Imaginemos que un tratado de Medicina comenzase diciendo que,
puesto que todo existe y ocurre según una ley de la Naturaleza (o Dios, si
se quiere), por naturaleza no existe la enfermedad, y que la salud de cada uno es
lo mismo que el estado fisiológico en que uno está o tiene poder para estar, de
manera que la enfermedad es una mera opinión humana, debida a que, por su
finitud y desconocimiento de las causas de todo, el hombre no comprende en qué
sentido todo es como tiene que ser. O imaginemos un tratado de Teoría del Conocimiento
que comenzase diciendo que por naturaleza no existe el error, puesto que todo
el mundo cree lo que tiene que creer, dadas las causas completas del mundo, y
que los prejuicios forman parte de nuestra naturaleza tanto como lo hace el
sano uso de la metodología científica.
Pues así es como comienza, en el Tratado Político, la fundamentación
que propone Spinoza del Derecho y la Justicia. Puesto
que –razona Spinoza- de la esencia de las cosas naturales no se sigue su
existencia, el poder por el que existen y actúan es el mismo poder de Dios (léase
la Naturaleza,
si se quiere) por el que son creadas. Y, puesto que el derecho de Dios es lo
mismo que su poder:
“Cada cosa natural tiene por naturaleza tanto derecho como
poder para existir y para actuar.” (Tratado Político, II, 3 –cito por la
edición de Atilano Domínguez, en Alianza editorial-)
Por naturaleza, no hay pecados ni injusticias, pues serían
pecados e injusticias de Dios mismo. Por naturaleza uno tiene derecho a
intentar todo lo que desee, y tiene derecho a hacer todo lo que tiene poder
para hacer. Si tengo fuerza suficiente para esclavizar a los demás, y ese es mi
deseo, tengo el derecho natural. El derecho natural, dice Spinoza, no prohíbe
sino lo que nadie desea.
“Por consiguiente, cuanto nos parece ridículo, absurdo, o
malo en la naturaleza, se debe a que solo conocemos parcialmente las cosas y a
que ignoramos casi por completo el orden y la coherencia de toda la naturaleza
y a que queremos que todo sea dirigido tal como ordena nuestra razón. La
realidad, sin embargo, es que aquello que la razón dictamina que es malo, no es
tal respecto al orden y las leyes de toda la naturaleza, sino tan solo de la
nuestra” (II, 8)
Si lo conociéramos todo, lo comprenderíamos. Auschwitz no estaría
mal. De hecho, fue bueno y justo, visto sin parcialidad y desde el punto de
vista de la sustancia única y total, de Deus sive Natura, puesto que fue obra
de Dios o la Naturaleza
mismo.
“Se sigue, además, que cada individuo depende jurídicamente
de otro en tanto en cuanto está bajo la potestad de este, y que es
jurídicamente autónomo en tanto en cuanto puede repeler, según su propio
criterio, toda fuerza y vengar todo daño a él inferido y en cuanto, en general,
puede vivir según su propio ingenio” (…) “Tiene a otro bajo su potestad, quien
lo tiene preso o quien le quitó las armas o los medios de defenderse o de
escaparse, o quien le infundió miedo o lo vinculó a él mediante favores, de tal
suerte que prefiera complacerle a él más que a sí mismo y vivir según su
criterio más que según el suyo propio” (II, 9 y 10)
Y lo mismo, por supuesto, vale para las sociedades, que son,
por naturaleza, enemigas unas de otras:
“Por tanto, si una sociedad quiere hacer la guerra a la
otra, y emplear los medios más drásticos para someterla a su dominio, tiene
derecho a intentarlo, ya que, para hacer la guerra, le basta tener la voluntad
de hacerla” (III, 13)
Desde luego, este es un extraño y, diríamos, bárbaro
concepto de Derecho Natural… aunque es el bárbaro concepto de derecho natural que
no tienen más remedio que asumir todos los naturalistas y positivistas. Pero no
es solo bárbaro porque justifique algunas cosas que consideramos moral y
políticamente injustificables, sino porque, en realidad, justifica cualquier
cosa, con tal de que ocurra, o sea, porque no permite justificar ninguna (o no
permite justificar discriminadamente, unas y
no otras): todo es justo. No distingue, de hecho, entre Hecho y Derecho,
entre lo que ocurre y lo que es justo.
¿Qué sentido tiene, entonces, a esas alturas, el concepto de
Derecho? ¿Qué sentido tiene decir que, en Dios, el derecho es lo mismo que el
poder? ¿Cómo podría distinguirse una cosa de la otra, entonces? ¿Son, en
términos absolutos y no parciales, dos meros nombres para lo mismo, Derecho y
Poder? ¿No sería mejor, entonces, decir que en la Naturaleza (o para Dios,
o desde una perspectiva absoluta) no existe el Derecho? En verdad, Spinoza
expresa el más crudo y brutal de los positivismos, con esa extraña vestimenta
de (pan)teológico.
Por “naturaleza” no existe la enfermedad (todo es todo lo
sano que puede), ni el error (todo cognoscente comprende cuanto puede), ni el
pecado (todos hacen cuanto pueden y desean) (Tampoco, según su “ética”, existe
la libertad, pues todo está omnímodamente determinado, lo que no impide, no
obstante, al filósofo, dar consejos y prescripciones de cómo debería uno
conducirse). Sin embargo, la gente va al médico con la intención de que su
salud no sea cualquiera; y la gente suele preocuparse por seguir un “adecuado”
método de conocimiento (un orden geométrico, por ejemplo) que le garantice que
tiene creencias correctas, y no
cualquier creencia que le suceda o quiera Dios que le ocurra. Y lo mismo pasa
con la justicia: la gente considera unas cosas más justas que otras. ¿Es solo,
como dice Spinoza a estas alturas, por su ignorancia de las causas completas, de
modo que el conocimiento de estas le mostrarían que el estado en que estaba al considerarse
enfermo, ignorante o injusto, no era peor que aquel al que quiere llegar, ya
que ambos se siguen del poder de Dios con la misma necesidad?
Obviamente, Spinoza no tiene hasta aquí una teoría política
(ni terapéutica, ni teorética, ni ética, ni de ningún tipo), porque no tiene
manera de distinguir lo válido de lo que no lo es. Falta lo esencial para una
teoría política, es decir, el elemento normativo o ideal, el debería-ser. De
hecho Spinoza se va a afanar a continuación por construir una teoría de la Justicia y del Estado, en
el interior del cual ya exista el “pecado”. Inútilmente. En ningún momento va a
conseguir distinguirlo de lo meramente fáctico, no va o producir lo normativo y
prescriptivo, lo racionalmente obligante. Al fin y al cabo, todo lo que acabe
ocurriendo será lo que debería ocurrir, y cualquier deseo o prescripción en
contra es fruto de nuestra ignorancia.
* * *
¿Por qué la gente, y los filósofos, suelen pensar que no
todo aquello para lo que se tiene poder, está justificado y se tiene derecho a
ello, ni siquiera “por naturaleza”, lo mismo que no creen que cualquier estado
fisiológico en que se hallen es tan bueno como otro, ni que todo lo que uno crea o diga es
correcto con solo que tenga fuerza suficiente para creerlo y decirlo? Porque la
gente y los filósofos creen que la naturaleza del hombre es una naturaleza
racional, y esto implica que es normativa, y discrimina entre lo correcto y lo
incorrecto (verdadero – falso, justo –injusto…), estableciendo una distinción
entre lo que sucede y lo que debería suceder (lo que sucede que uno cree o uno
hace, y lo que uno debería creer o hacer). Pero Spinoza rechaza desde el
principio que la naturaleza del hombre sea racional más que irracional (como
podría rechazar, análogamente, que su naturaleza corporal sea más bien la salud
que la enfermedad, la vida que la muerte): nos mueven tanto los prejuicios y
las pasiones, como la razón. Por tanto, el poder natural “o derecho” del hombre
no debe definirse por la razón, sino por cualquier tendencia “natural” suya (de
manera similar, el conocimiento de los hombres no debería definirse por la
razón, sino por cualquier creencia, proceda de donde proceda –prejuicios,
imaginaciones-, o la salud del hombre no debe definirse por lo sano, sino por
cualquier patología que le advenga, porque todo es parte de su salud):
“Muchos, sin embargo, creen que los ignorantes más bien
perturban que siguen el orden de la naturaleza, y conciben que los hombres
están en la Naturaleza
como un Estado dentro de otro Estado. Sostienen, en efecto, que el alma humana
no es producida por causas naturales, sino que es creada inmediatamente por
Dios y que es tan independiente de las demás cosas que posee un poder absoluto
para determinarse y para usar rectamente de la razón. La experiencia, no
obstante, enseña hasta la saciedad que no está en nuestro poder tener un alma
sana más que tener un cuerpo sano”. (II, 6)
Spinoza malinterpreta aquí la teoría de la racionalidad “natural”,
como si esta dijese que el hombre tiene, efectiva y fácticamente, el poder
absoluto de conducirse racionalmente, cuando lo que, en realidad, dice la
teoría (platónica, aristotélica, etc.) es que el hombre tiene esa potencialidad
y ese fin, esa esencia, y que es para él un deber procurar conducirse
racionalmente. Spinoza no logra o no quiere distinguir lo actual de lo
potencial.
Nuestro filósofo “demuestra” que los hombres no son por
naturaleza racionales, porque en ese caso faltaría una justificación de su
conducta irracional. Los hombres no fueron alguna vez completamente racionales
y luego se volvieron parcialmente irracionales, como los conocemos hoy en día.
Apelar a una “caída” es no comprender en absoluto la libertad, confundirla con
la contingencia, porque un ser verdaderamente libre, es decir, determinado por
la razón, no habría caído nunca en la irracionalidad. ¿Cómo, pudiendo ser más
perfectos, elegir serlo menos? Cuanto más libre fuese el hombre, más
conscientemente tenderá a conservar su ser. La teología, pues, no explica el pecado. Sin embargo,
este argumento se basa en el intelectualismo moral de Spinoza, según el cual la Voluntad no puede
contravenir a la Razón,
y no en el origen natural o no del hombre.
El argumento de Spinoza contra la tesis del pecado natural,
solo es válido de hecho contra una concepción naturalista de la naturaleza, para quien confunda fundamento con
historia. Si llamamos naturaleza, no a lo que simplemente ocurre, sino a lo que
debería ser de acuerdo con las nociones que nos permiten incluso entender lo
mismo que sucede, y que tienen un esencial carácter normativo y potencial,
entonces la teoría del pecado cambia. Al menos (si aceptamos el intelectualismo
moral) se salva una teoría del error, es decir, de lo que ocurre pero no
debería ocurrir.
Lo que tenemos en Spinoza, "disfrazado" de Dios, es, decía, el
más crudo naturalismo, es decir, la casi total falta de profundidad de idea de
Naturaleza, y un retroceso a la barbarie desde las filosofías platónica y
aristotélica a las filosofías materialistas y mecanicistas, propias de algunos
presocráticos y de la concepción galileana. En la edad moderna, la naturaleza
ha sufrido una caída, un intento de reducción, al lenguaje más crudo y vacío de
las matemáticas y la mecánica. Todo lo que no encaja ahí, es ilusorio.
Compárese esta teoría naturalista moderna con una teoría
aristotélica acerca de, por ejemplo, la
salud. Según esta, por naturaleza es sano para el cuerpo todo pero solo aquello
que le permite realizarse según su entelequia y teleología propia, y es por
naturaleza enfermedad todo lo que va contra su fin propio. Por tanto, existen
por naturaleza (por la naturaleza propia de un vivo) la enfermedad y la salud.
O veamos una teoría del Conocimiento capaz de contener el concepto de validez:
por naturaleza es correcta aquella creencia que procede de la razón y el uso
cuidadoso de los sentidos, y es una opinión incorrecta la que no puede
justificarse lógica o empíricamente, etc.
La teoría aristotélica natural del derecho dirá,
paralelamente, que por naturaleza es bueno y justo lo que está de acuerdo con
la “naturaleza” o entelequia o esencia del hombre, de modo que no todo lo que
ocurre, aunque sea lo que tenía que ocurrir desde el punto de vista de la
naturaleza como un todo, es bueno y justo referido al hombre. Pero no por mera
subjetividad del hombre, sino porque puede ser, en principio, que lo que es
bueno o indiferente desde el punto de vista más vacío, no lo sea desde que
existe una evaluación con profundidad y espíritu.
Unos ciento cincuenta años antes del libro de Spinoza que
estamos leyendo, Francisco de Vitoria escribía, en De potestate civili:
“Pues
bien: ante todo, hay que reparar en lo que el mismo Aristóteles enseña: que no
sólo en la naturaleza, sino absolutamente en todos los asuntos humanos, su
necesidad ha de considerarse en razón de su fin, por cuanto que es la primera y
más importante de todas las causas. Principio este -ya fuera formulado por Aristóteles
o recibido de Platón- que constituye un poderoso recurso para la Filosofía y proyecta una
extraordinaria claridad sobre los problemas. En efecto, los filósofos
anteriores, no sólo los ignorantes y ayunos de erudición, sino los más
destacados de los que recibieron este nombre, atribuían a la materia la
necesidad de las cosas. Para usar el ejemplo del propio Aristóteles, es como si
alguien juzgase que una casa estaría construida necesariamente de determinado
modo no porque así convenía a los usos humanos, sino porque los materiales
pesados, por su propia naturaleza, se sitúan abajo, mientras que los más
ligeros se colocarían por encima. (…) Hemos, pues, de preguntarnos e investigar cuál
es el fin en vistas al cual ha sido instituido el poder, del que ahora nos
ocupamos.” (F. Vitoria Relectio de potestate civili, edición de J. Cordero Pando, Consejo superior de investigaciones científicas, Madrid, 2008)
La naturaleza aristotélica tiene potencialidad y
profundidad, esencia y telos; la spinoziana y moderna en general, es plana y
(casi) meramente actual: es natural solo lo que ocurre, no lo que es propio de
una especie y debería ocurrirle. Ya Aristóteles luchó contra los megáricos,
para quienes no existe lo potencial. Entonces ¿uno no es músico cuando no lo
ejerce? En realidad, ni siquiera el actualismo más plano puede prescindir del
concepto de potencialidad, el de lo que los filósofos modernos llaman
contrafáctico. Aunque se le intenta reducir al mínimo posible.
Todos los conceptos teleológicos y que contienen
potencialidad y profundidad, son disueltos desde la base. Uno muy importante en
la política (como en la ética), y que Spinoza se molesta en tratar, es el de la
promesa o compromiso. La sociedad política se basa en el compromiso (no en la
mera acción actual). Pero ¿cómo se justifica la promesa? Según Spinoza, una
promesa dura lo que dura la voluntad de cumplirla, es decir, lo que dura el
poder del receptor de la promesa para causar su cumplimiento:
“La promesa hecha a alguien, por la que alguien se
comprometió tan solo de palabra a hacer esto o aquello que, con todo derecho,
podía omitir o al revés, solo mantiene su valor mientras no cambie la voluntad
de quien hizo la promesa. Pues, quien tiene la potestad de romper la promesa,
no ha cedido realmente su derecho, sino que solo ha dado su palabra” (II, 12)
Por tanto, nadie puede, en verdad, hacer una promesa: pues
si puede física o fácticamente incumplirla, tiene “derecho” a hacerlo; pero si
no puede incumplirla, no es una promesa. Esto muestra, de manera concreta, que
el factualismo spinozista es completamente incapaz de salvar cualquier concepto
del terreno de lo normativo y teleológico, es decir, incapaz de construir una
verdadera teoría política (y ética. Y, en realidad, incluso física –pues no hay
naturaleza alguna, por básica que sea, sin nociones no meramente factuales-).
La distinción entre fáctico y normativo, natural e ideal, es
fundamental para construir un derecho. ¿Cómo se las intenta apañar, entonces,
Spinoza, sin ella, para introducir la Justicia y la posibilidad de pecar o hacer el
mal, a partir de una naturaleza donde eso no ocurre, y sin salir nunca de los
medios naturales? Mediante la razón, desde luego. Aunque el hombre no es más
racional que pasional, es la razón la que crea la Justicia. De hecho,
Spinoza, entre titubeos, está dispuesto a aceptar, en cierto modo, que se hable
de que es pecado natural lo que va contra la razón:
“No obstante, solemos
llamar también pecado lo que va contra el dictamen de la sana razón; y
obediencia la voluntad constante de moderar los deseos según el dictamen de la razón.
Yo aprobaría, sin reparo alguno, esta forma de hablar, si la libertad humana
consistiera en dar rienda suelta a los deseos, y la esclavitud, en el dominio
de la razón…” (II, 20)
Y algo similar dice cuando, en el capítulo IV, se plantea si
la suprema potestad del Estado puede “pecar”:
“Es frecuente (…) preguntar si la suprema potestad está
sujeta a las leyes y si, en consecuencia, puede pecar. Ahora bien, como los
términos ley y pecado suelen referirse, no solo a los derechos de la sociedad,
sino también de todas las cosas naturales y, ante todo, a las normas comunes de
la razón, no podemos decir sin más que la sociedad no está sujeta a ley alguna
y que no puede pecar. (…) La sociedad peca, por consiguiente, siempre que hace
o deja de hacer algo que puede provocar su ruina. En cuyo caso, decimos que
peca en el mismo sentido en que los filósofos o los médicos dicen que peca la
naturaleza.” (IV, 4)
Pero en realidad esta es una forma más bien inapropiada de
hablar, si no queremos que entre en total contradicción con la tesis inicial.
La
Justicia y el Pecado entran en el mundo por obra de la razón
humana. La razón nos prescribe ciertas cosas como más deseables que otras. Nos
dice, en concreto, que es mejor vivir en sociedad. ¿Por qué? El miedo y el
deseo de seguridad es el principal motivo real. Los hombres son enemigos por
naturaleza, puesto que están dominados por pasiones como la ira, la envidia,
etc., y sería más insegura una vida sin leyes ni prescripciones de lo
pecaminoso. La finalidad del Estado es la paz y la seguridad de la vida.
Repárese en que la razón de Spinoza no nos dice
principalmente que la sociedad es el único modo de desarrollar la racionalidad
y el lenguaje, o el amor, el arte, o todas esas cosas tan nobles… La finalidad
del Estado es la paz y la seguridad de la vida. Toda la astucia y el realismo
pesimista del pequeño hombre moderno están aquí presentes.
También Vitoria, no obstante, empezaba (siguiendo, por lo
demás, a Platón y Aristóteles) por las necesidades más perentorias. No hay
grandes diferencias en esto, aunque sí las hay de grado, a favor de los
antiguos:
“Para
analizar este asunto hay que tener en cuenta que, así como el hombre aventaja a
los restantes animales por la palabra, la sabiduría y la razón, así también a
este animal inmortal, eterno y sabio, le han sido negados por la providencia, que
todo lo rige, muchos recursos que fueron asignados y concedidos a los restantes
animales. Para
subvenir a tales carencias y remediar las desgracias, fue absolutamente necesario
que los hombres no anduvieran dispersos y errantes por los páramos, sino que,
juntándose en sociedades, se prestasen mutuo auxilio. Pues, como dice Salomón:
"Ay del solo, porque si cayere no encontrará quien le levante; pero si fueran
muchos se ayudarán mutuamente".
Solo
en un segundo momento se tiene del todo en cuenta la necesidad racional y
lingüística, y no como un instrumento:
“Además,
la palabra, que a su vez es mensajero del entendimiento, y que, como enseña
Aristóteles, para este único uso fue dada, y sólo por la cual el hombre
aventaja a los
demás animales, fuera de la sociedad de los hombres sería inútil. Más aún:
incluso si pudiera darse que fuese posible la sabiduría sin usar la palabra,
resultaría ingrato y desagradable el propio saber, como leemos en el Eclesiástico”
La razón, añade Spinoza, enseña a mantener el ánimo sereno y
benevolente, y esto solo es posible en el Estado, por lo que (insiste en su
titubeo) no es tan inadecuado que los hombres llamen pecado a lo que contradice
el dictamen de la razón, puesto que los derechos del mejor estado deben estar
fundados en este dictamen.
Dado que un individuo no puede, naturalmente, imponer su
voluntad a todos los demás, sigue Spinoza, en realidad ningún individuo goza
del “derecho” (es decir el poder) natural sobre los demás. Es solo su opinión
si cree que tiene ese derecho (o poder). Solo existe derecho humano donde
existen los suficientes individuos con la fuerza para obligar a cada uno a
cumplir las normas y promesas.
El Derecho no-natural, sino arti-ficial, o sea, aquel en que
se distinguen el bien del mal, aquel donde hay pecado, surge, pues, cuando lo
justifica o, más bien, produce, la razón, pero en realidad sólo surge cuando se
tiene la fuerza para obligarlo.
Atiéndase a lo paradójico de la tesis de Spinoza. Si antes
se ha quejado de quienes consideran al hombre, en cuanto dotado de razón, como una
especie de isla en medio de la
Naturaleza; si, consecuentemente, deberíamos restituir al
hombre y sus actos a la
Naturaleza, ¿no se sigue de aquí que todo cuanto el hombre
hace, incluida la institución de la
Justicia, es algo completamente natural? Entonces, ¿cómo
decir que por naturaleza no existe más justicia que el poder, sea este
justificable racionalmente o no? Habría que decir, más bien, que por
naturaleza, la naturaleza humana es creadora de Derecho y Justicia. La razón
humana es una manifestación, parcial pero natural, de la Razón divina que dirige toda
la Naturaleza. ¿No es Spinoza quien, al introducir la Justicia como un
artefacto de la razón (de una razón que no es más natural en el hombre (ni en
nada) que la sinrazón), la desnaturaliza? Con el añadido de que, si es verdad
que la idea de pecado procede del desconocimiento de las causas, la creación de
justicia es solo un acto de ignorancia. Esto, como hemos visto, depende del
pobrísimo concepto de naturaleza que Spinoza comparte con los modernos y contra
los antiguos. La historia de los próximos años (que ya ha comenzado) será la de
la restitución de profundidad a la naturaleza.
Veamos ahora la fuerza obligante de esa institución que es
una comunidad de gente capaz de obligar a cada uno a cumplir ciertas normas:
“Este derecho, que se define por el poder de la multitud,
suele denominarse Estado. Posee este derecho, sin restricción alguna, quien,
por unánime acuerdo, está encargado de los asuntos públicos, es decir, de
establecer, interpretar, y abolir los derechos…” (III, 17)
Pero ¿qué es este pacto o acuerdo unánime? Si uno tiene
derecho a romper su promesa si posee la fuerza para hacerlo, el Estado no tiene
ninguna potencialidad: se cumple actualmente cuando se cumple, pero no tiene
ninguna fuerza normativa. Nadie se compromete a nada, puesto que el derecho
natural dice que, si posee la fuerza para evitar el daño de la coerción, no
está sujeto a la ley ni a la promesa. El estado natural de cada individuo,
advierte Spinoza, no cesa en el Estado. Por
tanto, solo se ha sustituido la fuerza de individuos sueltos por la de un grupo. Aquí no hay lugar para distinguir hecho de derecho, y, desde
luego, no hay fuerza normativa alguna, más que la mera fuerza física.
Pero no solo según la naturaleza el estado político no
avanza nada. ¿Y según la razón? He aquí la respuesta de Spinoza a si es
razonable aceptar el poder:
“Cabe, sin embargo, cuestionar si no es contra el dictamen
de la razón someterse plenamente al juicio de otro, y, en consecuencia, si el
estado político no contradice a la razón (…) Ahora bien, dado que la razón no
enseña nada contrario a la naturaleza, la sana razón no puede decretar que cada
individuo siga siendo autónomo mientras los hombres están sometidos a las
pasiones; (…) Añádase a ello que la razón enseña paladinamente a buscar la paz,
la cual no se puede alcanzar sin que se mantengan ilesos los comunes derechos
de la sociedad (…) Más todavía, el estado político, por su propia naturaleza,
se instaura para quitar el miedo general y para alejar las comunes miserias
(…)” (IV, 6)
Sin embargo, aquí no hemos avanzado un paso. Para empezar,
puesto que es tan natural en el hombre conducirse racionalmente como por otras
pasiones (¿y, por qué no hemos de considerar humano normal, pues, a cualquier “enfermo”
o “discapacitado” psíquico incapaz de razonar y hablar, o incluso a un cadáver?),
no es más natural en el hombre instituir Estado que no. Por otra parte, quien
piense que puede eludir la fuerza coercitiva que le obligaría físicamente a “hacer”
lo prescrito por la ley (pero ¿puede llamarse “hacer” a algo así?), está
plenamente “legitimado” para “pecar”. Por tanto, sigue sucediendo que el
derecho no va un paso más allá del poder efectivo, es decir, de la fuerza, del
hecho.
“En la medida, pues, en que quienes nada temen ni esperan,
son autónomos, son también enemigos del Estado y con derecho se les puede
detener” (IV, 8)
* * *
¿Cuál es el sentido de buscar un “origen” “natural” de algo,
del derecho por ejemplo (o de la
Ciencia, o de la
Terapia)? Esto puede entenderse de dos maneras muy
diferentes. Si se busca un origen histórico, fáctico (cómo comenzó el Estado,
cómo comenzó la práctica de la
Ciencia entre los hombres, cómo nació la terapéutica), esto
tiene un valor histórico. Sin embargo, cuando buscamos, independientemente de
lo que sucediera en la historia, el origen lógico del Estado, de la Ciencia, de la Terapéutica, estamos
buscando una justificación. Por qué debería existir el Estado, por qué hay que
atenerse al método científico, por qué hay que buscar la salud. Y esto implica
conceptos axiológicos, como Justicia, Verdad y Salud. Por supuesto, solo el
segundo sentido tiene un valor normativo. Ninguna explicación histórica,
psicológica, etc., de cómo los hombres vinieron y han venido dedicándose a la
política, a la ciencia o a la terapia, tiene capacidad de decirnos por qué
debemos respetar las leyes políticas o científicas.
Spinoza no puede introducir el concepto de Derecho en la
naturaleza como Hecho. Incluso si en Dios se identifican Hecho y Derecho
(puesto que Dios es la
Axiología en sí, lo Bueno en sí), e incluso si todas las
cosas se siguen necesariamente de Dios, de aquí no se deduce que en la
naturaleza de las demás cosas se identifique Hecho y Derecho.
No obstante, Spinoza apunta, sin ser consciente de ello (de
hecho, quiere solucionarla unilateralmente) a una dialéctica esencial, la de lo
que Es y lo que Debería-ser. Toda filosofía necesita hacerse cargo de las dos
cosas: de un momento por el cual todo lo que es, es lo correcto y bueno. Esta
es una perspectiva absoluta, “fanática” si se adopta por parte del hombre. Pero
otro aspecto, relativo pero no menos real (real en la medida en que exista
realmente más de una cosa), por el que no todo lo que sucede está bien, sino
que deberíamos trabajar para mejor.