Después de que se exponga el pensamiento de Blas, ese "nihilista" que considera toda posible educación como manipulación, se discute las aporías de esta postura, reconociendo, eso sí, que tiene un factor liberador muy importante y cierto (extractos de páginas 49 a 60 de Diálogos de Filosofía) :
M.- Yo estoy tan de acuerdo con
mucho de lo que dices, que me cuesta explicar cómo estoy completamente en
desacuerdo.
Blas.- ¡Seguro que lo vas a
intentar, venerable maestrillo!
M.- Si hemos argumentado para
intentar deconstruir la maloliente forma establecida, tendremos, para completar
la vuelta del juego, que deconstruir la deconstrucción, jugar con el juego,
aniquilar la nada. ¿O es que la crítica radical es radicalmente incriticable?
A.- Eso no sería justo.
M.- Habría que pensarlo… Quizá solo
la crítica es justicia, y entonces, hasta para criticarla, ella tendrá que
estar presente.
Blas.- Por mucho que, ahora o luego,
intentes jugar con el juego, si es juego, juego de verdad, no alcanzarás la
seriedad.
M.- Pues yo lo niego. Pero, si es
como dices, ¿a quién se parece ese juego absoluto?
A.- A Dios, que está en todas
partes.
Blas.- A la nada, que es todas
partes.
M.- A lo mejor eso es lo único
sagrado, ese afán de no estarse quieto.
Blas.- Si hay que llamar sagrado a
algo, es, desde luego, a lo que no sabe estarse quieto, a lo que sabe bailar,
como dijo alguno de tus filósofos.
M.- Cierto.
Blas.- Hasta vuestra Razón hecha
carne os advirtió de que los que no sean como niños no saldrán volando…
¡Reconozco que ahí estuvo atrevida!
M.- Pero yo sigo diciendo que, si no
dudamos de la duda, va a parecer algo dogmático, un sustantivo, una ele. Y no
habrá más remedio que tomarla en serio. Porque, ¿en qué consiste esa crítica
radical, que querríamos hacer de todo lo establecido y establecible, y que nos
gustaría ver en las miradas de lo que llamamos niños?
A.- Yo creo que quiere no dar nada
por definitivo ni nada por supuesto.
Bla.- Ni nada por infinitivo, ¡por
supuesto!
M.- Eso es. Se trata, en realidad,
de no aceptar lo que parece incoherente
y que podemos señalar en mucho de lo
que hacemos.
A.- Lo que sea absurdo. Eso es lo
que habéis estado haciendo.
Blas.- Was hast du uns absurd genannt? Absurd
allein ist der Pedant.
M.- Decíamos que cosas como la
identidad, la sustancia, la finalidad, y semejantes, o sea, las que hacen que
algo sea algo persistente y se pueda intentar manipularlo, malearlo conforme a
un modelo, formarlo…, todo eso son ídolos, creaciones artificiales, que no
tienen nada de eternas, que existen solo como momentos efímeros.
A.- Sí, eso habéis dicho, apoyándoos
en las letras.
M.- Y en buenas razones, también. No
hay, hemos concluido, un cómo deben ser las cosas. Ni hay un bien y un mal del
suceder de los sucesos.
Blas.- ¡Ya estáis otra vez! La cabra
tira al monte, y el filósofo, a las nubes.
M.- Pero (hay que decir ahora), si
no hay ley, si no hay ni bien ni mal, si no existe lo correcto o lo incorrecto,
entonces tampoco puede hablarse nunca de imperfección, de falta en las cosas,
¿no?
Blas.- ¡Ah! ¡pregunta trampa, o sea,
filósofa! Contestes sic, contestes non, tendrás razón.
A.- Sí.
M.- Decíamos, por una parte, que a
los niños, o a esos momentos sin sustancia a los que llamamos niños, no les
falta nada, como a nadie le falta nada para ser como su modelo, porque ni
siquiera hay un alguien ni un modelo al que parecerse. Simplemente, son como
son, cada uno es como es. O, mejor, quitando el uno, es como es…
Blas.- Y quitando el ser, pasa como
pasa.
A.- Eso queríais defender.
M.- Sin embargo, queríamos decir
también, en nuestra cruzada contra la suciedad de los adultos, que la escuela,
en todas sus formas, es manipuladora, triste, enemiga de toda creación y todo
deseo libre. Y parecíamos desear que todo eso cambie.
A.- Esa es vuestra sed de justicia.
M.- Ahora bien, hablando con
sinceridad, a mí me parece que uno no puede decir las dos cosas a la vez: que,
por una parte, no hay ideal alguno ni nada mejor que nada, y todo es solo lo
que es en cada momento, pero que, por otra, la escuela es malvada y deberíamos
cambiarla o aniquilarla. Si no deberíamos pensar en el futuro ni creer que haya
un ideal que perseguir y traer al mundo, entonces tampoco deberíamos condenar
lo que hay, sea lo que sea.
A.- Eso me parece a mí.
Blas.- ¿Te parece, o lo sabes?
¡Cuidado, pequeño filósofo! ¡Las realidades engañan!
M.- Por más hipnótico que nos
resulten ese discurso y esa ansia de libertad, si no hay razones ni ideas, si
no hay un bien y un mal según como son las cosas, no puede uno ni soñar que
tenga derecho a lamentarse o simplemente juzgar lo que pasa.
A.- Yo eso lo veo más claro que el
agua.
M.- Y no basta con reconocer
tranquilamente que sí, que es absurdo decir las dos cosas a la vez, como parece
que les basta a algunos para quedarse tan anchos con su absurdo. Ni puede,
tampoco, consolarles que cualquier otra opción sea también absurda, si es que
es así. No por eso será menos absurdo y más sensato afirmar que todo es absurdo
y nada es sensato. Lo quiera o no, la teoría que hemos estado defendiendo, esa
teoría de que no hay ideas ni juicios, es una teoría, con sus ideas y sus
juicios, como toda teoría. Pero es una teoría suicida, que habla cuando tendría
que callarse.
Blas.- ¡Eso la hace tan no-teoría,
tan indomable! ¡Hablar para no decir nada! ¡La cúspide del arte, el orgasmo
absoluto!
A.- Te aseguro que no querría
defender esa teoría, o no-teoría, por nada del mundo, pero… ¿no pueden decir
ellos (los que dicen, como Blas, que no hay razón ni ley en las cosas) que, si
toda teoría es absurda (incluida, claro está, la suya), eso no hace más que
darles la razón?
M.- ¿Darles la razón?
A.- Sí, suena extraño, pero creo que
me entiendes…
M.- Pero ¿en qué les da la razón?
¡No les dará la razón en que todos tendríamos que seguir su escuela!, ¿no? Como
mucho les daría la razón en que la nuestra no es mejor que la suya. Pero, en
cuanto quisieran decir que la nuestra es más falsa, malvada, o algo así (siendo
que ellos dicen que no hay nada más verdadero, acertado, coherente, o bueno que
nada), sería mejor que no les hiciéramos ni caso. Aunque, según su no-teoría,
ya el no hacerles ni caso es hacerles caso, y en cambio, darles crédito sería,
seguramente, no hacerles caso…
Blas.- El crédito no hace al caso.
A.- Vale, no podrían decir que la
suya es mejor, y eso ya es grave. Pero ¿podrían decir, por lo menos, que no hay
ninguna… razón, ningún motivo, digamos, para que ellos escuchen a los demás, a
cualquier otra escuela? Me imagino a Blas diciendo que él bien puede seguir hablando
absurdamente, mientras nosotros seguimos (¡allá nosotros!) con nuestras razones
telarañas, porque los dos, él y nosotros, estamos en el mismo derecho, por
decirlo así. En ese caso, cada uno quedaría en su lugar.
Blas.- ¡No, chico! ¡Tú te quedarías
en tu lugar! Yo me iría a otro siempre, “sin Dios y sin vos y mí”.
M.- Eso parece, sí, pero no lo es.
¿Se puede mantener unas ideas o un lenguaje absurdo? ¿Siguen siendo ideas y
lenguaje? Aquí, según lo veo yo, jugamos con las palabras, o, mejor dicho,
creemos poder hacer con ellas lo que no es posible, llevándolas hasta donde ya
no pueden ir, pero simulando que sí pueden.
Blas.- ¡He aquí el dueño de las
palabras, el domador de verbos! ¿¡Quién te crees tú, para decir qué se puede
hacer (o deshacer) con una palabra (o una no-palabra)!?
M.- El mismo que quien puede decir,
en parte, qué se puede o no hacer con una flor. O sea, el mismo que tú.
Desconozco cuántas cosas se pueden hacer con una flor, pero sé bien que no vas
a clavar, ante mis ojos, un clavo de acero con una de ellas.
A.- ¡Es capaz, con el arte que
tiene!
M.- Sí, podría hacer una exhibición
de ilusionismo, con palabras, pero sería jugar con ellas, y con nosotros. Como
jugamos con ellas cuando queremos que digan lo imposible: jugamos con el poder,
con el poder ser y la posibilidad. Más bien, nos lo imaginamos, nos imaginamos que
jugamos con eso, porque en realidad no se puede jugar con lo posible. Hablan de
“otra posibilidad”, como refiriéndose a un mundo ilógico, sin identidad ni
sustancia. Claro que los que lo hacen, ponen entre comillas esas palabras, como
jugando, para darnos a entender que, en su boca, no sigue siendo ya un pegajoso
término metafísico,
ni una letra de hoja perenne
siquiera, pero que sigue, pese a todo, teniendo un significado que podemos
entender, de acuerdo con alguna manera que haya de poder entender palabras que
ya no sean palabras.
Blas.- ¡Ay!, ¡si hubieses dedicado
todo ese ingenio al ilusionismo! Me tendrías a tu puerta día y noche, con
lluvia y granizo, haciendo lo imposible.
M.-Una posibilidad tiene que ser
algo concebible. Pero, Blas, lo que dices quiere romper los límites de todo
lenguaje concebible, al menos para mí. Y también para ti, me temo. Presumís de
estar haciendo trizas todo concepto, por abierto y hospitalario que sea:
¡cualquiera de ellos es una camisa de fuerza! Pero pretendéis seguir hablando y
razonando después.
A.- Es verdad, ahí está lo chocante.
Son tan individualistas que no se sienten libres ni en sí mismos.
M.- A ese discurso le prestamos
atención, y llamamos hablar a lo que hace, solo porque, por una parte, le damos
el beneficio de la duda, suponemos que de alguna manera quiere ser un discurso
coherente; y, por otra, porque él mismo simula atenerse a lo que es hablar y
razonar. Hasta nos da argumentos sensatos en cierto modo. Porque si creyésemos
que está pretendiendo algo realmente absurdo, ni siquiera diríamos que está
hablando, y no le prestaríamos oído, como no se lo prestamos a lo que creemos
que no puede hablar. ¿Por qué no está hablando esa pared?
Blas.- ¿¡Quién te ha dicho que no
está hablando!? ¡Tú es que estás más sordo que una tapia, con tanto algodón
trascendental! ¡Escucha, so adoquín, escucha con humildad!
M.- Desde luego, escucho y oigo que
está diciendo algo tan coherente como tú. No, no hay habla fuera de las leyes
de la unidad, la identidad, el sujeto, la causa…, por lo menos para mis
entendederas. Esa posibilidad, pues, se la dejo a los seres imposibles, con los
que nuestra realidad no nos deja comunicarnos. No merece la pena que pensemos en
ellos.
A.- Es como cuando hablan, los
físicos, de otros universos.
M.- No, es peor que eso,
infinitamente peor. Esos otros mundos que dices, los podemos entender, o
podríamos llegar a poderlos entender, aunque no podamos intercambiarnos señales
con ellos. Por eso los consideramos mundos. Pero un mundo sin ley ni identidad
ni sustancia, no es ni siquiera concebible, ni es concebible que llegue a ser
concebible. Y un diálogo que no esté obligado a mantener la coherencia, no es
un diálogo concebible. Ni siquiera estos que, como Blas, sueñan con lo
inconcebible, desisten de que podamos llegar a convencernos, ellos a nosotros o
nosotros a ellos. Al menos se esfuerzan en razonar.
A.- Esto es evidente.
M.- Razonan, por ejemplo, decíamos,
que no hay sustancia, que todo es solo accidente. Pero, a mi juicio, se
equivocan, porque si no hay sustancia, no hay tampoco accidente.
Blas.- No hay nada, ¿no te he dicho
ya que soy budista?
A.- Explícame bien eso, igual que
has explicado antes lo contrario.
M.- A no ser que me digan cómo puedo
pensar o imaginar algo sin una identidad y una pervivencia a través de todos
los momentos en que lo vea, lo imagine o piense en ello, no entiendo lo que es
ni el más fugaz de los accidentes. Por ejemplo, si digo que soy ahora algo casi
cilíndrico, o doblador de esquinas, pero resulta que el cilindro o las esquinas
no son nada, más que una indefinida cantidad de cosas diferentes, no puedo
entender ni imaginar nada de lo que digo. Igual daría decir que soy cilíndrico
que cúbico, vivo que muerto, libre que esclavo. Los accidentes también reclaman
su identidad.
Blas.- ¡Sí, hacen cola para recoger
su pasaporte, como pobres emigrantes que son!
A.- Y ¿qué le contestas, entonces, a
lo que decíais antes, a los budistas, por ejemplo: que igual de inconcebible y
contradictoria es la identidad?, ¿que todo se reduce a nada?
M.- A los que dicen eso, sean o no
budistas, yo les diría lo siguiente. Es verdad que, en cierto sentido, la pura
identidad es inimaginable. Pero, a la vez, es concebible. Es más, es lo más
concebible y puro que pueda pensarse. Lo que es, más bien, inconcebible, es
cualquier otra cosa que la pura identidad. Cualquiera que piensa, o imagina
(incluido, por supuesto, el que dice que no hay identidad alguna) está
concibiendo la identidad y el ser. No debemos concederles, por tanto, que no
podemos concebirlo.
Blas.- ¿Tienes tú la concesión de
las concesiones? ¡Rey sin tierra!
A.- Pero no éramos antes capaces de
encontrar qué es lo que me identifica a mí, o a ti, ¡no digamos a Blas!
M.- Precisamente por lo contrario,
por nuestra falta, por lo menos relativa, de identidad. Mira: sin salir de la India hubo y hay otras
personas sabias y espirituales (quizá no budistas) que dicen, no solo que hay
identidad y sustancia en la realidad, sino que solo hay eso. Ahora, cuando se
les pregunta por ti o por mí, o por ellos mismos, tal como nos vemos y creemos
ser ahora, aceptan que no tenemos una identidad plena y total, sino parcial y
relativa. Eso, la pura identidad, solo se lo atribuyen a un único ser, que es,
dicen, lo único que existe real y plenamente, y del que nosotros somos partes
o, mejor aún, aspectos, puntos de vista. Dicen que, en el fondo (porque ellos
sí creen que haya fondo) tú y yo somos lo mismo, como todos los puntos del
espacio son espacio, el mismo espacio, o, más aún, como toda luz es la misma luz.
Pero no hace falta extenderse mucho con este asunto ahora. Para mí una cosa
está bastante clara: nadie puede hablar de nada, con la más mínima sensatez, si
no acepta la identidad y la sustancia de las cosas; y nadie puede quejarse de
cómo están las cosas ni reclamar otra manera de tratarlas si no admite que hay
bien y mal que les pertenezca por su naturaleza. Esto se ha dicho ya infinitas
veces, pero no ha conseguido hacerse falso.
A.- Para mí es evidente.
M.- Porque, dime, Blas ¿a quién
aceptarías en tu anti-escuela?
Blas.- A cualquiera, con tal de que
no quisiera poder, como dices tú.
M.- ¿Poder qué?
Blas.- Poder poder, poseer posesión,
tener a mano manipular.
M.- ¿Aceptarías a una piedra en la
anti-escuela?
Blas.- Siempre que no viniese
esperando un título...
M.- No discriminarías a nadie.
Claro, porque no hay un alguien. Aceptarías al más distinto, al más otro, al
otro puro.
Blas.- A ese sobre todo. Aunque el “otro
puro” (como le llamas tú) es siempre impuro.
M.- Pero el más otro de tu
anti-escuela sería el que viniese a destruirla, a aburrir, a poner verjas y a
inventar la sexualidad, ¿no? ¿A ese es al que más admitirías a tu lado?
Blas.- Me taparía las narices.
M.- No veo por qué. Debería, creo
yo, olerte muy bien tu puro otro. ¿O es que solo quieres a tu lado a los que
son como tú, a los que están en unidad contigo? Pero, ya que a ti, como a mí,
te huele mal el manipulador, ¿te limitarías a taparte las narices cuando
llegue? ¿Esa sería toda nuestra manera de evitar la manipulación? Entonces,
¿qué tienes que reprocharle a las cosas tal como están, a la escuela de verja y
troqueladora? Todo está sucediendo como sucede por tu no intervención.
A.- A mí me parece que no intervenir
es intervenir.
M.- Así es, como el reposo es un
tipo de movimiento y el no-ser un ser. Y, Blas, si alguno de esos otros, puro o
contaminado, intentase esclavizar a los demás otros, o le diese por ponerse a
construir una sociedad con leyes, ¿tú, entonces, como inventor de la
anti-escuela, lo consentirías?
Blas.- La verdad es que no, que les
daría una buena leche…
M.- Eso me parece más fácil que
ocurriese: que les manipulases corporalmente. Aunque les gustaría saber las
razones que tienes para tratarles así, y quizá no pudieses evitar convertirte
en manipulador también con las palabras. Seguramente les intentarías convencer,
con buenas palabras y algo de poesía, de que es bueno que nos respetemos unos a
otros, que no impongamos, por la fuerza, nuestros deseos… Y convencerías a los
más para que no acepten entre ellos a los manipuladores, sino que los
destierren, a cualquier otra escuela.
(…)
Blas.- Pero vamos a hablar un poco
en serio, y procura entenderme, en vez de ejercitar tus mandíbulas dialécticas:
cuando yo hablo de la nada y todo eso, hablo, lo sabes muy bien, de una nada
activa, creativa; no sujeto, pero sí acción, digamos, acción pura.
M.- Tú crees en lo activo, no en lo
pasivo. Muy bien. Yo estoy del todo de acuerdo con eso. Pero, me parece
evidente, no hay lo activo y lo pasivo si las cosas no son de una manera o de
otra. Lo activo tiene que ser realmente activo, y distinguirse de lo
verdaderamente pasivo. Porque, si no, bastaría con cambiarle el nombre.
(…)
M.- Hay, pues, que aceptar que las
cosas tienen un sentido. Tenemos que encontrarlo.
Blas.- ¿Un sentido? ¡Mira el mundo,
con tus sentidos, y dime si tiene sentido!
M.- Lo miro, y sufro como tú. Por
eso sé que hay sentido.
Blas.- ¿El sufrimiento tiene
sentido?
M.- Que haya dolor y fealdad no
demuestra que no haya sentido en las cosas, sino todo lo contrario. Eso sólo lo
demostraría el que no hubiese ni una cosa ni la otra. Lo que no tiene sentido
es que no tenga sentido.
Blas.- ¡El sentido es un sinsentido!
M.- Yo, te lo digo otra vez, estoy
de acuerdo contigo en muchas de las cosas que te duelen del mundo y sus
escuelas: la falta de libertad, el aburrimiento… Pero me parece que no hay
manera de justificar nuestro dolor y, sobre todo, nuestro afán de un mundo y
una escuela diferentes, si decimos que todo enseñar y aprender es manipulación,
y que no hay una naturaleza de lo bueno y de lo deseable.
Blas.- Bueno, si tú crees que hay
que defenderlo de otra manera… Pero ¿de qué sirve eso, más que de pasatiempo?
M.- Ya sería algo, si fuese un
pasatiempo, ¿no? Pero es algo más. No podrías conseguir nada de lo que quieres
de la manera en que lo quieres. Y eso lo notarías desde el primer segundo de la
fundación de tu anti-escuela. Desde el primer segundo tendrías que estar
discriminando entre lo bueno y lo malo, y no dejando entrar a lo que podría
dañar o manipular de verdad, ni a quien llegase diciendo que él quiere hacer allí
lo que le de la gana. No podrías educar a personas libres convenciéndoles de
que no son nada y nada vale más que lo que a uno le parezca en ese instante.