibles aquí concepciones relativamente diversas y divergentes que sustenten la ideología pedagógica de este documental. Es más, me atrevería a decir que casi cualquier teoría filosófico-psicológica, con tal de que no se la entienda de manera burda, sustenta esta pedagogía.

Empecemos por la concepción menos pomposa de lo que somos, la que nos identifica con las pasiones (lo llamaré Sentimentalismo, representado, paradigmáticamente, por Hume y, en psicología, por el conductismo primitivo): supongamos que el hombre, como todos los animales sentientes, tiene su esencia psíquica en las emociones o sentimientos, fundamentalmente placer y dolor. Todo lo que hacemos, según esta concepción, está encaminado a la consecución de satisfacción o huida del dolor. Nuestra voluntad es y no puede dejar de ser la esclava de las pasiones. La racionalidad es solo un instrumento, un medio, para obtener satisfacción. La libertad no es más que el no impedimento de la satisfacción de los deseos. Seguramente algunos, o muchos, de los partidarios de las pedagogías libres son, de una manera u otra, sentimentalistas: priorizan el corazón, la capacidad de amar, la “inteligencia emocional”, etc., sobre la fría y mecánica razón. Aunque parezca paradójico, esta es la opción menos buena para sustento de la pedagogía libre, puesto que presenta las capacidades intectual y volitiva como heterónomamente sometidas al dictado del interés emocional. Sin embargo, basta con que se la entienda con algo de sutileza para que ni siquiera el sentimentalismo dé apoyo a las tesis disciplinaristas.
La forma menos sutil de entender el sentimentalismo viene representado, científicamente, por el conductismo primitivo y skinneriano. El ser humano es, según el modelo más simple, una caja vacía (tabula rasa) que da respuestas mecánicas a ciertos estímulos. Por medio del condicionamiento, basado en el dolor y el placer, se puede “educar” (adiestrar, más bien) a uno para que haga cualquier cosa. Incluso esa concepción primitiva y errónea ya contemplaba que el refuerzo positivo producía mejor efecto que el negativo, por lo que es más rentable premiar que castigar. Numerosos experimentos con animales, sobre todo a medida que subimos en la escala evolutiva, demuestran que el método negativo no solo estimula menos la conducta deseada sino que puede inhibir toda conducta. Una escuela conductista básica se ocuparía de tener niños felices, que sienten estar haciendo su voluntad (aunque en realidad estarían haciendo lo que el conductor o führer cree que es bueno para la sociedad, o para su proyecto de dominar el mundo –siendo el propio führer, habrá que pensar, resultado de un condicionamiento emocional, aunque en este caso aleatorio-).
Pero la historia del conductismo es la historia de su sutilización. Los conductistas tuvieron que ir llenando de complejidades el interior de la caja psíquica, resultando que ni mucho menos era una tabula rasa. Resultó que un individuo humano podía rechazar premios aparentemente deseables, si iban contra su dignidad. Por supuesto, cabe la suspicacia de que, al fin y al cabo, lo que pasa es que las personas tienen gustos sutiles o extraños (quizás el altruismo es adaptativo para la especie). Pero el caso es que incluso el sentimentalismo tendrá que hacerse cargo de esos extraños deseos naturales humanos, la comprensión, la justicia, etc.

Si dejamos el Sentimentalismo, y pasamos a aquellas psico-filosofías que sitúan la esencia humana en la volición (Voluntarismos) se hace todavía más difícil rechazar un pedagogía que se base en el respeto de la libertad, entendida, ahora, como autodeterminación (sea irracionalista, como en Nietzsche, o racionalista, como en Kant):

Si se le castiga cuando obra mal o se le recompensa cuando obra bien, hará lo bueno para que se le trate bien (…) entonces será un hombre que solo mire el medio de prosperar, y será bueno o malo según lo encuentre más ventajoso… Si se quiere fundamentar la moralidad no hay que castigar. La moralidad es algo tan santo y sublime, que no se le puede rebajar y poner a la misma altura que la disciplina (Kant, Pedagogía, pg 72)

Una pedagogía voluntarista (salvo, quizás, un elitismo radical como al que a veces da pábulo Nietzsche) rechazará cualquier método basado en la coerción y la (hetero)disciplina: eso es completamente antipedagógico. Solo mediante el respeto de la libertad y la dignidad se puede educar para la libertad, y toda coerción es, esa medida, no solo inútil sino contraproducente (aunque el propio Kant tiene, es cierto, otros pasajes difíciles de encajar con esa idea).

Menos aún cabe rechazar la orientación pedagógica de La Educación Prohibida si adoptamos una posición intelectualista o “socrático-platónica”, para la cual uno solo hace lo que cree racionalmente bueno. Otras veces he citado pasajes de Platón inequívocos al respecto:

(…)No des a la enseñanza una forma que les obligue a aprender por la fuerza.
-¿Por qué?
-Porque no hay ninguna disciplina –dije yo- que deba aprender el hombre libre por medio de la esclavitud. Si puede suceder que los trabajos corporales no deterioren más el cuerpo por haber sido realizados obligatoriamente, el alma en cambio no conserva ningún conocimiento que haya entrado en ella por la fuerza.
-Cierto.
-No emplees pues la fuerza, mi buen amigo para educar a los niños, que se eduquen jugando, y así podrás conocer mejor también para qué está dotado cada uno de ellos”.  (República, 536d)

Yo creo que esta es la mejor base para la pedagogía. Pero insisto en que cualquier otra, entendida correctamente, sostiene los criterios pedagógicos generales de las “pedagogías libres” (aunque, por supuesto, los matices son, ulteriormente, muy importantes: ahora nos estamos fijando en lo que pueden tener de común las múltiples vías pedagógicas aceptables que la película admite que pueden existir).

¿De dónde puede venir entonces el rechazo de esta pedagogía? ¿Qué base tienen las “pedagogías” del “esfuerzo” y la “disciplina”? En realidad yo creo que estas teorías no son, en la mayoría de los casos, teorías propiamente filosóficas y pedagógicas (incluso ellas mismas suelen presentarse como críticas, en global, a la pedagogía –acompañadas de una descalificación general de la ciencia psicológica, y también, usualmente, de una buena estima de los dogmas eclesiales-), sino de una aptitud conservadora e inercial, que apenas ha reflexionado sobre lo que es educar (como ocurre, también, que quienes no han pensado sobre justicia penal, suelen desestimar y considerar “blando” el sistema penal moderno). Es prácticamente imposible encontrar alguna personalidad relevante en la filosofía, la psicología, la ciencia y el arte en general, que apoye cualquiera de las cosas que la película denuncia.

Pero, ¿no tendrá, esa reacción contra las pedagogías libres, a “los hechos” de su parte? ¿No consiste en la realista advertencia de que las cosas no funcionan así, que el ser humano no resulta acoger responsablemente su libertad, o disfrutar con el conocimiento? Lo cierto es que ni siquiera los hechos dan ningún apoyo al pesimismo. En la medida en que han sido puestos en práctica, los métodos pedagógicos “nuevos” o “libres” han dado mejores resultados, y todas las pedagogías de los sistemas educativos más avanzados del mundo adoptan esos ideales regulativos. El pesimismo es una actitud apriori, y equivocada.

Las personas que se han educado sometidas a la disciplina ordinaria de la escuela, y que abrigan la creencia de que la educación no puede obedecer a otros principios, reputarán imposible el convertir a un niño en su propio maestro. No obstante, si se toman la molestia de reflexionar que el conocimiento fundamental, el más importante los objetos que le rodean, lo adquiere el niño sin la ayuda de nadie; si recuerdan que por sí solo aprende la lengua materna (…) deducirán, sin duda, que no es desatino el pensar que si los objetos le fuesen presentados en el orden y modo debidos, todo discípulo dotado de capacidad regular podría superar, casi sin auxilio de nadie, las dificultades sucesivas con que tropezara. (…) La necesidad que tiene el niño de que todo se le diga proviene de nuestra estupidez, no de la suya. (Spencer, Ensayos sobre pedagogía, Akal, pg 111)  

2 comentarios:

  1. Hola,

    En primer lugar quiero felicitarte por tu blog. Parece que compartimos intereses y amores comunes (como, por ejemplo, Platón).
    En segundo lugar parece que identificas "esfuerzo" con "educar con la fuerza". No puedo estar muy de acuerdo con eso, pues yo pido esfuerzo a mis alumnos (soy profesor) y al mismo tiempo les permito aprender a su ritmo y gusto, siempre que haya un cierto esfuerzo y una cierta tensión. No creo en la educación por la fuerza, pero si en la educación esforzada.

    En fin, te he comentado y recomendado en mi blog (que es mucho más divulgativo que el tuyo y menos profesional).

    Un saludo y ánimo con los antiguos que siempre nos reconfortan

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  2. Con efe de filosofía,
    antes que nada, muchas gracias por tu comentario y por recomendarme en mi blog, y me alegro mucho de que compartamos tantas cosas. Creo que compartimos también lo relativo al esfuerzo, y quizás nuestra diferencia es más de palabras que otra cosa. Por supuesto, creo en el esfuerzo (yo mismo me dedico muchas horas al día a leer cosas esforzadas y "difíciles"), y no considero ninguna virtud la molicie. Pero entiendo el esfuerzo correcto como aquel que procede del pleno convencimiento de que lo que hacemos es bueno. En el caso ideal, nos identificamos con aquello que estamos haciendo, sin pensar en otra cosa; en un caso menos ideal, hacemos algo porque vemos que es un medio para conseguir algo que sí vemos como fin en sí mismo. Hasta aquí, los esfuerzos que yo considero legítimos. Pero hay un tipo de esfuerzo que consiste en hacer algo que presuntamente debes hacer, porque presuntamente es bueno, pero tú no lo logras ver. O bien, el objetivo que te proponen o propones ahí es un premio o la evitación de un castigo en términos "hedonistas" meramente (lo que Kant llamaría heterónomos). Estos casos me parecen contraeducativos.
    Si estamos de acuerdo en esto, entonces me he debido expresar mal en mi rechazo del "esfuerzo".
    Un cordial saludo y bienvenido.

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