En un centro escolar, según he sabido por un conocido mío, había una vez un claustro de profesores sobre los que se cernían los más oscuros nubarrones. Con el cambio climático de la economía, el gobierno autónomo (autónomo respecto de los ciudadanos, se entiende) tuvo que tomar la desagradable decisión de amontonar alumnos en las aulas y profesores en el paro, para salvar así otras partidas vitales, como la ayuda a la fórmula uno o a la vela y, bueno, sí, hay que confesarlo, la subvención a algún colegio privado más, donde los padres pudieran ejercer su libertad de adoctrinar a sus hijos en los dogmas que Dios les hubiera (a los padres) inspirado.
El pobre inspector de la zona de aquel instituto de las afueras de algún pueblo o ciudad, anunció, pues, al director del centro (educativo), la triste noticia de que iba a reducir el número de grupos de alumnos, uniendo, por ejemplo, en uno solo, los dos grupos de primero de Bachillerato, el pequeñito y exquisito grupo de ciencias, y el plebeyo y masivo grupo de letras. Es conocida, arguyó, la bondad del mestizaje.
Los profesores, entonces, en su único y sano empeño de salvar la calidad de la enseñanza (¡piénsese que algunos de ellos podrían ir desplazados a otro destino, en otro centro, quizás en otra localidad!), comprendieron que la única manera de hacerlo era luchando a brazo partido por sus puestos de trabajo, lo que implicaba, coincidentemente (armonía preestablecida, lo llamó Leibniz), intentar salvar, entre otras cosas, los dos grupos de bachillerato independientes. Pero ¿cómo hacerlo? Solo lo conseguirían si el número de alumnos pre-matriculados para bachillerato era excesivo hasta para las amígdalas de la administración...
Llegó la última evaluación de junio, donde se decide objetiva y rigurosamente qué alumnos están capacitados para seguir la carrera por la excelencia en un peldaño más arriba y cuales tienen que intentar el salto una vez más tras el verano. En algún momento de la sesuda discusión (por supuesto puramente pedagógico-académica), alguien del equipo directivo del centro recordó a los demás profesores que, con ese pequeño número de alumnos que (pese a sus esfuerzos por contrarrestar la incomprensible obstinación de estos en suspender) se estaba logrando que promocionasen, el inspector tendría las manos libres para proponer un único grupo de primero de bachillerato. Entonces alguien, inteligente y comprometidamente, preguntó sin dudarlo cuántos alumnos había que aprobar para atarle las manos al malvado inspector. Hubo al instante, en aquel cónclave de maestros y jueces, un murmullo de aprobación y profundo respeto hacia esa valiente idea. Y se apeló a la responsabilidad de todos para que, con sus años de experiencia en este noble y divino arte de la enseñanza, consiguiesen el milagro de que los suspensos se transustanciasen en aprobados.
Nadie o casi nadie se acordó, entonces, de que era muy habitual, en sesiones de evaluación como esa, que un profesor de un área determinada se mantuviese inflexible en su cuatro y medio para un alumno en inglés, por ejemplo, pese a que tuviese aprobadas y hasta con notas decentes el resto de áreas o materias y pese a que ese suspenso frustrase muy probablemente sus expectativas académicas y personales, y pese a que la conveniencia de una consideración en términos globales y colegiados se contemplase en la propia ley (pero, eso sí, en su letra –muerta y en papel-, no en su espíritu –vivo en cada reunión de evaluación-).
Cada profesor, en conciencia, y en el silencio de su departamento, trabajó la nota de sus alumnos. Y hubo quienes lograron, incluso con facilidad, aprobados por los que nadie hubiese dado un duro antes de la crisis (ya se sabe, cuando unas cosas bajan, otras pueden subir, de rebote): de manera análoga a como es posible encontrar la trinidad en la unidad, fue alcanzable la péntada a partir de la tríada (y media) cuando fue el momento oportuno (el kairós, apuntó el profesor de griego). Hubo algunos miembros del cónclave, no obstante, que, también con profundas y dignas razones, se negaron y pernegaron a aprobar "injusta e inmerecidamente" (decían) a ningún alumno. Fueron justo aquellos profesores cuyas plazas no peligraban, porque no habían sido los últimos en llegar a su departamento o porque en ese departamento quizá no “sobraría” nadie.
Como no se sabía si sería suficiente con esto, se recurrió a donde hay que recurrir: a los políticos, representantes del pueblo. Se presume (de) que conversaciones en las altas esferas consumaron el milagro (¡ni siquiera fue menester, se dice, recurrir a los grandes empresarios de la zona!). El inspector tuvo que tragarse sus palabras y marcharse a hacer la purga en algún otro pueblo o ciudad.
Según mi conocido, se salvaron muchos puestos de trabajo, y, lo que es mejor, la calidad de la educación pública. Pero creo que se consiguió algo mejor que todo eso: los alumnos tuvieron una prueba real, extraescolar, fuera de las aulas, de que, con tenacidad y esfuerzo, con inteligencia y decisión, el destino puede reescribirse, y lo muy difícil se demuestra posible. No tenemos derecho a dejar de soñar: la jastucia está en nuestras garras.
La jastucia siempre triunfa. Con maestros como estos nadie entiende como profileran bribones (no, no he dicho borbones), jóvenes defraudados (futuros defraudadores) y apáticos (salvo para el "patos" del goce material), o vagos redomados, cuyo más claro fin es vegetar en el cada vez más seco erial que han agostado sus honorables preceptores.
ResponderEliminar¡Viva(mos) nosotros!
Un maestro de tantos,
ResponderEliminarno te preocupes, todo eso va a cambiar ahora, cuando el profesor recupere la autoridad que te da una tarima de madera (o simulación, por la crisis).
Por otra parte, aquí no necesitas ser tan humilde, puedes llamarte, si quieres, un maestro de tontos.
Saludos