Hay la tentación de describir lo que hoy pasa en la política diciendo que lo que pasa es que quien manda es el dinero, o su deseo (el deseo de él, en los dos sentidos, objetivo y subjetivo, de ese “de”). Se habría subvertido el orden de las prioridades políticas (o ético-políticas). Vivimos bajo una plutocracia. Pero esto, pese a ser tan claro, o precisamente por ello, es también muy oscuro. ¿Realmente hay gente tan ofuscada como para no pensar más que en el dinero? Y ¿cómo puede ser que estos pobres diablos dirijan a todos los demás, o sea, a una gran mayoría de personas sensatas que saben que las cosas verdaderamente valiosas apenas se pueden decorar, no digamos ya comprar, con una tarjeta de crédito? ¿Cómo puede ser que el poder lo tenga el dinero?
Acabo de releer un texto de Aristóteles (Política, 1257a y siguientes), en que el Filósofo se encarga de eso, del dinero, y especula sobre la especulación: sobre su nacimiento y su causa o principio, y sobre su “malversación”, sobre su inflación moral. Antaño, historia Aristóteles, fue el trueque, pero cuando creció la sociedad (lo cual era bueno) hizo falta un valor intermediario, algo que tuviese el valor de recorrer las distancias que había entre las cada vez más alejadas cosas producidas e intercambiables. Entonces:
Se convino en dar y recibir en los cambios una materia que, además de ser útil por sí misma, fuese fácilmente manejable en los usos habituales de la vida; y así se tomaron el hierro, por ejemplo, la plata, u otra sustancia análoga, cuya dimensión y cuyo peso se fijaron desde luego, y después, para evitar la molestia de continuas rectificaciones, se las marcó con un sello particular, que es el signo de su valor.
Este es el uso correcto, natural, domesticado, del dinero. Para eso vino al mundo, para facilitar el intercambio, es decir, el cambio en que no se gana ni se pierde, en que se mantiene igual no sólo la cantidad total de riqueza o valor material, sino también su distribución según los méritos y el trabajo. Pero el dinero no se conformó con ser un correveytráelo, sino que quiso dar a luz algo, producir: todas las cosas, en la medida de su perfección, desean reproducirse. ¿Por qué el dinero no iba a ser algo? ¿Acaso no había que trabajarlo?:
Con la moneda, originada por los primeros cambios indispensables, nació igualmente la venta, otra forma de adquisición excesivamente sencilla en el origen, pero perfeccionada bien pronto por la experiencia, que reveló cómo la circulación de los objetos podía ser origen y fuente de ganancias considerables. He aquí cómo, al parecer, la ciencia de adquirir tiene principalmente por objeto el dinero, y cómo su fin principal es el de descubrir los medios de multiplicar los bienes, porque ella debe crear la riqueza y la opulencia.
Algunos se dieron cuenta de que se podía producir (mucho) de no producir (nada). La crematística (mal llamada, en nuestros crematísticos tiempos, “economía”) es completamente diversa (aunque, como veremos, completamente semejante) a la (auténtica) economía, porque toma como fin lo que es puro medio. Su fin es el medio, el medio de los medios. Pero, claro, un mero medio es algo en sí vacío, que sólo puede recibir su valor de un fin. Así que, pese a las apariencias, el dinero no vale nada:
Esta es la causa de que se suponga muchas veces que la opulencia consiste en la abundancia de dinero, como que sobre el dinero giran las adquisiciones y las ventas; y, sin embargo, este dinero no es en sí mismo más que una cosa absolutamente vana, no teniendo otro valor que el que le da la ley, no la naturaleza, puesto que una modificación en las convenciones que tienen lugar entre los que se sirven de él, puede disminuir completamente su estimación y hacerle del todo incapaz para satisfacer ninguna de nuestras necesidades. En efecto, ¿no puede suceder que un hombre, a pesar de todo su dinero, carezca de los objetos de primera necesidad?, y ¿no es una riqueza ridícula aquella cuya abundancia no impide que el que la posee se muera de hambre? Es como el Midas de la mitología, que, llevado de su codicia desenfrenada, hizo convertir en oro todos los manjares de su mesa.
El dinero está, por naturaleza, sujeto al sujeto, o a los sujetos políticos: a quien le de valor. El dinero es vano, depende de nosotros… Ahora bien, ¿es esto realmente así, incluso en el aristotelismo? En cierto modo sí, pero también en cierto modo no. Las cosas, según Aristóteles, tienen un valor por naturaleza. No está en nuestra mano darles tal o cual valor. Está en nuestra mano equivocarnos o acertar con el valor que ellas tienen. Pero, si es así, el dinero debe heredar de las cosas ese valor: no le podemos dar el que “nos de la gana”. Al fin y al cabo, el dinero vale para algo, tiene un fin, y por tanto, una dignidad. Es cierto que, al no tener él un valor por sí mismo, el error en la asignación (o reconocimiento) de lo valioso que es, se puede duplicar. Podemos equivocarnos en que tal cosa tenga valor (y por tanto sea un fin deseable), y también en que tal medio sea el (más) apropiado para conseguirla. Pero ¿por qué iba a ser completamente arbitraria la valoración del dinero? Además, muchas otras cosas están en una situación semejante, no son puros fines, sino medios. ¿Qué persona, dentro del engranaje de la economía, trabaja en fines puros? ¿Quizá el agricultor? Pero no ya el envasador.
Convengamos, en todo caso, con Aristóteles en que el valor del dinero estará sujeto al valor que hayamos de conceder a las cosas por sí valiosas. Quien tenga dinero no tendrá aún nada que comprar con él, hasta que se le asigne precio a las cosas. En caso extremo, una sociedad rigorista, puede llegar a quemar todo el dinero. Esto quiere decir que, pese a lo que parecía, nadie, por muy loco que esté, puede valorar el dinero por sí mismo:
Así que con mucha razón los hombres sensatos se preguntan si la opulencia y el origen de la riqueza están en otra parte, y ciertamente la riqueza y la adquisición naturales, objeto de la ciencia doméstica, son una cosa muy distinta. El comercio produce bienes, no de una manera absoluta, sino mediante la conducción aquí y allá de objetos que son precisos por sí mismos. El dinero es el que parece preocupar al comercio, porque el dinero es el elemento y el fin de sus cambios; y la fortuna que nace de esta nueva rama de adquisición parece no tener realmente ningún límite. La medicina aspira a multiplicar sus curas hasta el infinito, y como ella todas las artes colocan en el infinito el fin a que aspiran y pretenden alcanzarlo empleando todas sus fuerzas. Pero, por lo menos, los medios que les conducen a su fin especial son limitados, y este fin mismo sirve a todas de límite. Lejos de esto, la adquisición comercial no tiene por fin el objeto que se propone, puesto que su fin es precisamente una opulencia y una riqueza indefinidas. Pero si el arte de esta riqueza no tiene límites, la ciencia doméstica los tiene, porque su objeto es muy diferente. Y así podría creerse, a primera vista, que toda riqueza, sin excepción, tiene necesariamente límites. Pero ahí están los hechos para probarnos lo contrario: todos los negociantes ven acrecentarse su dinero sin traba ni término. Estas dos especies de adquisición tan diferentes emplean el mismo capital a que ambas aspiran, aunque con miras muy distintas, pues que la una tiene por objeto el acrecentamiento indefinido del dinero y la otra otro muy diverso.
Una cantidad infinita de dinero puede ser nada, mientras no reciba límite y medida. Es lo que le pasa a todo lo indefinido, según los griegos, a la pura cantidad sin orden. Necesitamos, como dice el Extranjero en el Político, una metrética, una ciencia de la medida de lo valioso. Curiosamente, hay gente que, ignorando eso, se dedican a acumular, y lo hacen exponencialmente. Pero, ¿cómo puede ser que alguien haya llegado a confundir un mero medio con un fin? Los “especuladores”, en cuanto tales, tienen que tener un completo desconocimiento (o, mejor -por más paradójico-, tienen que tener una absoluta falta de conocimiento) del valor de las cosas. Porque, ¿cómo quieren vivir? ¿Qué piensan sacar del dinero? Algún otro fin tienen que tener, porque el dinero ni se come, ni abriga, ni sirve, en sí mismo, para nada natural.
Aquí viene la otra parte de la explicación, casi inconsistente con lo anterior. Los especuladores son gente que vive para satisfacer su deseo de placeres corporales, que, como se sabe, son ilimitados (como la propia crematística) y costosos (lo que es la media naranja de la crematística). Aquí está el casamiento:
Esta semejanza ha hecho creer a muchos que la ciencia doméstica tiene igualmente la misma extensión, y están firmemente persuadidos de que es preciso a todo trance conservar o aumentar hasta el infinito la suma de dinero que se posee. Para llegar a conseguirlo, es preciso preocuparse únicamente del cuidado de vivir, sin curarse de vivir como se debe. No teniendo límites el deseo de la vida, se ve uno directamente arrastrado a desear, para satisfacerle, medios que no tiene. Los mismos que se proponen vivir moderadamente, corren también en busca de goces corporales, y como la propiedad parece asegurar estos goces, todo el cuidado de los hombres se dirige a amontonar bienes, de donde nace esta segunda rama de adquisición de que hablo. Teniendo el placer necesidad absoluta de una excesiva abundancia, se buscan todos los medios que pueden procurarla. Cuando no se pueden conseguir éstos con adquisiciones naturales, se acude a otras, y aplica uno sus facultades a usos a que no estaban destinadas por la naturaleza. Y así, el agenciar dinero no es el objeto del valor [valentía], que sólo debe darnos una varonil seguridad; tampoco es el objeto del arte militar ni de la medicina, que deben darnos, aquél la victoria, ésta la salud; y, sin embargo, todas estas profesiones se ven convertidas en un negocio de dinero, como si fuera éste su fin propio, y como si todo debiese tender a él.
Al fin resulta que las personas que se dedican principalmente a la especulación crematística (o sea, todos, en alguna medida) no es que, como Midas, hayan tomado un mero medio por un auténtico fin, sino que tienen fines que, de por sí, carecen de límites. No saben vivir bien y como es debido. Se dedican meramente a vivir. Presuntamente, las necesidades propias de una vida decente y sabia son pocas, y necesitan pocos medios. Sobre todo, quien sabe vivir no piensa en los medios más que en los fines, y sólo contempla fines que tengan fin, o sea, que tengan límite, medida, orden. El sabio vivirá conforme a la medida de la razón, no conforme a la “razón” del dinero.
Hay que notar cómo lo que Aristóteles (siguiendo en esto a Sócrates y Platón, y precediendo a estoicos y epicúreos) considera vivir bien o saber vivir o vivir como es debido –para ser feliz y realizarse- es justo lo contrario de lo que la gente, entonces y ahora, suele llamar vivir bien. La gente llama malvivir o sobrevivir a lo que Aristóteles llama vivir bien; y Aristóteles dice que quienes se toman molestias en acumular dinero para intentar, al fin y al cabo, llenar el tonel sin fondo de los deseos, es que se dedican sólo a vivir (un poco “como cerdos”) y no a bien-vivir. Y así es como algunos filósofos se ven tentados a caer en una infravaloración del dinero, como algo propio de ignorantes, pero sin peso ético y político.
Todo esto es, a la vez, evidente y muy oscuro. Desde luego, si tuviesen razón esos filósofos (o esa tentación), los especuladores no serían un problema social importante: al que sabe-vivir-bien no le afectará gran cosa aquella ansia inmoderada de medios, que tienen algunos, para satisfacer ansias inmoderadas como fines. Sólo les afectará a ellos mismos, a los ansiosos. Y algo de razón solemos creer que hay en esto. Hoy muchos predican el “decrecimiento”, o, mejor sería decir, el crecimiento hacia el lado correcto (menos “consumistas”, más ecológico, etc.). Pero también tiene algo de muy dudoso. ¿Tiene toda crítica a la crematística que acabar con una alabanza del espartanismo? Pero, sobre todo, ¿es válido, moral y políticamente, ese desprecio “olímpico” del dinero, como si el dinero no tuviese nada que ver con la vida digna? ¿Son, entonces, los fines honestos (tales como, según los filósofos, el conocimiento, una buena organización política, una red de museos, una buena salud, etc.) cosas en sí baratas, con poca necesidad de medios (y, por tanto, de dinero)? ¿No es bestialmente evidente que mucha gente, que no tiene siquiera la posibilidad de elegir una vida digna y frugal (ya le ha sido asignada por el destino), muere de “desnutrición” en un mundo de opulentos especuladores?
Aristóteles nos recuerda algo muy sensato, pero muy difícil para el pensamiento moderno: no hay que confundir ni los medios con los fines, ni cuáles son nuestros fines propios. No hay que confundir, primero, la “economía” con el valor y fin de la vida (con la auténtica economía). No hay que confundir, segundo, la felicidad con la satisfacción.
Las dos confusiones tienen algo en común: son propias de un pensamiento de lo indefinido, un pensamiento que prioriza la cantidad sobre la calidad, la acumulación sobre el orden. Y las dos confusiones son propias de un pensamiento irracionalista de fondo, que cree que no hay nada racional que decir sobre fines adecuados, y la razón es una mera esclava contable de los deseos. Pero es necesario recordar que está en nuestra mano poner (o descubrir) orden en las prioridades morales y políticas; que, si hoy somos “esclavos del dinero” es porque somos esclavos en nosotros mismos; que si estamos perdidos en un “crecimiento” desordenado y sin límites, es porque creemos que nosotros mismos somos un magma de ansia indefinida.
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