domingo, 22 de enero de 2012

¿La mano invisible, o el ojo cegado?

Ante la actual situación de “crisis” en USA y Europa, las personas sensatas asumen básicamente la versión oficial: somos menos competitivos que antes y que lo que nos creíamos, y eso, al fin y al cabo, el Mercado (que todo lo sabe) lo acaba midiendo, lo que significa que perdemos crédito, y no tenemos tanto dinero para mantener el viejo estado hiper-social (con sanidad y educación gratis, con gente –incluidos los menos competitivos- con trabajo, casa y coche). Ahora vemos la cruda realidad: un montón de familias con el agua al cuello, y un reparto más desigual y justo de la riqueza. La única solución es la que dicen los “economistas” de las empresas de calificación, los bancos y los gobiernos al unísono: tenemos que olvidarnos, sine die, de los derechos de tercera, de segunda y ya veremos si de primera generación, trabajar duro (de modo que podamos competir con los trabajadores chinos) y olvidarnos de los lujos insanos (donde esté una vida austera…).

Estoy seguro de que los alemanes que vivieron en la época del ascenso del nazismo, o los ciudadanos de cualquier otro lugar donde se han ido produciendo, paulatina pero imparablemente, importantes cambios políticos vistos hoy como puros totalitarismos, en su inmensa mayoría se acogieron a esa estrategia: asumir la versión oficial. ¿Cómo enfrentarse, psicológica, política e ideológicamente, contra lo que dicen los que están en la cúspide y lo ven todo con mayor perspectiva?

La pregunta es: ¿seríamos capaces de distinguir si nuestra acomodación a la versión oficial es ahora menos ciega y acrítica, más informada y responsable, que en esas otras situaciones de otras épocas y lugares? ¿Son los europeos hoy más ciudadanos que en otras ocasiones? ¿Pueden estar seguros de que no se trata, más bien, de una “mano invisible” que va extendiendo una idea perversa, uno de cuyos rasgos más perversos sería, como siempre, su pátina de inevitabilidad?

La manera en que, por ejemplo en España, la gente ejerce su “derecho al voto”, (que, aunque es un acto ritual y vacuo, es al fin y al cabo un acto políticamente muy simbólico) no permite hacerse muchas ilusiones. Y apenas se me ocurre otro lugar al que acudir para esperanzarme. Bueno, sí: los jóvenes, un buen montón de jóvenes, inteligentes y moralmente muy por encima de sus abuelos y padres. Quizás ellos se decidan a tomar la Bastilla.

domingo, 8 de enero de 2012

Educoacción y jastucia (una historieta irreal)

En un centro escolar, según he sabido por un conocido mío, había una vez un claustro de profesores sobre los que se cernían los más oscuros nubarrones. Con el cambio climático de la economía, el gobierno autónomo (autónomo respecto de los ciudadanos, se entiende) tuvo que tomar la desagradable decisión de amontonar alumnos en las aulas y profesores en el paro, para salvar así otras partidas vitales, como la ayuda a la fórmula uno o a la vela y, bueno, sí, hay que confesarlo, la subvención a algún colegio privado más, donde los padres pudieran ejercer su libertad de adoctrinar a sus hijos en los dogmas que Dios les hubiera (a los padres) inspirado.

El pobre inspector de la zona de aquel instituto de las afueras de algún pueblo o ciudad, anunció, pues, al director del centro (educativo), la triste noticia de que iba a reducir el número de grupos de alumnos, uniendo, por ejemplo, en uno solo, los dos grupos de primero de Bachillerato, el pequeñito y exquisito grupo de ciencias, y el plebeyo y masivo grupo de letras. Es conocida, arguyó, la bondad del mestizaje.

Los profesores, entonces, en su único y sano empeño de salvar la calidad de la enseñanza (¡piénsese que algunos de ellos podrían ir desplazados a otro destino, en otro centro, quizás en otra localidad!), comprendieron que la única manera de hacerlo era luchando a brazo partido por sus puestos de trabajo, lo que implicaba, coincidentemente (armonía preestablecida, lo llamó Leibniz), intentar salvar, entre otras cosas, los dos grupos de bachillerato independientes. Pero ¿cómo hacerlo? Solo lo conseguirían si el número de alumnos pre-matriculados para bachillerato era excesivo hasta para las amígdalas de la administración...

Llegó la última evaluación de junio, donde se decide objetiva y rigurosamente qué alumnos están capacitados para seguir la carrera por la excelencia en un peldaño más arriba y cuales tienen que intentar el salto una vez más tras el verano. En algún momento de la sesuda discusión (por supuesto puramente pedagógico-académica), alguien del equipo directivo del centro recordó a los demás profesores que, con ese pequeño número de alumnos que (pese a sus esfuerzos por contrarrestar la incomprensible obstinación de estos en suspender) se estaba logrando que promocionasen, el inspector tendría las manos libres para proponer un único grupo de primero de bachillerato. Entonces alguien, inteligente y comprometidamente, preguntó sin dudarlo cuántos alumnos había que aprobar para atarle las manos al malvado inspector. Hubo al instante, en aquel cónclave de maestros y jueces, un murmullo de aprobación y profundo respeto hacia esa valiente idea. Y se apeló a la responsabilidad de todos para que, con sus años de experiencia en este noble y divino arte de la enseñanza, consiguiesen el milagro de que los suspensos se transustanciasen en aprobados.

Nadie o casi nadie se acordó, entonces, de que era muy habitual, en sesiones de evaluación como esa, que un profesor de un área determinada se mantuviese inflexible en su cuatro y medio para un alumno en inglés, por ejemplo, pese a que tuviese aprobadas y hasta con notas decentes el resto de áreas o materias y pese a que ese suspenso frustrase muy probablemente sus expectativas académicas y personales, y pese a que la conveniencia de una consideración en términos globales y colegiados se contemplase en la propia ley (pero, eso sí, en su letra –muerta y en papel-, no en su espíritu –vivo en cada reunión de evaluación-).

Cada profesor, en conciencia, y en el silencio de su departamento, trabajó la nota de sus alumnos. Y hubo quienes lograron, incluso con facilidad, aprobados por los que nadie hubiese dado un duro antes de la crisis (ya se sabe, cuando unas cosas bajan, otras pueden subir, de rebote): de manera análoga a como es posible encontrar la trinidad en la unidad, fue alcanzable la péntada a partir de la tríada (y media) cuando fue el momento oportuno (el kairós, apuntó el profesor de griego). Hubo algunos miembros del cónclave, no obstante, que, también con profundas y dignas razones, se negaron y pernegaron a aprobar "injusta e inmerecidamente" (decían) a ningún alumno. Fueron justo aquellos profesores cuyas plazas no peligraban, porque no habían sido los últimos en llegar a su departamento o porque en ese departamento quizá no “sobraría” nadie.

Como no se sabía si sería suficiente con esto, se recurrió a donde hay que recurrir: a los políticos, representantes del pueblo. Se presume (de) que conversaciones en las altas esferas consumaron el milagro (¡ni siquiera fue menester, se dice, recurrir a los grandes empresarios de la zona!). El inspector tuvo que tragarse sus palabras y marcharse a hacer la purga en algún otro pueblo o ciudad.

Según mi conocido, se salvaron muchos puestos de trabajo, y, lo que es mejor, la calidad de la educación pública. Pero creo que se consiguió algo mejor que todo eso: los alumnos tuvieron una prueba real, extraescolar, fuera de las aulas, de que, con tenacidad y esfuerzo, con inteligencia y decisión, el destino puede reescribirse, y lo muy difícil se demuestra posible. No tenemos derecho a dejar de soñar: la jastucia está en nuestras garras.

lunes, 2 de enero de 2012

Astucias y suspicacias éticas

¿Es buena para la moral la “muerte” de la Metafísica (la muerte de las ilusiones llamadas Dios, Alma y Libertad)? Así lo cree un buen amigo mío, kantiano, y cree que también Kant lo creía. Yo creo que seguramente Kant pensaba esto, pero que él (y mi amigo kantiano) están del todo equivocados.

Kant llegó a considerar como verdaderamente maravillosos (providenciales, podría decirse) los resultados aparentemente lamentables de la crítica de la razón pura (es frecuente en la Crítica de la Razón pura el tono: “hubiera sido bonito, pero ¡ay!, lamentablemente no es verdad: la paloma platónica quiere volar en el vacío”, tono del que realmente no lamenta que no sea cierto). Por supuesto, Kant se equivocaba completamente en su crítica a la Metafísica, pero eso ahora no importa. Recordemos por qué Kant consideraba una bendita desgracia que la Metafísica sea una ilusión:

     - Que Dios, el Alma o la Libertad no fuesen tratables teóricamente era más bueno que malo, primero, porque dejaba incapacitado al ateísmo, si llegaba a encontrarse en nosotros (como de hecho Kant iba a encontrar –antes incluso de escribir la primera Crítica-) algo que nos inclinase a reconocer de alguna manera la Libertad y al Alma y a Dios, y nos sacase del impasse agnóstico. De paso, la Voluntad se mostraba como pura y absoluta, frente al pobre Entendimiento, incapaz de tratar con lo importante y valioso.

     - Pero la imposibilidad de tratar teóricamente a Dios, Alma y Libertad no solo serviría para tener a raya a los ateos. También los fanáticos racionalistas (por ejemplo, platónicos, estoicos y gnósticos en general- que creían saber que quien fuese justo tenía asegurado el premio-) perderían toda base para su ética eudemonista trascendente. Es muy bueno, dice Kant, que el destino nos haya impedido saber cierto que somos inmateriales e inmortales, y que todos los actos son juzgados más allá del mundo material, porque si supiésemos eso cierto, entonces ya no sería posible saber de ninguna manera si actuamos moralmente o solo astutamente, por interés. Todos los filósofos (incluidos los más venerables de la antigüedad), todos menos yo, Kant, han confundido la moral con la astucia. Teníamos que ser justos para conseguir el premio (que ya que no se manifestaba por aquí, era situado en un iluso más allá). ¡No! Tenemos que ser justos por puro respeto a la ley. Y para eso es mejor que nuestra astucia no sepa las consecuencias de nuestros actos. Eso nos convierte en unos seres realmente trágicos, obligados por su conciencia a ser justos contra toda tendencia natural, pero sin poder saber jamás si lo sobre natural es algo más que una ilusión. Este pathos va a ser llevado al máximo por Kierkegard y los suyos.

Ahora bien, ¿podemos aceptar esto, o sea, que uno es más moral si no sabe o cree saber cierto que sus acciones acabarán bien antes o después? ¿Una buena persona no tendrá más remedio que verse completamente motivada (determinada) por lo que sepa que le espera? ¿Quiere decir Kant que una “persona justa”, en el caso de que se le apareciese Dios y le dijese que, con toda certeza, arderá por siempre en el infierno si ama a su prójimo como a sí mismo, no podrá evitar el miedo y se volverá inmoral? ¿Que la única manera de no ser presa de la astucia es no tener acceso a ella? ¿No es más bien propio de personas intrínsecamente astutas pensar que es preferible no saber los efectos últimos de la acción?

Lo cierto es que la moral kantiana parece apropiada para un pensamiento, como el protestante (pero también el católico, aunque más mitigadamente), que parte de una desconfianza en el hombre, al que no cree capaz de dignidad y justicia si tiene certeza de motivaciones eudemonistas.
Si quisiéramos ejercer la sospecha nietzscheana, diríamos que Kant tramó todo para que encajase con la moral que él quería hacer vendible. Pero la sospecha nietzscheana, como el resto de sospechas modernas, son parte del mismo espíritu astuto y rebajado que respira Kant. Lo cierto es que tanto Kant como Nietzsche sostuvieron lo que honradamente creyeron verdadero, y dedujeron de ahí la moral que resultaba coherente (o sea, la superioridad de la Voluntad sobre el Entendimiento). Simplemente, se equivocaban.

Los intelectualistas creemos, en cambio, que las personas hacen lo que creen mejor. No creemos (como sí cree Kant) que uno puede conocer lo mejor y hacer lo peor porque la Voluntad esté por encima del Entendimiento: esta es la tesis esencial del voluntarismo moderno. El intelectualismo no ve como una perniciosa tentación el conocimiento de nuestra verdadera naturaleza y de la felicidad que tiene necesariamente que ir asociada a lo que es bueno. El intelectualismo no encuentra más digna, heroica y bella una vida trágica. Al contrario, cree que, cuando las personas comprenden que justicia y felicidad van unidas, como causa y efecto, eso las hace a la vez mejores y más felices. El intelectualismo no acepta que esta vida sea una prueba, una durísima y jobesiana prueba, diseñada por un tiránico creador que, como guinda a sus diabluras, ha determinado que nadie sepa jamás si esa prueba tendrá siquiera alguna consecuencia en términos de felicidad.
Esa errónea identificación entre saber y astucia, ni siquiera es necesaria en la lógica interna de la ética kantiana. Porque Kant (respondiendo a los suspicaces que preguntan si no será nuestro secreto deseo de sentirnos satisfechos con nosotros mismos o, al menos, huir del desagradable sentimiento de arrepentimiento, el motor verdadero de nuestra conducta justa) nos advierte de que no hay que invertir el orden de causa y efecto. ¿Por qué no aducir esto a propósito del socrático-platónico, o el estoico? Tampoco ellos tuvieron por qué confundir la consecuente consecución de la gloria merecida, con la causa de la buena acción.