domingo, 17 de febrero de 2013

Diálogos de educación, fragmento III


Después de que se exponga el pensamiento de Blas, ese "nihilista" que considera toda posible educación como manipulación, se discute las aporías de esta postura, reconociendo, eso sí, que tiene un factor liberador muy importante y cierto (extractos de páginas 49 a 60 de Diálogos de Filosofía) : 

M.- Yo estoy tan de acuerdo con mucho de lo que dices, que me cuesta explicar cómo estoy completamente en desacuerdo.
Blas.- ¡Seguro que lo vas a intentar, venerable maestrillo!
M.- Si hemos argumentado para intentar deconstruir la maloliente forma establecida, tendremos, para completar la vuelta del juego, que deconstruir la deconstrucción, jugar con el juego, aniquilar la nada. ¿O es que la crítica radical es radicalmente incriticable?
A.- Eso no sería justo.
M.- Habría que pensarlo… Quizá solo la crítica es justicia, y entonces, hasta para criticarla, ella tendrá que estar presente.
Blas.- Por mucho que, ahora o luego, intentes jugar con el juego, si es juego, juego de verdad, no alcanzarás la seriedad.
M.- Pues yo lo niego. Pero, si es como dices, ¿a quién se parece ese juego absoluto?
A.- A Dios, que está en todas partes.
Blas.- A la nada, que es todas partes.
M.- A lo mejor eso es lo único sagrado, ese afán de no estarse quieto.
Blas.- Si hay que llamar sagrado a algo, es, desde luego, a lo que no sabe estarse quieto, a lo que sabe bailar, como dijo alguno de tus filósofos.
M.- Cierto.
Blas.- Hasta vuestra Razón hecha carne os advirtió de que los que no sean como niños no saldrán volando… ¡Reconozco que ahí estuvo atrevida!
M.- Pero yo sigo diciendo que, si no dudamos de la duda, va a parecer algo dogmático, un sustantivo, una ele. Y no habrá más remedio que tomarla en serio. Porque, ¿en qué consiste esa crítica radical, que querríamos hacer de todo lo establecido y establecible, y que nos gustaría ver en las miradas de lo que llamamos niños?
A.- Yo creo que quiere no dar nada por definitivo ni nada por supuesto.
Bla.- Ni nada por infinitivo, ¡por supuesto!
M.- Eso es. Se trata, en realidad, de no aceptar lo que parece incoherente
y que podemos señalar en mucho de lo que hacemos.
A.- Lo que sea absurdo. Eso es lo que habéis estado haciendo.
Blas.- Was hast du uns absurd genannt? Absurd allein ist der Pedant.
M.- Decíamos que cosas como la identidad, la sustancia, la finalidad, y semejantes, o sea, las que hacen que algo sea algo persistente y se pueda intentar manipularlo, malearlo conforme a un modelo, formarlo…, todo eso son ídolos, creaciones artificiales, que no tienen nada de eternas, que existen solo como momentos efímeros.
A.- Sí, eso habéis dicho, apoyándoos en las letras.
M.- Y en buenas razones, también. No hay, hemos concluido, un cómo deben ser las cosas. Ni hay un bien y un mal del suceder de los sucesos.
Blas.- ¡Ya estáis otra vez! La cabra tira al monte, y el filósofo, a las nubes.
M.- Pero (hay que decir ahora), si no hay ley, si no hay ni bien ni mal, si no existe lo correcto o lo incorrecto, entonces tampoco puede hablarse nunca de imperfección, de falta en las cosas, ¿no?
Blas.- ¡Ah! ¡pregunta trampa, o sea, filósofa! Contestes sic, contestes non, tendrás razón.
A.- Sí.
M.- Decíamos, por una parte, que a los niños, o a esos momentos sin sustancia a los que llamamos niños, no les falta nada, como a nadie le falta nada para ser como su modelo, porque ni siquiera hay un alguien ni un modelo al que parecerse. Simplemente, son como son, cada uno es como es. O, mejor, quitando el uno, es como es…
Blas.- Y quitando el ser, pasa como pasa.
A.- Eso queríais defender.
M.- Sin embargo, queríamos decir también, en nuestra cruzada contra la suciedad de los adultos, que la escuela, en todas sus formas, es manipuladora, triste, enemiga de toda creación y todo deseo libre. Y parecíamos desear que todo eso cambie.
A.- Esa es vuestra sed de justicia.
M.- Ahora bien, hablando con sinceridad, a mí me parece que uno no puede decir las dos cosas a la vez: que, por una parte, no hay ideal alguno ni nada mejor que nada, y todo es solo lo que es en cada momento, pero que, por otra, la escuela es malvada y deberíamos cambiarla o aniquilarla. Si no deberíamos pensar en el futuro ni creer que haya un ideal que perseguir y traer al mundo, entonces tampoco deberíamos condenar lo que hay, sea lo que sea.
A.- Eso me parece a mí.
Blas.- ¿Te parece, o lo sabes? ¡Cuidado, pequeño filósofo! ¡Las realidades engañan!
M.- Por más hipnótico que nos resulten ese discurso y esa ansia de libertad, si no hay razones ni ideas, si no hay un bien y un mal según como son las cosas, no puede uno ni soñar que tenga derecho a lamentarse o simplemente juzgar lo que pasa.
A.- Yo eso lo veo más claro que el agua.
M.- Y no basta con reconocer tranquilamente que sí, que es absurdo decir las dos cosas a la vez, como parece que les basta a algunos para quedarse tan anchos con su absurdo. Ni puede, tampoco, consolarles que cualquier otra opción sea también absurda, si es que es así. No por eso será menos absurdo y más sensato afirmar que todo es absurdo y nada es sensato. Lo quiera o no, la teoría que hemos estado defendiendo, esa teoría de que no hay ideas ni juicios, es una teoría, con sus ideas y sus juicios, como toda teoría. Pero es una teoría suicida, que habla cuando tendría que callarse.
Blas.- ¡Eso la hace tan no-teoría, tan indomable! ¡Hablar para no decir nada! ¡La cúspide del arte, el orgasmo absoluto!
A.- Te aseguro que no querría defender esa teoría, o no-teoría, por nada del mundo, pero… ¿no pueden decir ellos (los que dicen, como Blas, que no hay razón ni ley en las cosas) que, si toda teoría es absurda (incluida, claro está, la suya), eso no hace más que darles la razón?
M.- ¿Darles la razón?
A.- Sí, suena extraño, pero creo que me entiendes…
M.- Pero ¿en qué les da la razón? ¡No les dará la razón en que todos tendríamos que seguir su escuela!, ¿no? Como mucho les daría la razón en que la nuestra no es mejor que la suya. Pero, en cuanto quisieran decir que la nuestra es más falsa, malvada, o algo así (siendo que ellos dicen que no hay nada más verdadero, acertado, coherente, o bueno que nada), sería mejor que no les hiciéramos ni caso. Aunque, según su no-teoría, ya el no hacerles ni caso es hacerles caso, y en cambio, darles crédito sería, seguramente, no hacerles caso…
Blas.- El crédito no hace al caso.
A.- Vale, no podrían decir que la suya es mejor, y eso ya es grave. Pero ¿podrían decir, por lo menos, que no hay ninguna… razón, ningún motivo, digamos, para que ellos escuchen a los demás, a cualquier otra escuela? Me imagino a Blas diciendo que él bien puede seguir hablando absurdamente, mientras nosotros seguimos (¡allá nosotros!) con nuestras razones telarañas, porque los dos, él y nosotros, estamos en el mismo derecho, por decirlo así. En ese caso, cada uno quedaría en su lugar.
Blas.- ¡No, chico! ¡Tú te quedarías en tu lugar! Yo me iría a otro siempre, “sin Dios y sin vos y mí”.
M.- Eso parece, sí, pero no lo es. ¿Se puede mantener unas ideas o un lenguaje absurdo? ¿Siguen siendo ideas y lenguaje? Aquí, según lo veo yo, jugamos con las palabras, o, mejor dicho, creemos poder hacer con ellas lo que no es posible, llevándolas hasta donde ya no pueden ir, pero simulando que sí pueden.
Blas.- ¡He aquí el dueño de las palabras, el domador de verbos! ¿¡Quién te crees tú, para decir qué se puede hacer (o deshacer) con una palabra (o una no-palabra)!?
M.- El mismo que quien puede decir, en parte, qué se puede o no hacer con una flor. O sea, el mismo que tú. Desconozco cuántas cosas se pueden hacer con una flor, pero sé bien que no vas a clavar, ante mis ojos, un clavo de acero con una de ellas.
A.- ¡Es capaz, con el arte que tiene!
M.- Sí, podría hacer una exhibición de ilusionismo, con palabras, pero sería jugar con ellas, y con nosotros. Como jugamos con ellas cuando queremos que digan lo imposible: jugamos con el poder, con el poder ser y la posibilidad. Más bien, nos lo imaginamos, nos imaginamos que jugamos con eso, porque en realidad no se puede jugar con lo posible. Hablan de “otra posibilidad”, como refiriéndose a un mundo ilógico, sin identidad ni sustancia. Claro que los que lo hacen, ponen entre comillas esas palabras, como jugando, para darnos a entender que, en su boca, no sigue siendo ya un pegajoso término metafísico,
ni una letra de hoja perenne siquiera, pero que sigue, pese a todo, teniendo un significado que podemos entender, de acuerdo con alguna manera que haya de poder entender palabras que ya no sean palabras.
Blas.- ¡Ay!, ¡si hubieses dedicado todo ese ingenio al ilusionismo! Me tendrías a tu puerta día y noche, con lluvia y granizo, haciendo lo imposible.
M.-Una posibilidad tiene que ser algo concebible. Pero, Blas, lo que dices quiere romper los límites de todo lenguaje concebible, al menos para mí. Y también para ti, me temo. Presumís de estar haciendo trizas todo concepto, por abierto y hospitalario que sea: ¡cualquiera de ellos es una camisa de fuerza! Pero pretendéis seguir hablando y razonando después.
A.- Es verdad, ahí está lo chocante. Son tan individualistas que no se sienten libres ni en sí mismos.
M.- A ese discurso le prestamos atención, y llamamos hablar a lo que hace, solo porque, por una parte, le damos el beneficio de la duda, suponemos que de alguna manera quiere ser un discurso coherente; y, por otra, porque él mismo simula atenerse a lo que es hablar y razonar. Hasta nos da argumentos sensatos en cierto modo. Porque si creyésemos que está pretendiendo algo realmente absurdo, ni siquiera diríamos que está hablando, y no le prestaríamos oído, como no se lo prestamos a lo que creemos que no puede hablar. ¿Por qué no está hablando esa pared?
Blas.- ¿¡Quién te ha dicho que no está hablando!? ¡Tú es que estás más sordo que una tapia, con tanto algodón trascendental! ¡Escucha, so adoquín, escucha con humildad!
M.- Desde luego, escucho y oigo que está diciendo algo tan coherente como tú. No, no hay habla fuera de las leyes de la unidad, la identidad, el sujeto, la causa…, por lo menos para mis entendederas. Esa posibilidad, pues, se la dejo a los seres imposibles, con los que nuestra realidad no nos deja comunicarnos. No merece la pena que pensemos en ellos.
A.- Es como cuando hablan, los físicos, de otros universos.
M.- No, es peor que eso, infinitamente peor. Esos otros mundos que dices, los podemos entender, o podríamos llegar a poderlos entender, aunque no podamos intercambiarnos señales con ellos. Por eso los consideramos mundos. Pero un mundo sin ley ni identidad ni sustancia, no es ni siquiera concebible, ni es concebible que llegue a ser concebible. Y un diálogo que no esté obligado a mantener la coherencia, no es un diálogo concebible. Ni siquiera estos que, como Blas, sueñan con lo inconcebible, desisten de que podamos llegar a convencernos, ellos a nosotros o nosotros a ellos. Al menos se esfuerzan en razonar.
A.- Esto es evidente.
M.- Razonan, por ejemplo, decíamos, que no hay sustancia, que todo es solo accidente. Pero, a mi juicio, se equivocan, porque si no hay sustancia, no hay tampoco accidente.
Blas.- No hay nada, ¿no te he dicho ya que soy budista?
A.- Explícame bien eso, igual que has explicado antes lo contrario.
M.- A no ser que me digan cómo puedo pensar o imaginar algo sin una identidad y una pervivencia a través de todos los momentos en que lo vea, lo imagine o piense en ello, no entiendo lo que es ni el más fugaz de los accidentes. Por ejemplo, si digo que soy ahora algo casi cilíndrico, o doblador de esquinas, pero resulta que el cilindro o las esquinas no son nada, más que una indefinida cantidad de cosas diferentes, no puedo entender ni imaginar nada de lo que digo. Igual daría decir que soy cilíndrico que cúbico, vivo que muerto, libre que esclavo. Los accidentes también reclaman su identidad.
Blas.- ¡Sí, hacen cola para recoger su pasaporte, como pobres emigrantes que son!
A.- Y ¿qué le contestas, entonces, a lo que decíais antes, a los budistas, por ejemplo: que igual de inconcebible y contradictoria es la identidad?, ¿que todo se reduce a nada?
M.- A los que dicen eso, sean o no budistas, yo les diría lo siguiente. Es verdad que, en cierto sentido, la pura identidad es inimaginable. Pero, a la vez, es concebible. Es más, es lo más concebible y puro que pueda pensarse. Lo que es, más bien, inconcebible, es cualquier otra cosa que la pura identidad. Cualquiera que piensa, o imagina (incluido, por supuesto, el que dice que no hay identidad alguna) está concibiendo la identidad y el ser. No debemos concederles, por tanto, que no podemos concebirlo.
Blas.- ¿Tienes tú la concesión de las concesiones? ¡Rey sin tierra!
A.- Pero no éramos antes capaces de encontrar qué es lo que me identifica a mí, o a ti, ¡no digamos a Blas!
M.- Precisamente por lo contrario, por nuestra falta, por lo menos relativa, de identidad. Mira: sin salir de la India hubo y hay otras personas sabias y espirituales (quizá no budistas) que dicen, no solo que hay identidad y sustancia en la realidad, sino que solo hay eso. Ahora, cuando se les pregunta por ti o por mí, o por ellos mismos, tal como nos vemos y creemos ser ahora, aceptan que no tenemos una identidad plena y total, sino parcial y relativa. Eso, la pura identidad, solo se lo atribuyen a un único ser, que es, dicen, lo único que existe real y plenamente, y del que nosotros somos partes o, mejor aún, aspectos, puntos de vista. Dicen que, en el fondo (porque ellos sí creen que haya fondo) tú y yo somos lo mismo, como todos los puntos del espacio son espacio, el mismo espacio, o, más aún, como toda luz es la misma luz. Pero no hace falta extenderse mucho con este asunto ahora. Para mí una cosa está bastante clara: nadie puede hablar de nada, con la más mínima sensatez, si no acepta la identidad y la sustancia de las cosas; y nadie puede quejarse de cómo están las cosas ni reclamar otra manera de tratarlas si no admite que hay bien y mal que les pertenezca por su naturaleza. Esto se ha dicho ya infinitas veces, pero no ha conseguido hacerse falso.
A.- Para mí es evidente.
M.- Porque, dime, Blas ¿a quién aceptarías en tu anti-escuela?
Blas.- A cualquiera, con tal de que no quisiera poder, como dices tú.
M.- ¿Poder qué?
Blas.- Poder poder, poseer posesión, tener a mano manipular.
M.- ¿Aceptarías a una piedra en la anti-escuela?
Blas.- Siempre que no viniese esperando un título...
M.- No discriminarías a nadie. Claro, porque no hay un alguien. Aceptarías al más distinto, al más otro, al otro puro.
Blas.- A ese sobre todo. Aunque el “otro puro” (como le llamas tú) es siempre impuro.
M.- Pero el más otro de tu anti-escuela sería el que viniese a destruirla, a aburrir, a poner verjas y a inventar la sexualidad, ¿no? ¿A ese es al que más admitirías a tu lado?
Blas.- Me taparía las narices.
M.- No veo por qué. Debería, creo yo, olerte muy bien tu puro otro. ¿O es que solo quieres a tu lado a los que son como tú, a los que están en unidad contigo? Pero, ya que a ti, como a mí, te huele mal el manipulador, ¿te limitarías a taparte las narices cuando llegue? ¿Esa sería toda nuestra manera de evitar la manipulación? Entonces, ¿qué tienes que reprocharle a las cosas tal como están, a la escuela de verja y troqueladora? Todo está sucediendo como sucede por tu no intervención.
A.- A mí me parece que no intervenir es intervenir.
M.- Así es, como el reposo es un tipo de movimiento y el no-ser un ser. Y, Blas, si alguno de esos otros, puro o contaminado, intentase esclavizar a los demás otros, o le diese por ponerse a construir una sociedad con leyes, ¿tú, entonces, como inventor de la anti-escuela, lo consentirías?
Blas.- La verdad es que no, que les daría una buena leche…
M.- Eso me parece más fácil que ocurriese: que les manipulases corporalmente. Aunque les gustaría saber las razones que tienes para tratarles así, y quizá no pudieses evitar convertirte en manipulador también con las palabras. Seguramente les intentarías convencer, con buenas palabras y algo de poesía, de que es bueno que nos respetemos unos a otros, que no impongamos, por la fuerza, nuestros deseos… Y convencerías a los más para que no acepten entre ellos a los manipuladores, sino que los destierren, a cualquier otra escuela.
(…)

Blas.- Pero vamos a hablar un poco en serio, y procura entenderme, en vez de ejercitar tus mandíbulas dialécticas: cuando yo hablo de la nada y todo eso, hablo, lo sabes muy bien, de una nada activa, creativa; no sujeto, pero sí acción, digamos, acción pura.
M.- Tú crees en lo activo, no en lo pasivo. Muy bien. Yo estoy del todo de acuerdo con eso. Pero, me parece evidente, no hay lo activo y lo pasivo si las cosas no son de una manera o de otra. Lo activo tiene que ser realmente activo, y distinguirse de lo verdaderamente pasivo. Porque, si no, bastaría con cambiarle el nombre.
(…)

M.- Hay, pues, que aceptar que las cosas tienen un sentido. Tenemos que encontrarlo.
Blas.- ¿Un sentido? ¡Mira el mundo, con tus sentidos, y dime si tiene sentido!
M.- Lo miro, y sufro como tú. Por eso sé que hay sentido.
Blas.- ¿El sufrimiento tiene sentido?
M.- Que haya dolor y fealdad no demuestra que no haya sentido en las cosas, sino todo lo contrario. Eso sólo lo demostraría el que no hubiese ni una cosa ni la otra. Lo que no tiene sentido es que no tenga sentido.
Blas.- ¡El sentido es un sinsentido!
M.- Yo, te lo digo otra vez, estoy de acuerdo contigo en muchas de las cosas que te duelen del mundo y sus escuelas: la falta de libertad, el aburrimiento… Pero me parece que no hay manera de justificar nuestro dolor y, sobre todo, nuestro afán de un mundo y una escuela diferentes, si decimos que todo enseñar y aprender es manipulación, y que no hay una naturaleza de lo bueno y de lo deseable.
Blas.- Bueno, si tú crees que hay que defenderlo de otra manera… Pero ¿de qué sirve eso, más que de pasatiempo?
M.- Ya sería algo, si fuese un pasatiempo, ¿no? Pero es algo más. No podrías conseguir nada de lo que quieres de la manera en que lo quieres. Y eso lo notarías desde el primer segundo de la fundación de tu anti-escuela. Desde el primer segundo tendrías que estar discriminando entre lo bueno y lo malo, y no dejando entrar a lo que podría dañar o manipular de verdad, ni a quien llegase diciendo que él quiere hacer allí lo que le de la gana. No podrías educar a personas libres convenciéndoles de que no son nada y nada vale más que lo que a uno le parezca en ese instante.

lunes, 4 de febrero de 2013

Reflexiones sobre el #25S


El mes pasado (Enero de 2013) se publicó, tanto en formato electrónico como en papel, el libro Reflexiones sobre el #25S, una obra colectiva en la que participo con un artículo. El libro contiene visiones diferentes (alguna muy crítica) acerca del movimiento ciudadano de protesta, y también los estilos de los textos son muy diversos, pero todos me parecen muy interesantes. Yo resaltaría, quizás, el artículo de Víctor Bermúdez y el de Mikel García, o las entrevistas de F. G Rubio al Coronel Diego Camacho y de Eduardo Fort a Marcos Roitman Rosenmann.

En mi artículo "Legitimidad y futuro para la revolución social" me pregunto si movimientos como el 15M o el 25S son legítimos, en una sociedad como la nuestra, presuntamente democrática, y si tienen visos de llegar a cambiar el “régimen” político, en España por ejemplo. Intento argumentar que tienen toda la legitimidad (aunque o precisamente porque no se ajustan a la legalidad), pero me declaro “pesimista” acerca de su recorrido: la sociedad española no tiene la cultura cívica como para necesitar una “democracia real ya”, la mayoría solamente siente tener escasez de recursos. Cuando escampe la crisis (si no tienen razón, como creo que no tienen, quienes dicen que este es el capítulo definitivo de una crisis definitiva para el capitalismo) la gente volverá a su casa, quizás algo depauperados y, seguramente, con menos democracia todavía.

Copio aquí algunos pasajes de mi artículo:

En España ha surgido en los últimos años un movimiento ciudadano, heterogéneo y bastante espontáneo, aunque también nacido al frío de la crisis económica y la pauperización del país, cuyo mensaje principal es, seguramente, la idea de que el sistema político actual tiene una importante carencia de legitimidad (“lo llaman democracia y no lo es”) y lo mismo puede decirse de los principales (si no de todos los) partidos políticos (“no nos representan”). Por ello, estos ciudadanos reclaman un cambio cualitativo o esencial en la manera de hacer política y en las propias instituciones (“democracia real ya”). Este movimiento tiene su réplica en otros países, sobre todo en los más afectados por la crisis.

Puede hacerse uno, al respecto, al menos dos preguntas diferentes, pero con respuestas quizás estrechamente relacionadas. ¿Es –sería la primera cuestión- legítimo (o cuán legítimo) un movimiento ciudadano como este, que, bordeando la ilegalidad, ataca a la raíz de las instituciones políticas existentes e intenta subvertir o superar el orden establecido? La segunda pregunta sería: ¿tiene visos o está en condiciones este movimiento de conseguir algo, y qué, y por qué? Creo que, por las mismas razones por las que la respuesta a la primera pregunta es un rotando “sí”, lamentablemente es probable que la respuesta a la segunda sea más bien “no”.

Empecemos por la cuestión de la legitimidad, considerándola primero en general para pasar luego al caso español. ¿Están legitimados los ciudadanos para manifestar que no se consideran representados por el orden político existente? Evidentemente –se dirá-, dentro de los cauces del orden legal vigente en las democracias modernas, que (al menos formalmente) permite la libertad de expresión política (si bien en la realidad hay, por ejemplo en España, muchos modos de censura y represión, que crecen a diario en los últimos meses), uno puede decir “lo que quiera”, legal y “por tanto” legítimamente. Sí: un grupo de ciudadanos puede convocar una manifestación y, si el gobierno la aprueba y los manifestantes obedecen puntualmente a la policía (incluso cuando esta comete ilegalidades, como no identificarse o usar desproporcionadamente la fuerza) y se vuelven a su casa con tiempo para ver el partido de futbol, eso apenas pasará de ser un acto más de legitimación del orden legal sostenido por las “fuerzas de orden público”. Pero ¿y si lo que uno (o un grupo de ciudadanos) quiere es cambiar sustancialmente el orden establecido? También para esto -se volverá a decir- hay cauces legales, sobre todo en un sistema “democrático”. En principio, puede hasta reformarse la Constitución (incluso con gran celeridad, como se vio el verano pasado), pero lo que no es aceptable (“legítimo”) es que se siga otro camino que el de la legalidad… ¡Ya!, pero ¿y si unos cuantos ciudadanos no creen que el régimen político bajo el que viven sea realmente legítimo? ¿Tienen algún “derecho” o legitimidad, desde el punto de vista democrático, para rebelarse contra el orden “establecido”, o bien se colocan, con ello, en “estado de naturaleza”, fuera no solo de la legalidad sino también de toda legitimidad? ¿Hay algún momento o situación posible en que esté justificada la rebelión contra el orden legal, que tiende a presentarse siempre como legítimo por definición? Aquí se plantea el verdadero problema, filosófico-político, de la relación entre legalidad y legitimidad.

Si no estamos dispuestos a aceptar que cualquier orden político existente sea necesariamente legítimo (ni siquiera aunque se autoproclame “democrático”), si legalidad vigente y legitimidad no son lo mismo ni tienen por qué ir de la mano, entonces siempre será posible y necesario (urgente, cabría decir) cuestionarse la legitimidad del orden efectivamente existente, es decir, el materializado en instituciones y protegido por la fuerza que se autoproclama legal. Pero, ¿desde qué ámbito puede hacerse algo así? ¿Quién puede juzgar si la legalidad vigente se ajusta o no a la legitimidad política? En esa dialéctica política hay dos respuestas “puras” o extremas seguramente insostenibles (al menos una de ellas):

Un legalismo extremo (solo es legítimo lo que es legal) cae en serias aporías: llevado a sus consecuencias últimas, justifica cualquier régimen realmente existente o “vigente” (o sea, sostenido por la fuerza), y no permite distinguir a un orden ilegítimo de uno que no lo es; tampoco es capaz de justificar la propia legalidad, porque ¿en qué consiste esta: se reduce a la mera fuerza necesaria para dominar a los ciudadanos, o es algo más? Si se pretende que la legalidad es algo más que fuerza efectiva, entonces se supone ya una instancia, alegal o supralegal, desde la que dirimir la cuestión de la legitimidad. Ningún sistema político, incluidos los peores totalitarismos, quiere ni puede apoyarse en el puro legalismo.

Las posiciones anti-legalistas rechazan ese “positivismo” jurídico: el orden políticamente existente puede ser ilegítimo, si no se justifica de acuerdo a criterios normativos o “ideales”, tales como la naturaleza moral de las cosas, la voz de la conciencia (del “pueblo” quizás), o algún imperativo racional (un “contrato social” hipotético-normativo…). Sin embargo, llevado a sus últimas consecuencias el anti-legalismo no puede evitar justificar cualquier acción política que uno (o un grupo cualquier de individuos) deduzca o crea deducir de sus principios políticos. Es decir, reduce cualquier legalidad a cero, y conduce al “anarquismo”. Si el legalismo reducía todo a la fuerza, el no-legalismo radical reduce la política a ética.

Ninguna de las posiciones extremas parece “sensata” (lo que no quiere decir que no sean, una o la otra, la correcta –como personalmente pienso del no-legalismo-). Si adoptamos, estratégicamente, una posición “sensata”, hay que pensar que en esa dialéctica política de lo legítimo y lo vigente, lo ideal y lo efectivo, la ética y la fuerza…, hace falta algún encaje. Pero lo que debe resultar evidente es que no hay cuestión política si todo se reduce a la legalidad. Por tanto, queda abierta la cuestión de cuándo el orden existente es legítimo, y hay necesariamente un margen para la legitimidad más allá de o “fuera” de la legalidad: para la rebeldía y la desobediencia civil. Es, pues, simplemente una falacia (apenas propia de un pensamiento totalitario) aducir, en un caso de crisis política, la inviolabilidad de la legalidad vigente.

Pero ¿están los ciudadanos de las democracias actuales (por ejemplo, la española) legitimados para poner en cuestión el orden político bajo el que viven? La respuesta es, obviamente, sí. […] Solo puede considerarse democrático un Estado en la medida en que sus mecanismos de gobierno determinan que quienes ejercen el poder representan efectivamente a la mayoría (respetuosa con las minorías), es decir, en la medida en que cada decisión política que se toma en el poder, es aprobada por la mayoría de los ciudadanos, o al menos sería efectivamente aprobada por la mayoría de los ciudadanos en caso de que se les consultase (y se les consultaría siempre que fuese materialmente posible). Una caracterización semejante, además de requerir diversos matices en lo que no me detendré, deja margen para una mayor o menor pureza democrática, y, consecuentemente, de grado de legitimidad, desde la democracia directa (cuya no existencia apenas está justificada por las dificultades técnicas que conllevaría y cuya falta de estímulo desde las instituciones carece de toda justificación) hasta las democracias “bananeras” (o “toreras”). Pero nadie puede dudar de que la democracia tal como la conocemos incluso en los Estados políticamente más desarrollados, es, por decirlo suavemente, muy imperfecta (lo que no impide que sea también el orden político más parecido a una democracia que haya existido jamás). 

La imperfección de las democracias modernas no es un accidente, sino que es intrínseca, es decir, debida a sus propios mecanismos de decisión soberana. […] Pero, por fijarnos solo en lo principal, la representación política apenas puede ser más imperfecta de lo que es. Aparte del hecho de que, por ejemplo, se necesita mucho dinero para ser aspirante, y el sistema permite (si no es que estimula) que las opciones políticas sean financiadas por grupos privados con intereses propios; o de que las leyes electorales “modulan” el principio de “un hombre, un voto”, o de que uno se ve obligado a votar todo un programa de leyes a la vez, etc., aún es más grave que no haya ninguna norma específica y obligante que determine qué responsabilidades reales adquieren para con los ciudadanos quienes acceden al poder. La declaración con la que se aspira al voto (el programa electoral), aunque pretende pasar por una especie de contrato entre el aspirante y los votantes, es, legalmente, solo un “compromiso”, incluso una “promesa”, casi una mera declaración de intenciones. El rigor en el cumplimiento de esa promesa queda prácticamente en el ámbito de la moral o incluso del “honor”, apenas en el de lo jurídico. Antes al contrario, quienes ocupan el parlamento gozan de ciertas inmunidades judiciales. Se puede decir que, como en el Leviatán, el gobernante sigue siendo un exento de la ley, y a través de ese agujero fluye la influencia de algunos ciudadanos “privilegiados”, lo que pervierte completamente la democracia, y sin necesidad siquiera de incurrir en ilegalidad. […] Quedando la responsabilidad política en el terreno de la moral, en los países más “civilizados” hay cierta “seguridad” de que los gobernantes no se atreverán a hacer ciertas cosas, porque perderían el apoyo (moral antes que nada) de los ciudadanos, de manera semejante a como en los Estados sin constitución había unas leyes tácitas, no escritas, a las que uno podía esperar que con bastante probabilidad se atendrían los gobernantes. Pero no hay ningún recurso legal para garantizar esto. Por tanto, todas las democracias actuales están seriamente carentes de legitimidad democrática.

Eso implica que, incluso (o sobre todo) en las democracias más avanzadas, es necesario un ejercicio de continuo ajuste entre la legalidad y la legitimidad. Un Estado que se pretenda democrático debe promover (no solo no impedir) las discusiones acerca de su legitimidad, y tolerar lo más posible los casos de desobediencia civil, y no está legitimado a aferrarse intransigentemente a la legalidad. Un orden político que se muestra intolerante con las disensiones fundamentales, tanto de contenido como de forma o procedimientos, como si en él legitimidad y legalidad fuesen lo mismo, es un Estado no-democrático. En un Estado democrático, se podría decir, los ciudadanos no están nunca completamente bajo el férreo imperio de la legalidad, sino en un perpetuo estado de cuasi-excepción o “naturaleza”, semejante al que Hobbes o Kant atribuían al monarca. Como si fuese ahora mismo cuando está ocurriendo el pacto social. Y es que lo característico de la democracia es que o todos o ninguno estén en esa excepcionalidad. Dado que parece inevitable (por la condición humana) que lo esté al menos alguien (el gobernante), lo legítimo en democracia es que lo estén todos. La democracia es una condición “crítica”, dialéctica, inestable, dinámica, irreducible a pura legalidad.

¿Cuál es el límite a este ejercicio de auto-cuestionamiento, de esta relativa alegalidad y violencia generalizada? Los casos de desobediencia civil, se ha dicho siempre, tienen que ser excepcionales (cuando no “hay” otra posibilidad), y estar lo más justificados o motivados posible. La norma sería: la mayor permisividad posible por parte del gobierno, y el menor uso posible, por parte de los ciudadanos, de los actos de desobediencia civil. Pero también esto escapa a un cálculo legal. No debe temerse esta precariedad y pretender cambiarla por una seguridad legal politicida. ¿Alguien puede creer que sin desobediencia civil y revolución estaríamos donde estamos? Eso es como pretender que la Real Academia de la Lengua acepte nuevas formas lingüísticas si los hablantes se someten escrupulosamente a sus dictados de ortodoxia. La Política, como la Lengua, es algo vivo, y la vida es crisis y equilibrio inestable en busca de una mayor integración de ductilidad y orden, sin que sea sacrificable ninguno de los dos aspectos.

Si la democracia tiene, incluso en los países más civilizados, tales carencias (que, aunque se agravan en épocas como la actual, de crisis y oligarquización, son intrínsecas al sistema), en España la cosa se agrava. Debería ser innecesario (y que no lo sea es significativo) mostrar que el sistema político bajo el que vivimos los españoles, apenas como metáfora puede ser llamado democracia. El gobernante considera, y arguye explícitamente, que una vez unos cuantos ciudadanos han depositado el voto, él está legitimado para hacer lo que crea correcto, necesario o bueno según la situación, incluso contradiciendo una por una todas las “promesas” electorales. Se elige, pues, a un tirano o una aristocracia absoluta, aunque por periodos de tiempo. […] Los ciudadanos españoles tienen […] sobradísima legitimidad para no sentirse representados por sus instituciones y políticos, y para llevar a cabo actos de rebeldía, destinados a promover una política más democrática. Y si quienes ocupan el poder desoyen esto, y se aferran a la mera legalidad, no hacen más que alimentar de razones a aquellos.

Paso, brevemente, a la segunda cuestión: ¿es esperable que se de en España un cambio político sustancial, o que incluso España sea el punto de partida de una revolución política mundial? Aunque me gustaría que la respuesta fuese “sí”, me temo que casi con toda seguridad es negativa. La razón principal para temerlo es que creo que la ciudadanía española no tiene la educación política necesaria. La minoría que en España tiene esa conciencia política, no es, creo yo, suficientemente representativa (es incluso solo una pequeña parte de los promotores de las movilizaciones sociales). No es que sea necesario que todos los ciudadanos, ni siquiera la mayoría, estén conscientemente dispuestos a un cambio cualitativo para que este se produzca. Los grandes cambios políticos son promovidos por una pequeña élite cívica. Una vez que esta élite promueve (si las circunstancias lo propician) tales cambios, el resto de los ciudadanos los acaban asumiendo, y se van con ello educando políticamente, aunque es condición necesaria que la nueva situación traiga mayor bienestar general (la inmensa mayoría no apoyará fácilmente un cambio que suponga sacrificios de bienestar en aras de la justicia; antes bien, a la inversa). Pero, aunque basta una minoría para, en las circunstancias oportunas, promover el cambio político, es necesario también que la ciudadanía en general esté en una adecuada “predisposición” para esos cambios. Y esto es lo que dudo que se dé en España, como se deduce del hecho, mencionado antes, de que los españoles acepten sin problema el orden político en el que viven (y que ya existía antes de la crisis). La mayoría, por ejemplo, escucha en los medios de comunicación, esperpénticamente manipulados, lo que con descarada demagogia le dicen sus políticos e incumplen al día siguiente, y aún así no dejan de darles crédito; los casos de corrupción apenas pasan factura a los políticos; etc. Y no es que los políticos españoles sean especialmente perversos. Lo malo es que, me temo, representan bastante fielmente nuestra educación cívica media o incluso media-alta. Muchos, de estar en su lugar, haríamos seguramente lo que ellos hacen. ¿Sirve decir que los políticos deberían ser mucho mejores que los demás? En una democracia los gobernantes no son pedagogos ni arquetipos, sino representantes. Esto les exige ser un poco mejores, pero no de otro planeta moral.

Los españoles habrán ganado ya mucho si, al final de esta crisis, su educación cívica y política se acerca a la que existe en otros países europeos. Pero es incluso de temer que este calvario que pasamos (con su fuga de cerebros y el renacer de peinetas y monteras) produzca, como ya es evidente, una seria involución moral aquí, en la “reserva espiritual de Occidente”. Los movimientos sociales que han surgido estos años en España, aunque cuentan con personas políticamente conscientes (fruto, en su mayoría, de la “malvada” LOGSE), reciben buena parte de su aliento de las penurias de la crisis. Las manifestaciones españolas son del mismo tipo de las que podemos ver en Grecia, Portugal y, salvando las distancias, en algunos países árabes (revueltas estás últimas, por cierto, que solo han prosperado con el “apoyo” interesado de los Estados occidentales, y que han llevado al poder a partidos populistas religiosos que implantan la ley islámica -sin que eso motive ya una intervención “internacional” a favor de los derechos cívicos-). ¿Qué pasaría si en unos meses se empezase a recuperar nuestra actividad económica y la gente volviese a tener suficiente pan y circo? Me temo que buena parte de los manifestantes se volverían a su casa y se olvidarían del déficit de cultura democrática. […] El hambre es capaz de movilizar a bastante gente; pero la calidad de la política mueve a muchos menos.

Sin embargo, también podría ocurrir (¡ojala!) que la élite político-moral e intelectual de Europa (y de España: los jóvenes universitarios que, según nuestro ministro de educación, sobran) aprovechen la situación de, hasta para una vista muy corta, descaro de la oligarquía financiera, y logre “revolucionar” el orden existente. Esto apenas es una bella ilusión o sueño, imprevisible, casi imposible. Pero las verdaderas revoluciones nunca son previsibles. Como dice Derrida, solo ocurre lo imposible.