El mes pasado (Enero de 2013) se publicó, tanto en formato
electrónico como en papel, el libro Reflexiones sobre el #25S, una obra colectiva en la que participo con un artículo. El
libro contiene visiones diferentes (alguna muy crítica) acerca del movimiento ciudadano
de protesta, y también los estilos de los textos son muy diversos, pero todos me parecen muy interesantes. Yo resaltaría, quizás, el artículo de Víctor Bermúdez y el de
Mikel García, o las entrevistas de F. G Rubio al Coronel Diego Camacho y de
Eduardo Fort a Marcos Roitman Rosenmann.
En mi artículo "Legitimidad y futuro para la revolución social" me pregunto si movimientos como el 15M o el
25S son legítimos, en una sociedad como la nuestra, presuntamente democrática,
y si tienen visos de llegar a cambiar el “régimen” político, en España por
ejemplo. Intento argumentar que tienen toda la legitimidad (aunque o
precisamente porque no se ajustan a la legalidad), pero me declaro “pesimista” acerca
de su recorrido: la sociedad española no tiene la cultura cívica como para
necesitar una “democracia real ya”, la mayoría solamente siente tener escasez
de recursos. Cuando escampe la crisis (si no tienen razón, como creo que no
tienen, quienes dicen que este es el capítulo definitivo de una crisis
definitiva para el capitalismo) la gente volverá a su casa, quizás algo
depauperados y, seguramente, con menos democracia todavía.
Copio aquí algunos pasajes de mi artículo:
En España ha surgido en los últimos años un movimiento
ciudadano, heterogéneo y bastante espontáneo, aunque también nacido al frío de
la crisis económica y la pauperización del país, cuyo mensaje principal es,
seguramente, la idea de que el sistema político actual tiene una importante
carencia de legitimidad (“lo llaman democracia y no lo es”) y lo mismo puede
decirse de los principales (si no de todos los) partidos políticos (“no nos
representan”). Por ello, estos ciudadanos reclaman un cambio cualitativo o
esencial en la manera de hacer política y en las propias instituciones
(“democracia real ya”). Este movimiento tiene su réplica en otros países, sobre
todo en los más afectados por la crisis.
Puede hacerse uno, al respecto, al menos dos preguntas
diferentes, pero con respuestas quizás estrechamente relacionadas. ¿Es –sería
la primera cuestión- legítimo (o cuán legítimo) un movimiento ciudadano como
este, que, bordeando la ilegalidad, ataca a la raíz de las instituciones
políticas existentes e intenta subvertir o superar el orden establecido? La
segunda pregunta sería: ¿tiene visos o está en condiciones este movimiento de
conseguir algo, y qué, y por qué? Creo que, por las mismas razones por las que
la respuesta a la primera pregunta es un rotando “sí”, lamentablemente es
probable que la respuesta a la segunda sea más bien “no”.
Empecemos por la cuestión de la legitimidad, considerándola
primero en general para pasar luego al caso español. ¿Están legitimados los
ciudadanos para manifestar que no se consideran representados por el orden
político existente? Evidentemente –se dirá-, dentro de los cauces del orden
legal vigente en las democracias modernas, que (al menos formalmente) permite
la libertad de expresión política (si bien en la realidad hay, por ejemplo en
España, muchos modos de censura y represión, que crecen a diario en los últimos
meses), uno puede decir “lo que quiera”, legal y “por tanto” legítimamente. Sí:
un grupo de ciudadanos puede convocar una manifestación y, si el gobierno la
aprueba y los manifestantes obedecen puntualmente a la policía (incluso cuando
esta comete ilegalidades, como no identificarse o usar desproporcionadamente la
fuerza) y se vuelven a su casa con tiempo para ver el partido de futbol, eso
apenas pasará de ser un acto más de legitimación del orden legal sostenido por
las “fuerzas de orden público”. Pero ¿y si lo que uno (o un grupo de
ciudadanos) quiere es cambiar sustancialmente el orden establecido? También
para esto -se volverá a decir- hay cauces legales, sobre todo en un sistema
“democrático”. En principio, puede hasta reformarse la Constitución (incluso
con gran celeridad, como se vio el verano pasado), pero lo que no es aceptable
(“legítimo”) es que se siga otro camino que el de la legalidad… ¡Ya!, pero ¿y
si unos cuantos ciudadanos no creen que el régimen político bajo el que viven
sea realmente legítimo? ¿Tienen algún “derecho” o legitimidad, desde el punto
de vista democrático, para rebelarse contra el orden “establecido”, o bien se
colocan, con ello, en “estado de naturaleza”, fuera no solo de la legalidad
sino también de toda legitimidad? ¿Hay algún momento o situación posible en que
esté justificada la rebelión contra el orden legal, que tiende a presentarse
siempre como legítimo por definición? Aquí se plantea el verdadero problema,
filosófico-político, de la relación entre legalidad y legitimidad.
Si no estamos dispuestos a aceptar que cualquier orden
político existente sea necesariamente legítimo (ni siquiera aunque se
autoproclame “democrático”), si legalidad vigente y legitimidad no son lo mismo
ni tienen por qué ir de la mano, entonces siempre será posible y necesario
(urgente, cabría decir) cuestionarse la legitimidad del orden efectivamente
existente, es decir, el materializado en instituciones y protegido por la
fuerza que se autoproclama legal. Pero, ¿desde qué ámbito puede hacerse algo
así? ¿Quién puede juzgar si la legalidad vigente se ajusta o no a la
legitimidad política? En esa dialéctica política hay dos respuestas “puras” o extremas
seguramente insostenibles (al menos una de ellas):
Un legalismo extremo (solo es legítimo lo que es legal) cae
en serias aporías: llevado a sus consecuencias últimas, justifica cualquier
régimen realmente existente o “vigente” (o sea, sostenido por la fuerza), y no
permite distinguir a un orden ilegítimo de uno que no lo es; tampoco es capaz
de justificar la propia legalidad, porque ¿en qué consiste esta: se reduce a la
mera fuerza necesaria para dominar a los ciudadanos, o es algo más? Si se
pretende que la legalidad es algo más que fuerza efectiva, entonces se supone
ya una instancia, alegal o supralegal, desde la que dirimir la cuestión de la legitimidad.
Ningún sistema político, incluidos los peores totalitarismos, quiere ni puede
apoyarse en el puro legalismo.
Las posiciones anti-legalistas rechazan ese “positivismo”
jurídico: el orden políticamente existente puede ser ilegítimo, si no se
justifica de acuerdo a criterios normativos o “ideales”, tales como la
naturaleza moral de las cosas, la voz de la conciencia (del “pueblo” quizás), o
algún imperativo racional (un “contrato social” hipotético-normativo…). Sin
embargo, llevado a sus últimas consecuencias el anti-legalismo no puede evitar
justificar cualquier acción política que uno (o un grupo cualquier de
individuos) deduzca o crea deducir de sus principios políticos. Es decir,
reduce cualquier legalidad a cero, y conduce al “anarquismo”. Si el legalismo
reducía todo a la fuerza, el no-legalismo radical reduce la política a ética.
Ninguna de las posiciones extremas parece “sensata” (lo que
no quiere decir que no sean, una o la otra, la correcta –como personalmente
pienso del no-legalismo-). Si adoptamos, estratégicamente, una posición
“sensata”, hay que pensar que en esa dialéctica política de lo legítimo y lo
vigente, lo ideal y lo efectivo, la ética y la fuerza…, hace falta algún
encaje. Pero lo que debe resultar evidente es que no hay cuestión política si
todo se reduce a la legalidad. Por tanto, queda abierta la cuestión de cuándo el
orden existente es legítimo, y hay necesariamente un margen para la legitimidad
más allá de o “fuera” de la legalidad: para la rebeldía y la desobediencia
civil. Es, pues, simplemente una falacia (apenas propia de un pensamiento
totalitario) aducir, en un caso de crisis política, la inviolabilidad de la
legalidad vigente.
Pero ¿están los ciudadanos de las democracias actuales (por
ejemplo, la española) legitimados para poner en cuestión el orden político bajo
el que viven? La respuesta es, obviamente, sí. […] Solo puede considerarse democrático un Estado en la medida en que sus
mecanismos de gobierno determinan que quienes ejercen el poder representan
efectivamente a la mayoría (respetuosa con las minorías), es decir, en la
medida en que cada decisión política que se toma en el poder, es aprobada por
la mayoría de los ciudadanos, o al menos sería efectivamente aprobada por la
mayoría de los ciudadanos en caso de que se les consultase (y se les
consultaría siempre que fuese materialmente posible). Una caracterización
semejante, además de requerir diversos matices en lo que no me detendré, deja
margen para una mayor o menor pureza democrática, y, consecuentemente, de grado
de legitimidad, desde la democracia directa (cuya no existencia apenas está
justificada por las dificultades técnicas que conllevaría y cuya falta de estímulo
desde las instituciones carece de toda justificación) hasta las democracias “bananeras”
(o “toreras”). Pero nadie puede dudar de que la democracia tal como la
conocemos incluso en los Estados políticamente más desarrollados, es, por
decirlo suavemente, muy imperfecta (lo que no impide que sea también el orden
político más parecido a una democracia que haya existido jamás).
La imperfección de las democracias modernas no es un
accidente, sino que es intrínseca, es decir, debida a sus propios mecanismos de
decisión soberana. […] Pero, por fijarnos solo en lo principal, la representación
política apenas puede ser más imperfecta de lo que es. Aparte del hecho de que,
por ejemplo, se necesita mucho dinero para ser aspirante, y el sistema permite
(si no es que estimula) que las opciones políticas sean financiadas por grupos
privados con intereses propios; o de que las leyes electorales “modulan” el principio
de “un hombre, un voto”, o de que uno se ve obligado a votar todo un programa
de leyes a la vez, etc., aún es más grave que no haya ninguna norma específica
y obligante que determine qué responsabilidades reales adquieren para con los
ciudadanos quienes acceden al poder. La declaración con la que se aspira al
voto (el programa electoral), aunque pretende pasar por una especie de contrato
entre el aspirante y los votantes, es, legalmente, solo un “compromiso”,
incluso una “promesa”, casi una mera declaración de intenciones. El rigor en el
cumplimiento de esa promesa queda prácticamente en el ámbito de la moral o
incluso del “honor”, apenas en el de lo jurídico. Antes al contrario, quienes
ocupan el parlamento gozan de ciertas inmunidades judiciales. Se puede decir
que, como en el Leviatán, el gobernante sigue siendo un exento de la ley, y a
través de ese agujero fluye la influencia de algunos ciudadanos “privilegiados”,
lo que pervierte completamente la democracia, y sin necesidad siquiera de
incurrir en ilegalidad. […] Quedando la responsabilidad política en el terreno
de la moral, en los países más “civilizados” hay cierta “seguridad” de que los
gobernantes no se atreverán a hacer ciertas cosas, porque perderían el apoyo
(moral antes que nada) de los ciudadanos, de manera semejante a como en los Estados
sin constitución había unas leyes tácitas, no escritas, a las que uno podía
esperar que con bastante probabilidad se atendrían los gobernantes. Pero no hay
ningún recurso legal para garantizar esto. Por tanto, todas las democracias
actuales están seriamente carentes de legitimidad democrática.
Eso implica que, incluso (o sobre todo) en las democracias
más avanzadas, es necesario un ejercicio de continuo ajuste entre la legalidad
y la legitimidad. Un Estado que se pretenda democrático debe promover (no solo
no impedir) las discusiones acerca de su legitimidad, y tolerar lo más posible
los casos de desobediencia civil, y no está legitimado a aferrarse
intransigentemente a la legalidad. Un orden político que se muestra intolerante
con las disensiones fundamentales, tanto de contenido como de forma o
procedimientos, como si en él legitimidad y legalidad fuesen lo mismo, es un
Estado no-democrático. En un Estado democrático, se podría decir, los
ciudadanos no están nunca completamente bajo el férreo imperio de la legalidad,
sino en un perpetuo estado de cuasi-excepción o “naturaleza”, semejante al que
Hobbes o Kant atribuían al monarca. Como si fuese ahora mismo cuando está ocurriendo
el pacto social. Y es que lo característico de la democracia es que o todos o
ninguno estén en esa excepcionalidad. Dado que parece inevitable (por la
condición humana) que lo esté al menos alguien (el gobernante), lo legítimo en
democracia es que lo estén todos. La democracia es una condición “crítica”,
dialéctica, inestable, dinámica, irreducible a pura legalidad.
¿Cuál es el límite a este ejercicio de auto-cuestionamiento,
de esta relativa alegalidad y violencia generalizada? Los casos de
desobediencia civil, se ha dicho siempre, tienen que ser excepcionales (cuando
no “hay” otra posibilidad), y estar lo más justificados o motivados posible. La
norma sería: la mayor permisividad posible por parte del gobierno, y el menor
uso posible, por parte de los ciudadanos, de los actos de desobediencia civil. Pero
también esto escapa a un cálculo legal. No debe temerse esta precariedad y pretender
cambiarla por una seguridad legal politicida. ¿Alguien puede creer que sin desobediencia
civil y revolución estaríamos donde estamos? Eso es como pretender que la Real Academia de la Lengua acepte nuevas formas
lingüísticas si los hablantes se someten escrupulosamente a sus dictados de
ortodoxia. La Política ,
como la Lengua ,
es algo vivo, y la vida es crisis y equilibrio inestable en busca de una mayor
integración de ductilidad y orden, sin que sea sacrificable ninguno de los dos
aspectos.
Si la democracia tiene, incluso en los países más civilizados,
tales carencias (que, aunque se agravan en épocas como la actual, de crisis y
oligarquización, son intrínsecas al sistema), en España la cosa se agrava.
Debería ser innecesario (y que no lo sea es significativo) mostrar que el
sistema político bajo el que vivimos los españoles, apenas como metáfora puede
ser llamado democracia. El gobernante considera, y arguye explícitamente, que
una vez unos cuantos ciudadanos han depositado el voto, él está legitimado para
hacer lo que crea correcto, necesario o bueno según la situación, incluso contradiciendo
una por una todas las “promesas” electorales. Se elige, pues, a un tirano o una
aristocracia absoluta, aunque por periodos de tiempo. […] Los ciudadanos españoles
tienen […] sobradísima legitimidad para no sentirse representados por sus
instituciones y políticos, y para llevar a cabo actos de rebeldía, destinados a
promover una política más democrática. Y si quienes ocupan el poder desoyen
esto, y se aferran a la mera legalidad, no hacen más que alimentar de razones a
aquellos.
Paso, brevemente, a la segunda cuestión: ¿es esperable que
se de en España un cambio político sustancial, o que incluso España sea el
punto de partida de una revolución política mundial? Aunque me gustaría que la
respuesta fuese “sí”, me temo que casi con toda seguridad es negativa. La razón
principal para temerlo es que creo que la ciudadanía española no tiene la educación
política necesaria. La minoría que en España tiene esa conciencia política, no
es, creo yo, suficientemente representativa (es incluso solo una pequeña parte
de los promotores de las movilizaciones sociales). No es que sea necesario que
todos los ciudadanos, ni siquiera la mayoría, estén conscientemente dispuestos a
un cambio cualitativo para que este se produzca. Los grandes cambios políticos
son promovidos por una pequeña élite cívica. Una vez que esta élite promueve
(si las circunstancias lo propician) tales cambios, el resto de los ciudadanos
los acaban asumiendo, y se van con ello educando políticamente, aunque es
condición necesaria que la nueva situación traiga mayor bienestar general (la
inmensa mayoría no apoyará fácilmente un cambio que suponga sacrificios de
bienestar en aras de la justicia; antes bien, a la inversa). Pero, aunque basta
una minoría para, en las circunstancias oportunas, promover el cambio político,
es necesario también que la ciudadanía en general esté en una adecuada
“predisposición” para esos cambios. Y esto es lo que dudo que se dé en España,
como se deduce del hecho, mencionado antes, de que los españoles acepten sin
problema el orden político en el que viven (y que ya existía antes de la
crisis). La mayoría, por ejemplo, escucha en los medios de comunicación,
esperpénticamente manipulados, lo que con descarada demagogia le dicen sus
políticos e incumplen al día siguiente, y aún así no dejan de darles crédito; los
casos de corrupción apenas pasan factura a los políticos; etc. Y no es que los
políticos españoles sean especialmente perversos. Lo malo es que, me temo, representan
bastante fielmente nuestra educación cívica media o incluso media-alta. Muchos,
de estar en su lugar, haríamos seguramente lo que ellos hacen. ¿Sirve decir que
los políticos deberían ser mucho mejores que los demás? En una democracia los
gobernantes no son pedagogos ni arquetipos, sino representantes. Esto les exige
ser un poco mejores, pero no de otro planeta moral.
Los españoles habrán ganado ya mucho si, al final de esta
crisis, su educación cívica y política se acerca a la que existe en otros países
europeos. Pero es incluso de temer que este calvario que pasamos (con su fuga
de cerebros y el renacer de peinetas y monteras) produzca, como ya es evidente,
una seria involución moral aquí, en la “reserva espiritual de Occidente”. Los
movimientos sociales que han surgido estos años en España, aunque cuentan con
personas políticamente conscientes (fruto, en su mayoría, de la “malvada”
LOGSE), reciben buena parte de su aliento de las penurias de la crisis. Las
manifestaciones españolas son del mismo tipo de las que podemos ver en Grecia,
Portugal y, salvando las distancias, en algunos países árabes (revueltas estás
últimas, por cierto, que solo han prosperado con el “apoyo” interesado de los Estados
occidentales, y que han llevado al poder a partidos populistas religiosos que implantan
la ley islámica -sin que eso motive ya una intervención “internacional” a favor
de los derechos cívicos-). ¿Qué pasaría si en unos meses se empezase a recuperar
nuestra actividad económica y la gente volviese a tener suficiente pan y circo?
Me temo que buena parte de los manifestantes se volverían a su casa y se
olvidarían del déficit de cultura democrática. […] El hambre es capaz de
movilizar a bastante gente; pero la calidad de la política mueve a muchos
menos.
Sin embargo, también podría ocurrir (¡ojala!) que la élite
político-moral e intelectual de Europa (y de España: los jóvenes universitarios
que, según nuestro ministro de educación, sobran) aprovechen la situación de,
hasta para una vista muy corta, descaro de la oligarquía financiera, y logre
“revolucionar” el orden existente. Esto apenas es una bella ilusión o sueño,
imprevisible, casi imposible. Pero las verdaderas revoluciones nunca son
previsibles. Como dice Derrida, solo ocurre lo imposible.
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