lunes, 17 de octubre de 2011

Razones y deseos. El realismo moral de Derek Partif

En su gran libro (grande en todos los sentidos) On what matters, Derek Parfit trata diversas cuestiones éticas. Una de ellas es su amado problema de la racionalidad moral. ¿Qué razones tenemos para actuar? ¿De qué tipo de razones hablamos en ese caso?



Somos seres que tenemos razones, razones tanto para creer como para hacer. Los hechos, cómo son las cosas, nos dan razones. Pero ¿qué relación hay entre las razones que hay para (creer o preferir y hacer) algo y nuestra creencia en que tal o cual es una (buena) razón para (creer o preferir y hacer) algo?

Tanto en el ámbito del conocimiento como en el de la decisión y la acción, hay quienes defienden que las razones para (creer o preferir) algo no tienen más remedio que reducirse a nuestras creencias. Llamemos a estas teorías “internalistas” o subjetivistas. En la versión más cruda y valiente (y consecuente) el internalismo dice que no hay más razones para creer algo o preferir algo que las que uno cree que lo son. Al fin y al cabo (este es el principal argumento internalista o subjetivista) nadie va a creer o elegir jamás aquello para lo que no “vea” (crea) que hay mejores razones.
El intermalismo o subjetivismo es mucho más corriente en el terreno de lo ético-político (en lo “práctico”) que en el de la epistemología, aunque no por fuertes “razones”. Por supuesto, uno puede decir que el internalismo debe ir unido a que el sujeto tenga toda la información relevante (aunque ya en la palabra “relevante” hay una trampa del internalismo, porque ¿qué es relevante más que lo que uno crea que lo es?). Pero, en último extremo, un sujeto perfectamente informado, solo tiene razones para creer y hacer aquello que el cree que justifica esas creencias y elecciones. No puede haber razones para que él crea algo y que sin embargo él, estando bien informado, las rechace. Es decir, no habría verdaderas razones imparciales. En el terreno moral, eso significa que no hay razones, objetivas e imparciales para considerar buena una acción.

A las teorías que reducen la justificación de las preferencias a meramente los deseos del que hace la preferencia, Parfit las llama “Basadas en deseos”, o internalistas. Las teorías que, al contrario, piensan que hay razones no subjetivas, externas a lo que crea o no tal o cual sujeto, para preferir algo, Parfit las llama “Basadas en Valores”.

Parfit cree que todas las teorías subjetivistas, “Basadas en deseos” (BD en adelante), están equivocadas, y que hay que defender alguna versión de teoría “Basada en Valores” (BV).

¿Por qué entonces, se pregunta, están tan extendidas las teorías BD, el internalismo? Parfit aduce diversas posibles causas. Una es que las teorías BD y las BV coinciden mucho a la hora de hacer propuestas de qué deberíamos preferir. Lo que pasa es que, para el internalismo o BD esto no puede pasar de ser un hecho psicológico o antropológico. Esto significa que el internalismo no distingue (no puede) lo normativo de lo fáctico: es un hecho que solemos preferir tales cosas, pero no hay razones imparciales y objetivas para ello: es una mera contingencia.

Otra razón es que hay un sentido trivial en que el internalismo es verdadero: todo lo que creemos tener razones para hacer es lo que creemos tener razones para hacer. Pero esto escamotea el verdadero asunto, que es cuáles son las razones últimas para nuestras creencias. ¿Creemos que la justificación última de nuestras creencias es, nada más que son las creencias en que creemos? ¿No tenemos razones, además de para actuar, para tener razones?

Hay que distinguir entre deseos instrumentales y deseos finales o télicos. Toda cadena de deseos instrumentales tiene que acabar en un deseo final. No es cierto, como creen algunos, que el deseo final sea siempre alguna forma de placer, pero aunque lo fuese, no significaría que esa fuese la razón por la que deseamos ese fin.

Según las teorías que basan la elección y la acción en los deseos (BD) todas nuestras razones las proveen los hechos que pueden satisfacer nuestros actuales deseos. No podemos tener ninguna razón BD de ser felices en el futuro sino como medio para satisfacer nuestro deseo actual. Nuestro querer la felicidad como un fin no puede darnos una razón para querer la felicidad como un fin. Los deseos no se auto-sustentan. Sólo nuestros deseos presentes dan valor a los demás. En las teorías BD las razones implican motivaciones, y sólo nuestros deseos presentes pueden motivarnos.
Esto implica, por ejemplo, que, aunque estemos perfectamente informados, si no tenemos un actual deseo de evitar una tortura futura, no tenemos razones para evitarla. Contestar, como hacen algunos internalistas, que nadie tiene tales deseos (por ejemplo, sufrir mañana) no explica por qué razones nadie los tiene. Es un mero hecho contingente, no basado en alguna razón. Además es falso que nadie los tenga: a los que tienen deseos de ese tipo los consideramos enfermos mentales. Pero, aunque no los hubiese, podría haberlos. Luego las teorías internalistas o subjetivistas no parecen evitar el resultado, muy anti-intuitivo, de que una persona no tiene verdaderamente, independientemente de que ella lo crea o no, razones para evitar un dolor futuro.

Las teorías BD suelen insistir en el importante matiz de que es preciso estar bien informado y haber deliberado racionalmente. Pero, dice Partif, esa tesis es es ambigua. Si se interpreta normativamente, es decir, que, si una persona deliberase adecuadamente, necesariamente tendría razones para evitar ese sufrimiento, entonces esta tesis coincide con lo que sostiene las teorías Basadas en Valores y objetivistas (BV): hay razones sustantivas para preferir algo, y el sujeto puede no conocerlas, pero si las conoce no puede ignorarlas.

Las teorías BD sólo pueden tomar la tesis de la buena-información como racionalidad procedimental, no como télica o final, pues según BD no podemos tener razones para tener deseos. Luego debe sostener que tras deliberación racional nadie tiene deseos de agonía futura. Esta, repetimos, es una cuestión de hecho, seguramente falso (al menos imaginablemente). Pero, lo que es esencial, no es una cuestión normativa. Para las teorías BD ningún futuro puede ser bueno o malo por implicación racional, imparcial.

Algunos partidarios de teorías BD definen de otra manera lo bueno. Así Rawls dice que bueno es para uno lo que es para él el mejor plan de vida (todo ello, claro, tras deliberación racional). Esta teoría es muy compartida, pero también ella reduce a meramente psicológico lo bueno para cada uno. Su único momento normativo es el procedimental. Aún en el caso de un ser idealmente racional, acepta Rawls, no se puede inferir nada acerca de sus preferencias. No hay razones para fines. Tras una total deliberación alguien podría, pues, elegir una vida consistente en contar la hierba, o en sufrir dolores continuos. No sirve de nada objetar, como hacen algunos subjetivistas, que esto es poco realista. Nuevamente se confunde una cuestión fáctica con una cuestión de razones. Estamos discutiendo de si existen razones para que una persona no tenga como plan de vida comer hierba o sufrir dolores. Según las teorías BD, no hay tales razones.

Nótese que Rawls, o cualquier otro, no puede sustituir su tesis por una que diga que la persona examinará qué le interesa, porque una teoría BD no puede considerar intereses objetivos. Muy a menudo el internalista intenta colar de contrabando algún concepto normativo (tales como relevancia, interés) para impedir el paso a las consecuencias contra-intuitivas de su teoría. En BD, insiste Parfit, no hay razones para querer que nuestra vida (o la de otros) sea feliz o cumpla otros buenos fines. Tampoco hay razones para tener preferencias últimas.

Algunos defensores de teorías BD apelan a que Debe implica Puede y argumentan que, dado que no podemos hacer algo si no lo deseamos, para que tengamos razones para hacer algo es necesario que la deliberación cause nuestra motivación. Pero, dice Parfit, además de que debemos rechazar la premisa de que no podemos hacer algo sin motivación, cuando estamos motivados eso no quiere decir que actuemos según dicen las teorías BD más bien que según dicen las teorías BV.

Muchos de los que aceptan teorías BD, señala Partif, lo hacen porque son naturalistas y creen (con razón) que las teorías objetivistas suponen principios normativos irreducibles, lo cual es inaceptable para un naturalista. En cambio los deseos les parecen reducibles a psicología.

Pero el naturalismo, dice Parfit, es un error. Sin entregarse a defender exhaustivamente esta tesis, hace notar que si realmente no hubiese principios normativos para hacer algo tampoco los habrá para creer algo. Por tanto no será verdad que debemos aceptar el naturalismo. Si es posible argüir racionalmente acerca de si el naturalismo es verdadero, entonces el naturalismo debe ser falso. Si el naturalismo es falso debemos aceptar alguna teoría objetivista, BV, acerca de la razón práctica. Si podemos tener razones para creer algo y para hacer algo, debemos tenerlas para desear algo.

Simpatizo plenamente con la crítica de Partif a los subjetivismos y naturalismos éticos. Aún queda el problema de justificar de alguna manera (más allá, quizá, de mostrar las anti-intuitivas consecuencias de esas teorías) que algunos fines son objetiva e imparcialmente (y normativamente) mejores y, por tanto, preferibles, incluso aunque no sean a veces preferidos. 

sábado, 1 de octubre de 2011

Los tontos al poder

En el ayuntamiento de mi pueblo, la nueva "corporación municipal" (¿de qué partido político?) se ha visto obligada a reducir drásticamente todas las partidas. Eso fue lo segundo que hicieron. Lo primero fue subirse el suelo. Una vecina preguntó el otro día, a alguno de ellos, cómo podía ser eso, y el buen hombre le contestó que, aunque efectivamente han subido el sueldo del alcalde y los concejales, el gasto en conjunto es menor porque han despedido a varias personas que trabajaban para ellos, como secretarias, etc. Y se quedó tan ancho.
¿No es esto una demostración infalible del intelectualismo moral?

jueves, 7 de julio de 2011

Dinero, poder y límite

Hay la tentación de describir lo que hoy pasa en la política diciendo que lo que pasa es que quien manda es el dinero, o su deseo (el deseo de él, en los dos sentidos, objetivo y subjetivo, de ese “de”). Se habría subvertido el orden de las prioridades políticas (o ético-políticas). Vivimos bajo una plutocracia. Pero esto, pese a ser tan claro, o precisamente por ello, es también muy oscuro. ¿Realmente hay gente tan ofuscada como para no pensar más que en el dinero? Y ¿cómo puede ser que estos pobres diablos dirijan a todos los demás, o sea, a una gran mayoría de personas sensatas que saben que las cosas verdaderamente valiosas apenas se pueden decorar, no digamos ya comprar, con una tarjeta de crédito? ¿Cómo puede ser que el poder lo tenga el dinero?

Acabo de releer un texto de Aristóteles (Política, 1257a y siguientes), en que el Filósofo se encarga de eso, del dinero, y especula sobre la especulación: sobre su nacimiento y su causa o principio, y sobre su “malversación”, sobre su inflación moral. Antaño, historia Aristóteles, fue el trueque, pero cuando creció la sociedad (lo cual era bueno) hizo falta un valor intermediario, algo que tuviese el valor de recorrer las distancias que había entre las cada vez más alejadas cosas producidas e intercambiables. Entonces:

    Se convino en dar y recibir en los cambios una materia que, además de ser útil por sí misma, fuese fácilmente manejable en los usos habituales de la vida; y así se tomaron el hierro, por ejemplo, la plata, u otra sustancia análoga, cuya dimensión y cuyo peso se fijaron desde luego, y después, para evitar la molestia de continuas rectificaciones, se las marcó con un sello particular, que es el signo de su valor.

Este es el uso correcto, natural, domesticado, del dinero. Para eso vino al mundo, para facilitar el intercambio, es decir, el cambio en que no se gana ni se pierde, en que se mantiene igual no sólo la cantidad total de riqueza o valor material, sino también su distribución según los méritos y el trabajo. Pero el dinero no se conformó con ser un correveytráelo, sino que quiso dar a luz algo, producir: todas las cosas, en la medida de su perfección, desean reproducirse. ¿Por qué el dinero no iba a ser algo? ¿Acaso no había que trabajarlo?:

    Con la moneda, originada por los primeros cambios indispensables, nació igualmente la venta, otra forma de adquisición excesivamente sencilla en el origen, pero perfeccionada bien pronto por la experiencia, que reveló cómo la circulación de los objetos podía ser origen y fuente de ganancias considerables. He aquí cómo, al parecer, la ciencia de adquirir tiene principalmente por objeto el dinero, y cómo su fin principal es el de descubrir los medios de multiplicar los bienes, porque ella debe crear la riqueza y la opulencia.

Algunos se dieron cuenta de que se podía producir (mucho) de no producir (nada). La crematística (mal llamada, en nuestros crematísticos tiempos, “economía”) es completamente diversa (aunque, como veremos, completamente semejante) a la (auténtica) economía, porque toma como fin lo que es puro medio. Su fin es el medio, el medio de los medios. Pero, claro, un mero medio es algo en sí vacío, que sólo puede recibir su valor de un fin. Así que, pese a las apariencias, el dinero no vale nada:

    Esta es la causa de que se suponga muchas veces que la opulencia consiste en la abundancia de dinero, como que sobre el dinero giran las adquisiciones y las ventas; y, sin embargo, este dinero no es en sí mismo más que una cosa absolutamente vana, no teniendo otro valor que el que le da la ley, no la naturaleza, puesto que una modificación en las convenciones que tienen lugar entre los que se sirven de él, puede disminuir completamente su estimación y hacerle del todo incapaz para satisfacer ninguna de nuestras necesidades. En efecto, ¿no puede suceder que un hombre, a pesar de todo su dinero, carezca de los objetos de primera necesidad?, y ¿no es una riqueza ridícula aquella cuya abundancia no impide que el que la posee se muera de hambre? Es como el Midas de la mitología, que, llevado de su codicia desenfrenada, hizo convertir en oro todos los manjares de su mesa.

El dinero está, por naturaleza, sujeto al sujeto, o a los sujetos políticos: a quien le de valor. El dinero es vano, depende de nosotros… Ahora bien, ¿es esto realmente así, incluso en el aristotelismo? En cierto modo sí, pero también en cierto modo no. Las cosas, según Aristóteles, tienen un valor por naturaleza. No está en nuestra mano darles tal o cual valor. Está en nuestra mano equivocarnos o acertar con el valor que ellas tienen. Pero, si es así, el dinero debe heredar de las cosas ese valor: no le podemos dar el que “nos de la gana”. Al fin y al cabo, el dinero vale para algo, tiene un fin, y por tanto, una dignidad. Es cierto que, al no tener él un valor por sí mismo, el error en la asignación (o reconocimiento) de lo valioso que es, se puede duplicar. Podemos equivocarnos en que tal cosa tenga valor (y por tanto sea un fin deseable), y también en que tal medio sea el (más) apropiado para conseguirla. Pero ¿por qué iba a ser completamente arbitraria la valoración del dinero? Además, muchas otras cosas están en una situación semejante, no son puros fines, sino medios. ¿Qué persona, dentro del engranaje de la economía, trabaja en fines puros? ¿Quizá el agricultor? Pero no ya el envasador.

Convengamos, en todo caso, con Aristóteles en que el valor del dinero estará sujeto al valor que hayamos de conceder a las cosas por sí valiosas. Quien tenga dinero no tendrá aún nada que comprar con él, hasta que se le asigne precio a las cosas. En caso extremo, una sociedad rigorista, puede llegar a quemar todo el dinero. Esto quiere decir que, pese a lo que parecía, nadie, por muy loco que esté, puede valorar el dinero por sí mismo:

    Así que con mucha razón los hombres sensatos se preguntan si la opulencia y el origen de la riqueza están en otra parte, y ciertamente la riqueza y la adquisición naturales, objeto de la ciencia doméstica, son una cosa muy distinta. El comercio produce bienes, no de una manera absoluta, sino mediante la conducción aquí y allá de objetos que son precisos por sí mismos. El dinero es el que parece preocupar al comercio, porque el dinero es el elemento y el fin de sus cambios; y la fortuna que nace de esta nueva rama de adquisición parece no tener realmente ningún límite. La medicina aspira a multiplicar sus curas hasta el infinito, y como ella todas las artes colocan en el infinito el fin a que aspiran y pretenden alcanzarlo empleando todas sus fuerzas. Pero, por lo menos, los medios que les conducen a su fin especial son limitados, y este fin mismo sirve a todas de límite. Lejos de esto, la adquisición comercial no tiene por fin el objeto que se propone, puesto que su fin es precisamente una opulencia y una riqueza indefinidas. Pero si el arte de esta riqueza no tiene límites, la ciencia doméstica los tiene, porque su objeto es muy diferente. Y así podría creerse, a primera vista, que toda riqueza, sin excepción, tiene necesariamente límites. Pero ahí están los hechos para probarnos lo contrario: todos los negociantes ven acrecentarse su dinero sin traba ni término. Estas dos especies de adquisición tan diferentes emplean el mismo capital a que ambas aspiran, aunque con miras muy distintas, pues que la una tiene por objeto el acrecentamiento indefinido del dinero y la otra otro muy diverso.

Una cantidad infinita de dinero puede ser nada, mientras no reciba límite y medida. Es lo que le pasa a todo lo indefinido, según los griegos, a la pura cantidad sin orden. Necesitamos, como dice el Extranjero en el Político, una metrética, una ciencia de la medida de lo valioso. Curiosamente, hay gente que, ignorando eso, se dedican a acumular, y lo hacen exponencialmente. Pero, ¿cómo puede ser que alguien haya llegado a confundir un mero medio con un fin? Los “especuladores”, en cuanto tales, tienen que tener un completo desconocimiento (o, mejor -por más paradójico-, tienen que tener una absoluta falta de conocimiento) del valor de las cosas. Porque, ¿cómo quieren vivir? ¿Qué piensan sacar del dinero? Algún otro fin tienen que tener, porque el dinero ni se come, ni abriga, ni sirve, en sí mismo, para nada natural.

Aquí viene la otra parte de la explicación, casi inconsistente con lo anterior. Los especuladores son gente que vive para satisfacer su deseo de placeres corporales, que, como se sabe, son ilimitados (como la propia crematística) y costosos (lo que es la media naranja de la crematística). Aquí está el casamiento:

    Esta semejanza ha hecho creer a muchos que la ciencia doméstica tiene igualmente la misma extensión, y están firmemente persuadidos de que es preciso a todo trance conservar o aumentar hasta el infinito la suma de dinero que se posee. Para llegar a conseguirlo, es preciso preocuparse únicamente del cuidado de vivir, sin curarse de vivir como se debe. No teniendo límites el deseo de la vida, se ve uno directamente arrastrado a desear, para satisfacerle, medios que no tiene. Los mismos que se proponen vivir moderadamente, corren también en busca de goces corporales, y como la propiedad parece asegurar estos goces, todo el cuidado de los hombres se dirige a amontonar bienes, de donde nace esta segunda rama de adquisición de que hablo. Teniendo el placer necesidad absoluta de una excesiva abundancia, se buscan todos los medios que pueden procurarla. Cuando no se pueden conseguir éstos con adquisiciones naturales, se acude a otras, y aplica uno sus facultades a usos a que no estaban destinadas por la naturaleza. Y así, el agenciar dinero no es el objeto del valor [valentía], que sólo debe darnos una varonil seguridad; tampoco es el objeto del arte militar ni de la medicina, que deben darnos, aquél la victoria, ésta la salud; y, sin embargo, todas estas profesiones se ven convertidas en un negocio de dinero, como si fuera éste su fin propio, y como si todo debiese tender a él.

Al fin resulta que las personas que se dedican principalmente a la especulación crematística (o sea, todos, en alguna medida) no es que, como Midas, hayan tomado un mero medio por un auténtico fin, sino que tienen fines que, de por sí, carecen de límites. No saben vivir bien y como es debido. Se dedican meramente a vivir. Presuntamente, las necesidades propias de una vida decente y sabia son pocas, y necesitan pocos medios. Sobre todo, quien sabe vivir no piensa en los medios más que en los fines, y sólo contempla fines que tengan fin, o sea, que tengan límite, medida, orden. El sabio vivirá conforme a la medida de la razón, no conforme a la “razón” del dinero.

Hay que notar cómo lo que Aristóteles (siguiendo en esto a Sócrates y Platón, y precediendo a estoicos y epicúreos) considera vivir bien o saber vivir o vivir como es debido –para ser feliz y realizarse- es justo lo contrario de lo que la gente, entonces y ahora, suele llamar vivir bien. La gente llama malvivir o sobrevivir a lo que Aristóteles llama vivir bien; y Aristóteles dice que quienes se toman molestias en acumular dinero para intentar, al fin y al cabo, llenar el tonel sin fondo de los deseos, es que se dedican sólo a vivir (un poco “como cerdos”) y no a bien-vivir. Y así es como algunos filósofos se ven tentados a caer en una infravaloración del dinero, como algo propio de ignorantes, pero sin peso ético y político.

Todo esto es, a la vez, evidente y muy oscuro. Desde luego, si tuviesen razón esos filósofos (o esa tentación), los especuladores no serían un problema social importante: al que sabe-vivir-bien no le afectará gran cosa aquella ansia inmoderada de medios, que tienen algunos, para satisfacer ansias inmoderadas como fines. Sólo les afectará a ellos mismos, a los ansiosos. Y algo de razón solemos creer que hay en esto. Hoy muchos predican el “decrecimiento”, o, mejor sería decir, el crecimiento hacia el lado correcto (menos “consumistas”, más ecológico, etc.). Pero también tiene algo de muy dudoso. ¿Tiene toda crítica a la crematística que acabar con una alabanza del espartanismo? Pero, sobre todo, ¿es válido, moral y políticamente, ese desprecio “olímpico” del dinero, como si el dinero no tuviese nada que ver con la vida digna? ¿Son, entonces, los fines honestos (tales como, según los filósofos, el conocimiento, una buena organización política, una red de museos, una buena salud, etc.) cosas en sí baratas, con poca necesidad de medios (y, por tanto, de dinero)? ¿No es bestialmente evidente que mucha gente, que no tiene siquiera la posibilidad de elegir una vida digna y frugal (ya le ha sido asignada por el destino), muere de “desnutrición” en un mundo de opulentos especuladores?

Aristóteles nos recuerda algo muy sensato, pero muy difícil para el pensamiento moderno: no hay que confundir ni los medios con los fines, ni cuáles son nuestros fines propios. No hay que confundir, primero, la “economía” con el valor y fin de la vida (con la auténtica economía). No hay que confundir, segundo, la felicidad con la satisfacción.

Las dos confusiones tienen algo en común: son propias de un pensamiento de lo indefinido, un pensamiento que prioriza la cantidad sobre la calidad, la acumulación sobre el orden. Y las dos confusiones son propias de un pensamiento irracionalista de fondo, que cree que no hay nada racional que decir sobre fines adecuados, y la razón es una mera esclava contable de los deseos. Pero es necesario recordar que está en nuestra mano poner (o descubrir) orden en las prioridades morales y políticas; que, si hoy somos “esclavos del dinero” es porque somos esclavos en nosotros mismos; que si estamos perdidos en un “crecimiento” desordenado y sin límites, es porque creemos que nosotros mismos somos un magma de ansia indefinida.

domingo, 12 de junio de 2011

De la legitimidad de la democracia, I: aporías

"Lo ha decidido la mayoría, así que DEBES aceptarlo”.

¿Cuál es la justificación de esto? ¿Por qué la mayoría legitima una decisión? ¿Por qué “un hombre, un voto”? (Estas preguntas quizás exasperen a algunos: "¡pero ¿es que no es algo ya muy sabido!?" Sí, sobre todo por el que no se para a pensarlo).
¿Se basará la democracia en el principio de que todas las personas son iguales en el sentido relevante? Si todos, en cuanto personas, valemos lo mismo y tenemos el (o los) mismo(s) derecho(s), entonces todos tenemos el mismo derecho a decidir qué se debe hacer.
Pero, aun concediendo que las personas, en cuanto tal, sean iguales y les correspondan los mismos derechos, a no ser que sea también verdad que todos somos igual de expertos o sabios en política, ese razonamiento es una falacia (y el despotismo-contractualista no es una posición intrínsecamente inválida). La igualdad de derechos significa, precisamente, que dos personas que estén en las mismas circunstancias han de ser tratadas de la misma forma, y
se les han de permitir, por eso, los mismos ejercicios de su libertad.
Pero no estamos todos en las mismas circunstancias. Aunque todos tengamos en principio el mismo derecho a ser médico, o, mejor, precisamente por eso, no lo tenemos cuando tomamos en cuenta los detalles de cada uno. La mayoría de los votantes en unas elecciones (incluidos muchos de los candidatos) no han leído el programa de cada aspirante (incluido el suyo propio); de los que lo han leído, unos lo han comprendido mejor y otros, peor, y algunos quizá no lo han entendido en absoluto; etc. No estamos en las mismas circunstancias, y, por tanto, lo que más bien parece un agravio es conceder el mismo poder de decisión a todos. No elegimos democráticamente al médico, o a los catedráticos de matemáticas, pero normalmente esto no se considera anti-democrático (bueno, por parte de Feyerabend, sí, y quizá con mayor consecuencia que en el resto de defensores de la democracia). ¿Por qué, entonces, la decisión de la mayoría es lo justo?
Quizá la explicación pudiera ser esta: sobre qué es correcto (a diferencia de sobre qué es curar un tumor o cuál es la solución de una ecuación) todos sabemos lo mismo, o sea… nada. Porque los valores últimos, o primeros, son incalculables, irracionalizables, así que quedan al completo arbitrio de cada uno. Lo único que se puede medir y racionalizar son los medios. Así que, en cuanto a legitimidad para decir qué es bueno en sí, estamos todos igual. Como todos valemos ético-políticamente lo mismo, cada uno propone qué fines quiere apoyar, y acepta los fines de la mayoría, porque la cantidad es lo único que puede determinar una elección cuando se comparan cosas del mismo valor (claro que hay que intentar no incurrir en una “dictadura de la mayoría”, etc.). Después están los expertos para decidir los medios por los que llegar de la mejor manera a esos fines mayoritariamente elegidos.
Esto tiene también muchos problemas. El fundamental es que sigue siendo una falacia inferir a partir de “cada uno es el dueño de considerar qué es lo bueno”, que “todos debemos tener el mismo peso en la decisión”. Si uno tiene como fin último someter a esclavitud a todos los demás, es tan racional como cualquier otro, dado que no hay ningún deseo último intrínsecamente irracional. Pero ese no puede aceptar el valor incondicional de la democracia.

Es una falacia, también, pretender, como se hace a veces, que lo que legitima a la democracia es, precisamente, que lo apruebe la mayoría (o sea, ella misma). Con ese argumento lo que legitima al totalitarismo es que lo decida el generalísimo de turno. Si no hay una objetividad de valores, tampoco la igualdad de las personas es un valor objetivo o fuente de un derecho inalienable.
Además, normalmente no se vota sobre fines últimos, sino sobre medios (por ejemplo, si es mejor un sistema de libre mercado o, más bien, un sistema más “social” para conseguir la mayor felicidad del mayor número). Y, si esto sí es calculable, debería dejarse, según el razonamiento, en manos de expertos.

¿Qué hay que ser para ser ciudadano con el mismo derecho concreto de tomar decisiones políticas? Un candidato privilegiado es “ser racional”, o “racional en tal grado” (si la racionalidad no es cuestión de todo o nada). Seguramente esta es la justificación (o lo más parecido a una justificación) de por qué no pueden votar los menores de dieciocho años, ciertos discapacitados y, desde luego, cualquier animal no humano, etc.

Sin embargo, por mucha fe democrática que tenga uno, no hace falta más que observar cualquier proceso de elecciones, por ejemplo, las recientemente habidas en España, para ver que la capacidad de raciocinio requerida de hecho para ser votante apenas llega a la que se necesita para llegar andando hasta la urna. Incluso me atrevería a decir (sin pretender ofender a nadie) que el mero hecho de que la gente “vaya a votar”, como si lo que está haciendo fuese algo más que un triste ritual, apenas menos “simbólico” que la primera comunión, induce a cuestionarse si realmente la capacidad racional es un requerimiento tan esencial en la democracia como para excluir a un niño. Más aún, puesto que nadie tiene que motivar su voto, y es tan lícito como cualquier otro un voto aleatorio (echado a cara o cruz, o prometido al novio o al padrino de turno), sería cuestionable si no estamos excluyendo injustamente, del juego democrático, a un primate.

Pero lo más importante es que, como de hecho hay importantes diferencias en la capacidad y el ejercicio de la racionalidad, es una injusticia que se otorgue a todos el mismo derecho en base a la racionalidad.

Por supuesto, si la base de la ciudadanía es la racionalidad (o cualquier otra cualidad que se atribuya, en principio, a toda la especie humana) todas las fronteras de naciones-estado son ilegítimas, y equivalen, en realidad, a alguna forma de racismo o de etnicismo, pues discriminan en base a cualidades que, como haber nacido en o haberse comprometido de alguna manera con tal o cual grupo, son contingentes respecto de poseer capacidades racionales o afectivas universalizables.

Pero, he aquí otro gran problema, ¿hasta dónde llegan las fronteras? ¿Cuándo podemos hablar de discriminación? O sea, ¿cuán diferente puede ser el Otro, para que entre en la cuenta de los que tienen derecho a votar? ¿Cuán de igual a nosotros tiene que ser, sin que caigamos en la xenofobia? Como ha señalado Derrida en diversos lugares, aquí hay una aporía, que hace de la democracia un Imposible, y, por tanto, según él, un auténtico acontecimiento, aunque siempre por-venir: cualquier restricción a la alteridad del otro será una segregación arbitraria, un rechazo del otro por ser otro, un totalitarismo de los iguales, un familiarismo o fraternalismo (los derechos los tenemos porque somos “hermanos”, como dice la “carta de derechos humanos”). Es más, si la democracia es la aceptación, lo más incondicional posible (y hasta imposible) del (derecho del) otro, cuanto más otro sea el otro al que aceptemos, más demócratas seremos. ¿Por qué no incluir a los niños, a los locos, a los otros animales…?

“Lo ha decidido la mayoría, así que debes aceptarlo”, o “así que es lo justo”. ¿Por qué?


viernes, 10 de junio de 2011

Singer y la objetividad de los valores

Peter Singer se siente ahora inclinado, según esta información, a aceptar la objetividad de la moral, y rechazar, por tanto, el irracionalismo sentimentalista humeano.

lunes, 2 de mayo de 2011

Por qué soy "anarquista"

Kant defendió, al parecer, que es siempre ilícito resistirse al poder establecido.

Digo “al parecer” porque, aunque insistió en esa tesis en varios lugares, no parece consistente con lo que también alguna vez advirtió: que un régimen que no permite expresar la opinión, o que establece una legislación inmodificable para siempre (como, por ejemplo, un régimen teocrático) es injusta e ilegítima. ¿Es justo no resistirse a un régimen injusto?

Pero, en la frase con la que he comenzado, no sólo la palabra Kant está sujeta a interpretaciones. También qué significa “ilegítimo” o “establecido” es discutible, o, mejor dicho, lo discutible.

La tesis de la irresistibilidad del poder establecido, la construye y sustenta Kant más o menos de la manera siguiente siguiente:

  • El derecho (y la política, como gestión suya) consiste en la regulación de los actos materiales (fenoménicos) de las personas, encaminada a proteger las libertades de todos en coexistencia.
  • El derecho efectivamente establecido emana, pues, de un Derecho Natural, que dicta que las personas deben ser tratadas con respecto, no meramente como medios, etc.

  • El poder político (o la Constitución) es “sagrado”, es decir, es algo ideal, fundado en el orden moral espiritual o nouménico.

  • El soberano es, por tanto, sagrado.

  • Si se quisiese poner en cuestión la legitimidad del soberano (del poder “establecido”), no habría a dónde acudir para juzgarlo.

  • Por tanto, el poder establecido no puede ser juzgado, y, por tanto, nunca es lícito resistirse a sus leyes.

Es tan fácil sentir odiosa esta tesis de Kant como difícil es rebatirla, es decir, rechazarla con algo más que buenos sentimientos. Juzgar si es correcta o no implica ni más ni menos que tener una solución al fundamento de la soberanía. ¿Qué fundamento tiene un orden jurídico (político) justo? ¿Quién es legítimamente soberano? A esto puede darse diferentes respuestas.

Dejemos aparte la (presunta) respuesta “positivista”, según la cual “legítimo” equivale a ““establecido” efectivamente (es decir, “de hecho”, materialmente) en el grupo social del que se trate”. En caso de que esta tesis tuviese sentido político, según ella serían ilegítimas todas las rebeliones contra lo “establecido”, o bien serían todas legítimas. Pero, en realidad, esta tesis no es una tesis política, es decir, con valor normativo o validez política o jurídica (a lo sumo es una tesis sociológica, pero tautológica), ya que a partir de “esto está establecido en este grupo” no se infiere “esto es legítimo”, es decir, “esto debe obedecerse”. Esto lo doy por discutido. Si menciono esta tesis es por el poder que tiene en muchos cerebros modernos, bajo la presión del reduccionismo naturalista.

¿Qué alternativas reales hay en la filosofía política? Es decir, ¿de qué maneras se puede fundamentar la validez de las normas políticas? Cuando alguien dice: “esto debe ser obedecido” ¿qué haría legítimo o ilegítimo tal imperativo? Dividiéndolas en dos, hay quienes piensan que hay una base natural para los valores, incluidos los valores ético-políticos y, por tanto, para la soberanía (iusnaturalismo), y quienes creen que no la hay (no-naturalismo jurídico-político –a veces mal llamado “positivismo” y confundido con él-).

Quienes sostienen que no hay una base natural para las leyes, y aún quieren explicar el carácter normativo o imperativo de ellas sin incurrir en la falacia del positivismo, tienen que atribuir a alguna entidad de tipo personal (los hombres, los dioses, los más fuertes…) ¿Es una respuesta de este tipo… legítima? Contestar a una pregunta como “¿por qué debo obedecer esta norma?” con algo como “porque así lo establecieron tus ancestros”, o “porque así lo establece el rey” o “porque así lo establece Dios”, o “porque así lo deciden los que tienen la fuerza” no es del todo idéntico a decir “porque sí”, pero es casi indistinguible. Por eso es fácil confundir estas respuestas con la tesis positivista, que reduce lo normativo a fáctico, la validez a hecho. El no-naturalismo no incurre en esa falacia, pero hace completamente irracional y arbitraria a la ley. Contra una tesis de este tipo siempre habrá que dirigir la pregunta que Sócrates le hizo al sacerdote Eutifrón: ¿las normas que establecen los dioses (o, digamos, el rey, o los padres, o los más fuertes…) son justas porque las establecen ellos, o las establecen ellos porque son justas? Pocos fanáticos (entre ellos, sin embargo, hay que incluir a muchos líderes intelectuales modernos, desde Lutero a Wittgenstein) se quedarán con la primera opción.

Quedan las teorías del Derecho Natural (entendiendo por “natural” algo no arbitrario ni subjetivo, sino objetivo y racional). Una de ellas es precisamente la de Kant, que cree deber deducir de ahí que siempre y en todo caso es ilícito rebelarse contra el poder establecido. Con puntos de partida similares, Fichte y otros, en cambio, creían lo contrario. Tomás de Aquino y sus seguidores (y es, “por tanto”, la postura oficial de la iglesia católica) también creen que en caso extremo es lícito rebelarse. ¿Quiénes están en lo cierto?

Ya en su época se le hizo a Kant la objeción de que, incluso ateniéndose a su propio sistema filosófico, él mismo, al sostener la irresistibilidad política, confundía al gobernante fenoménico con el ideal. Podemos aceptar que hay una constitución “sagrada” e inviolable, medida de todas las constituciones políticas justas, pero no hay por qué aceptar que el primero que llegó al poder (quizá por herencia familiar de otros que llegaron al poder mediante guerras, por casamientos reales, etc.), es el legítimo representante material de la soberanía sagrada. Es decir, no hay por qué aceptar que el que se llama a sí mismo gobernante (o es llamado así por otros) es legítimamente legítimo, precisamente porque el Derecho Natural (es decir, el nouménico o “sagrado”) no es el mismo que, ni se reduce al, derecho efectivo o de hecho “establecido”.

Sí, es una buena objeción. Ahora bien, contesta Kant a este tipo de pegas: ¿a quién vamos a recurrir para que decida si es legítimo o no el gobernante que nos ha tocado en suerte, y si son justas o no las leyes que establece? Siempre tendremos que acudir a una institución existente de hecho, o sea, fenoménica. Alguna instancia material debe ser inapelable.

Aquí habrá la fuerte tentación de acudir al “pueblo” en busca de tribunal último. ¿No cree el propio Kant que toda persona es igual y tiene, por tanto, el mismo derecho de soberanía? ¿No se funda el derecho en un contrato a priori entre iguales (o entre desiguales con un velo de ignorancia de desigualdades)? Pero este argumento es falaz. Cuál sería el resultado de ese contrato a priori o nouménico no es algo que se pueda calcular democráticamente; cómo hay que llevar a cabo la mejor convivencia de las libertades de cada uno, es un asunto diferente al del origen de la soberanía: el republicanismo no implica directamente a la democracia.

Entonces, supongamos que me planteo cómo debo actuar ante cierta situación política: si debo aceptar lo que ha legislado el gobierno “establecido”. Y supongamos que, en principio, soy lo más propenso posible a respetar las normas, porque creo que es imprescindible para la sociedad que haya leyes respetadas por todos (valga la redundancia). ¿Qué respuestas de la filosofía política me valen, si rechazo la tesis kantiana de la irresistibilidad del poder por razones de puro derecho natural-racional?

-La que dice que debo obedecer porque así está de hecho “establecido”, no me sirve, porque yo busco fuerza normativa, que no puede proceder de una proposición meramente fáctica.

-La que dice que debo obedecer porque la única fuerza normativa es la que tiene el gobierno (o el Papa, o los fuertes…) no me sirve, ya que (es mi manera de ser irracional) busco una razón racional.

-Tomás de Aquino y seguidores sostienen que la rebelión es lícita en último extremo… Pero ¿en cuál? En el de que entre en conflicto con normas superiores, o sea, las establecidas por Dios. Luego recaemos en la respuesta anterior, a la hay que pedirle que relea el Eutifrón.

A mi parecer sólo queda una solución: la validez de las leyes, sean establecidas (y lo sea por humanos o por dioses) o sean pretendidamente naturales, está sujeta a mi conciencia. Por tanto, si creo que cierta norma “establecida” es injusta, por más que crea que, en principio, es justo respetar las normas siempre que no entren en conflicto (si es que eso es posible) con otras normas superiores, debo seguir a mi conciencia, y no a la norma establecida.
En este sentido, creo que la verdad última de la política basada en un derecho natural racional es el anarquismo, o, para decirlo más correcta aunque quizá menos provocativamente, la autocracia. Hay razones morales para establecer y respetar cuanto se pueda leyes generales, pero en último extremo, un sujeto racional tiene que atenerse a lo que vea racionalmente justo, y resistirse contra lo que crea injusto, lo haya “establecido” quien lo haya establecido, porque quien realmente puede establecer qué es justo, es la razón, y, para cada uno, la razón como se manifiesta en él.
Creo, por tanto, que Kant está en lo cierto al sostener que la única alternativa posible a la irresistibilidad del poder establecido es la anarquía. Pero creo que se equivoca al sostener que el derecho natural impone la primera opción.

¿Que esto vuelve completamente casuística toda la política y todo el derecho? No más que a cualquier asunto humano, por muy racional que sea.

¿Significa esto que el estado tiene que permitir la objeción de conciencia? No. La objeción de conciencia, en sentido puro, es la subordinación (y, por tanto, para la mayoría significa lo mismo que la disolución) de toda ley suprainvididual establecida, sea efectiva o sea idealmente. Lo que hacen los sistemas políticos modernos es ser lo más tolerantes posibles con las conciencias individuales.

miércoles, 23 de marzo de 2011

El bien objetivo y la realidad valiosa. Meditaciones de Robert Nozick


“Quiero pensar sobre el vivir y lo que es importante en la vida, para clarificar mi pensamiento y también mi vida”.

Así empiezan las “meditaciones” (casi marco-aurelianas) de Robert Nozick, Meditaciones sobre la vida (traducido en Gedisa). ¿Qué cosas hacen buena a una vida buena?

Si un filósofo se pone a meditar sobre algo así hoy día, y lo quiere hacer con la menor inconsciencia posible, es imposible que escape a la sospecha metaética: ¿tienen algún futuro meditaciones de ese tipo? ¿No es sabido que no son más que cuestiones subjetivas, cuando no simplemente carentes de sentido?
Aunque cada vez hay más filósofos, especial y significativamente en el mundo de la “filosofía analítica” y pragmatista-cientificista, que no se sienten impresionados por el tabú de la absoluta dicotomía hecho / valor, cognitivo / valorativo, etc., sigue siendo tan necesario como siempre decir cómo se salta esa brecha. Por eso, hasta en un libro con pretensiones de filosofar popular y hasta cotidiano (socrático, podríamos decir), como este de Nozick, entretejidas con especulaciones acerca de qué cosas son valiosas en sí mismas, aparecen expresiones de su posición en el asunto de la fundamentación de la ética.
Y es que los dos tipos de cuestiones (qué cosas son valiosas, y si hay criterios objetivos (y cuáles) de lo valioso; o sea, la ética y la metaética) están filosóficamente tan relacionadas como las dos cuestiones, teoréticas, de cuáles proposiciones son verdaderas y si hay criterios objetivos (y cuales) de lo que es verdadero, o sea, la ciencia y la metaciencia.

Para Nozick:
“Los juicios de valor no son del todo subjetivos […]; pueden ser atinados o desatinados, correctos o incorrectos, verdaderos o falsos, fundamentados o no. La cuestión de si algo es valioso o no es una cuestión objetiva; se trata de decidir si posee las características que confieren valor o exhiben la propiedad en que consiste ese valor”.

A un lector habitual de filosofía moral podría resultarle chocante la ingenuidad y el desparpajo con los que Nozick hace tamaña afirmación. Pero, en otro sentido, más natural, lo que debería resultar impresionante es que un filósofo pretenda especular acerca de ética sustantiva, o, simplemente, que se atreva a hacer valoraciones morales o políticas, aunque sean implícitas, sin dar, por lo menos, por supuesto, algo como lo que dice Nozick en este párrafo. Eso sería semejante a un escéptico sobre el conocimiento proponiéndonos teorías sobre cualquier cosa (y lo impresionante es que los hay).

Quizá todavía más osadía (o inconsciencia, dirá alguno) demuestra Nozick cuando propone el concepto (o constelación de conceptos) que, según cree, puede hacer el papel de volver objetiva a la ética: la realidad. Una vida buena se define por su mayor realidad.

“En algunas ocasiones una persona se siente más real. Deténgase usted a preguntar y responder esta pregunta: ¿cuándo me siento más real? (Reflexione sobre ello. ¿Cuál es su respuesta?)”.

Unos somos más (menos) reales que otros:

“Así como algunos personajes literarios son más reales, también lo son algunas personas. Sócrates, Buda, Moisés, Gandhi, Jesús: estas figuras captan nuestra atención e imaginación mediante su mayor realidad. Son más vívidas, concentradas, integradas, interiormente bellas. Comparadas con nosotros, son más reales”.
“Nuestra identidad consiste en esos rasgos, aspectos y actividades que no sólo existen sino que también son (más) reales”.

La realidad de algo no es lo mismo que la existencia, aunque tendemos a confundirlas:

“Aunque una cosa no existe más que otra cosa existente, y no está más en acto que otra, una cosa puede ser más verdadera que otra, en el sentido de ser más real”.

“La pregunta “¿Existen las entidades matemáticas?” […] no captura la relevancia de su vívida realidad”.
Nozick se hace cargo de las reticencias (por decir lo menos) que expresiones tan neoaristotélicas y hasta neoplatónicas pueden suscitar, y contesta (en el que es, a mi parecer, el párrafo más densamente metaético del libro):

“Aunque esta noción de realidad no sea del todo precisa, queremos ser pacientes con ella y no desecharla precipitadamente. La historia del pensamiento contiene muchas nociones cuya clarificación y afinamiento llevó siglos, y a veces se tardó aún más en despojarlos de contradicciones. Estas nociones son tan importantes y fructíferas como las nociones matemáticas de límite o prueba. Puede parecer engorroso que esta noción de realidad parezca superar la brecha entre hecho y valor, o la brecha entre lo descriptivo y lo normativo, pero esa superación es una ventaja. ¿Cómo podríamos aspirar a superar estas brechas salvo mediante una noción básica que tenga un pie sólidamente plantado en cada lado, una noción que muestre que no hay brecha siempre, una noción que viva y funcione debajo del nivel de la brecha? Y la noción de realidad por cierto es básica; luce tan básica como puede ser tácticamente –de allí la tentación de identificar realidad con existencia- pero también tiene un papel de evaluación y gradación; lo que es más real es mejor. Esta noción ofrece alguna esperanza de progreso en el problema hecho/valor, intratable de otra manera. Sería tonto, pues, desechar esta noción precipitadamente o afinarla prematuramente, de modo que caiga en un solo lado de la brecha”.

Las cosas tienen, pues, un valor intrínseco, que equivale a que son más reales. Pero ¿en qué consiste, más precisamente, el valor intrínseco de una cosa? ¿Qué cualidades la hacen más real?

“Sugiero que algo tiene valor intrínseco en la medida en que está orgánicamente unificado. Su unidad orgánica es su valor. En todo caso, la estructura de unidad orgánica constituye la estructura del valor.”

“Creo que algo es valioso cuando posee un alto grado de “unidad orgánica” que unifica e integra materiales dispares”.
El valor de los demás aspectos que hacen valiosa una vida (y Nozick tiene una teoría muy compleja que ofrecer al respecto, aunque no me voy a detener en ella ahora) depende de la apreciación de la realidad y el valor intrínseco de las cosas.

Por eso, de las tres actitudes que, dice Nozick, se puede adoptar ante las cosas (el egoísta, el relacional y el absoluto), la menos adecuada (por inconsistente) es la egoísta:

“La postura egoísta es proclive a conspirar contra sí misma […] en cuanto teoría de lo que debemos valorar. Si la realidad merece que nos relacionemos con ella, si merece tenerse, entonces también es valiosa aunque una persona no la tenga ni se relacione con ella. De lo contrario ¿para que molestarse en relacionarse con ella y tratar de ganarla? Como el egoísta procura realzar su propia realidad, la mayor realidad de otras personas también vale la pena en el mismo sentido; como la relación con esa realidad involucra apreciarla, realzarla, responder a ella, etc., el egoísta también debe hacer esto con la realidad de otras personas.
Cuando alguien actúa a partir de la postura egoísta está diciendo, pues, que su propia vida carece de valor y sentido en su carácter intrínseco y también en su orientación, pues anuncia que la realidad que la constituye no merece respeto ni respuesta”.

Porque, insiste:

“La pregunta acerca de qué es importante sólo se puede responder por referencia a un valor (tal como la realidad) que sea general”.
“Lo importante es la realidad; nuestra relación es importante sólo en la medida en
que esta relación tiene una realidad propia”.
En el extremo opuesto al egoísmo está la postura absoluta, que sitúa el valor en un dominio independiente, no dentro de nosotros ni nuestras relaciones; es la postura de la tradición platónica.

Nozick cree que una vida buena debe combinar, de alguna manera, las tres actitudes, aunque no en la misma proporción.

Otros aspectos buenos de la vida, como las emociones o la felicidad, sólo tienen valor porque y en la medida en que consisten en la apreciación de la realidad:

“Estoy diciendo que la conexión con la realidad es importante, sin importar que la deseemos o no –por eso la deseamos- y la máquina de experiencias es inadecuada porque no nos da eso”.
Simpatizo plenamente con todas estas "meditaciones" de Robert Nozick (quien, para algunos, sólo es el nombre del teórico del neoliberalismo más radical –aunque después se desdijo de esa postura-). Por supuesto, todas ellas necesitan (como toda otra tesis filosófica que yo conozca) mayor argumentación.
En cualquier caso, el que haga ya bastante tiempo que afirmaciones de este tipo proceden de filósofos bien informados (que se han criado bajo la influencia del positivismo y el no-cognitivismo ético), mientras que para algunos rancios admiradores de Carnap, Ayer y compañía, es una penosa recaída en el oscurantismo, para mí es un síntoma, justamente, de salida de la oscuridad y el aburrimiento positivista.