Lo que se dijo de los individuos en los capítulos anteriores, es igualmente aplicable a los sujetos colectivos constituidos como individuos. Hay, sostiene Pettit, sujetos colectivos, como lo muestra el dilema discursivo. Este dilema parte del hecho de que el resultado de una decisión colectiva no es el mismo si se parte de las decisiones individuales para sumar, después, los votos, que si se comienza votando sobre las consideraciones relevantes probadas. El dilema consiste en si hay que individualizar o colectivizar la razón en la toma de decisiones de colectivos. Todos los grupos intencionales habrán de hacer frente a este dilema.
Si pensamos en las personas como interlocutores válidos, es evidente, dice el autor, que los grupos “integrados” (o sea, con el orden suficiente como para que las decisiones colectivas no equivalgan a la suma de las partes) deberían contar como personas. No es posible, añade Pettit, analizar el nosotros desde la perspectiva del yo, por la misma razón por la que no puede reducirse el yo a una forma no pronominal. Por tanto los grupos integrados son primeras personas, y tienen los mismos criterios de identidad personal que un yo individual (ser responsable de su pasado).
Todo lo que tiene relación con la libertad tiene que ver con la política. Un Estado o un Gobierno es un sujeto colectivo especial: es el único que puede legítimamente recurrir al uso de la fuerza en nombre de los ciudadanos. El Estado está obligado a tender al cumplimiento de diferentes ideales, como el de libertad para todos sus miembros. El ideal que el Estado debe tener en mente es, en consecuencia, fomentar el control discursivo, que es, como hemos dicho, lo que define la verdadera y auténtica libertad de la persona. Ahora bien, es “contrario a la intuición” pensar que debe ampliar el control discursivo tanto de sujetos colectivos como individuales, pues en muchas ocasiones éstos chocan, y no es nada claro que haya que sacrificar la libertad de ciertos individuos en aras de ampliar la de un colectivo como tal. Sostiene, pues, Pettit, que sólo el control discursivo de los seres humanos individuales ha de preocupar al Estado. Los sujetos colectivos llegan a ser tales por estar al servicio de los intereses de los sujetos individuales.
Entre los factores que afectan al control discursivo, los hay no sólo materiales, sino también psicológicos, pero sería arriesgado dejar que el Estado se encargase de estos, cree Pettit, porque seguramente degeneraría en una institución entrometida y opresora.
Por último, dado que el control discursivo se ve afectado tanto en los fines como en los medios, el Estado debe ocuparse de ambos aspectos, y no limitarse al efectivo control discursivo.
Puede distinguirse, según el autor, tres maneras de entender el ideal de la libertad política:
-Las teorías políticas de la libertad como no-limitación creen que todas las limitaciones son iguales y perversas. El individuo será libre políticamente en tanto se vea libre de ellas. Pero, para una concepción de libertad como control discursivo, esta teoría es insatisfactoria, y no todas las limitaciones son igual de perversas. Lo son más las que tienen su origen en obstáculos o coacciones debidos a otros. Según la teoría de la no-limitación, debería ser aceptable, por ejemplo, que el estado coaccionase, manipulase o forzase a la gente para luchar contra ciertas otras limitaciones. En cambio, para un defensor, como Pettit, de la libertad como control discursivo, es mucho más perniciosa la limitación del control discursivo de una persona que la limitación en el número de elecciones.
-Otras teorías defienden que la libertad política consiste en la no-interferencia. Una persona interfiere con otra en la medida en que intencionada o cuasi-intencionadamente hace más difícil la elección que vaya a llevar a cabo la otra, sea incrementando los costes de la elección, sea mediante la negativa a que el elector tenga conocimiento de las posibles opciones y costes. La coacción es un tipo de interferencia porque aumenta los costes. El Estado, según la teoría de la no-interferencia, debe ocuparse tanto del aspecto formal como de la no-interferencia efectiva (como sostiene Rawls). Este es el ideal dominante en la política, y en la teoría política, contemporáneas, recuerda Pettit. Pero puede hacérsele dos críticas: Primero, no distingue entre interferencias hostiles e interferencias forzadas por los intereses reconocidos de la persona que la sufre. Esta última no es arbitraria. Al no reconocer esta distinción, esta teoría cree arbitraria toda interferencia, y carece de fecundidad institucional. Es totalmente “contrario a la intuición”, argumenta Pettit, equiparar la interferencia estatal con la de los individuos. Segunda crítica: también resulta demasiado pobre desde un punto de vista sociológico. Hay sujetos individuales y colectivos que disponen de la capacidad para interferir arbitrariamente en la vida de alguien, aunque rara vez lleguen a hacerlo (porque no lo necesitan): ejercen un dominio (ejemplo, el padre sobre el niño).
-El ideal de no-dominación, por último, es el que mejor nos permite articular, cree Pettit, las exigencias del control discursivo. No condena la interferencia como tal, sino sólo en cuanto se produce de un modo arbitrario; y se preocupa de que no haya dominio. La interferencia no arbitraria del Estado, para procurar la máxima (y auténtica) libertad, es similar a la de los marineros por Ulises.
Podría todo esto parecer una gran ingenuidad, reconoce Pettit, porque es muy probable que los Estados reales actúen de forma arbitraria. Pero recordemos, dice, que se trata de un ideal de Estado.
Se presenta, no obstante, una paradoja: nadie podría disfrutar de control discursivo concedido por otros que son lo bastante fuertes como para negárselo. Es decir, o se tiene ya control discursivo (y entonces no hace falta conseguirlo) o no se tiene (y entonces no se puede conseguir). La manera de superar esta paradoja, dice Pettit, es aceptar que el poder por el que una persona decida sobre el control discursivo, no sea personal: puede ser un poder vicario.
Esta teoría de libertad como no-dominación, recuerda Pettit a continuación, es idea fundamental de la tradición republicana. Los republicanos reclamaban que la contención de la autoridad y poder del Estado exigía que todos los ciudadanos permaneciesen vigilantes ante cualquier facción que pretendiese apoderarse del estado para sus propios fines, al tiempo que les animaba a tomar parte activa en la política. De ahí viene el interés republicano por las virtudes cívicas y la participación política. El republicanismo inspiró a Montesquieu, Rousseau y Kant, así como a los colonos ingleses de América. Frente a esa concepción está la del absolutista Hobbes, libertad como no-intromisión. Pero resurgió con Bentham. ¿Por qué, se pregunta Pettit, autores progresistas como Bentham o Paley adoptaron tal teoría de la libertad? La razón es quizá, especula el autor, que esos autores eran tan progresistas como para considerar a mujeres y criados como parte del pueblo por el que el Estado debía velar, pero eran, a la vez, conscientes de que no podría lograrse políticamente ese reconocimiento (afectaría al estatus de la familia, etc.), así que relajaron sus exigencias de no-dominación y asumieron el ideal de no-interferencia. Quizá sea ya momento, propone Pettit, de volver al republicanismo y el ideal de no-dominación.
Una filosofía republicana dice que hay que adoptar medidas para poner freno tanto al poder interno del dominium como al poder de cualquier enemigo externo:
"Un Estado republicano habrá de fomentar formas sociales de vida en las queEse ideal
cada cual sea capaz de mirar directamente al otro a los ojos, con una conciencia común de que no dependen de su buena voluntad ni están a merced de cualquier sujeto colectivo.”
"ha de ser tal que, en palabras de Amartya Sen, cada ciudadano disfrute de una enorme capacidad de adaptación a la sociedad en la que le ha tocado vivir, es decir, de una situación en la que pueda confiarse en que cada uno de ellos será capaz, por sus propios medios y según las exigencias de su entorno inmediato, de tener acceso a la alimentación y a la vivienda, a la atención médica, a la educación y a la información, así como a una red cultural, al trabajo, a la movilidad y a una habilidad que haga necesario que los demás se pongan en contacto con él, etc.”Pero el imperium sólo podrá actuar dentro de ciertos límites. Un Estado que los traspase –ultra vires- podrá constituir probablemente una mayor amenaza para la libertad como no-dominación que cualquier otro peligro con el que se suponga que debe acabar. ¿Cuáles son, pues, los límites del Estado? La única posibilidad es que el Estado no sea arbitrario, y no lo será mientras se vea obligado a seguir los intereses reconocidos comunes de sus ciudadanos, a dar respuesta sólo a esos reconocidos y comunes intereses ciudadanos. El ideal de libertad política es inseparable de la democracia (teóricos de la no-interferencia han llegado, en cambio, a sostener que una dictadura benigna podría ser mejor). Si el Estado es el único legítimo detentador de la fuerza, para evitar que sea un poder dominante y arbitrario sólo queda que otorgue la Voz a los ciudadanos, la voz que autoriza o protesta.
¿Qué hay que decir de los intereses comunes y reconocidos de un pueblo? Cierto bien coincidirá con el interés común de una población si existen consideraciones dignas de ser tenidas en cuenta y que abran una vía para la cooperación que sirva para alcanzar, de forma colectiva, su consecución.
“Tales consideraciones son aquellas que cualquiera, en un proceso discursivo conCandidatos claros son aquellos en que, como sabemos por teoría de juegos, es preferible la cooperación, aunque ésta no se lograría sin que medie obligación sobre los implicados. También ciertas medidas redistributivas (para sentirse todo el mundo protegido).
los demás acerca de lo que se puede conseguir de forma conjunta o colectiva, puede presentar sin sonrojo como importantes (Habermas, 1984)”.
La comunidad de intereses es totalmente compatible, por supuesto, dice Pettit, con la diversidad económica, social y, por supuesto, étnica.
Puede utilizarse la estrategia de la democratización –voz- para obligar al Estado a que atienda a todos y sólo a aquellos intereses comunes y reconocidos de los ciudadanos. El estado debe ser capaz de heurística generativa y evaluadora. Análogamente a como en el mundo editorial el autor es candidato y luego el editor pone condiciones, las instituciones democráticas tienen que controlar a aquellos autores que ofertan presumibles políticas de interés común. Mediante los procesos electorales, la ciudadanía se hace autora de las ideas que aspiran a representar los intereses comunes. El control editorial del estado, que sólo puede ser ejercido por individuos o grupos –no por todos-, no puede adoptar forma de veto, tiene que dar la posibilidad de contestación y presentar la viabilidad de un régimen contestatario.
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