martes, 29 de mayo de 2012

Argumentos tomistas en contra de la tesis socrática de que toda maldad es ignorancia

Según los intelectualistas, como Sócrates y Platón, la maldad es ignorancia, porque nadie puede (racionalmente) querer hacerse peor, y “hacer el mal” es realmente volverse peor uno mismo, o, más bien, denotar serlo. Sin embargo, la moral convencional no puede (por ignorancia o error) aceptar esto, que nos conduciría a “no juzgar” ni practicar esa venganza que suelen llamar justicia, sino a comprender e intentar enseñar. La ortodoxia de la(s) Iglesia(s) han consagrado siempre esa moral convencional. En la entrada anterior empezaba a recordar y someter a crítica la formulación aristotélica que ofrece de este asunto el filósofo de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino, en De Malo (que es sustancialmente lo mismo que dice en la Summa y otros lugares). Sigo ahora con el tratamiento que este gran dominico ofrece del problema concreto de la relación entre maldad e ignorancia.

Tomás sostiene que no toda maldad es ignorancia. En dos casos, dice, la ignorancia no excluye totalmente la voluntariedad: cuando es ignorancia voluntaria (porque en ese caso las consecuencias de dicha ignorancia heredan la voluntariedad), y cuando, aunque se ignore algo, se conoce otra cosa suficiente para constituir pecado.
Hay que distinguir, dice Tomás siguiendo a Aristóteles, entre nesciencia (nesciencia), ignorancia (ignorantia) y error (error). La primera es simple negación de ciencia. La segunda es privación (es decir, carecer de aquello de lo que se debería, por naturaleza, tener); el error es aprobar como verdadero lo falso.
Pues bien, el error, puesto que es acción, es pecado. La nesciencia no es ni culpa ni pena. La ignorancia es pena, y es además culpa si es ignorancia de lo que debería saberse, es decir, cuanto se requiere para dirigir los actos, es decir, la fe, el decálogo, y cuanto es pertinente a la labor propia. Tal ignorancia, en sí es pena, en cuanto a su causa (no aplicarse a aprender) es culpa por omisión, y por relación a sus consecuencias, es culpa.

La ignorancia no nos priva completamente de razón, luego no nos hace “bestias” sin pecado. Aunque el hombre desea por sí la ciencia, por otras causas quiere la ignorancia. Pero ¿cómo puede uno ser ignorante a propósito? Aunque no se conoce lo que se ignora, se conoce, dice Tomás, la propia ignorancia, y también aquello por lo que no se escapa de ella. Y aunque es cierto que no hay culpa de ignorancia sin atender a su causa, hay cierta ignorancia con la que nacemos por el pecado original.

La ignorancia, acepta Tomás, excusa o disminuye el pecado en la medida en que quita voluntariedad, pero sólo puede quitar la “voluntad consecuente”, no la “antecedente” (lo que deberíamos saber y haber indagado, porque sabemos que no lo sabemos). El acto del Intelecto, dice Tomás como buen racionalista (moderado) precede al de la voluntad, porque el bien entendido es el objeto de la voluntad. Todo acto es involuntario en cuanto desconocido. Pero aunque siempre la ignorancia causa lo no voluntario, no siempre causa lo involuntario (o contrario a voluntad). Era voluntaria la precedente decisión de ignorar, ya fuese directamente o ya por negligencia en aprender -lo que debía aprender (pues, si no, no es negligencia)-. O también por accidente, cuando la ignorancia es consecuencia de haber querido otra cosa (como en la ebriedad). Esos tres tipos de ignorancia (directa, negligente, por accidente) no eliminan la voluntariedad del acto subsecuente.

Enfrentándose al problema de la acrasia, Tomás sostiene que es posible que alguien peque a sabiendas, por debilidad. Hay debilidad del alma (infirmitas animae), como en el cuerpo, dice, cuando por exceso o defecto se rompe el orden racional, lo cual ocurre máximamente con los apetitos sensitivos. Sócrates, dice Tomás copiando a Aristóteles, como consideraba que la pasión no puede prevalecer sobre la razón, pensaba que todo vicio o pecado es ignorancia, por lo que nadie haría mal a sabiendas, “contra lo que vemos comúnmente”.
Pero hay que distinguir saber universal y particular, y entre saber en hábito y en acto. Así que:

     - La pasión, primeramente, puede hacer que, lo que es pensado en hábito, no sea contemplado en acto, porque, dado que todas las facultades radican en una misma alma, pueden estorbarse: así las pasiones podrían impedir la consideración actual de lo racional habitual.

     - Segundo: en tanto la ciencia trata de lo universal, por lo que no es principio directo de los actos, las pasiones se refieren a los particulares, como los actos. Por eso la pasión puede desvirtuar el principio racional en el acto.

     - Tercero: la capacidad racional está a veces sometida a sucesos corporales, como en el sueño o en el frenesí. Así que se puede pecar por debilidad, contra la razón.

Respondiendo a posibles objeciones, Tomás explica que:

     - Aunque no se puede tener afirmación del universal afirmativo y del particular negativo (pues sería una contradicción) o e converso, esto sí puede ocurrir si uno de los contradictorios se tiene en hábito y el otro en acto.

     - Se puede, dice, silogizar temperada o intemperadamente, continente o incontinentemente. El continente razona así: “No hay que cometer pecado”; y aunque la concupiscencia le propone el placer, sigue razonando: “esto es pecado, luego no hay que hacerlo”. Pero en el incontinente prima la concupiscencia, y, una vez conocida la mayor, continua, sin embargo: “esto es delectable, luego hay que perseguirlo”. Y así peca por debilidad: aunque sepa lo bueno en universal, no sabe en particular, porque no lo toma según razón, sino según concupiscencia.

     - Se objeta que al pecador, si se le pregunta, dirá que fornicar es malo, luego conoce también el particular. Pero una cosa es lo que diga y otra lo que sienta, y es que en ese momento no comprende, sometido por la pasión.

Hasta aquí la, plenamente aristotélica, argumentación de Tomás en defensa de la posibilidad de cometer el mal a sabiendas. En la próxima entrada intentaré mostrar que esta argumentación está completamente errada.

lunes, 21 de mayo de 2012

Libertad, Culpa y Pena en la moral religiosa ortodoxa o vulgar

Para el cristianismo oficial (como para toda iglesia de cualquier lugar) la teoría moral superior que dice que nadie hace el mal adrede, sino que todo el mundo hace cuanto cree que es lo mejor, ha sido siempre (y lo seguirá siendo, mientras haya Iglesia) una teoría heterodoxa, herética, y peligrosa. En el infierno tiene que haber, necesariamente, gente. (O, más bien, ¿puede haber alguien que no esté en pecado mortal, de acuerdo con la Iglesia, -exceptuando los santos que viven en el mundo de la imaginación-?) ¿Cómo se podría mantener, si no es con la teoría del pecado, la culpa y la merecida pena, el sistema de castigos y premios (sobre todo castigos) que llama justicia la mayoría o vulgo? La religión oficial es un reflejo de la gente, y la gente no está preparada para una verdad superior como el intelectualismo socrático-platónico.

La Iglesia, cuando le ha pedido a su doncella filosófica que justifique la tesis eclesial (y antievangélica) del pecado, la culpa, la maldad…, ha sabido que lo mejor que podía hacer era recurrir a Aristóteles. La más completa sistematización de la moral ortodoxa de la Iglesia católica, es, desde luego, Tomás de Aquino y el aristomismo. Voy a leer y comentar lo que Tomás dice sobre el asunto de la libertad y la culpa en su tardía gran obra De malo (cuestiones disputadas acerca del mal). Empezaré, siguiendo a Tomás, por las tesis más ontológicas que están implicadas en este asunto para discutir después (en otra entrada) la cuestión más concreta de la relación entre Conocimiento y Voluntad, Ignorancia y Culpa, etc. Según Tomás:

     - El mal, sostiene Tomás al principio, existe, pero no como sustancia sino como privación, no de manera absoluta sino relativamente. No es obra directa de Dios o del Bien mismo, sino efecto indirecto y accidental (daño colateral, que dicen los ejércitos) de la producción del mayor bien posible. Dios no quiere nunca (no es que no pueda) el mal, porque Él es perfección pura.

     - El mal propio de la criatura racional se divide en Culpa y Pena. La voluntad es culpable en cuanto ejerce una acción desordenada, y sufre la pena de verse privada de “forma y hábito” para actuar, y la de ver disminuida la gracia.

     - La causa de la Culpa es la Voluntad humana. Dios no es, por supuesto, el causante de la Culpa. Igual que Él “no puede” pecar (porque ni su principio activo puede ser deficiente -sino que tiene una potencia infinita-, ni su voluntad puede desfallecer de su fin), tampoco puede hacer pecar, pues el pecado consiste en la aversión de la voluntad creada al fin último, pero Dios no puede hacer a ninguna voluntad adversa al fin último, siendo él el fin último. Y es propio de todo agente hacer a su efecto ser atraído por el agente. ¿Cómo puede ser que la voluntad, tendiendo como tiende al bien, elija el mal? Porque, dice Tomás citando a Aristóteles “así como es uno, así ve el fin”. Cuando uno es de afectos desordenados estorba incluso al intelecto, y entonces tiene culpa.

     - El hombre, en estado de naturaleza de creación no tenía nada que le impeliese al mal, aunque necesitase la gracia para la consecución de la gloria. Pero en estado de naturaleza corrupta algo le impele al mal y necesita de la gracia para no caer.

Comentaré estos puntos:

     - Lo primero que debería deducirse, en buena lógica, de la ontoteología de Tomás, es que un ser solo hace el mal en la medida en que es imperfecto. Dios, como ser sumamente perfecto que es, “no puede” (puede pero “no puede” querer, no quiere querer…) ningún mal. Y toda criatura es perfecta o en acto en la medida en que imita al acto primero. Por tanto, la “capacidad” de querer y hacer el mal denota imperfección. Por tanto, no es propiamente una capacidad, sino al contrario, un padecimiento.
Si el mal cósmico es un efecto colateral del Bien creador, cualquier mal tiene que ser una semejanza de eso, es decir, un efecto accidental de la actividad positiva de cada entidad. Sin embargo, el concepto de Culpa, como maldad activa, implica todo lo contrario, o sea, que una entidad (racional, para más señas) “hace el mal”, es decir, produce el mal como un efecto de su acto. Pero, dado que lo que posibilita que una entidad haga el mal es que sea imperfecta o finita, el mal nunca puede ser efecto de algo positivo.

     - Lo segundo que cabe señalar, contra la ortodoxia, es que la posibilidad de querer y hacer el mal no entra en absoluto en el concepto de libertad o libre arbitrio (como capciosamente se dice siempre en el ámbito de la Iglesia, desde Agustín: si no fuéramos libres para hacer el mal, no seríamos libres). Si así fuese, no podría decirse que Dios quiere y hace libremente lo que quiere y hace. Pero, sin embargo, Dios quiere y hace con total y absoluta libertad, aunque no podría querer lo contrario a lo que quiere. Aquí se evidencia la pobreza del concepto de Libertad propio del aristotelismo y la ortodoxia, muy por debajo del concepto socrático-platónico de libertad como conocimiento.

     - En tercer lugar, poner en el principio de los males la Culpa, y solo como efecto la Pena, es invertir el orden lógico: si los seres finitos no padeciesen en ningún sentido (sino que fuesen actividad plena) no podrían elegir el mal, exactamente igual que no puede elegirlo Dios. Es absurdo decir que los hombres, incluso antes del Pecado original, necesitaban de la Gracia, y aún así hacerlos culpables de algo. Cómo es posible que, contando con la gracia divina por anticipado, y siendo la voluntad algo activo, elija la pasión y eso haya que imputarlo con acción, es el misterio de los misterios.

     - Es absurdo, también, y denota, una vez más, una moral poco elevada, sostener que el efecto o consecuencia de actuar mal (la pena merecida) es hacerse menos capaz de actuar mejor (menos merecedor de Gracia, y menos en forma y hábito para ser buenos). ¿La consecuencia lógica de hacer el mal es tener más difícil ser bueno? ¿Ese es el modo en que Dios no devuelve mal por mal, y el Maestro divino enseña y perdona?
Al contrario, de lo que se hace acreedor quien hace el mal, es de que se le enseñe, o se le convierta de alguna manera, a ser mejor. El mayor pecador es el que más “merece” (es decir, a quien más en justicia le correspondería) la Gracia, si es que tiene sentido moral ese concepto.

     - Por último, se sostiene que el efecto de la Pena tendría como consecuencia positiva (de ser posible, una vez disminuida la Gracia y la forma y hábito) volvernos mejores: el castigo nos enseñaría a no volver a hacer lo que hicimos. ¿Es esta la alta moral que cabe esperar de Dios? ¿Quiere que seamos astutos sabuesos que sepan bien rehuir el castigo y perseguir el premio, es decir, que se dejen llevar por sus miedos y demás pasiones, como perros o, quizás peor, “hedonistas”? ¡Si todavía se entendiese el castigo, según lo hace Kant, como justa retribución, pero nunca como algo pedagógico…! Pero no, al parecer, el castigo divino nos “enseña” qué debemos hacer.

Esto es, simplemente, moral vulgar, expresada con cierta sutileza (lo que la hace, si acaso, más despreciable -aunque debemos reconocer que no es más que fruto de la ignorancia-).
Seguiré en otra entrada con esto.

jueves, 17 de mayo de 2012

El error de Aristóteles acerca de la libertad, II: de la relación entre Entendimiento y Voluntad

Dejando al lado el argumento, falaz, de que el intelectualismo moral no salva los hechos, veamos qué explicación ofrece el aristotelismo (y con él lo mejor de la teoría convencional de la libertad y la culpabilidad) para justificar que elegimos el mal adrede.
Al parecer (supongámoslo) la mayoría de la gente, incluidos los filósofos excepto un pequeño (¿quizás escogido?) número de ellos, cree que podemos decidir, y de hecho frecuentemente decidimos, hacer lo contrario de lo que sabemos o creemos correcto y bueno: en ello consistiría nuestra libertad y, también, nuestro mérito y nuestra culpa. ¿Es correcta esta supuesta creencia generalizada?

La teoría de Aristóteles para justificarla, es muy “moderna”. Se puede expresar diciendo que hay una irreducible verdad en el no-cognitivismo: existe un elemento fundamental en la acción que es puramente “realizativo” y no meramente cognitivo.
Y una razón esencial de esto (dejo a un lado ciertos argumentos que encuentro titubeantes e improcedentes para la cuestión de la libertad, como, por ejemplo, que la premisa menor puede, por accidente, contradecir a la universal), una razón esencial, digo, de que haya un momento irreduciblemente decisionario, es que: el conocimiento, según Aristóteles, está siempre en el terreno de lo universal, y para él lo completamente particular, el esto-aquí-ahora, es inaprensible, “inescrutable”; en cambio, la acción (la energeia) está siempre en el terreno de lo particular.
Esto explica la cierta desconexión que ocurre entre Entendimiento y Voluntad cuando esta elige lo que aquel considera malo, sin que esto suponga una verdadera alienación o “esquizofrenia” del agente. En el terreno de lo general, la “acción” del alma es meramente disposición para actuar, o sea, una pseudo-acción, que llamamos deliberación. Hace falta una acción última y concreta, que la “lleve a cabo”. Podríamos decir que “del dicho al hecho hay un gran trecho”, y ese trecho solo puede colmarlo la voluntad. Hay en Aristóteles, como en Kant, en Marx, y en el pragmatismo en general, una prioridad de la “razón práctica”.

¿Cuán convincente es el argumento de Aristóteles? ¿Explica la tesis de que somos libres para hacer el mal? Creo que no lo hace de ninguna manera. Me parece completamente falso que no tengamos conocimiento de lo particular sino solo de lo universal. Pero, incluso si fuese verdad eso, sería inútil para el asunto de la libertad.

Primero: Es falso que no haya conocimiento más que de lo universal. Conocemos el hecho concreto, ya seamos meros observadores o también partícipes en él. Tenemos un conocimiento completo de lo que hacemos (he cogido, o cojo, este lápiz de esta mesa exactamente a las siete en punto), de manera que podemos decidir y describir en último momento (salvo por accidente, que no es lo habitual) qué es exactamente lo que vamos a hacer y qué es exactamente lo que hemos hecho.
Si no hubiese conocimiento de lo concreto, del “esto aquí y ahora” (el tode ti) no podríamos saber qué es lo que hacemos o qué es lo que ocurre, ni antes de hacerlo o de que suceda, ni después. No sería ya, por tanto, que la acción añade algo al conocimiento, sino que añade algo inconceptualizable, de manera que todo lo que podemos describir, no ocurre ni es realizado, y lo que ocurre y realizamos, no lo podemos comprender. ¿Podríamos llamar “racional” a lo que no podemos ni siquiera describir, es decir, nuestras acciones, nuestra conducta?
Esto, por cierto, es independiente de la teoría de la indeterminación de la traducción y la inescrutabilidad de la referencia: quizás hay varias maneras posibles e inconmensurables de describir esta situación, pero todas ellas tienen que ser descripciones de lo particular.

En segundo lugar, suponiendo que fuese cierto que la acción es “de lo particular” mientras que el conocimiento se quedase en lo general, eso no salvaría la libertad, la responsabilidad y la culpabilidad, de ninguna manera aceptable. Y la razón es que, si hubiese una auténtica “brecha”, un verdadero corte entre lo que el entendimiento determina como bueno y lo que la voluntad elige en último extremo, eso haría completamente irracional a la voluntad.
Si no hay cantidad alguna de conocimiento o argumentación imaginable que pudiese explicar por qué hemos elegido hacer lo que hemos hecho, es decir, que determine o “necesite” nuestra elección; si, aún estando plenamente convencidos de que p es incorrecto, la voluntad tiene la plena facultad (y es, en teoría, esa su verdadera facultad) de elegir justo lo contrario no-p, entonces la conexión entre razones y voliciones es, desde el punto de vista racional, puramente contingente, arbitraria.
Es mera palabrería decir que las razones son “motivantes” pero no determinantes. No hay manera de determinar en qué grado y modo motivarían las razones a la volición.

Este problema delata, en verdad, una inadecuada concepción de la libertad. La teoría aristotélica y convencional de nuestra libertad, es, en el fondo, una teoría de la “indiferencia”, o, mejor dicho, de la independencia de la voluntad o del “libre arbitrio”. Según este mito “psicológico” (psicológico-trascendental, o sea, filosófico), la libertad es una especie de monarca que oye los consejos de la razón teórica (que dice a qué cosas y actos va unida el predicado de “buenas” y “correctos” o “desea-bles") y oye también los requerimientos de las pasiones (que dicen qué cosas son apetecibles para nuestra parte irracional), y, después, en un acto irreducible de decisión (la ley soy yo) determina “libremente”, de manera absolutamente independiente, qué se hace. Y dicho y hecho. Este monarca, esta instancia última, que es el libre albedrío, no es más débil o enfermizo cuando hace caso a lo irracional que cuando atiende a la razón. Si fuese así, su acción sería menos autónoma, y menos culpable cuando no responde a las exigencias del entendimiento. Al contrario, según la visión convencional, la persona está en plena forma cuando elige lo irracional. Solo esto le da sentido al concepto de Culpa.

Ahora bien, ¿por qué debería, la voluntad, elegir lo racional? No hay ninguna “razón”. Al contrario, se supone que si la Voluntad estuviese hecha por naturaleza de tal modo que, siempre que estuviese sana, eligiese lo que la razón le dice que es bueno, correcto, y “deseable”, entonces no gozaríamos de ese gran bien que es ser libres, es decir, libres para elegir lo malo. Y esto es un absurdo.

Pero es que el propio concepto de una elección pura, independiente de cualquier otra cosa, es una “entelequia” (no en sentido aristotélico, sino en el uso vulgar de esta palabra). Es una noción que, aunque se pretende lo contrario, es en verdad indistinguible del puro azar.

En lo que se refiere a las nociones de Culpabilidad y Mérito, añaden un absurdo nuevo a lo anterior: para que la voluntad fuese meritoria o culpable, es decir, para que se le pudiese atribuir plenamente el acto realizado, tendría que ser una voluntad absoluta, es decir, causa sui. En tanto la voluntad de un agente concreto no se haya “hecho a sí misma”, es decir, no tenga por encima ningún creador ni contingencia alguna (un Dios o una Naturaleza que la han producido), no es una voluntad última ni, por tanto, responsable de los actos.
Por eso algunos se han inclinado a la predestinación, aunque manteniendo, ya esperpénticamente, la noción de culpa: aquí es donde el pensamiento alcanza su nivel más bajo y la fe (es decir, una presunta decisión ciega, pero en verdad una ignorancia máxima) lo toma todo.

Seguiré tratando esta cuestión en próximas entradas.

domingo, 13 de mayo de 2012

El error de Aristóteles acerca de la Libertad, I: la autoridad del vulgo

Aristóteles cree que la libertad consiste en la capacidad de elegir entre lo que el intelecto presenta como correcto y lo contrario a eso. Hay un punto, esencial en la actividad humana, en que se pasa de los razonamientos (siempre universales) a los actos (siempre particulares), y en ese punto interviene la capacidad electiva, tomando una decisión que no está determinada por nada ajeno, aunque pueda estar motivada tanto por las razones del intelecto como por las de los sentimientos o “pasiones”. Es esa actividad no intelectiva, sino decisora, la que es buena o mala, culpable y meritoria.

Creo que Aristóteles, aquí como en todas las ocasiones en que se distancia de Platón, se equivoca profundamente, y que hay que rechazar la teoría aristotélica y popular de la libertad y la culpabilidad y aceptar la teoría superior de que uno elige libremente solo cuando elige aquello que cree racionalmente bueno, de manera que toda mala elección es ignorancia (o, si no, a lo sumo, pasión), y, por tanto, las ideas de Culpa, Pecado, Mérito, y similares, son meros absurdos (muy dañinos para la vida humana).

Voy a comentar los argumentos de Aristóteles a favor del no-intelectualismo.

Empezaré, en esta entrada, por el argumento del “salvar los hechos”. Un argumento refutatorio recurrente en Aristóteles (argumento que podríamos llamar metodológico), cuando se enfrenta, por ejemplo, con el racionalismo de Platón (o de Parménides, o de Pitágoras) es que esa(s) teoría(s) no salva(n) los hechos, los “fenómenos”, lo dado. Una teoría que no salve los fenómenos (que no salve, por ejemplo, la pluralidad de cosas, o el cambio) no es una teoría adecuada.
El intelectualismo moral, según el cual la maldad es ignorancia y nadie elije el mal adrede, no salva el hecho ético de la imputación, dice Aristóteles. Atribuimos, a los demás y a nosotros mismos, la intención y la acción malvada. Responsabilizamos, a los demás y a nosotros mismos, de lo malo, porque creemos que pudimos elegir lo contrario, es decir, actuar correctamente. Y nos arrepentimos de lo que hicimos mal, lo que es una prueba de que creemos que pudimos hacerlo de otra manera. Los fenómenos morales de la imputación de responsabilidad y el arrepentimiento solo tienen sentido si creemos que hacemos mal aposta. Por tanto, el intelectualismo no es una teoría adecuada.

¿Cuánta solidez tiene este argumento metodológico del “salvar los fenómenos”?
Empezando por tomar el asunto en términos generales, ¿qué necesidad hay de “salvar los fenómenos”?, y ¿de qué manera puede salvárseles? Una teoría adecuada tiene que explicarlo todo (todo lo que afecte a su ámbito), y, en tanto no consiga esto, no es una teoría buena y completa. El ámbito de una teoría incluye un conjunto de fenómenos propios, que deberían ser racionalizados por la teoría. Por tanto, una teoría tiene que salvar los fenómenos.
Pero salvar los fenómenos consiste en dar la explicación más racional posible del ámbito de realidad que se trate y explicar por qué ese ámbito es visto como lo es, a veces ilusoriamente. Por ejemplo, el fenómeno de que veamos quieta a la Tierra, es explicado por la mecánica clásica como una cierta “ilusión”, a la que le corresponde realmente otra manera de ser las cosas, más racional. Por tanto, salvar los fenómenos no obliga a una teoría a conservar intactas las creencias fenoménicas que la gente sostiene acerca del ámbito de hechos que corresponden a esa teoría.

¿Qué ocurre, en particular, con el presunto hecho, psicológico-moral, de la imputación? Efectivamente, la inmensa mayoría de la gente cree en ese fenómeno… como cree muchas otras tonterías. Es evidente que si preguntamos a todo el mundo si piensa que se hace el mal a propósito, la inmensa mayoría contestará que sí. Incluso a sí mismo se atribuirá, cada uno, malignidad en ciertas intenciones y acciones. Pero ¿cuánta autoridad tiene esta encuesta? La verdad es que prácticamente ninguna: es la autoridad del vulgo.
Si preguntamos de repente a la gente si es correcta la venganza, o estafar a la Hacienda pública en caso de que estés seguro de que no te van a pillar, o enchufar a tu primo en el trabajo, seguramente la mayoría dirá que sí, especialmente entre la capa intelectualmente más humilde (esta capa no entiende, por lo general, de estatus económico). Y es seguro que solo una minoría no se partirá de la risa si oyen a alguien sostener que es preferible sufrir un mal que cometerlo, dejarte asesinar que asesinar, poner la otra mejilla, devolver bien por mal, perdonar siempre...
¿No eran los más, el vulgo, según Aristóteles, los que entendían la eudemonía como placer, y de los que no había que hacer gran caso? ¿No son unos pocos, pero elegidos, los que entienden la vida buena como vida virtuosa de acuerdo con la razón?
El "mesmo Aristóteles", en otras ocasiones, formula su principio metodológico diciendo que hay que seguir el uso (de las palabras, por ejemplo) propio de la gente, pero, entre ella, de los más sabios. ¿Sabios como Sócrates, por ejemplo...?

Es decir, el “hecho” de la imputación de malevolencia, si es que es un hecho, no pasaría de ser la concepción vulgar. Eso casi garantiza, ya a priori, que tiene que estar equivocada. Y, ni mucho menos puede ser considerado como algo recalcitrante a la reflexión filosófica. Una teoría moral tendrá que profundizar en lo que significa ser libre, seguir el bien, etc., y el final de esta indagación puede perfectamente ser (casi es obligatoria que sea) constatar que la teoría vulgar está equivocada.

Ahora bien, ¿es siquiera un “hecho” que nos imputamos culpa? ¿No es esto un hecho solo a nivel superficial, incluso para el vulgo? Si, en lugar de preguntarlo de repente, se le deja a uno, por muy del vulgo que sea, tiempo para reflexionar sobre ese asunto, y se le hace tener en cuenta las circunstancias en que cada uno eligió lo que eligió, incluidas entre esas circunstancias la enseñanza moral que recibió, etc., ¿no se llegará a la conclusión de que cada uno actuó creyendo en ese momento que lo que hacía era, al fin, lo bueno en esas circunstancias… o bien que no pudo evitarlo? Porque es también una convicción del vulgo moral que lo que a mí me parece bueno, a ti te puede parecer malo.

En cualquier caso, dejando este asunto al margen y suponiendo (pero no concediendo -lo trataré en otro momento-) que sea realmente un hecho moral convencional que nos atribuimos elegir el mal adrede, esto debe ser objeto de reflexión para la filosofía moral. Quizás una reflexión moral más cuidadosa muestre que es inconsistente atribuir a un agente el hacer el mal. No puede ser punto de partida el hecho, si es que es siquiera un hecho, de que la gente se impute culpabilidad y malignidad. Este “hecho” puede no ser más que una apreciación vulgar y completamente errada.
Debemos, pues, discutir los otros argumentos con que cuenta la teoría clásica y convencional (aristotélica) de la libertad y la culpabilidad.

viernes, 11 de mayo de 2012

Acción, debilidad y maldad (la teoría aristotélica de la libertad, II)

Aristóteles rechaza el intelectualismo moral de Sócrates y de Platón: no toda maldad es ignorancia, no toda la actividad psíquica se agota en el conocimiento. Además del error cognoscitivo o dianoético (la verdad y la falsedad) existe el “error” volitivo o ético. Solo eso, argumenta una y otra vez Aristóteles, explica el hecho de que imputemos a otros, y a nosotros mismos, el haber actuado mal. Incluso la ignorancia es digna de castigo -dice Aristóteles que sabemos- si se es responsable de ella, como sucede en el caso de la embriaguez (en que se es responsable tanto de la propia embriaguez como de la ignorancia en que se cae por ella), o en el caso del desconocimiento de leyes que deberían conocerse, y, en general, en todos los casos de ignorancia negligente.

Pero, ¿cómo es posible que alguien conozca el bien y, sin embargo, desee el mal? ¿No será esto un estado patológico y, por tanto, exento de responsabilidad y de verdadera libertad? Veamos qué contesta Aristóteles, cuando discute (en el libro H (vii) de la Ética a Nicómaco) el asunto de la debilidad de la voluntad o acrasia.

¿Cómo razonamos éticamente? El “razonamiento práctico” consiste en algo como lo siguiente:

     - El axioma fundamental de la ética, y que está supuesto en todo razonamiento práctico, dice que “lo bueno es deseable” y, más concretamente, “es necesario hacer el bien” (bonum est faciendum).

     - En cada caso concreto, el razonamiento moral tiene como premisa mayor una proposición en la que nuestra razón identifica como buena cierta cosa (por ejemplo, “la salud es un bien”, o “la mentira es mala”);

     - y la premisa menor identifica un determinado acto, que podemos elegir hacer o no, como un caso de (o conducente a) lo identificado como bueno (o malo) en la premisa mayor.

“(1) Mentir es malo; (2) decir en esta entrevista de trabajo que entiendo perfectamente el inglés es mentir, así que (de acuerdo con el axioma ético “lo bueno es deseable”), se sigue que debo elegir no mentir acerca de mi nivel de inglés”. O, “la salud es un bien; y fumar es perjudicial para la salud; luego no debo querer fumar”.

Sin embargo, elijo mentir, fumar. ¿Es esto un acto de debilidad y padecimiento, o de autonomía y fuerza? ¿Y, un acto de quién?

Para un intelectualista moral esto es siempre un padecer, nunca un hacer. El funcionamiento normal o sano de la psique comporta que, una vez convencidos intelectualmente de lo que es bueno, nuestra voluntad no tenga más remedio que…, o, por decirlo más correctamente, quiera necesariamente, hacer lo que el intelecto dicta. El caballo blanco de nuestro carro psíquico (usando del mito que cuenta Platón en el Fedro) es siempre obediente al auriga. Si existiese algo así como la debilidad de la voluntad (la carne es débil, que decía Saulo de Tarso), eso sería una enfermedad del alma, no un ejemplo de su salud y autonomía. Pero lo más razonable, según el socrático, es pensar que lo que habitualmente ocurre no es una debilidad de la voluntad sino un defecto del intelecto, no akrasia sino agnoia. Esto se cura simplemente con educación. ¿Cómo se podría curar ya fuera la acrasia, ya la mala voluntad?

Aristóteles tiene que explicar las cosas de otra manera. Insiste en que la explicación intelectualista o socrática está en desacuerdo con los “hechos” (que da por supuesto que todos asumimos): en concreto, el débil de voluntad no cree deber dejarse llevar por la tentación.
“Otros” (platónicos), recuerda Aristóteles, argumentan que, puesto que nada puede dominar al conocimiento (episteme), el que resulta dominado por la pasión es que, en verdad, no tiene ciencia, sino opinión (doxa): la doxa es débil. Pero eso, arguye Aristóteles, merecería indulgencia, que no es la actitud que tenemos con la acrasia.
¿Será entonces que es la prudencia (fronesis) la que se opone sin éxito a la pasión? Eso es absurdo, porque la misma persona sería entonces prudente y akrásica. Pero la prudencia es la que dispone para la acción. Además, si ser débil de voluntad supone tener pasiones fuertes, el moderado (sofrón) no será, en verdad, dueño de sí (enkratés), ni el dueño de sí, moderado. Entonces, ¿cómo hay que explicar los “hechos”?

Aristóteles acumula los elementos explicativos en Ética a Nicómaco, H.3:

     0)  Antes de nada, dice, dejemos aparte la diferencia entre conocimiento y opinión, que no hace aquí al caso, ya que una opinión puede ser sostenida con tanta fuerza como una verdad. ¿Cómo, entonces, se explica el “error” moral?

     1) Primero, es esencial advertir que se puede tener y se tiene conocimiento de lo bueno y deseable de dos modos, ya como disposición, ya en el momento de la realización. Se puede hacer lo que no se debe porque, aunque se tenga conocimiento de lo que sería deseable hacer, no se tiene en cuenta, sin embargo, a la hora de actuar.

     2) Además, uno puede tener en cuenta la premisa universal (mentir es malo) sin tener en cuenta la particular (decir esto ahora sería mentir). Pero el actuar es de lo particular.

     3) Además, es posible tener el conocimiento como disposición de varias maneras: como el dormido o como el embriagado. Y es de este segundo modo como está el que está dominado por la pasión.

     4) También puede suceder que, mientras la premisa universal nos dice una cosa (“la salud es deseable”), la premisa particular, que cae bajo lo sensible, puede no coincidir por accidente (“me apetece fumar”). En el caso del dominado por la pasión, ni siquiera posee la premisa particular. Por eso, como quería Sócrates, no se da afección de akrasía en presencia de conocimiento estricto, sino por el conocimiento sensible.

     5) En fin, hay que distinguir al débil de voluntad del que elije lo malo, son de géneros diferentes la akrasía y la kakía. El malvado no se arrepiente fácilmente, sino que se atiene normalmente a su elección. En cambio el débil de voluntad es propenso al arrepentimiento; la maldad se oculta, la debilidad, no. El débil de voluntad es como el que se embriaga con solo tomar un poco de vino (sin querer): no es maldad, pues "obra" contra su voluntad. En cambio, quien elije el mal, obra con plena voluntad.

¿Qué podemos aprender de todo esto? Por no extenderme demasiado, no discutiré el punto 0 (aunque un platónico no puede aceptar, simplemente, que una mera opinión pueda tener el mismo carácter psicológico que un conocimiento); tampoco me detendré en el punto 2 (que lo más que probaría es que la ignorancia del malvado no afecta solo a los principios sino a los datos más concretos de su acción), ni en el 4 (que supone un error por accidente, y que tampoco arguye, por tanto, contra el intelectualismo). Si nos fijamos en los restantes puntos, que creo que son los más interesantes, se puede caracterizar la teoría aristotélica de la libertad o elección de lo malo, de esta manera:

     - el conocimiento no agota nuestra actividad psíquica (de tal modo que todo lo demás o bien se siguiese necesariamente de lo que él prescribe, o bien fuese una patología, una pasión), sino que
     -Existe en nosotros una actividad psíquica que, aunque motivada por el conocimiento de lo que es bueno o malo, no está completamente determinada por él, sino que es autónoma,
     -y es ahí donde se produce la buena o mala elección, o sea, la culpabilidad y la posibilidad de imputación
    -Esta actividad (la elección, lo voluntario) opera precisamente allí donde el conocimiento no llega o llega apenas, es decir, en lo concreto, que es, en último extremo, inconceptualizable, porque toda conceptuación es de lo universal (la sustancia primera y concreta, el esto, el tode ti, es inescrutable).

Por decirlo figuradamente, el conocimiento nos dice qué es bueno o malo, y lo hace todo el trecho que puede desde los primeros principios hasta lo más cercano a lo concreto, pero hay un momento en que ya no puede avanzar más allá, porque aquello es ya lo completamente particular e incognoscible, y tenemos que dar el salto a la acción con otra facultad, que opera en lo concreto (Searle llama a esto una de las “brechas” que hay en el actuar). Por supuesto, es esta facultad de lo concreto la más importante.

Estas tesis suponen una moderación del “cognitivismo” ético, y un cierto no-cognitivismo, por tanto. Aristóteles cree, desde luego, que hay cosas buenas o malas por naturaleza, o, lo que es lo mismo, fines propios para todos y cada uno de los seres. Y nuestros fines son vivir virtuosamente de acuerdo a la razón. Pero Aristóteles cree que nuestra psique es menos simple de lo que parecen creer Sócrates y Platón.
Dicho en otros términos (de la filosofía del lenguaje contemporánea), Aristóteles rechaza la posibilidad de reducir todo acto a un acto descriptivo o veritativo (a una proposición “apofántica”). La voluntad, y con ella la libertad, suceden en un ámbito inaccesible, en último extremo, al mero intelecto. Por si fuera poco, ese lugar olvidado por el socratismo y el platonismo, es el más propiamente realizativo, el de la energeia en su estado más puro, el de lo concreto, lo que sucede en el espacio y el tiempo, del que el intelecto no tiene más remedio que hacer abstracción. Por eso, la Política, a la vez que es la principal de las “ciencias”, está más allá de la mera ciencia. Ser bueno no se reduce a ser sabio, o, ser sabio-moral no se reduce a conocer.

En próximas entradas trataré de rechazar esta teoría aristotélica.

domingo, 6 de mayo de 2012

La teoría aristotélica de la Libertad

Todos amamos la Libertad (bueno, casi todos). ¿Qué es la Libertad? ¿Cómo hay que concebirla? Quiero defender que la única manera consistente de entenderla es a la manera platónica (y socrática), según la cual la libertad no es más que la expresión de conocimiento, y que, por tanto, la maldad es íntegramente ignorancia. Para defender esta tesis voy a empezar por intentar “deconstruir” la alternativa que me parece que más merece la pena discutir. Me refiero a lo que llamaré la concepción clásica de la Libertad, que tiene su mejor expresión entre los aristotélicos y el propio Aristóteles, pero que es, en lo relevante para mi propósito, la misma que comparte Kant: la Libertad es la capacidad de elegir acciones motivadas por leyes racionales de lo que es deseable o debido, pero también de elegir lo contrario.

¿Qué nos dice, acerca de la Libertad (en qué consiste y cómo es posible) el sistema filosófico más influyente de Occidente, el aristotelismo? Aristóteles se pasó su vida filosófica intentando salvar un justo término medio entre la Escila intelectualista y la Caribdis sensualista. Si en metafísica combatió tanto el racionalismo idealista de los logikoi (eleatas, pitagóricos y el amigo Platón) como el materialismo de los fisiologoi (Tales y similares), para salvar un dualismo hilemorfista (materia y forma) que salve a la vez el fenómeno del cambio y la universalidad e inmutabilidad de las ideas, en la ética encuentra dos tentaciones equivalentes, y que afectan especialmente al asunto de la libertad: la tentación intelectualista, por una parte, según la cual toda elección está determinada por lo que creemos bueno, y la sentimentalista, para la cuál, todo lo que hacemos está determinado por los sentimientos. Ambas, cree Aristóteles, conducen a la negación de la libertad (de “lo voluntario”), y, por tanto, del carácter activo del agente: el intelectualismo (Sócrates y Platón, sobre todo) reducen la mala elección a “mera” ignorancia; los sentimentalistas reducen la buena elección a “simple” compulsión emocional.

Pero, argumenta Aristóteles, es un “hecho” que nos sentimos y reconocemos libres, y nos imputamos la maldad o bondad de las acciones, lo que sería absurdo si estuviésemos completamente determinados, sea por nuestro saber o sea por nuestras pulsiones. Para Aristóteles, tal como una correcta teoría (meta-)física tiene que salvar el fenómeno fundamental de la naturaleza, que es el cambio, así una teoría (meta-)ética adecuada tiene que salvar el hecho o “fenómeno” fundamental de la ética: la imputabilidad del agente, tanto la auto- como la hetero-imputación. No nos sentimos forzados, ni creemos forzados a los demás, ni por los sentimientos ni por las meras razones. Recibimos y damos alabanzas cuando soportamos sufrimientos por hacer lo que está bien. Incluso hay cosas, dice Aristóteles, a las que tal vez nunca pueda uno creerse moralmente forzado, sino que haya de preferir la muerte tras los más atroces sufrimientos. ¿Qué teoría salva mejor tales hechos?

Empecemos por definir qué es lo voluntario y lo involuntario. Para ello necesitamos uno de los conceptos clave de la filosofía aristotélica: acto, agencia. Es forzoso o involuntario (akoúsion) lo que viene del exterior y sobre lo cual uno no tiene poder. Y es, en cambio, Voluntario (hekoúsion) lo que es acción de uno, es decir, aquella acción cuyo principio (arkhé) está en uno o se sigue de su naturaleza propia (algunas acciones, desde luego, son mixtas, ni del todo activas ni del todo pasivas, como, por ejemplo, actuar por evitar un sufrimiento). Voluntario e involuntario, como todo acto propiamente, se refieren al momento de la acción (no a la mera posibilidad de actuar): se obra voluntariamente porque el principio de movimiento de los “miembros instrumentales” está en el que ejecuta la acción.
Sólo son forzosas en sentido absoluto, pues, aquellas acciones cuyo principio está fuera del agente, y este no tiene parte activa en lo que ocurre (no en lo que “hace”). Las acciones que por sí son involuntarias pero se las elige ahora para evitar otros daños, son más bien voluntarias, porque las acciones son de lo individual. La elección humana (proairesis) es, eso sí, una especie (la más importante) del género voluntario (que se da también en los animales y los niños): la voluntad humana implica evaluación racional.

¿En qué consiste, exactamente, la actividad del hombre? ¿Qué estructura psicológica tiene el animal racional que somos? Tres cosas del alma, dice Aristóteles, rigen la acción: Sensación (aisthesis), Pensamiento (nous) y Deseo (orexis). Pero la sensación, en sí misma, no es origen de acción (praxis), pues los animales tienen sensación y no praxis. Son el pensamiento y el deseo los que principalmente determinan la acción. Lo que es al conocimiento (dianoia) Afirmar y Negar, es al Deseo, Perseguir y Rehuir (algo). Puesto que la elección es un deseo deliberado, para que podamos hablar de que alguien ha elegido hacer algo, tienen que darse dos cosas: la razón que justifica la elección (logos) debe ser verdadera; y el deseo debe ser “recto”. Solo entonces la elección es correcta (spoudaia).
Es muy importante, desde el punto de vista aristotélico, resaltar que la acción no es cosa de simple conocimiento, sino de un cierto saber “práctico” que incluye la corrección del deseo. El “bien” y el “mal” (la corrección e incorrección) del conocimiento, o sea, de lo puramente teórico, es la verdad y la falsedad; en cambio, la corrección e incorrección del conocimiento práctico, no es algo que pueda calificarse solo de verdad o falsedad, sino que es el acuerdo del deseo con la verdad. El mero intelecto, por sí, nada mueve. Solo actúa la inteligencia orientada a algo o práctica (logos ho heneka tinos). La elección es, pues, dice Aristóteles, o pensamiento deseante (oretikós nous) o deseo pensante (orexis dianoetike). Y este principio (arkhe) es el Hombre, cuando es realmente agente. Esa estructura, dianoético-oretética, rige, dice Aristóteles, incluso en la actividad creativa del hombre (poietike).

Teniendo en cuenta esta antropología, Aristóteles rechaza tanto el sentimentalismo como el intelectualismo morales.

Contra el sentimentalismo.- Según algunos, todo cuanto hacemos está completamente determinado por los sentimientos positivos que creemos poder obtener (o los negativos que pensamos lograr rehuir). La voluntad es, y no puede dejar de ser, esclava de las pasiones, como dirá Hume. La libertad, entendida como capacidad autónoma de elegir esto o lo otro, es una ilusión, que procede de que tomamos por muy naturales ciertas compulsiones sentimentales.
Aristóteles cree que esto es falso. Si alguien dice que lo agradable es forzoso, habrá de pensar que todo es forzoso para él. Pero esto no es verdad, porque quien actúa forzado, actúa con dolor, y, sin embargo, no todas nuestras acciones tienen la connotación de ser compulsiones. En todas ellas hay un elemento activo por nuestra parte. Incluso en aquellas motivaciones sentimentales que nos gusta o, más bien, queremos seguir, hay algo en nosotros que aprueba esa tendencia, y que es precisamente lo que nos hace agentes. Así que el deseo no viene determinado por la pasión (se fuerte o débil). El sentimentalismo, además, no salva el hecho fundamental de la (auto- y hetero-) imputabilidad. Por si fuera poco, nos degrada a meras bestias astutas, sin reconocer el papel que la inteligencia juega en el reconocimiento y, sobre todo, en la constitución de nuestros fines más propios: ¿es nuestra inteligencia un instrumento de nuestros apetitos, o son estos, más bien, subordinados de la inteligencia? Para Aristóteles, la pregunta se contesta casi sola. Quien puede afirmar lo primero, no ha sido capaz de reconocer qué significa Acto, Agente, Actuar.

Contra el intelectualismo.- Más interesante es, sin duda, la tentación socrático-platónica. Pero, una vez más, hay que bajar los humos idealistas, hay que ser más amigos de la verdad que incluso de Platón. Los intelectualistas dicen que es imposible conocer el bien y no quererlo, y que, por tanto, nadie elige el mal si no es por ignorancia. También estos reducen a nada nuestra capacidad más propiamente electiva, la facultad desiderativa. El intelectualismo nos reduce a “máquinas pensantes”, que pueden funcionar correctamente o estar estropeadas o mal alimentadas, pero que carecen de iniciativa y, por tanto, de responsabilidad. Pero nosotros sabemos que no toda nuestra mala elección se debe a simple ignorancia, y que no todo lo que hacemos es un mero responder a la verdad. La prueba aquí es equivalente a la que operaba contra el sensualismo: no nos culpabilizamos ni arrepentimos por lo que hemos hecho por simple ignorancia, sino por lo que hemos hecho con “error” moral (dianoético-oretético), es decir, donde ha habido un error en el deseo, no tanto ni principalmente en el intelecto.
Lo que se hace por ignorancia, precisa Aristóteles, es sólo no-voluntario, pero es involuntario o contra-voluntad lo que se hace con dolor y pesar, que es un hecho moral corriente y fundamental. El que actúa por ignorancia no sufre, en cambio, ni placer ni dolor por la acción.
También parece diferente actuar por ignorancia (di’agnoian) que con ignorancia (agnoia): el embriagado o colérico no parece actuar por ignorancia. Todo malvado “desconoce”, es verdad, lo que debe hacer, pero es precisamente por esta carencia o "error" en su forma de desear (hamartía) por lo que es injusto. “Involuntario”, cree Aristóteles, no pide ser empleado cuando alguien desconoce lo conveniente, pues la ignorancia en la elección no es causa de involuntariedad sino de maldad. Todas las circunstancias sólo podría ignorarlas un enajenado, no un ser verdaderamente racional. Puede haber, sí, una ignorancia de ciertas circunstancias concretas, y estas sí eliminan la voluntariedad. De esto dependen la compasión y el perdón. Pero en ese caso el agente debe sentir pesar y arrepentimiento (metameleia).
Los intelectualistas nos des-desiderativizan, nos pintan como meros sujetos de contemplación, no de elección; pero no somos mera inteligencia, sino también deseo y pasión. Las pasiones irracionales, piensa Aristóteles, no son menos humanas. No debe, dice, considerárselas involuntarias…

Ahora bien, parece que Aristóteles no se queda nunca satisfecho con su respuesta al intelectualismo. Una prueba de ello es que el asunto sale una y otra vez, en cuanto se le presenta la ocasión (igual que le pasaba al problema de las Ideas en los escritos de “filosofía primera”, que no dejaban descansar al texto). Y es que Aristóteles ve bien la dificultad. ¿Llegaba a pensar, a veces, que estaba realmente equivocado y que no había realmente saltado por encima de Sócrates y Platón (como, en efecto, creo yo que le pasa)? Seguiré con esto en próximas entradas.

martes, 1 de mayo de 2012

¿Estado de Derecho?

En épocas críticas es cuando se queda uno más desnudo, y lo mismo le pasa a la política. Con la crisis es más descarada que nunca la demagógica mentira que supone eso de que vivimos en un "estado de derecho". En épocas de bonanza, uno tiene la vista (como el resto del organismo) muy gorda para la falta de legitimidad.

El actual gobierno legisla todos los días incumpliendo cada una de las "promesas" electorales, y sin embargo se  sienten formalmente legitimados para hacerlo. Además, lo que hacen -nos prometen- es justo y necesario, bueno para nosotros.
Exactamente lo mismo hicieron José Luis Rodriguez Zapatero y los suyos cuando, tras llegar inopinadamente al gobierno gracias a un atentado islamista, se pusieron a legislar cosas que sabían que no estaban en su programa y que, de haberlas sometido a referendum, las habrían perdido (concesiones a nacionalismos, matrimonios homosexuales, etc).  Claro que, entonces como ahora, la inmensa mayoría de los que esta(ba)n de acuerdo con esas medidas, creían que el fin justifica los medios.

Pues bien, eso de hacer en el gobierno lo que uno cree que es bueno, justo y necesario, aunque no tenga nada que ver con la propaganda que usó para llegar hasta al poder, es precisamente la definición de totalitarismo. Hitler, por ejemplo (y Stalin) no tenían otra palabra en la boca: esto que hago, (hijos míos) es bueno para vosotros, aunque quizás no seáis capaces de percibirlo, Y estoy legitimado a hacerlo, porque alguna vez me votasteis.

Pero es que lo mismo hacen todos, porque, en verdad, lo del "estado de derecho" y el cumplimiento de las leyes es una ficción. Sólo tienen que cumplirla rigurosamente los gobernados (y solo los que estén en contra de los gobernantes). Los gobernantes, hoy como cuando así lo defendían Hobbes y también Kant, están fuera de la ley, y no tienen ningún compromiso legal. Ellos solo hacen "promesas" (como aprendices de mesías). Si lo hacen mal, simplemente "la historia me juzgará", que dijo Tony Blair.

Por tanto, nada de estado de derecho. Y, por eso, no hay que aceptar que quien se opone al gobierno ilegalmente lo hace ilegítimamente: no hay legitimidad política si no se sustenta en una legitimidad moral. La revolución está tan justificada como siempre. Pero tiene que darse antes en uno, moralmente. Así que, quizás los gobiernos paternales puedan dormir tranquilos mucho tiempo... o no.