Según los intelectualistas, como Sócrates y Platón, la maldad es ignorancia, porque nadie puede (racionalmente) querer hacerse peor, y “hacer el mal” es realmente volverse peor uno mismo, o, más bien, denotar serlo. Sin embargo, la moral convencional no puede (por ignorancia o error) aceptar esto, que nos conduciría a “no juzgar” ni practicar esa venganza que suelen llamar justicia, sino a comprender e intentar enseñar. La ortodoxia de la(s) Iglesia(s) han consagrado siempre esa moral convencional. En la entrada anterior empezaba a recordar y someter a crítica la formulación aristotélica que ofrece de este asunto el filósofo de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino, en De Malo (que es sustancialmente lo mismo que dice en la Summa y otros lugares). Sigo ahora con el tratamiento que este gran dominico ofrece del problema concreto de la relación entre maldad e ignorancia.
Tomás sostiene que no toda maldad es ignorancia. En dos casos, dice, la ignorancia no excluye totalmente la voluntariedad: cuando es ignorancia voluntaria (porque en ese caso las consecuencias de dicha ignorancia heredan la voluntariedad), y cuando, aunque se ignore algo, se conoce otra cosa suficiente para constituir pecado.
Hay que distinguir, dice Tomás siguiendo a Aristóteles, entre nesciencia (nesciencia), ignorancia (ignorantia) y error (error). La primera es simple negación de ciencia. La segunda es privación (es decir, carecer de aquello de lo que se debería, por naturaleza, tener); el error es aprobar como verdadero lo falso.
Pues bien, el error, puesto que es acción, es pecado. La nesciencia no es ni culpa ni pena. La ignorancia es pena, y es además culpa si es ignorancia de lo que debería saberse, es decir, cuanto se requiere para dirigir los actos, es decir, la fe, el decálogo, y cuanto es pertinente a la labor propia. Tal ignorancia, en sí es pena, en cuanto a su causa (no aplicarse a aprender) es culpa por omisión, y por relación a sus consecuencias, es culpa.
La ignorancia no nos priva completamente de razón, luego no nos hace “bestias” sin pecado. Aunque el hombre desea por sí la ciencia, por otras causas quiere la ignorancia. Pero ¿cómo puede uno ser ignorante a propósito? Aunque no se conoce lo que se ignora, se conoce, dice Tomás, la propia ignorancia, y también aquello por lo que no se escapa de ella. Y aunque es cierto que no hay culpa de ignorancia sin atender a su causa, hay cierta ignorancia con la que nacemos por el pecado original.
La ignorancia, acepta Tomás, excusa o disminuye el pecado en la medida en que quita voluntariedad, pero sólo puede quitar la “voluntad consecuente”, no la “antecedente” (lo que deberíamos saber y haber indagado, porque sabemos que no lo sabemos). El acto del Intelecto, dice Tomás como buen racionalista (moderado) precede al de la voluntad, porque el bien entendido es el objeto de la voluntad. Todo acto es involuntario en cuanto desconocido. Pero aunque siempre la ignorancia causa lo no voluntario, no siempre causa lo involuntario (o contrario a voluntad). Era voluntaria la precedente decisión de ignorar, ya fuese directamente o ya por negligencia en aprender -lo que debía aprender (pues, si no, no es negligencia)-. O también por accidente, cuando la ignorancia es consecuencia de haber querido otra cosa (como en la ebriedad). Esos tres tipos de ignorancia (directa, negligente, por accidente) no eliminan la voluntariedad del acto subsecuente.
Enfrentándose al problema de la acrasia, Tomás sostiene que es posible que alguien peque a sabiendas, por debilidad. Hay debilidad del alma (infirmitas animae), como en el cuerpo, dice, cuando por exceso o defecto se rompe el orden racional, lo cual ocurre máximamente con los apetitos sensitivos. Sócrates, dice Tomás copiando a Aristóteles, como consideraba que la pasión no puede prevalecer sobre la razón, pensaba que todo vicio o pecado es ignorancia, por lo que nadie haría mal a sabiendas, “contra lo que vemos comúnmente”.
Pero hay que distinguir saber universal y particular, y entre saber en hábito y en acto. Así que:
- La pasión, primeramente, puede hacer que, lo que es pensado en hábito, no sea contemplado en acto, porque, dado que todas las facultades radican en una misma alma, pueden estorbarse: así las pasiones podrían impedir la consideración actual de lo racional habitual.
- Segundo: en tanto la ciencia trata de lo universal, por lo que no es principio directo de los actos, las pasiones se refieren a los particulares, como los actos. Por eso la pasión puede desvirtuar el principio racional en el acto.
- Tercero: la capacidad racional está a veces sometida a sucesos corporales, como en el sueño o en el frenesí. Así que se puede pecar por debilidad, contra la razón.
Respondiendo a posibles objeciones, Tomás explica que:
- Aunque no se puede tener afirmación del universal afirmativo y del particular negativo (pues sería una contradicción) o e converso, esto sí puede ocurrir si uno de los contradictorios se tiene en hábito y el otro en acto.
- Se puede, dice, silogizar temperada o intemperadamente, continente o incontinentemente. El continente razona así: “No hay que cometer pecado”; y aunque la concupiscencia le propone el placer, sigue razonando: “esto es pecado, luego no hay que hacerlo”. Pero en el incontinente prima la concupiscencia, y, una vez conocida la mayor, continua, sin embargo: “esto es delectable, luego hay que perseguirlo”. Y así peca por debilidad: aunque sepa lo bueno en universal, no sabe en particular, porque no lo toma según razón, sino según concupiscencia.
- Se objeta que al pecador, si se le pregunta, dirá que fornicar es malo, luego conoce también el particular. Pero una cosa es lo que diga y otra lo que sienta, y es que en ese momento no comprende, sometido por la pasión.
Hasta aquí la, plenamente aristotélica, argumentación de Tomás en defensa de la posibilidad de cometer el mal a sabiendas. En la próxima entrada intentaré mostrar que esta argumentación está completamente errada.
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