Kant llegó a considerar como verdaderamente maravillosos (providenciales, podría decirse) los resultados aparentemente lamentables de la crítica de la razón pura (es frecuente en la Crítica de la Razón pura el tono: “hubiera sido bonito, pero ¡ay!, lamentablemente no es verdad: la paloma platónica quiere volar en el vacío”, tono del que realmente no lamenta que no sea cierto). Por supuesto, Kant se equivocaba completamente en su crítica a la Metafísica, pero eso ahora no importa. Recordemos por qué Kant consideraba una bendita desgracia que la Metafísica sea una ilusión:
- Que Dios, el Alma o la Libertad no fuesen tratables teóricamente era más bueno que malo, primero, porque dejaba incapacitado al ateísmo, si llegaba a encontrarse en nosotros (como de hecho Kant iba a encontrar –antes incluso de escribir la primera Crítica-) algo que nos inclinase a reconocer de alguna manera la Libertad y al Alma y a Dios, y nos sacase del impasse agnóstico. De paso, la Voluntad se mostraba como pura y absoluta, frente al pobre Entendimiento, incapaz de tratar con lo importante y valioso.
- Pero la imposibilidad de tratar teóricamente a Dios, Alma y Libertad no solo serviría para tener a raya a los ateos. También los fanáticos racionalistas (por ejemplo, platónicos, estoicos y gnósticos en general- que creían saber que quien fuese justo tenía asegurado el premio-) perderían toda base para su ética eudemonista trascendente. Es muy bueno, dice Kant, que el destino nos haya impedido saber cierto que somos inmateriales e inmortales, y que todos los actos son juzgados más allá del mundo material, porque si supiésemos eso cierto, entonces ya no sería posible saber de ninguna manera si actuamos moralmente o solo astutamente, por interés. Todos los filósofos (incluidos los más venerables de la antigüedad), todos menos yo, Kant, han confundido la moral con la astucia. Teníamos que ser justos para conseguir el premio (que ya que no se manifestaba por aquí, era situado en un iluso más allá). ¡No! Tenemos que ser justos por puro respeto a la ley. Y para eso es mejor que nuestra astucia no sepa las consecuencias de nuestros actos. Eso nos convierte en unos seres realmente trágicos, obligados por su conciencia a ser justos contra toda tendencia natural, pero sin poder saber jamás si lo sobre natural es algo más que una ilusión. Este pathos va a ser llevado al máximo por Kierkegard y los suyos.
Ahora bien, ¿podemos aceptar esto, o sea, que uno es más moral si no sabe o cree saber cierto que sus acciones acabarán bien antes o después? ¿Una buena persona no tendrá más remedio que verse completamente motivada (determinada) por lo que sepa que le espera? ¿Quiere decir Kant que una “persona justa”, en el caso de que se le apareciese Dios y le dijese que, con toda certeza, arderá por siempre en el infierno si ama a su prójimo como a sí mismo, no podrá evitar el miedo y se volverá inmoral? ¿Que la única manera de no ser presa de la astucia es no tener acceso a ella? ¿No es más bien propio de personas intrínsecamente astutas pensar que es preferible no saber los efectos últimos de la acción?
Si quisiéramos ejercer la sospecha nietzscheana, diríamos que Kant tramó todo para que encajase con la moral que él quería hacer vendible. Pero la sospecha nietzscheana, como el resto de sospechas modernas, son parte del mismo espíritu astuto y rebajado que respira Kant. Lo cierto es que tanto Kant como Nietzsche sostuvieron lo que honradamente creyeron verdadero, y dedujeron de ahí la moral que resultaba coherente (o sea, la superioridad de la Voluntad sobre el Entendimiento). Simplemente, se equivocaban.
Los intelectualistas creemos, en cambio, que las personas hacen lo que creen mejor. No creemos (como sí cree Kant) que uno puede conocer lo mejor y hacer lo peor porque la Voluntad esté por encima del Entendimiento: esta es la tesis esencial del voluntarismo moderno. El intelectualismo no ve como una perniciosa tentación el conocimiento de nuestra verdadera naturaleza y de la felicidad que tiene necesariamente que ir asociada a lo que es bueno. El intelectualismo no encuentra más digna, heroica y bella una vida trágica. Al contrario, cree que, cuando las personas comprenden que justicia y felicidad van unidas, como causa y efecto, eso las hace a la vez mejores y más felices. El intelectualismo no acepta que esta vida sea una prueba, una durísima y jobesiana prueba, diseñada por un tiránico creador que, como guinda a sus diabluras, ha determinado que nadie sepa jamás si esa prueba tendrá siquiera alguna consecuencia en términos de felicidad.
Esa errónea identificación entre saber y astucia, ni siquiera es necesaria en la lógica interna de la ética kantiana. Porque Kant (respondiendo a los suspicaces que preguntan si no será nuestro secreto deseo de sentirnos satisfechos con nosotros mismos o, al menos, huir del desagradable sentimiento de arrepentimiento, el motor verdadero de nuestra conducta justa) nos advierte de que no hay que invertir el orden de causa y efecto. ¿Por qué no aducir esto a propósito del socrático-platónico, o el estoico? Tampoco ellos tuvieron por qué confundir la consecuente consecución de la gloria merecida, con la causa de la buena acción.
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