Los gobernantes españoles están preocupados, últimamente más
que nunca, por la violencia de algunos ciudadanos indignados. Se sabe que en
épocas de crisis económica, de mayor pobreza y (lo que es menos justificable)
mayor desigualdad, aumenta la violencia social y política, y es para el
gobernante una fuerte tentación (al menos para el nivel político que tiene la
humanidad cercana) intentar erradicarla con violencia legal.
No obstante, los gobernantes no deberían preocuparse mucho:
no es fácil que haya ninguna revolución, y la gente, en España por ejemplo,
llegaría a morirse bastante pacíficamente de hambre en un banco público frente
a un palacio, como pasa en otros sitios del mundo.
Se están criminalizando muchas actividades que eran
consideradas conductas normales o hasta deseables entre ciudadanos políticamente
comprometidos, y aumentando la consideración penal de otras que eran tenidas
por leves. No es demagogia, sino la pura verdad, decir que sale “más caro” a un
ciudadano romper una papelera (si lo hace, eso sí, en el contexto de una
protesta política o ciudadana antigubernamental) o cortar la calle (si no es
para comprar entradas para un espectáculo de masas) que defraudar a la Hacienda del Estado
(sobre todo si uno posee un gran capital que evadir) o estafar a los clientes (sobre
todo si uno es directivo de un Banco). Tomar, en el ejercicio del gobierno,
decisiones contrarias a lo que se anunció o “prometió” a los electores, no está
siquiera tipificado como delito o falta.
Los gobernantes y sus panegiristas dicen que la violencia o fuerza
“no legal” es intolerable. Algunos indignados se lo creen. Otros dicen,
tímidamente, que “violencia” es (también) dejar desprotegidos los derechos
elementales de los ciudadanos, recogidos incluso en las leyes básicas (o sea,
no elucubrados en un plano ideal, sino consagrados legalmente). ¿Qué puede
decirse de la violencia en la política? ¿Deben los ciudadanos permanecer
impasibles, haga lo que haga el gobierno, o los “tres poderes”? ¿Quién
garantiza la legitimidad de los gobernantes? ¿Es legítima la rebelión civil? He
aquí algunas reflexiones personales al respecto de todo esto.
Antes de nada, creo que sería necesario distinguir dos tipos
de consideraciones acerca de la violencia, es decir, de cualquier acción física
sobre una persona, contra su voluntad. Un tipo de consideración, que podríamos
llamar absoluto, se pregunta si es moralmente aceptable cualquier tipo de
violencia o deberíamos, más bien, no devolver nunca mal por mal, entendiendo
esto pacifistamente: no resistir a
ninguna violencia y no violentar a nadie por ningún motivo. El otro tipo
de consideración de la violencia, que llamaré relativo, parte del supuesto (provisional)
de que sea admisible algún tipo de violencia, y se plantea cuándo es legítima
la violencia. Para el tema político "del día", este segundo tipo de consideración
es el más importante, así que me centraré en él.
Vivimos (como “sabemos”, si no somos sordos) bajo el “imperio
de la ley”, o “estado de derecho”. Esto significa(ría) que hay un “orden de jurídico”
(¿un orden justo?), “establecido” fácticamente, que garantiza los derechos de
los ciudadanos legalmente sujetos a ese orden, mediante, si es preciso, el uso
de la fuerza, que es considerada entonces fuerza legal. El orden jurídico no
admite (idealmente) excepción alguna. Cualquier acto contra el orden
establecido es violencia (va contra la voluntad establecida y sancionada), y
toda violencia debe ser perseguida por la ley. Si, pues, los ciudadanos sienten
indignación por algo, deben manifestarla por los cauces establecidos en el
orden jurídico en que viven (¿aunque estos sean nulos o prácticamente nulos?). “Critica
libremente pero obedece puntualmente”. Y esto se puede justificar tanto desde
una óptica utilitarista (desde Hume y Bentham en adelante) como desde una que
se cuide, exclusivamente, de lo justo (Kant y compañía). ¿Qué puede haber de
equivocado en esto?
El error fundamental en que, cuando se refiere a la política
fáctica, incurre este discurso es que confunde legalidad establecida con
legitimidad, o “lo que es” con “lo que debería ser”. La premisa errónea es que
el orden establecido debe ser
respetado, porque es el legítimo. La
ambigüedad del ‘debe’ esconde la falacia. ¿En qué sentido “debe” ser respetado:
porque es justo, o porque puede ser obligado por la fuerza? ¿En qué sentido es “legítimo”,
especialmente para individuos que no lo encuentran justo y respetable?
Quien está en el poder tiene siempre la tentación de
incurrir en esa confusión de la legalidad con la legitimidad. Debería no ser
necesario recordar que esto lleva directamente a que, por ejemplo, el régimen
nazi era legítimo, y que lo sería cualquier régimen fácticamente establecido,
es decir, cualquier ejercicio de poder físico que cuente o contase con la
fuerza suficiente como para doblegar las voluntades de los ciudadanos o, si no,
de eliminarlos. Si queremos, en cambio, creer que una banda de canallas o mafia
no lo es menos porque tengan fuerza para imponerse y cuenten con uniformes,
entonces la legalidad establecida tiene que ser justificada exhaustivamente a
partir de una legitimidad suprapositiva o “ideal” (normativa, trascendental…) Y
cualquier gobierno debe estar preocupado, antes que por cualquier otra cosa,
por justificar lo más plenamente posible ante el ciudadano (ante todos y cada
uno, idealmente) su auténtica legitimidad.
No hay ni ha habido, de hecho, gobierno alguno, por tiránico
que fuese, que creyese realmente y diese a entender que su legitimidad
consistía en el mero hecho de tener la fuerza para obligar o estar “investido”
con la parafernalia oficial. Los tiranos, ciertamente, son lo que están más cerca
de creer (o quieren hacer creer) que ellos son la excepción a (l sometimiento
a) la ley, puesto que la ley son ellos. Pero incluso los “buenos reyes
absolutos” (cuando la democracia no existía) se consideraban los primeros
servidores de la ley. Ser un “buen rey”, no obstante, es, como toda cosa, en
buena parte un ideal (en este caso, quizás un imposible lógico).
Lo mismo pasa con un gobierno democrático. Puede darse una
justificación moral ideal de la democracia, ya partiendo de posturas,
“kantianas”, como la igualdad de las personas en cuanto personas (aunque Kant
no era demócrata, y no hay contradicción inmediata en ello), ya partiendo de
posturas utilitaristas, “humeanas”, como que a todos o la mayoría nos irá mejor
si todos o la mayoría tenemos ocasión de ver representada políticamente nuestra
voluntad. Pero en el tránsito que lleva desde esa justificación ideal a su
realización material, como en todo tránsito de lo ideal a lo material, se
pierde “pureza” o, en términos políticos, legitimidad, y es necesario estar
continuamente corrigiendo las imperfecciones que se producen en la expresión
material de nuestro ideal.
Cuánto más teniendo en cuenta que la evolución (moral como
en todos los sentidos) de la humanidad, camina desde lo menos hacia lo más justo:
la historia, en la medida en que supone un progreso moral, es la progresiva y
costosa materialización del ideal, y nunca la situación actual es completamente
legítima, es decir, completamente justificada.
La ley es sagrada, sí, pero ninguno somos santos. En un
mundo de ángeles, sería intolerable saltarse la ley, pero en un mundo de
ángeles nadie querría ni vería motivos para saltarse la ley. En mundos de
no-ángeles o desangelados, como es este nuestro, la ley, como todo lo puro, es
un ideal.
En último extremo, un gobierno carece de legitimación ante
un individuo si este se ve coaccionado y no convencido. El Estado, como lugar
donde se realizan en armonía los proyectos vitales de todos, tiene como ideal
resultar no coactivo para nadie, sino ser querido por todos. Desde luego, eso
es un ideal, y la coerción es un mal necesario (y, en esa medida, un bien),
pero siempre hay que ver esto como un déficit político. El imperio de la ley
debe realizarse convergentemente a la aceptación, por parte del individuo, de
esa ley. Necesidad y libertad deben coincidir, que diría Hegel.
Como nadie puede arrogarse ser el representante perfecto de
la legitimidad ideal, nadie puede, aunque esté (o, mejor dicho, menos aún si
está) en puestos de gobierno, mostrarse rígidamente inflexible con las
violencias sociales, ni debe ahorrarse el esfuerzo de justificarse y
legitimarse constantemente ante los demás (especialmente ante los gobernados). Un
gobierno que se preocupa por justificarse y no se considera plenamente
legitimado nunca, no solo no pierde sino que gana autoridad, moral y política.
La legitimidad fáctica debe considerarse siempre relativa y perfectible, y los
que ejercen el gobierno deben entregarse a la difícil pero imprescindible dialéctica
de lo ideal y lo fáctico. Eso implica que no puede, rigurosamente, condenarse
cualquier violencia cívica, sino que hay que considerarla como parte natural
del proceso de desarrollo político, y saber “absorberla” o sublimarla, como
elemento positivo y no meramente negativo que es.
En la medida, pues, en que lo establecido tiene déficit de
legitimidad, es relativamente legítima la violencia. Por tanto, los ciudadanos
indignados tienen relativo derecho a la rebeldía civil, y esta violencia no
hace más que legitimarse en la medida en que el gobierno pretende acallarla por
medios puramente policiales. Hasta santo Tomás aceptaba la rebelión, como último recurso.
Y Kant, el rigorista, la rechazaba, porque confundió al soberano efectivo conel ideal.
Es evidente que nuestro gobierno “democrático” (como todos
los gobiernos del mundo en una u otra medida, pero nuestro gobierno español,
concretamente, en mayor medida que los gobiernos de nuestro entorno,
europeo-occidental) tiene un importante déficit de legitimidad. Objetivamente,
por todas partes y a todas horas puede comprobarse que los que ejercen el poder,
y los que tienen mayores “fortunas” tienen mucha menos sujeción a la ley que la
que se les impone a los demás ciudadanos, que en esa medida quedan reducidos
a cuasi-súbditos. Subjetivamente, muchos ciudadanos consideran bastante ilegítima
la situación política, sobre todo si se cuenta entre quienes se sienten seres
políticos o ciudadanos y reflexionan sobre lo que eso implica.
La legitimidad, por cierto, no se incrementa por el hecho de
que los que ocupan el poder sean capaces de convencer a todo el mundo de que
son sus legítimos representantes. Una masa desinformada y políticamente incultano es una democracia, es un esperpento que aparenta ser una democracia.
Los representantes políticos dicen que la legitimidad está
en las urnas, pero esto es falso. En las urnas, a lo sumo, está la legalidad, o
la parte más importante de ella. No hay ningún argumento (que yo conozca) por
el cuál sea legítima la conducta de un gobernante que no cumple las “promesas”
electorales, o sea, que defrauda a sus votantes. Y esto, digo, aunque la gente
vuelva luego a votarle. Esto no aumenta la legitimidad de esos políticos, sino
que disminuye la legitimidad o capacidad política de los electores.
¿Quiénes están más urgidos a respetar, de la manera más pura
posible, la ley? Aquellos que están encargados de administrarla. Y no por
pedagogía, sino porque han sido elegidos (sea por Dios o por el Pueblo) para
ocupar ese “sagrado” lugar. La corrupción de lo mejor, es la peor.
Sin embargo, en una situación políticamente imperfecta y bastante
carente de legitimidad, como la que vivimos, ocurre lo contrario. Podemos estar
seguros de que, en la política efectiva actual, quienes reclaman con más
contundencia que se respete la ley son en general los que la están incumpliendo
desde una posición social de mayor impunidad y menor legitimidad tienen para
reclamarla.
Dicho esto, también añadiría yo que la violencia política o
social no es, en términos absolutos o ideales, ni justa ni beneficiosa, y
denota una violencia intrínseca a las personas y a las situaciones políticas,
que es una situación de “imperfección espiritual”, pero a la que tampoco hay
que demonizar, sino corregir adecuadamente, es decir, mediante la racionalidad
y la auténtica libertad, no mediante zanahorias y palos. En esta labor, los gobernantes españoles actuales no están ni remotamente a la altura de sus gobernados indignados.
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