lunes, 18 de mayo de 2015

Del lugar del hombre en la naturaleza. II

El objetivo de estas reflexiones es abogar por la idea de que el hombre no es ni el creador de los valores de las demás cosas ni la única o más valiosa cosa del mundo; el hombre es “solo” un ser muy valioso, como lo son, objetiva e intrínsecamente, los demás seres, cada uno a su modo; y quizá el valor principal del hombre estribe precisamente en ser capaz (más capaz que unos, aunque tal vez también menos capaz que otros seres) de reconocer (no de insuflar) valor en toda la naturaleza; pero sean cuales sean los valores propios del hombre, estos “solo” se pueden realizar dentro de y en diálogo (en dialéctica, es decir, en guerra pero sobre todo en amor y armonía) con el resto de la naturaleza, no en algún destino sobrenatural. Nuestro “imperativo categórico” diría, pues, algo así: 

Nunca trates a ningún ser como mero medio, sino, ante todo, como fin en sí mismo

Esto, “además” de ser lo más justo, es lo más “útil”, es decir, lo que reportará mayor felicidad o realización, pues sabrá encontrar en las cosas lo mejor de ellas mismas, lo que tienen por ser plenamente reales, y también hará aflorar en el hombre lo mejor, la contemplación y valoración “desinteresada”. Solo cuando no se establece una radical separación entre medios y fines, entre meros objetos y sujetos puros, entre simple materia y espíritus simples…, solo entonces una vida justa y una vida feliz son una y la misma cosa.

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Parece que en toda sociedad humana, incluida una que, como la “occidental”, explota sistemáticamente y por encima de los límites de toda sostenibilidad al resto de la naturaleza, se da, junto al sentimiento de lucha y temor, también un sentimiento, estético o moral o ambas cosas, de respeto y admiración por la naturaleza en todas sus partes: por un río o una montaña, por ejemplo. ¿Cómo se justifica este sentimiento de respeto por algo que nosotros, occidentales y modernos, mayoritariamente consideramos inanimado e insensible?

Nuestra propia formulación de la pregunta ha dado ya por hecho que el valor no reside en las cosas simplemente por tener realidad. Pero esto no es más que uno de nuestros supuestos o impensados fundamentales. Las teorías del valor ético dominantes en los recientes siglos (esto es, el utilitarismo o felicitismo de la mayoría, y el kantismo, “ética del deber” o voluntarismo racionalista), no pueden, efectivamente, proporcionar una justificación para la respetabilidad auténtica o directa de la naturaleza en cualquiera de sus formas, y ello porque ambas tienen en común (aunque una más que la otra) una perspectiva doblemente subjetivista y fundamentalmente antropocéntrica. Las cosas, según la ética de la modernidad occidental, tienen valor según la medida del hombre: el valor reside principalmente en el hombre, tanto objetiva como subjetivamente, es decir, solo el hombre es propiamente valioso y solo él otorga el valor a las otras cosas.

Según Kant, solo los seres racionales (en la Tierra, los hombres) son propiamente dignos de respeto, solo estos son libres y no determinados, fines en sí y no meros medios. El resto de los seres son propiedad del hombre, y la única razón moral por la que no se les puede tratar de cualquier manera es porque con aquellos tratos que los destruyen o deterioran dañamos a los demás hombres, para quienes son medios (pero no hay propiamente ningún posible daño moral a las cosas mismas), o acaso porque, en el caso de los animales superiores, un trato “cruel” denota nuestra insensibilidad hacia el dolor (pero el dolor no es un móvil moral ni existe, propiamente, “crueldad” sobre el animal).

Según el utilitarismo, por su parte, lo que se requiere para ser digno de respeto es menos que lo que pide Kant: no hace falta ser racional autoconsciente, basta con ser capaz de sufrir. De modo que muchos animales sí entran directamente en la cuenta de cuánto mal causamos en el mundo. Sin embargo, el río o la montaña no serían ya (excepto bajo una concepción pampsiquista de la naturaleza) directa o propiamente dignos de entrar en el cálculo del valor, y solo “merecerían ser respetados” en la medida en que su deterioro o destrucción afectaría a los seres sentientes.

En la entrada anterior indicaba por qué creo que ambas concepciones, subjetivistas y subjetivo-céntricas, deben ser rechazadas:

No hay ninguna razón para aceptar que solo la racionalidad capaz de autoconsciencia es digna de respeto, mientras que el resto de las cosas y sus propiedades carecerían de valor intrínseco. Lo único que quizá da un valor no circular a la racionalidad es, precisamente, la capacidad de reconocer el valor en las cosas (incluida ella misma), y esto presupone ya la existencia anterior (lógica o trascendentalmente anterior) del valor. Según lo expresa Sócrates en La República, quienes dicen que el bien es lo mismo que el conocimiento no advierten que el conocimiento solo es bueno en la medida en que es conocimiento del bien (o valor). Lo mismo puede decirse del deseo: solo es una voluntad buena si es voluntad de lo bueno, no si es voluntad de sí misma, por muy universal o formal que sea. Solo una concepción antropocéntrica pone la reflexividad (en el conocimiento, en la voluntad…) como lo primero o absoluto. Pero, tal como el valor de verdad no es solo ni quizá principalmente el de aquellos seres que se pueden conocer a sí mismos, del mismo modo el valor estético y ético no reside solo ni principalmente en la autoconsciencia ética o estética.

La tesis kantiana implica que no podemos valorar ninguna otra cosa sino en la medida en que sea necesaria como medio para el presunto fin último del hombre, quien solo debe quererse a sí mismo; nos entiende, por tanto, esa concepción, como un completo extraño en la naturaleza. Sin embargo, el fin último del hombre, como el de cualquier otro ser, solo puede estar en el mundo, en una relación con las demás cosas que presupone en ellas un valor intrínseco por el que orientar nuestro trato para con ellas. No puede entenderse a los hombres como un “reino de espíritus” descarnados, para los cuales la materialidad sería un accidente en una existencia de segundo orden. La materialidad está esencial e inextricablemente unida a la existencia humana, y cualquier sublimación o "redención" del hombre solo puede serlo si es, a la vez, una sublimación y redención de toda la naturaleza. Sin eso, la existencia material de los hombres queda como un juego absurdo de manipulación de cosas que, en realidad, serían intrascendentes.

Además, decíamos, esta concepción “kantiana” no tiene en cuenta que la racionalidad es gradual, es decir, que ni está ausente en otros seres naturales (quizá está en todos –si toda la naturaleza debe ser vista desde el paradigma de la información o comunicación-) ni está tampoco plenamente ni en igual medida en todos los hombres.

En definitiva, la tesis absolutamente egocéntrica de que solo el hombre es propiamente digno de respeto parece una actitud injustificable (en cuanto teoría del valor) y moralmente inaceptable, puramente egoísta.

Aunque el utilitarismo, o sentimentalismo-del-mayor-número, es, en su consideración del valor y el respeto, menos antropocéntrico que la ética kantiana, comparte con esta el subjetivismo o egocentrismo trascendental, tanto en su aspecto objetivo como en el subjetivo, es decir, la creencia en que, primero, solo los seres sentientes (sujetos de pleno derecho utilitarista) tienen propiamente valor intrínseco, y, segundo, que el valor no reside en las cosas sino en el sujeto que las valora. Obviamente, según el utilitarismo todos los seres sentientes (no solo el hombre) tienen valor intrínseco u “objetivo” (aunque solo por analogía conmigo: porque el dolor es malo para mí), pero tienen valor intrínseco precisamente porque son capaces de dar valor a las cosas (que presuntamente no lo tienen antes de que aparezca un sentiente que se lo otorgue). Aunque es menos antropocéntrico que el kantismo, el utilitarismo no alcanza a un reconocimiento del valor objetivo de toda cosa natural.

También esta concepción es incapaz de explicar por qué valoramos (nos gustan, nos placen…) ciertas cosas y no otras, y, en términos universales, por qué tendríamos que sentir respeto y admiración por un río o una montaña. Su respuesta última es completamente egótica, solipsista, circular y vacua: en el fondo, esas cosas solo pueden despertarnos un sentimiento positivo, según esta concepción, en cuanto son útiles para nuestros intereses, tales como nuestra supervivencia o nuestros mismos sentimientos de felicidad: es decir, nos placen porque nos placen. Pero ¿por qué había de ser buena en sí, y solo ella, la naturaleza sentiente? ¿Por qué había de ser lo valioso principal o exclusivamente el sentimiento de placer o de ausencia de dolor? Aunque aceptemos que los sentimientos de placer o dolor son cosas intrínsecamente buenas y malas (como hicimos con la autoconsciencia), esto no nos evita la circularidad, pues el sentimiento de placer o dolor es intencional y requiere un objeto distinto a sí mismo: algo nos debe causar placer o dolor por algo, por alguna propiedad en sí no arbitrariamente valiosa. Por tanto, aunque sea un bien intrínseco el placer y un mal intrínseco el dolor, tiene que haber otras naturalezas intrínsecamente buenas o malas como objeto y causa del placer y dolor. Sin esto, el gusto queda como una entidad absolutamente arbitraria, que se concede el valor a sí misma, y, por analogía o “simpatía”, al resto, sin justificación objetiva alguna.

Si rechazamos cualquier forma de teoría subjetivista (en el doble sentido de que lo valioso es un sujeto y de que es el sujeto el que otorga el valor), tenemos que aceptar una teoría objetivista y universal de los valores: las cosas, todas las cosas, todos los seres, la naturaleza entera, en su todo y sus partes, tienen valor intrínseco, y el hombre y demás seres capaces de sensibilidad al valor, solo pueden reconocerlo. Esa capacidad de reconocimiento es también un valor, pero ni el único ni seguramente el principal (salvo que hablásemos de una consciencia total, para la cual se diluyese la distinción entre sujeto y objeto).

Una concepción realista de los valores es perfectamente posible y necesaria si rechazamos cualquier ontología reduccionista. He tratado este asunto más extensamente en otros lugares, por ejemplo aquí.

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No siempre y en todas partes los humanos han tenido o tienen una concepción semejante a la tan antropocéntrica cosmovisión occidental y moderna. Muchas culturas o épocas de culturas, tanto antiguas como supervivientes hoy, y tanto no indoeuropeas como indoeuropeas, incluyendo a aquellas en las que nace el pensamiento explícitamente filosófico, como el hinduismo y la cultura griega antigua, están lejos de creer que solo el hombre o solo el sujeto sentiente son el único tipo de ser valioso o/y dador de valor a las cosas. El hombre, antes bien, forma parte de la gran cadena del ser, dentro de la cual y solo a partir de la cual recibe él mismo su valor. Todas las cosas, antes de ser medios para el hombre, son y poseen fines en sí mismas, o, en terminología religiosa, son “sagradas”. Aunque hubo ya, en la ilustración burguesa griega, un tiempo en el que el hombre se erigió en “medida de todas las cosas”, las grandes construcciones filosóficas helénicas, desde los presocráticos hasta Aristóteles y en adelante, sostuvieron el carácter objetivo y universal (aunque graduado, desde luego) del valor.

En el alma occidental, esta concepción “griega” ha convivido o luchado siempre con una concepción, heredada del “Libro”, radicalmente opuesta, y predominante en Europa tanto antes como, más aún, tras la “secularización” moderna. Puede discutirse qué lectura de los textos bíblicos es la más acertada, pero la interpretación históricamente canónica presenta al hombre como un ser absolutamente heterogéneo e infinitamente superior en dignidad a la naturaleza (ni siquiera sería correcto decir, en este espíritu, “al resto de la naturaleza”). El hombre puede usar y manipular a los seres naturales prácticamente a su antojo, como meros instrumentos que son en su camino hacia su fin final, fin final que, en la evolución de la cultura bíblica triunfante, se convierte pronto en un fin sobrenatural, o, más aún, contranatural. El mundo natural es solo el escenario que Dios ha montado para que en él se desarrolle la tragicomedia humana, y, cuando acabe la función, se desmontará estrepitosamente toda la tramoya y nadie preguntará a los demás seres por sus intereses y sufrimientos. Solo queda alguna dificultad para imaginarse ese trasmundo que es el fin último del hombre… Por desgracia, no somos capaces de imaginárnoslo más que por analogía con... el mundo natural.

Esta cosmovisión radicalmente antropocéntrica, fundamento ideológico de la cultura occidental, se ha exacerbado, decía, desde el nacimiento de la “Edad Moderna” y, más aún, en la postmodernidad, con su distinción radical entre cultura y naturaleza, y la fanáticamente antropocéntrica tesis de que el hombre (y solo el hombre) es una pura existencia sin esencia, o “voluntad de voluntad”. La naturaleza es concebida y tratada tecno-científicamente, es decir, como un objeto, de valor nulo o neutro ¡aunque con utilidad!, y un objeto del menor nivel cualitativo pensable: un simple inerte mecánico, res extensa… Todo cuanto de vida, psique animal, etc., nos salta a la vista, es negado como epifenómeno y es “reducido” progresivamente por el espíritu científico-técnico. Este espíritu no es, por cierto, el predominante entre los propios científicos, al menos entre los más inteligentes y sensibles, que saben que esa orientación tecno-científica no accede a lo profundo y vital de la naturaleza, sino que, precisamente, lo esconde tras una falsa objetividad unidimensional. Pero sí es en buena medida (en dialéctica inevitable con su otro, al que no logra acallar completamente) el espíritu que orienta el modelo de producción y de vida en general de las sociedades occidentales modernas.

Ahora bien –cabe preguntarse-, ¿qué papel juega toda la tecno-ciencia en el fin último del hombre? Porque, efectivamente, debería resultar chocante, al menos a primera vista, que una cultura que considera que el fin del hombre es radicalmente sobrenatural, se tome tanto trabajo por manipular la naturaleza (y, de hecho, no fue así en el periodo premoderno de Europa). Los nobles fines que suelen aducirse o que circulan tácitamente, después de la secularización, para justificar el uso y dominio sistemático y masivo de la naturaleza como mero medio son, por un lado, la necesidad de defenderse de la propia naturaleza (del hambre, del frío…: la naturaleza sería muy hostil, siempre insegura), y, después, el desarrollo de la actividad propia de un ser tan inteligente como nosotros: la comunicación (tenemos que fabricar pianos y computadoras, pues son necesidad humana). Sin embargo, estas justificaciones ni agotan ni explican realmente el trato que el hombre tecno-científico inflige a la naturaleza. Ni vive el hombre en la escasez (sino que desperdicia la inmensa mayoría de lo que produce, por razones puramente ético-políticas, propias de una especie que valorase mucho la jerarquía y el estrés de la lucha intestina –es una cultura muy colonizadora y proselitista-) ni hace el hombre una obra de arte de la naturaleza. Más bien, la cultura occidental muestra una conducta de consumo compulsivo, extensivo y vacío, que deteriora cuanto toca, con pequeños episodios de sensibilización y autoinculpación. Parece una cultura enferma, concretamente bulímica (y no en el sentido que quiere encontrarle Agamben al “hambre de buey”, como seña de la condición edénica). Sin duda, el trato de la cultura occidental hacia la naturaleza es la expresión de su concepción fuertemente dualista, según la cual el hombre es algo del todo ajeno a la naturaleza, un extraño o exiliado en ella. Solo él posee un valor intrínseco, pues solo él sería semejanza del valor en sí, de Dios. Y solo él puede otorgar valor a las cosas naturales, aunque, en realidad, no puede hacerlo salvo en un ataque de infantilidad o “antropomorfismo”, pues la naturaleza debe, no salvada sino negada (este es el significado de la iconoclastia de las religiones del libro, así como del arte moderno). El hombre occidental tiene una pulsión a destruir la naturaleza. La secularización no ha supuesto el reconocimiento (moral, estético…) de esta, sino su explotación sistemática.

Esta concepción occidental y moderna, pese a su aparente dignificación del hombre, denota una esencial incapacidad para tratar con la realidad: es la actitud del eremita, que se refugia en el desierto, quizá a la espera de que algo completamente sobrenatural (una nave venida de “otro mundo”) lo rescate en volandas. Es la actitud del hombre más débil, enfermizo y, por eso, engreído, que cabe imaginar. Lo que ha reportado al mundo, si lo miramos con distancia, es, por una parte, una superinflación del hombre y consecuente infravaloración de todo lo demás; y, en segundo lugar, un gran desarrollo técnico. El desarrollo moral y estético (respecto de, por ejemplo, la ética socrática o la aristotélica o incluso la epicúrea) es mucho más dudoso…

Para desmontar y estar en condiciones de superar esa enferma cosmovisión que padecemos, debemos volver a hacernos seriamente la pregunta que señalábamos: ¿cuál es el verdadero puesto del hombre en la naturaleza? ¿Qué relación le corresponde con las cosas, una vez que comprende que todas ellas tienen un valor intrínseco por el mero hecho de ser reales, pues, según dijo Spinoza, tenemos que entender por “perfección” lo mismo que por “realidad”?

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