martes, 14 de mayo de 2013

Lo que vendrá


Después de la edad primitiva de Europa, mal llamada “Edad Media”, en que los hombres vivieron servilmente bajo la autoridad mítica (infancia, edad de la imaginación y la fe), la “Edad Moderna”, o primera madurez, en cuyos estertores parece ser que habitamos, ha sido la época de la racionalidad y la voluntad abstractas o formales, caracterizada por
  • una cosmovisión naturalista y reduccionista: el mundo de las cosas, incluidos los cuerpos de las personas y, por supuesto, los animales y demás vivos, consiste real y objetivamente (más allá o por debajo de las apariencias) en unas cualidades “primarias” puramente cuantitativas o matemáticas. Toda otra propiedad es epifenómeno, irrealidad, mera apariencia subjetiva, ilusión.
  • subjetivismo e irracionalismo del sentido y el valor: el ámbito “espiritual”, la persona, está escindida en una parte racional mínima, cuantitativa, puramente formal (somos individuos iguales en abstracto, dotados de una libertad que es pura indeterminación vacía: atomismo espiritual), y otra parte, de contenidos (lo ético, lo estético, lo religioso, lo “místico”), puramente subjetiva e inaccesible a la razón y a la educación.
  • la consecuencia de este esquizofrénico dualismo de lo real-objetivo y el sentido-subjetivo, es que, por una parte, en cuanto a “lo material”, el individuo consume de manera compulsiva y mecánica, y el dinero, es decir, el objeto vacío y formal puro, la pura matemática del valor, se declara como único objeto objetivo de la sociedad o Mercado (capitalismo); por otra parte, en cuanto a “lo espiritual”, algunos se reservan un tabernáculo oscuro, inaccesible a la luz, y sin contacto posible con el desierto que es el mundo (“luteranismo”). Una libertad abstracta, produce una gran desigualdad material y una fuerte irracionalidad en el trato con las cosas y las personas, que puede acarrear la destrucción del “planeta” y la eliminación masiva de (cuerpos de) personas.

 Ahora: ¿hacia dónde sería deseable y “lógico” que caminase, hacia dónde debería caminar el mundo (encabezado, sí, por Europa, por la madurez de Europa)?

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He aquí, dicho sintéticamente, lo que, con la edad adulta, vendrá:

Se dejará atrás la concepción naturalista y mecanicista de las cosas. Empezando por lo segundo, ocurrirá que incluso dentro de la propia mirada científico-técnica del mundo, se abandonará el análisis atomista y reductor, y se reconocerá la “dignidad ontológica”, la realidad irreducible, de lo complejo y “superior”: la vida, lo psíquico, lo social, lo ético, lo estético… Ya no serán concebibles como epifenómenos de meras interacciones de átomos. Requerirán un tratamiento (y un trato) adecuado, que si bien no medirá con tanta precisión cardinal, sí comprenderá mejor, infinitamente mejor, con más profundidad y por tanto más auténtico rigor, su naturaleza viva, consciente, ética…, en lugar de negarla cuando y en la medida en que no cabe en el lecho procústeo de una pobre geometría.

Pero no solo parecerá ya burdo el reduccionismo en el interior de la realidad natural: también, desde fuera, se superará la tosca creencia de que la ciencia natural abarca todo el dominio de la racionalidad. Al contrario, se reconocerán y explorarán las esenciales implicaciones metafísicas, éticas, estéticas…, de la ciencia. Se descubrirá el derecho a la idea, a lo ideal, a todo eso que, según el dogma moderno, está por fuera del mundo y sobre lo que solo nos queda callar y creer ciegamente.

Como consecuencia, la percepción que los hombres tienen de sus vidas, cambiará: se reconocerán como seres más profundos e interesantes, más “dignos”, que esos mecanismos ansiosos de satisfacer irracionales deseos o alentar irracionales esperanzas que les ofrece como caricatura la ideología moderna; la sociedad de los hombres no será vista ya como el Mercado en que se garantiza el mínimo de la no-coerción mutua, sino la unión esencial de amistad en que se busca, mediante el diálogo en eso común que según Heráclito todos tenemos, el sentido de la verdadera libertad y la justicia, la que hace a cada uno mejor y más feliz en la medida en que hace más feliz y mejor al todo.

¿Cómo se reflejará eso en la estructura social? Será una sociedad del conocimiento. El conocimiento, hoy una mera herramienta y esclava de los deseos, será ya el quehacer más noble y querido, y también el más respetado “institucionalmente”, entre los quehaceres humanos, al que todos querrán dedicarse principalmente, y al cual todo otro quehacer estará subordinado como medio. Todos los hombres serán artistas, investigadores curiosos e imaginativos, filósofos. La información será libre, sobre todo respecto de “intereses mercantiles”. Se cultivará, sobre todo, el diálogo sobre valores y sentido, entre personas y culturas totalmente dispares que se reconocerán como iguales. Habrá una aceptación, positiva, del carácter ineludiblemente dialéctico del pensamiento del sentido, y no se pretenderá solucionar las cuestiones dogmática y unívocamente. Esa dialéctica o “inestabilidad” del diálogo afectará también, desde luego, a la propia sociedad del conocimiento, que no podrá nunca estar plenamente segura de sí misma, porque no será un equilibrio estático, sino dinámico, donde se interalimentarán continua y simultáneamente los contrarios, aunque integrados (analógicamente) en una unidad que habite siempre por encima de un umbral mínimo, de manera semejante a como esos equilibrios dinámicos que son los vivos, mantienen e incrementan, por su propia dinámica télica, un cada vez mayor nivel de organización, salvo por accidente.

La Educación será la institución más importante, omniabarcante en cierto modo, como lo es ahora el Mercado, y en sustitución de este. Y la primera finalidad de la Educación será cultivar, en todos los hombres, hombres de conocimiento, libres no por mera ausencia de coerción mecánica, sino por ausencia y liberación de la peor de las coerciones, la ignorancia. La Justicia será un corolario de la Educación, y el lenguaje de las culpas y las penas será recordado como recordamos hoy los absurdos juicios de la Inquisición o la cruel demonización de la enfermedad mental. La “democracia” será ese lugar ubicuo donde todos podemos errar y aprender, no este triste lugar en que nadie puede estar equivocado porque no hay nada que aprender y solo hay sitio para la instrucción o el adiestramiento. La tolerancia se deducirá del respeto a la racionalidad, la libertad y los sentimientos del otro, no será una concesión a su irreducible irracionalidad.

La organización “económica” (en sentido amplio), que estará al servicio de la vida espiritual de los hombres (y no al contrario ni indiferentemente), conocerá una cualitativamente distinta e infinitamente mayor “racionalización” de la producción. Puesto que las necesidades humanas no se identificarán ya con la acumulación de bienes materiales de nivel inferior (ni siquiera en ese estado potencial que es el dinero, cuya especulación estará naturalmente sujeta a la especulación de valores sustantivos de orden superior), se producirán menos cosas de mejor calidad y para menor número de “necesidades”. Las cosas serán duraderas, pero modificables eficientemente, porque su producción no la dictará el afán de lucro. Se “trabajará” menos (en menesteres de cruda necesidad) y se tendrá mucho más tiempo para trabajo no alienado (mal llamado “ocio”). Habrá también una mayor racionalización (no un “control”) de la natalidad: se deseará tener menos hijos y criarlos con más cercanía y respeto. La relación de los hombres con los hombres y con el ecosistema, con el todo, no será la de la destrucción y la depredación, sino la de la armonía. La sociedad garantizará la independencia material, la no-indigencia, de todo hombre, mediante el libre acceso al mayor número de bienes elementales, que ya no serán objeto de loca codicia salvo para cuatro pobres ineducados, que no saben que no vivimos en un lugar escaso, sino pletórico, y que nadie vivirá para siempre. Se eliminarán las deudas antiguas e injustas con el mundo pobre, y se le proporcionará todo para que las diferencias humanas desaparezcan. Se caminará, en fin, hacia la completa abolición de la competencia, tanto de los hombres entre sí, como de los hombres con el resto de la naturaleza y el espíritu,  y las ideas de deber, deuda, ley y hermanas, desaparecerán, trasmutadas en las ideas de amor y don.

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¿Por qué incluso quienes encontrarían deseable algo parecido, creen que algo parecido no vendrá?
  


sábado, 4 de mayo de 2013

El liberal, el socialismo, el mundo moderno y, otra vez, la educación. III: el socialismo moderno


Sigo con mis precipitadas y especulativas especulaciones sobre las carencias del pensamiento político moderno, en busca de lo que quizás debería sucederle (en todos los sentidos).

El liberal-capitalista, con su ideología naturalista-mecanicista del mundo objetivo y su vacía idea de libertad como indeterminación o “ausencia de coerción”, no sabiendo racionalmente para qué existe ni, lo que es peor, pudiendo preguntárselo (ya que, coherentemente con lo anterior, parte del supuesto de que los valores no están en la naturaleza ni en la razón), se dedica básicamente (en su vida objetiva) a producir, comerciar y consumir mecánicamente bienes de satisfacción básica, “mecánica”, bienes mal llamados materiales (porque todo es material, también un libro, aunque todo es, a la vez espiritual, también un trozo de pan o de plástico). Racionalidad mecánica, irracionalidad moral. 

Podría pensarse que ni siquiera es racionalidad mecánica, pues su crecimiento es incompatible con el medio finito (como denuncia la parte ecologista de sus críticos), y quizás eso es verdad (aunque quizás no de la manera simplista en que se expone a menudo), pero es que es intrínseco al mecanicismo considerar como dominio de sus operaciones una pura indefinición, sin límites conocidos: la abstracción de la topología.

La insuficiencia de la filosofía liberal, pide ser superada (desde luego, no se trata de volver atrás: la racionalidad ilustrada es una conquista necesaria). El hombre no puede identificarse con esa deficiente autocomprensión, donde solo sus más básicas y ciegas necesidades son reconocidas como objetivas, universalizables, racionales, y todo lo demás (el valor profundo de las cosas y de la vida humana) queda en el rincón lleno de monstruos de la subjetividad no-cultivada. Esto es lo que se traduce en el nihilismo y la desesperación del arte moderno, muy prolífico pero más desazonado todavía.

¿Qué tiene que ofrecer, por su parte, ese Otro-propio o media-naranja del liberal-capitalismo que es el socialismo moderno?

Hay una cierta izquierda, que podemos llamar anti-ilustrada, para la cual la ideología racionalista-ilustrada, con su capitalismo,  es “en verdad” (esta izquierda ha conseguido desvelarlo) secularización de los viejos valores de la voluntad alienada. La emancipación, para este “pensamiento”, consiste en dejar atrás todo el racionalismo, toda la ilustración (o, si acaso, entenderlos de una manera totalmente “otra”). Este pensamiento “radical” coincide con el pensamiento moderno en general, en que toda racionalidad es mecánica, pero mientras otros la ven como positiva, él la rechaza, buscando lo cualitativo y valioso en sí. Su propuesta es una especie de existencialismo (ninguna esencia está ahí más que para ser reconstruida), un decisionismo o pragmatismo puro, y, muchas veces, un misticismo de lo inefable. Dejaré a un lado ahora esta propuesta (la he abordado otras veces)

El otro socialismo, digamos el “domesticado”, y al que me dedico en el resto de esta nota, quiere mantenerse dentro del racionalismo científico “galileano” y la Ilustración, pero cree que el liberal-capitalismo es un racionalismo y una Ilustración incompletos y, por eso, injustos, incluso criminales, que han frustrado la promesa de emancipación del hombre mediante el conocimiento y dominio de la naturaleza. La verdadera concepción racionalista-ilustrada nos debería conducir, cree este socialismo, a una sociedad igualitaria, sin clases, sin explotación, solidaria.

El socialismo delata la falsedad de ciertas ideas liberales:

Frente a la libertad completamente abstracta o extremadamente negativa del liberal-capitalismo, señala, justísimamente, que no basta con estar libre de coerción, o de coacción mecánica directa, para ser libre. La ignorancia no es libre. Y tampoco lo es la pobreza. No es que (como dice ignorante y “perversamente” Hayek en Caminos de servidumbre) el socialismo haya cambiado el concepto de “libertad” redefiniéndolo como no-indigencia, es que la no-indigencia es una condición necesaria de la libertad (y el propio Hayek se siente obligado a desmarcarse de quienes “en nombre de un abstracto laissez-faire” han justificado políticas “injustas” –pero ¿qué es justo para Hayek, más que el laissez-faire? Nunca lo dice-). Una sociedad auténticamente “liberal”, o sea, que se tomase la palabra ‘libertad’ en serio (en sentido “republicano”, como el que ha defendido, por ejemplo, Pettit, o Habermas, etc.), tendría que asegurarse de que todos los individuos están igual de informados y han desarrollado plenamente su capacidad crítica, y a ninguno los medios materiales le ha impedido estar en condiciones psíquicas y físicas para elegir con toda libertad. (Por supuesto, ningún liberal real piensa en algo parecido, pero debe ser considerada una condición ideal suya). Ahora bien, ¿hasta dónde llegaría ese camino de garantía de la libertad? No tiene fin, en realidad. Puesto que nacemos unos más dotados que otros, y, desde luego, es imposible (por más que nos empeñásemos desde el paternal gobierno) asegurar los mismos contextos y las mismas experiencias relevantes a todos, nunca seremos igual de libres. Nunca, entonces, dos individuos estarán en verdaderas condiciones iguales y, por tanto, nunca un contrato entre ellos será justo. Siempre será necesario compensar las desigualdades, hasta conseguir dos voluntades completamente iguales (formalmente hablando).

Por eso -segunda idea antiliberal-, el socialismo, cuando llega a su fondo, rechaza la idea de mérito y, a la vez y por eso, se niega a ver la sociedad como una competición entre seres dotados de competencias, para proponer una sociedad de la colaboración o solidaridad (ya sea en lucha contra la naturaleza, ya, mejor aún, en armonía o comunión con ella). Es como si estas dos ideas se dieran felizmente la mano: ni hay méritos, ni falta que nos hacen, porque, en la medida en que se cree en ellos, solo se genera división y estrés, perjudicial para la vida y la propia eficiencia. Nunca será justa ni conveniente la competencia (a cada uno según sus capacidades), por limpia que sea la carrera. Mejor, a cada uno según sus necesidades.

Estas dos ideas (libertad entendida en sentido denso, y cooperativismo) son dos ideas nobles del socialismo, contra las que el liberalismo nunca tendrá respuesta ni intelectual ni moral. Creo que son condiciones necesarias de toda alternativa a la fealdad de nuestro mundo actual: tomarse en serio la noción de libertad y tener una visión fundamentalmente armonista del mundo (sin negar el lado malvado y cruel, pero considerándolo como superable mediante esa tendencia que ya Empédocles decía que mueve el cosmos hacia la Unidad, el Eros).

Pero, por debajo de estas importantísimas diferencias entre el liberal-capitalismo y el socialismo moderno, subyace la misma insuficiente concepción filosófica de base: el naturalismo mecanicista y el subjetivismo de los valores.

Todo socialismo “que viva en nuestro tiempo”, es decir, que tenga algún impacto en la historia reciente y hasta hoy, hereda el cientificismo mecanicista que, se dice, constituye a la Ciencia moderna. El hombre es un ser natural, el idealismo es una elucubración de la nobleza (o, a lo sumo, del alto burgués), incluso un opio, y la naturaleza debe ser descrita, en último extremo, en términos cuantitativos, es decir, reduciendo a una, cuanto sea posible, sus dimensiones ónticas. Las cualidades (secundarias, no-matemáticas) son epifenómenos. Esto, trasladado a la historia y la política, supone, como para el liberal, que los individuos humanos son átomos de un universo material-mecánico.

Hay, sí, socialistas cristianos o espiritualistas en general, pero son vistos por el socialismo ortodoxo como enfermos que siguen dependiendo del antiguo opio, y más conviene que lo consuman (ellos lo saben) en el secreto de su intimidad subjetiva.

El naturalismo mecanicista se muestra en la torpe idea socialista de las “necesidades naturales” como un conjunto cerrado de objetividad. Pero ¿cuáles son las necesidades naturales del hombre, si no consideramos al hombre como un ser espiritual? Comida, vestido, vivienda…, y educación, sí, pero sin espiritualismos. Es decir, educación para la tecno-ciencia y para la ciudadanía socialista de las “necesidades naturales”. Realmente, el hombre no tiene unas necesidades naturales (en el sentido moderno del término) ni finitas: ni naturales, ni finitas. El mundo material está ahí, a la mano del hombre (y de cualquier ser, en la medida en que cada uno es activo, “consciente”) para significarle, para hacer de él un mundo bueno y bello, a imagen del ideal. El trabajo no acaba en el alimento y la vivienda (en el dominio de la necesidad primaria), sino que más bien empieza a partir de ahí. Lo que pasa es que este concepto de necesidad superior, espiritual, es ininteligible para el materialismo mecanicista, y contradictorio con él. También por esto, el análisis marxista del dinero equivoca completamente el blanco. Cree que el dinero no tiene que ver con nuestras valoraciones de las cosas, porque cree que solo es razonable valorar ciertas “necesidades naturales”.

También depende, del naturalismo mecanicista, el determinismo (en forma, incluso, de economicismo, como en el liberalismo más básico) de las teorías socialistas de la sociedad y la historia. Al querer “cientifizarse”, reduce el mundo de la voluntad y las acciones a, como mucho, un devenir necesario (si no un fruto del azar). Obviamente, no hay acción política posible bajo este presupuesto. Por eso, Lenin quiso que el determinismo fuese herético en el marxismo. Pero, en verdad, el determinismo (o el indeterminismo mecanicista -lo que, siendo lo contrario, es, sin embargo, lo mismo para la libertad: su negación-) solo puede(n) ser herético(s) si rechazamos el cientificismo y dejamos de considerar a las ideas y los valores como “superestructuras” o epifenómenos de los sucesos. Sin embargo, esta es la otra prisión del socialismo, en que está esposado con su enemigo: la irrealidad de los valores, el subjetivismo axiológico.

El subjetivismo de los valores (de los valores sustantivos, es decir, más allá del valor formal de la justicia-igualdad) es la otra torpe asunción del socialismo moderno ortodoxo, que se sigue, no obstante, de manera lógica, de la concepción naturalista-mecanicista de la realidad.

La consecuencia negativa principal del subjetivismo para el socialismo, a mi juicio, es que lo condena también a él a un concepto meramente formal de libertad. Menos, desde luego, que al liberalista, porque el socialismo exige educación y no-indigencia “material”. Pero, una vez cubierto eso, no es indagable racionalmente qué es lo bueno y qué debo elegir. La libertad, ahí, es indeterminación. Por eso, creo yo, los sujetos de un mundo socialista, liberados de su alienación material, no sabrían a qué dedicarse. Y eso significa que viven en una Polis incompleta, donde falta, concreta y principalmente, aquello que hacía Sócrates: una indagación pública y racional de lo Verdadero, lo Bueno y lo Bello en sí.

El socialismo parte, pues (lo diré una vez más), de la misma concepción filosófico-política básica que el liberal-capitalismo: un todo de iguales, cada uno con cognición y voluntad, en un mundo mecanicista exento de valores en sí. Pero el socialismo toma la perspectiva del conjunto y la igualdad, en vez del partido del átomo y la particularidad: las partes son partes de un todo, iguales, idénticas unas a otras. Un trozo del espacio no puede separase de otro. ¿Por qué? No porque haya una armonía entre las partes del todo (esto puede ser deseable a posteriori, pero no es la condición formal ni objetiva de la sociedad) sino porque todas las partes son iguales: en eso consiste ser todos partes de lo mismo. Las partes son iguales, y cualquier ruptura de la igualdad debe ser rehecha. Las desigualdades no son justas, porque hacen a uno más sujeto que a otro. Pero ¿en qué consiste esa igualdad? La única base objetiva es la mecanicista, la igualdad en las condiciones de trabajo o producción, y, en último extremo, de dinero o su equivalente socialista (algún material abstracto que sustituya a la “satisfacción”, etc.), puesto que toda idea, sea el arte o lo que sea, es epifenómeno, superestructura. ¡Incluso la ética es superestructura (exceptuando, claro, esa ética mínima de la igualdad material)! El socialismo moderno, al aceptar que el problema de fondo es el económico-material, y que los deseos y valores son meras sombras de eso, ha caído en la misma trampa que el liberal-capitalismo. La auténtica alienación no es la económica: esta es una expresión, en el nivel más básico y abstracto de las cosas con valor, de la alienación espiritual. El socialismo habita en la misma alienación que inconscientemente querría combatir.

Lo mismo que en el liberal-capitalismo, el error de concepción hace que la cosa no pueda funcionar. Un hombre no puede vivir bajo la convicción de que su vida objetiva consiste en la satisfacción de unas reconocidas y cerradas necesidades naturales básicas, y que toda idea, moral, estética, religiosa, es una ilusión, fruto quizás de su mala alimentación. Por supuesto, se dirá que esto es una parodia del socialismo, porque este nos dice que, en una sociedad justa, los hombres, una vez satisfechas sus necesidades naturales, se dedicarán a la libre creatividad. Pero ¿es esto compatible con el carácter superestructural del arte, la moral, la religión…? ¿Qué debería producir un estómago satisfecho? ¿Quizás una música de ángeles? El socialismo, es decir, la justicia material, es una condición necesaria de la libertad y la justicia, pero no suficiente. Hace falta algo más que materialismo y ficcionalismo de los valores.

Ahora bien, ¿explica lo anterior todas las disfunciones del “socialismo real”? En parte, es claro que sí. Aunque el socialismo materialista-mecanicista diga respetar las diferencias, no puede hacerlo, porque las diferencias rompen la cuantitatividad y, por tanto, la justicia formal como igualdad. Esto produce una alienación de la auténtica individualidad, que realmente no puede ser creativa sin romper la calma chicha y la anomia artística y filosófica de una sociedad socialista.

Pero ¿cómo se conecta esto (si es que se conecta) con el conocido e innegable hecho de que, en una sociedad socialista, donde se tiende siempre a eliminar las diferencias que se van creando, mediante redistribución (“robo del fruto del trabajo individual”, dice el liberal), muchas personas tiendan a hacer lo menos posible, y razonen “¡total, si me lo van a dar todo al final!, ¿para qué esforzarme?”? ¿Quizás es que el socialismo solo es posible en un mundo de ángeles, es decir, allí donde, como decía Spinoza, no hace falta gobierno alguno, y los hombres necesitan ser estimulados mediante el miedo y los premios? (¿Y si, tal como el capitalismo sería -según algunos- una política para diablos inteligentes, el socialismo es una política para ángeles pánfilos? No lo creo). El diagnóstico liberal a esto es que la eliminación socialista del mérito y la capacidad activa del sujeto, le induce a presentarse siempre como víctima de su mala suerte, mientras que, en el liberalismo, uno es dueño de su destino, y culpable de su pobreza (supuesta la verdadera sociedad liberal). Se equivoca el liberal: uno no es culpable de, siquiera y en el más idílico de los casos, su buen hacer, ni de haber nacido menos capaz. La respuesta socialista, según la cual uno solo es vago en una sociedad alienada, es correcta. Pero se equivoca el socialista, repito, al pensar que se termina con la alienación en una sociedad igualada materialmente, en sus “necesidades materiales”. La alienación procede de no sentirse el sujeto llamado por su labor.

Si hay alternativa, es desestimando esa falta dicotomía extensionalista (particularismo emeritista / igualitarismo plano). La libertad del liberal es una falsa libertad, puramente abstracta. Pero la igualdad del socialismo es una falsa igualdad. Y ambas cosas por lo mismo, por su concepción materialista en el sentido más pleno de la palabra. Si hay alternativa, es una "desigualdad" sin elitismo, es decir, sin injusticia. Y esto exige reconocer que la fuente del valor no es la economía. La culpa no la tiene el Dinero, ni los Mercados. La “culpa” es de la ignorancia, de la autoignorancia del hombre, por la que no ve lo que en él tiene más valor, y lo aliena en la materialidad más básica. Y de aquí no escapan ni el capitalista ni su otro, el socialista.