Últimamente, sin duda con un aire algo paradójico, los dirigentes
de la política europea, capitalista y económico-liberalista, asesorados por sus
sabios-economistas, nos recomiendan o exigen la austeridad, mientras, por su
parte, los tertulianos de izquierdas (en su mayoría) insisten en que lo que
hacen falta son “políticas de crecimiento” o de “estímulo de la producción”.
¿Es que “está el tiempo fuera de sus goznes”, que diría Hamlet (creo recordar)?
No, claro: es solo uno de los momentos de sístole y diástole del mercado. Se
trata solamente de no endeudarse o especular “excesivamente”.
No voy a discutir en este momento qué es especulación y qué
es excesivo. Quiero reflexionar, más bien, sobre la austeridad, o, en un
término más cariñoso, la sencillez. Creo que, efectivamente, y pese a que lo
dice quien lo dice, la austeridad es la solución, una bella solución que…
acabaría con el “capitalismo”. –¿Quiere decir eso que estás en contra del
crecimiento y que, por lo tanto, querrías volver a las cavernas? –dirán
algunos. –Bueno, creo que en la caverna estamos ya, o, para ser más exactos,
estamos todavía. Y parte de nuestro estar en la caverna es no tener ni idea de
qué significa crecer y que es, por tanto, riqueza y pobreza, austeridad y lujo,
etc. Yo no abogaría por el “decrecimiento” (¿quién puede apostar por una
palabra negativa?) sino por el crecimiento en lo que vale y el rechazo de las
demás hipertrofias, es decir, sostengo que lo que consideramos
convencionalmente crecimiento es verdadero decrecimiento y proliferación cancerígena,
y que no vamos hacia lo que sería de verdad crecer, crecer en humanidad.
Quienes están preocupados por la justicia social (es decir,
por que la riqueza no se distribuya irracionalmente y vaya a parar a manos de
estúpidos con mucha “suerte” o malvados sin muchos escrúpulos) deberían
recordar que el problema actual de la humanidad, en relación con la “riqueza”
material, no es ni la austeridad ni el crecimiento, sino la forma de su reparto.
Hay, en el mundo, riqueza natural y artificial para satisfacer razonablemente,
a medio plazo, los intereses subjetivos mayoritarios (es decir, lo que la
-inmensa- mayoría de la gente percibe como interés suyo) del doble de la
población actual, y hay extravagantes acumulaciones de riquezas muy
difícilmente justificables en términos de maximización de interés humano y felicidad
(no digamos en términos de justicia y equidad): la situación solo se mantiene
por la incapacidad de organización de la mayoría desposeída. Hay gran
desigualdad, o falta de equidad, entre ciudadanos de un estado (entre españoles,
por ejemplo), entre Estados asociados (en el interior de Europa, por ejemplo), entre
regiones del mundo, entre seres vivos, etc. Será, por tanto, justo que decrezca
(como creo que no hay más remedio que pase) la diferencia en acceso a bienes
materiales entre Europa y otros lugares, es decir, que nos hagamos más pobres
los más ricos. Aunque, mientras la humanidad sea como es, seguramente las
desigualdades globales no decrezcan, sino que aumente por otro lado (que se
cambie el collar de perro). En cualquier caso, creo que ni Europa ni nadie debe
temer al “empobrecimiento”, sino, antes bien, a dos cosas: a la injusticia en
el reparto del acceso a ellos, y, sobre todo, a la orientación moral de la
sociedad, es decir, hacia qué cosas tenemos que considerar riqueza y qué es,
por tanto, crecer. Los ideólogos del capitalismo dicen, como si fuera una
refutación, que las políticas de izquierdas son políticas de pobreza. En cierto
sentido (incluido el auténticamente cristiano), así debe ser.
¿Por qué es tan recalcitrante la idea de que debemos “crecer”
en “bienes” materiales? Todas las facciones políticas, incluidas, claro está,
(pero no solo) las liberales de los países “desarrollados”, basan su programa en
el “crecimiento económico”: ¿qué otra cosa prometen siempre los grandes partidos
(sean de izquierdas o de derechas), en sus mítines de campaña electoral? España
crecerá tanto: bueno; España entra en recesión: malo…
¿Qué es crecer?
Sí, aumentar. ¿Aumentar qué? Sería demasiado cínico, además
de vacuo, decir: “aumentar la cantidad de dinero”. Es mucho más vistoso decir
“aumentar la riqueza”. Pero, dada la ambigüedad del término riqueza (que, como
el término pharmakon en griego,
significa tanto lo que sana como lo que envenena), debemos preguntar ¿riqueza
de qué? Y la respuesta correcta última, al menos en primera instancia, parece
ser “riqueza de bienes”. Esto nos lleva a preguntarnos qué es un “bien”, o sea,
a cuestionarnos, como hacen los filósofos, qué es bueno. Será verdadero
crecimiento el aumento de lo bueno, y mera proliferación de cosas inútiles o
contra-útiles, cualquier otro aumento.
Hay una manera básica de entender el crecimiento y, por
tanto, la vida humana. Crecer, según esta visión básica, es estar en posesión
de más medios físicos, para satisfacer nuestras “necesidades” materiales y para
poder hacer frente a las necesidades futuras, la mayoría de ellas imprevistas
y, quizás, imprevisibles:
-
Para satisfacer nuestras necesidades actuales. Pero hay
que tener en cuenta que las necesidades actuales (medidas por nuestros deseos y
nuestro sufrimiento ante su carencia) crecen a medida que se las satisface.
Siempre es posible condimentar mejor la comida y mullir más la almohada. Pero
entonces nuestras necesidades básicas son infinitas. ¿Habrá lugar para otras
necesidades, no digamos para no-necesidades, sino libertades? ¿Qué queda del
hombre, una vez inmerso en el negocio inacabable de sobrevivir como consumidor
compulsivo?
-
Para precaverse contra el futuro. Vivimos en un mundo
incierto, contingente, con un futuro abierto e incógnito, y cuanto más poder tengamos
en nuestro poder, más preparados estaremos para las contingencias del futuro.
Para crecer económicamente hay, entonces, las mismas razones que para engordar
según las abuelas: una persona debería acumular la mayor cantidad de grasa en
su cuerpo, para las épocas de guerra. Sin embargo, es estúpido estar preocupado por un futuro muy lejano en detrimento de nuestros intereses vitales actuales.
Esta concepción básica, instintiva, primitiva, “animal”, de
lo que es crecer, se funda en una concepción muy pobre de lo que es una buena
vida humana. El ser humano es, visto así, como un ser deseante insaciable y
menesteroso, en un mundo escaso y hostil, en el que se trata de sobrevivir y
disfrutar de la satisfacción de necesidades. Según esa visión (madre del
Espíritu de la Sagacidad )
las cosas “nobles”, como el conocimiento, el arte, la amistad, el respeto…, son "superestructuras", creadas para que sirvan de instrumentos en la lucha por la
satisfacción de pulsiones. Esto nos han querido “enseñar” los tristes maestros
de la sospecha, los intelectuales de la burguesía, como Freud: el amor y el
respeto son deseo y miedo disfrazados. El
conocimiento es una herramienta para el deseo, como cuenta el mito que Protágoras
cuenta en el Protágoras y Hume y compañía
cuentan más recientemente. No puede haber visión más pobre y torpe de lo humano.
Por supuesto, estos analistas se presentan como contándonos algo que, si bien
puede resultar desagradable, es verdadero: pero ¿qué es la verdad, según ellos
mismos?, ¿no es solo la falsedad que queremos imponer para satisfacer nuestros
deseos? Realmente lo que dicen no solo suena feo, sino que es inconsistente.
Para ir algo más allá es esencial distinguir (aunque no sea
una distinción absoluta) entre lo que se puede y lo que no se puede poseer por
medio del dinero. Creemos, y así nos gusta oír en los anuncios publicitarios,
que no todo se puede comprar con una tarjeta, que lo valioso está, como diría
Wittgenstein (final del Tractatus), más
allá del mundo… del mercado.
Que esta distinción no es absoluta puede mostrarse por los
dos extremos: quienes crean que todo, incluso el amor y la amistad, tiene un
precio, podrán decir, por ejemplo, que si uno no tiene medios para estar sano y
medianamente educado, no puede aspirar a la amistad, etc. Quienes creen
(creemos), en cambio, que nada se puede, en el fondo, vender, podemos dar otro argumento contrario.
Es verdad que la distinción entre lo que se puede y no se
puede comerciar no es idealmente absoluta, y en el límite (hacia el que
convergen justicia e interés, bien y riqueza…) deben coincidir el valor y el
precio, aunque no en el sentido de los primeros (sentido mafioso), de que todo
valor se reduce a precio, sino en el sentido contrario, “místico”, en que todo
precio debe ser reflejo perfecto de valor.
Pero, aunque no es una distinción idealmente absoluta, es
una distinción relativamente absoluta dada la situación transitoria de la
inteligencia y la ética humana. En una sociedad humana hay cosas por las que se
ve muy “natural” hay que pagar, como el alimento, la vivienda, etc., y otras de
que es absurdo insinuar siquiera que tengan precio, como el respeto, el amor,
la verdad, la justicia.
La visión de lo humano que fundamenta esta distinción de los
bienes, nos representa como seres divididos internamente, en una parte
desiderativa (sometida a la necesidad, a la precariedad y a la pulsión siempre
creciente) y una parte “racional”, medidora y justa, con la que no se puede
comerciar. Para esta visión humana,
poseer dos casas, dos coches, dinero para cenas de lujo, un gran patrimonio para el futuro lejano, etc., no es un signo
de riqueza, ni crece una sociedad cuando crece solo o principalmente por ahí.
El crecimiento es otro: una sociedad crece, espiritual y moralmente, en la
medida en que posee más riqueza de bienes de aquellos que no se pueden comprar
ni vender y tiene una mayor justicia sobre aquellos bienes que sí se pueden
comprar y vender. Esto es, al menos, lo que dicen los filósofos, los de la
no-sospecha, los que no buscan en los bajos fondos, sino en la mirada de la
humanidad.
Aunque se dice que los filósofos no se ponen de acuerdo en
nada, precisamente es casi un lugar común de todos ellos (incluido el ateo
Epicuro) que la riqueza económica no ayuda, pero puede entorpecer o entorpece
necesariamente en el camino de la virtud y/o la felicidad. ¡Y eso que muchos de
ellos nacieron antes de leer a Cristo!. Yo pienso que los filósofos están en lo
correcto en esto. Por fijarnos solo en el rey de todos ellos:
Platón, en La República , sitúa el
comienzo de la sociedad en la necesidad que tenemos unos de otros (contra el
tópico, dicho sea de paso, de que Platón era un fascista para quien el
individuo es posterior al Estado y mera parte de él):
“-Pues bien -comencé yo-, la ciudad nace, en mi opinión, por darse la circunstancia de que ninguno de nosotros se basta a sí mismo, sino que necesita de muchas cosas. ¿O crees otra la razón por la cual se fundan las ciudades?
--Ninguna otra -contestó.-Así, pues, cada uno va tomando consigo a tal hombre para satisfacer esta necesidad y a tal otro para aquella; de este modo, al necesitar todos de muchas cosas, vamos reuniendo en una sola vivienda a multitud de personas en calidad de asociados y auxiliares y a esta cohabitación le damos el nombre de ciudad. ¿No es así?-Así”.(Rep. 569b y ss)
En la
sociedad mínima cada uno realiza un tipo de trabajo de los que sirven para
cubrir nuestras necesidades: comida, vestido, etc. También hacen falta algunos
que se encarguen de los intercambios, los comerciantes, que son, por cierto,
los tipos más enclenques:
“En las ciudades bien organizadas suelen ser por lo regular las personas de constitución menos vigorosa e imposibilitadas, por tanto, para desempeñar cualquier otro oficio. Éstos tienen que permanecer allí en la plaza y entregar dinero por mercancías a quienes desean vender algo y mercancías, en cambio, por dinero a cuantos quieren comprar”. (ibid,)
Hasta aquí, dice Sócrates, es difícil ver dónde surgirán
grandes problemas de injusticia y conflicto: no hay mucho por lo que luchar.
Cubiertas las necesidades materiales, pueden dedicarse a cantar a los dioses:
“Ante todo, consideremos, pues, cómo vivirán los ciudadanos así organizados. ¿Qué otra cosa harán sino producir trigo, vino, vestidos y zapatos? Se construirán viviendas; en verano trabajarán generalmente en cueros y descalzos y en invierno convenientemente abrigados y calzados. Se alimentarán con harina de cebada o trigo, que cocerán o amasarán para comérsela, servida sobre juncos u hojas limpias, en forma de hermosas tortas y panes, con los cuales se banquetearán, recostados en lechos naturales de nueza y mirto, en compañía de sus hijos; beberán vino, coronados todos de flores, y cantarán laudes de los dioses, satisfechos con su mutua compañía, y por temor de la pobreza o la guerra no procrearán más descendencia que aquella que les permitan sus recursos”.
Pero
este locus no parece a los hombres
tan amoenus: ni la naturaleza es tan
blanda como parece en las postales, ni nuestros apetitos tan discretos como
cantan los poemas bucólicos. Para paladares exquisitos, eso es una vida como la
de los cerdos:
“Entonces, Glaucón interrumpió, diciendo:
-Pero me parece que invitas a esas gentes a un banquete sin companage alguno
-Es verdad -contesté-. Se me olvidaba que también tendrán companage: sal, desde luego; aceitunas, queso, y podrán asimismo hervir cebollas y verduras, que son alimentos del campo. De postre les serviremos higos, guisantes y habas, y tostarán al fuego murtones y bellotas, que acompañarán con moderadas libaciones. De este modo, después de haber pasado en paz y con salud su vida, morirán, como es natural, a edad muy avanzada y dejarán en herencia a sus descendientes otra vida similar a la de ellos.
Pero él repuso:
-Y si estuvieras organizando, ¡oh, Sócrates!, una ciudad de cerdos, ¿con qué otros alimentos los cebarías sino con estos mismos?
-¿Pues qué hace falta, Glaucón? -pregunté.
-Lo que es costumbre -respondió-. Es necesario, me parece a mí, que, si no queremos que lleven una vida miserable, coman recostados en lechos y puedan tomar de una mesa viandas y postres como los que tienen los hombres de hoy día.
-¡Ah! -exclamé-. Ya me doy cuenta. No tratamos sólo, por lo visto, de investigar el origen de una ciudad, sino el de una ciudad de lujo. Pues bien, quizá no esté mal eso. Pues examinando una tal ciudad puede ser que lleguemos a comprender bien de qué modo nacen justicia e injusticia en las ciudades. Con todo, yo creo que la verdadera ciudad es la que acabamos de describir: una ciudad sana, por así decirlo. Pero, si queréis, contemplemos también otra ciudad atacada de una infección; nada hay que nos lo impida. Pues bien, habrá evidentemente algunos que no se contentarán con esa alimentación y género de vida; importarán lechos, mesas, mobiliario de toda especie, manjares, perfumes, sahumerios, cortesanas, golosinas, y todo ello de muchas clases distintas.(Rep. 372 a y ss)
Platón cree que la sociedad donde proliferan “bienes” destinados
a satisfacer más exquisitamente nuestras necesidades “materiales” (es decir,
las relacionadas con las pulsiones y deseos unidos a la supervivencia
biológica) es una sociedad enferma.
Según su analogía, por la cual un Estado es como un
individuo de los que lo forman, esta enfermedad tiene su paralelo psíquico: el
individuo en que dominan los deseos relacionados con necesidades básicas, es
como un tonel sin fondo o agujereado. Por más que echa en el saco de su vida,
nunca deja de estar completamente vacío. Cuanto más echa en el saco, más crece
su vacío.
Creo que, también en esto, Platón acierta plenamente, al
señalarnos el problema de qué es una vida humana buena. ¿Cuál debería ser
entonces la medida de la
Riqueza y el parámetro de Crecimiento? La medida correcta de
nuestra “riqueza” material es la que mejor garantiza nuestro mejor estado
físico para llevar una vida humana buena y feliz, es decir, la que nos mantiene
libres de enfermedad y falta de educación para dedicarnos al verdadero
crecimiento, que es en conocimiento, justicia y libertad. Cualquier otro “crecimiento”
es un tumor que enferma al organismo de la psique humana.
¿Qué sería de las oligarquías financieras de nuestra democracia si asumiésemos, para siempre, su acertado discurso de la austeridad, o, mejor, la enseñanza universal de la bondad de una vida sencilla?
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