jueves, 10 de julio de 2014

Ejercicio socrático (Fragmento de Diálogos de educación, IV)


En el tercer diálogo de mis Diálogos de Educación, el maestro (M) y su antiguo alumno (A) asisten a la inauguración de una escuela. El director da un discurso en el que se dicen cosas grandiosas como esta:

“Todas las cosas grandes se han hecho con esfuerzo y, por tanto, todas han tenido un gran mérito. Queremos rescatar estas nociones (esfuerzo, disciplina, mérito…) del pantano cenagoso de la complacencia y el igualitarismo mal entendido. Según se hacen idea bastantes cabezas, especialmente intelectuales ideólogos practicantes de ciertas ciencias humanas, es antidemocrático esforzarse para prosperar y llegar a ser mejor en algo. Si la democracia fuese eso, desde luego no sería ninguna conquista humana. Afortunadamente eso no tiene nada que ver con la democracia. La democracia es la igualdad de derecho, no de hecho. Tan injusto como es que las personas no tengan, todas, las mismas posibilidades de prosperar, lo es que se dé reconocimientos y responsabilidades a dos personas con diferentes méritos y capacidades.
Algunos individuos quieren hacer y hacen de sus vidas algo propio, algo activo, y no se conforman con tener un título, un trabajo perenne (sean o no competentes en él) y una familia. Queremos y debemos ayudar a esas personas, que toman el timón de su destino, a que realicen lo que deben y quieren, sin que les paralice la desidia cómoda que se ha instalado en buena parte de nuestra sociedad”.

Al terminar el discurso, comienza el diálogo.

A.- ¡Qué ovación!
M.- ¿Qué te ha parecido?
A.- Como el edificio. Y con ideas grandiosas. Otras, no sé si las he entendido bien.
M.- ¿Te gustaría preguntarle algo?
A.- A lo mejor, aunque antes tendría que pensarlo con detenimiento. De todas maneras, el discurso no parece dejar mucho lugar a preguntas.
M.- Es que es algo oficial.
A.- ¿Y qué tiene eso que ver?
M.- En lo oficial no cabe el diálogo, como no sea el que esté ya programado. ¿Te imaginas qué pasaría si hubiese, en un acto así, una verdadera pregunta? Figúrate que alguien le hiciese dudar de sus convicciones. ¿Crees que estaría este hombre, o cualquier otro, en condiciones de reconocer, ahí arriba, delante de todos, que tiene que volver a pensar si está bien encaminado, y suspender la inauguración del proyecto?
A.- No, claro. Pero hacer preguntas no tiene por qué llevar a cuestionarlo todo, de raíz.
M.- ¿¡Cómo que no!? ¡Pues vaya pregunta, entonces! Pero siempre cabe que suceda, que la pregunta espontánea sea de verdad, y no un adorno. Así que no hay que dejar que esa posibilidad sea posible. Este no es el lugar. Sin embargo, estoy seguro de que ese hombre estará encantado de dialogar con nosotros, una vez salude a todos los cargos y subcargos que le están rodeando.
A.- Será pronto, porque están abriendo la sala donde, por lo que veo, se van a servir dulces y bebidas.
M.- Pues, si quieres, aprovechamos en ese momento. Porque a mí sí se me ocurren algunas dudas.
A.- No lo dudo.
M.- Y no voy a ponerme tan prudente como para irme a casa a pensarlas bien. A la ocasión la pintan calva.

* * *

M.- Estimado profesor, ¿puede atendernos un momento?
D.- Desde luego. ¿Es usted padre de este muchacho? ¿Está inscrito en nuestra escuela? Aunque parece ya mayor de edad…
M.- No, este no es mi hijo, y, sí, es un hombre hecho y derecho. Hemos venido solo a escucharle.
D.- ¿¡Ah, sí!? Muchas gracias. ¿Qué les ha parecido?
M.- A mí me ha parecido maravillosa la proclama que usted ha hecho.
A.- A mí también.
D.- Me alegro.
M.- Verá, este muchacho y yo habíamos quedado hoy precisamente para hablar de educación, de cómo habría que enseñar y aprender. Es un asunto que últimamente le ha dado que pensar. Yo, por mi parte, soy profesor. Él fue alumno mío hace unos años, y ahora, que ya no es tan adolescente, y yo sigo siéndolo un poco, nos hemos hecho amigos, y nos vemos para dialogar.
D.- Me parece excelente. Que él venga con usted a hablar de educación es una prueba de que es una persona inteligente, que sabe que siempre podemos aprender, y de que usted es un magnífico profesor, que tiene mucho que enseñar.
M.- Bueno, a menudo me siento en un mar inmenso subido en un bote casi sin vela ni timón...
D.- Una prueba más de honestidad profesional en un marinero.
M.- El caso es que supe que usted iba a inaugurar esta anunciada y maravillosa escuela, y le he traído conmigo a escucharle. Pero nos hemos quedado con ganas de discutir con usted algunas de las cosas que ha dicho. ¿Le apetece….?
D.- Me parece estupendo. Aprovechando que la gente está ahora distraída con la merienda, podemos charlar un rato. Por cierto, podemos tratarnos de tú, si le parece.
M.- Me parece muy bien.
D.- ¿Qué es lo que os ha parecido discutible de cuanto he dicho?
M.- Ha dicho usted… quiero decir, has dicho muchas cosas interesantes, casi no has dejado tema sin tratar. Además, no has olvidado la coherencia entre todos los aspectos. Yo al menos, estoy convencido, contigo, de la mayor parte de tu discurso: que aprender es hacernos conscientes de nuestro valor como seres racionales, que no debemos dejarnos caer en la idea de que todo carece de sentido, y, en fin, muchas otras cosas elevadas que has dicho.
D.- Estupendo: estamos de acuerdo en lo esencial.
M.- Sí. Solo me ha quedado alguna duda, una minucia, o dos… Yendo al grano, para no hacerte perder el tiempo, si no te he entendido mal, tú dirías…
D.- Yo y la escuela, o, más bien, la escuela misma. Cuanto he dicho es algo en lo que estamos de acuerdo todos los que hemos sacado adelante este proyecto.
M.- Sí, claro, vosotros, la escuela, lo entiendo. Pero, si te parece, me dirigiré a ti, porque estamos hablando tú y yo ahora, y no tengo a mano hablar con toda la institución.
D.- De acuerdo.
M.- Lo esencial, decía, de vuestra visión (si te he entendido bien) es que la educación tiene como fin formar personas libres, entendiendo esto correctamente, es decir, como seres responsables de sus actos, ¿no es así?
D.- Eso es, eso es lo esencial. ¿No ves tú así la educación?
M.- Sí, desde luego: la libertad es lo esencial. Pero, como has dicho en tu brillante exposición, es fácil malentender una idea tan esencial. Yo, te lo confieso, tengo dudas de cómo hay que entenderla, y, de hecho, creo que no comparto del todo tu visión de las cosas, así que me viene que ni pintado poder dialogar con alguien que lo tiene claro.
D.- Más o menos claro.
M.- Muy bien. Entonces, te diré en qué no termino de estar de acuerdo contigo, y tú me lo aclaras lo que puedas. Según has dicho (y es muy lógico) ser libre es ser responsable, o va indisolublemente unido lo uno a lo otro.
D.- Justamente.
M.- Ser responsable, entiendo que piensas, es poder dar cuenta de lo que uno ha elegido.
D.- Así es. No he podido extenderme en detalles, porque habríamos estado aquí hasta mañana.
M.- Claro, lo entiendo.
D.- Una persona responsable se hace cargo de sus decisiones y asume las consecuencias de sus actos.
M.- Bien. Ser libre no es lo mismo que hacer lo que a uno le da la gana. Esto creo que es también esencial para entender lo que es la libertad, según tú has explicado.
D.- Desde luego. Ese es el error más común, sobre todo en nuestros tiempos: confundimos lo que queremos con lo que nos da la gana.
M.- Eso lo has dejado bien claro en tu discurso. Para elegir lo que uno quiere, entiendo que piensas también, es necesario estar informado.
D.- Por supuesto. Eso he intentado decir, también.
M.- Porque quien no está informado, quien ignora lo importante, no elige realmente, sino que, como dices, desea a ciegas lo que cree que le conviene, lo que le da la gana.
D.- Así es, lo has entendido correctamente. Pero no solo hay que estar informado de cómo son las cosas, sino, especialmente, de lo que es uno mismo, según he intentado mostrar.
M.- Y lo has conseguido, según mi opinión: hace falta, has dicho, reconocer la dignidad que tiene uno en cuanto persona, y que, por tanto, tienen los demás, las demás personas.
D.- Justamente.
M.- Solo cuando uno sabe quién es, y está bien informado de lo demás (en la medida de lo posible), elige libremente, o sea, lo que realmente quiere. No lo que le viene en gana, sino lo que le conviene.
D.- Bueno, lo que le conviene… según entiendas eso. Lo que le conviene como persona, sí. Pero lo que le conviene en el sentido corriente en que usamos esa expresión, no, sino todo lo contrario.
M.- Porque entiendes que le puede convenir, en ese sentido corriente, algo que no le conviene como el ser que es, como persona.
D.- Así es. Por eso, tan importante o más que estar (como lo llamas tú) informado de lo que son las cosas, es ser consciente del deber que uno tiene para consigo mismo.
M.- Y es entonces (cuando conoce uno a las cosas y a sí mismo), cuando elige bien o mal, correcta o incorrectamente…
D.- Elige con mayor criterio.
M.- Luego es más libre.
D.- Puede decirse así, si quieres. Puede ejercer mejor su libertad.
M.- Pero siempre puede uno, por mucho criterio que tenga y muy bien informado que esté, elegir bien o mal.
D.- Evidentemente. Salvo que sea uno un santo. O, mejor dicho, aunque sea uno un santo. Ser libre supone poder elegir lo correcto o lo incorrecto.
M.- Uno elige, entonces, lo bueno o lo malo. Y es responsable de su elección, es decir, tiene que poder dar cuentas de lo que ha elegido.
D.- Eso es, y asumir las consecuencias.
M.- Bien. Pero ¿puede una persona elegir también qué es lo bueno y qué es lo malo?
D.- No sé si te entiendo bien: ¿te refieres a si podemos decidir qué es lo correcto o no?
M.- Sí, a eso me refiero, a si está en nuestra mano, no solo elegir algo que es bueno en vez de algo que es malo, sino elegir, antes que nada, qué es lo bueno y lo malo, lo bueno y lo malo mismo.
D.- ¡Estaríamos apañados, si pudiéramos elegir eso!
M.- ¿Por qué?
D.- ¿¡Cómo que por qué!? Si pudiésemos elegir eso, todo valdría.
M.- Con tal de que lo eligiésemos…
D.- Claro. Pero nada nos impediría elegirlo.
M.- Nada, claro: seríamos completamente libres. Luego, podría decirse, creo yo, que, según vosotros, no somos libres para elegir qué es lo que debemos elegir.
D.- Si pudiésemos elegir eso, te digo, nadie sería responsable de nada, ¿no te parece?
M.- Seguramente.
D.- Nadie tendría que dar cuentas a nadie. Ni a sí mismo.
M.- Lo entiendo. Si ser responsable es poder dar una justificación de por qué se ha elegido esto y no lo otro, parece que se presupone que no cualquier elección puede estar justificada, sino que las hay correctas e incorrectas.
D.- Justamente.
M.- Luego la libertad no llega hasta arriba, digamos, ya que no puede establecer qué es bueno o malo, correcto o incorrecto, no puede establecer qué es ley…
D.- Es que yo creo que no habría que llamar libertad a esa posibilidad.
M.- ¿Por qué?
D.- Porque sería completamente indistinguible del puro azar. Daría igual una cosa que otra.
M.- ¿…Como hacen los que hacen lo que les da la gana?
D.- No, no así, porque los que eligen lo que les apetece no creen que dé igual una cosa que otra, sino que quieren su satisfacción, sin tener que dar cuentas.
M.- Bueno, dejemos eso. Volvamos a lo que has dicho: que si pudiéramos elegir lo que es lo bueno y lo malo, no se nos podría distinguir del azar. Sin embargo, algunos se la atribuyen a Dios, esa libertad, ¡a él, que es el ser más libre, infinita o absolutamente libre!: Dios, creo que dicen la mayoría de los expertos en el tema, en su santa voluntad, establece qué es lo bueno y lo malo. Y se refieren a lo bueno y lo malo mismo. Parece que el ser absolutamente libre no admite que le preexista ninguna ley de lo bueno y lo malo, ¿no?
D.- Seguramente…
M.- Y eso parece significar que él no tiene responsabilidad ninguna, ¿no crees?
D.- No sé.
M.- Pero nadie o casi nadie (al menos entre los expertos en Dios) ha dicho que, puesto que elige sin dar por supuesto lo bueno y lo malo, su elección es puro azar o caos, como si el bien y el mal fueran prescritos al tuntún.
D.- Bueno, eso son cuestiones teológicas…
M.- ¿Crees que es mejor que las dejemos a un lado? Si lo he mencionado es porque a mí me ayuda a entender este tema, y como en tu discurso has hablado de la importancia de la religión, de una concepción religiosa de la vida…
D.- Es verdad.
M.- Has dicho, y estoy completamente de acuerdo, que no hay por qué avergonzarse de ello. Pero si prefieres nos limitamos a los humanos.
D.- No me molesta que saques asuntos religiosos y teológicos. Al fin y al cabo una de las cosas que queremos desterrar en esta escuela es, en efecto, la mala conciencia cuando se habla de eso. Pero son temas, ya sabes, muy difíciles, y muy personales en cierto sentido.
M.- Bueno, pero si los tratamos con cuidado, como modelos, por decirlo así, yo pienso que nos pueden ayudar a comprender un poco las cosas menos infinitas. Lo que yo quería decirte es, sencillamente, que si Dios, que es absolutamente libre, es libre precisamente porque puede establecer qué es ley, y después nosotros, los seres finitos, tenemos que acatarla, entonces es que no somos libres como lo es él.
D.- No lo somos en la misma medida que lo sería un dios, un dios omnipotente.
M.- No, no solo en la misma medida, sino de manera totalmente distinta, porque en Dios sería completamente indiferente que esté bien informado o no de qué son las cosas y qué es él mismo, para establecer qué es lo bueno. Así que si él es libre por establecerlo, nosotros somos esclavos para obedecerlo.
D.- No veo por qué.
M.- Porque de ninguna manera podremos decidir y justificar qué es lo bueno, ya que no hay ninguna razón para que lo sea. Solo nos quedaría la fe. La fe ante la ley.
D.- Puede ser.
M.- Y creo que eso es lo que tú llamabas oscurantismo o fanatismo, ¿no?
D.- Quizás. De todas maneras, digo que es una diferencia de grado porque, aunque nosotros no podemos elegir qué está bien y qué está mal, podemos, en nuestra parcela, elegir esto o lo otro, y es también una elección entre lo bueno y lo malo.
M.- Pues yo sigo viendo una diferencia abismal. A nosotros, si, como dices, no nos es dado elegir qué ha de estar bien y qué ha de estar mal, sino que nos está dada ya la medida, lo único que nos queda es aplicarla correcta o incorrectamente. Si, además, lo que sí está en nuestro poder es contravenir esa ley que nos ha sido impuesta, lo que me parece a mí que se nos ha concedido así es la posibilidad de equivocarnos y ser malos.
D.- Y con ella la de elegir el bien, justamente.
M.- Pero, viniendo de una causa inteligente y buena, lo extraño no es que nos dé la capacidad del bien, sino la del mal. Esa libertad para acatar o no la orden que tú mismo no has prescrito, no me parece precisamente un buen regalo, cuando existía la posibilidad de hacernos solo buenos, y que cumpliésemos siempre con gusto lo que se debe, y recibiésemos luego el premio de la felicidad, ya que no podía dársenos elegir del todo libremente, o sea, elegir qué está mal y qué está bien, respetando nuestra elección.
D.- Y ¿dónde estaría el esfuerzo para merecérsela, la felicidad?
M.- En ningún lado, pero ¿crees, de verdad, que la realidad es mejor si conseguir lo bueno cuesta sufrimiento?
D.- Pues en eso es en lo que consiste que seamos personas, seres libres, nos guste o no. Pero me parece que usar el lenguaje teológico nos está confundiendo más que ayudando, porque yo no diría que estamos obligados a acatar una ley impuesta por una voluntad tiránica, sino que creo que tú mismo, como cualquier persona, puede identificarse con la ley moral y hacerla suya, como si fuese él mismo quien la hubiese instituido, porque todos la llevamos dentro.
M.- Sí, eso puede quizá pasar, que uno se identifique con la ley. Es muy sublime pensar así (aunque muy tremendo también, porque nos hace como dioses). Pero ¿puede suceder también que no, que no suceda eso? Y, si le sucede a alguien (que no quiera en su conciencia lo que se dice que quiere la ley divina, o la que los demás humanos consideren como divina), esa persona puede preguntarse: ¿por qué se dice que
Dios es bueno, si lo bueno es lo que ha establecido él sin necesidad de dar cuentas a nadie?
D.- No creo, te repito, que haya que entender la libertad absoluta (o sea, la de Dios, por hablar ese lenguaje) como completa arbitrariedad.
M.- ¿Quieres decir que debe haber alguna razón por la cual las cosas sean buenas o malas, y, por tanto, incluso un ser infinitamente consciente y libre tendría que aceptarlas como buenas?
D.- Quizás.
M.- Eso, aunque no es bien visto por la mayoría de los teólogos de los últimos siglos, me parece más sensato. Por eso otros no dicen que la libertad absoluta consista en establecer qué es lo bueno o lo malo, sino que lo bueno o lo malo son algo objetivo e inmutable, no son tema de elección, ni siquiera fuera del mundo. Entonces, Dios mismo querría y mandaría lo bueno porque es bueno, y no al contrario, o sea, que sea bueno porque y solo porque Dios lo quiere y manda.
D.- Seguramente.
M.- Y también habría que aceptar, entonces, que Dios, ya que es totalmente bueno y libre, no puede elegir más que lo que sabe que es bueno, o sea, lo bueno.
D.- Muy bien, ¿y a qué viene todo esto en nuestra discusión? Me he perdido.
M.- Sí, a lo mejor hemos divagado un poco. Se trata de entender, de que entienda yo, qué es eso de ser libre, que es lo más excelso que se pueda imaginar, y lo que queremos, con toda la razón, conseguir en nuestros hijos y alumnos, y en nosotros mismos.
D.- Ese era el tema de tu duda, que, por cierto, no me parece una minucia.
M.- Es verdad: aunque es una cuestión muy fina, es muy gruesa. Como has dicho tú, si no recuerdo mal, en las cosas importantes una pequeña diferencia puede ser enorme.
D.- Fatal, sí. Eso he dicho.
M.- Muy bien. Estamos de acuerdo, creo, en que ser libre no es hacer lo que a uno le da la gana, actuar de manera inconsciente e ignorante…, sino que hay que saber.
D.- En eso estamos de acuerdo.
M.- Y creo que hemos llegado también a la conclusión de que no hay más libertad que la que consiste en querer lo que es bueno.
D.- ¿¡Cómo!? Eso no lo he visto.
M.- Hemos dicho que un ser que tuviese una voluntad absoluta, totalmente libre, o sea, Dios, no podría elegir más que lo que sabe que es bueno, ¿no es así?
D.- Supongo que sí.
M.- Pero no que elija, al tuntún, qué es lo bueno, porque entonces sería un tirano arbitrario y sin responsabilidad, sino que, por decirlo así, es capaz de comprender, mirándose quizá a sí mismo, qué es bueno y malo.
D.- Ya te digo que no me metería ahora en profundas discusiones teológicas. Si quieres y tienes tanto interés, llamo al padre Martín, que se encargará en nuestra escuela de coordinar la formación religiosa.
M.- No, no le molestes ahora, que está en plena merienda. Vamos a olvidarnos de Dios y de los teólogos, si prefieres, y digámoslo en lenguaje de humanos y para humanos, ya que parece que tenemos más claro qué somos nosotros que qué es Dios.
D.- Aunque, ¿no sería mejor tener una conversación así con más calma, en otro momento?
M.- Si quieres lo dejamos para otra ocasión, sí. De todas maneras, no pensaba enredarme mucho…
D.- Sigue. La ministra parece entretenida con algunos padres.
M.- A ver si voy a lo que voy: estamos en que la libertad, bien entendida, pasa necesariamente por saber qué es lo bueno, y qué son las cosas, pero no consiste en la arbitrariedad de darles valor sin ton ni son. No somos libres ni para elegir qué es lo bueno, ni, me parece a mí entonces, para elegir lo malo.
D.- ¿¡Qué dices, hombre!? ¡Haces unas inferencias que me resultan increíbles! ¿¡Cómo no vamos a ser libres para elegir lo malo!? ¡Pero si es lo que hace toda criatura de Dios a todas horas! (Y perdón por volver a traer a Dios… -no aproveches la ocasión-).
M.- Pues entonces que me maten si entiendo en qué consiste ser libre. Ya te digo que tengo muchas dudas. No hago más que darle vueltas a este razonamiento. Vamos a ver, a ver si me sacas del dique seco: la libertad no es arbitrariedad, ¿no?
D.- No, eso no hace falta que lo repitas más.
M.- Libre solo puede serlo quien sabe lo que es bueno, o sea, qué es él y qué es cada cosa, y qué le corresponde a cada una, ¿no es eso?
D.- Sí.
M.- Entonces, quien no sabe lo que es bueno y lo que es cada cosa, no es libre, ¿no?
D.- No lo es.
M.- Y quien actúa arbitrariamente, tampoco.
D.- ¡Y dale! Tampoco.
M.- O sea (a ver si es que yo razono menos que un pez): si, quien no sabe, no actúa libremente, y quien es más libre, es quien más elige lo que sabe que está bien...
D.- ¡No, no, no!, has cometido dos errores. Veamos. Primero: todo el mundo sabe, en el fondo, qué está bien y qué está mal. Así que nadie, en verdad, tiene la disculpa de la ignorancia (por lo menos, de esa ignorancia). Y, segundo, y más importante todavía si cabe, el que sabe lo que debería hacer, es libre precisamente para no hacerlo, no tiene que hacerlo por necesidad, porque ¡menuda libertad, según te la imaginas tú!
M.- Ahí puede estar mi confusión. Lo primero: dices que todos sabemos qué está bien y qué está mal. Sin embargo, has dicho en tu exposición que hay que educarles moralmente… Aclárame esto.
D.- Para que reconozcan lo que llevan dentro. Toda persona, como ser racional, sabe (en el fondo, digo) que no puede tratar a un igual como no aceptaría que le trataran a él.
M.- Muy bien. No lo veo tan evidente como tú, que todo el mundo sepa que eso es lo bueno, pero, si quieres, supongamos que es así, que en el fondo (aunque solo en el fondo, ¿no?) lo sabe... Entonces prescindamos de una opción (que el que no sabe no puede elegir libremente). Ahora queda otra: quien sabe lo que es bueno, pero escoge lo malo, decía yo, es que actúa arbitrariamente, y, por tanto, no es libre (aunque a mí esta opción tampoco me parece muy creíble)…
D.- Es que no estabas teniendo en cuenta, y sigues sin tenerla, la opción adecuada: actúa mal quien, sabiendo qué está bien y mal, elige lo segundo.
M.- O sea, actúa mal quien, viendo en sí mismo lo que es correcto, y sabiendo bien que es correcto, decide, sin embargo, hacer lo contrario. Y esa no es una conducta arbitraria.
D.- ¡No, claro que no! Es completamente intencionada.
M.- Aquí está el centro de nuestra discusión. La libertad, estás dando a entender, pasa por saber lo que es bueno, pero no se limita a eso.
D.- Eso es. No lo estoy dando a entender, si me permites que te lo diga, sino que lo estoy diciendo con todas las letras. Y me resulta increíble que parezcas pensar que lo estoy dando a entender yo, como si fuera invento mío, cuando todo el mundo (incluido, me atrevo a decir, tú mismo) piensa exactamente lo mismo.
M.- Yo, si te puedo ser sincero, pensaba eso cuando no me había parado todavía a pensarlo. Desde entonces, y aunque he encontrado y leído a personas muy inteligentes que también piensan lo que tú, no he sido capaz de recuperar esa convicción. Casi peor aún es que he sabido también de presuntos sabios (aunque quizá los menos) que no lo ven como tú, o sea, como lo ve casi todo el mundo y lo veía yo mismo antes de pensarlo con profundidad una y otra vez.
D.- Pues házmelo entender, te lo ruego, porque es una cosa de infinita importancia.

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