El pensamiento y la legislación de los estados modernos lleva más de un siglo promoviendo la “liberación de la mujer” respecto del dominio del varón. En la carta de derechos humanos, y en las legislaciones de todos estos estados, se reconoce la igualdad de derechos independientemente de su sexo. Esto significa que una persona no puede ser discriminada en razón de su sexo, es decir, que su sexo no puede ser una variable a considerar cuando se trata de reconocerle facultades en los que el sexo de la persona no significa ninguna diferencia. Aún así, la situación real dista mucho de responder a ese deseo, sobre todo en los países no occidentales.
En principio, los derechos de los niños y adolescentes están igual de protegidos, e incluso existen textos como la Convención sobre los derechos del niño. Pero aquí la realidad, incluso la realidad legal y social, es todavía más diferente. Hay muchas facultades y derechos que no se le reconocen al menor ni siquiera legalmente (decidir sobre su educación, su salud o su sexualidad; expresarse libremente, votar, etc.), y que no tienen nada que ver con su condición de menor.
No hablemos de la situación de los niños en casi todo el mundo: en cualquier sitio donde hay y en la medida en que hay déficit de protección de derechos, eso afecta más al menor que a cualquier grupo de adultos. Pero la situación no es muchísimo mejor en muchos países occidentales, especialmente en el nuestro. Solo muy recientemente se ha prohibido completamente todo acto de violencia física contra un menor (el “cachete”), pero nuestra sociedad sigue viéndolo, mayoritariamente, como veían nuestros abuelos y ven todavía los menos educados de nuestros conciudadanos, el cachete a la mujer.
No se trata solo de algo propio del ámbito doméstico, sino de todos los ámbitos. Hay una verdadera situación de dominación del menor por parte del adulto. Los padres tienen hoy sobre los menores un dominio semejante al que los varones tenían y tienen sobre las mujeres, en sociedades anteriores al reconocimiento de los derechos universales. Muchos de los argumentos que el androcentrismo solía aducir contra la igualdad de las mujeres (su inferioridad racional, su debilidad por las bajas pasiones, su voluntad "infirme", su tendencia natural a la malignidad, etc.) se consideran argumentos obvios cuando se trata del menor. Y el trato al que se los somete es de clara falta de respeto personal, y asimétrico en cuestiones que no tienen nada que ver con la condición de adulto y menor. Si un adulto alza la voz a un menor, está ejerciendo la debida autoridad; si un menor alza la voz a un adulto, está dando muestras de una clara y culpable falta de respeto.
Tengo la intención de exponer, en varias entradas, diferentes aspectos de este dominio. Voy a empezar por un ámbito aparentemente intrascendente (solo aparentemente), y mucho menos grave que las manifiestas faltas de derechos básicos que los menores sufren en el planeta, pero que me parece un buen ejemplo de la dominación del adulto, dado que afecta a sociedades que, como las nuestras, suelen creer que no hay nada que avanzar en esto (incluso, según algunos “reaccionarios”, habría que retroceder algo). Se trata de la dieta, de los hábitos y actos dietéticos del menor.
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Es obvio que los adultos, especialmente los padres, tienen la responsabilidad de garantizar la mejor salud posible de los niños, y que para ello deben usar en la medida de lo posible los conocimientos que poseemos al respecto. Pero ¿cómo lo hacen? En general los padres imponen, obligatoriamente, el qué, el cómo y el cuándo de lo que el menor tiene que comer. Es muy habitual en cualquier casa o parque expresiones como: “¡Te lo comes todo! (tengas o no tengas hambre, te guste o no, te apetezca o no)”, “Hasta que no te lo comas, no harás otra cosa”, etc.
¿Es realmente la naturaleza humana del niño tan estúpida como para que su apetito no tenga que ver con qué y cuándo debe comer, es decir, con lo que y cuando le conviene comer? Esto es, a priori, muy improbable. Todos los animales saben eso, y nosotros somos animales muy recientes, con una enorme memoria genética.
Hay estudios que prueban que los niños, dejados a su propia iniciativa, en pocos días tienden a mantener una dieta equilibrada. No estoy informado al respecto, pero dudo que existan estudios que prueben que, salvo que los padres obliguen a sus hijos a comer, estos morirán de hambre o comerán perversamente.
Sin embargo los padres se arrogan el derecho a prescribir su dieta. Y solo en muy raras ocasiones (en casos en que los padres estén realmente provocando enfermedades en los hijos) las autoridades intervendrán para proteger al menor. Hasta entonces, el menor apenas podrá evitar tener que comer lo que y cuando se lo imponga el adulto.
La mayor parte de los padres no tiene apenas idea, ni obligación de informarse, de lo que es una buena dieta para menores. ¿Quizá es que lo saben bien? Observemos qué credenciales tienen los padres y adultos en general para prescribir dietas.
Los adultos de las sociedades mejor informadas padecen graves enfermedades, convertidas ya en epidémicas, debidas a malos hábitos alimentarios. Comen muchas grasas (saturadas), beben (mucho) alcohol, fuman, etc. Se muestran casi incapaces de controlar sus apetitos y seguir una dieta correcta. Comen, siempre que pueden, cuando les apetece y lo que les apetece, pero el resultado no es muy ejemplar.
Es verdad que también crecen, entre los menores, ciertas enfermedades, como la diabetes, pese al férreo control que sufren por parte de los mayores, pero “gracias” a los productos alimentarios que estos elaboran para ellos, movidos en buena parte por intereses puramente lucrativos, y a los hábitos sedentarios que les imponen con el sistema educativo que han diseñado para ellos sin pedirles opinión y sin respetar su derecho al juego y al movimiento.
Es posible que los malos hábitos alimentarios de todas las personas, desde los menores a los adultos, se deba principalmente, aparte de a la abundancia de alimentos (de mala calidad) disponibles y a una educación moral muchas veces hedonista en el sentido más básico, a la manera en que los adultos imponen, obligatoriamente, a los niños y adolescentes, qué, cómo y cuándo deben comer y beber:
- Por una parte, la imposición de horarios descoordinados del apetito acaba, seguramente, incapacitando al propio apetito para ser la guía natural que debía ser. Así puede darse la consecuencia de personas que coman a todas horas, compulsivamente, o personas que se olviden de comer.
- Por otra parte, la imposición de ciertos alimentos y la privación de ciertos otros, seguramente genera el afán obsesivo de consumir lo prohibido y rechazar lo impuesto. Todo animal que se ve habitualmente privado de una fuente de energía, se “atiborra” cuando tiene acceso a ella, en previsión para épocas de escasez. La conducta de los niños con respecto al azúcar es, probablemente, similar. Aquellos niños a los que se permitió tomar los alimentos que preferían, aunque comenzaron consumiendo excesivos alimentos dulces, en poco tiempo fueron regulando su dieta. Los adultos, creyendo que lo que es bueno para ellos (pero que ellos mismos no llegan a consumir), como las verduras, es bueno para toda edad, imponen a veces alimentos que no aportan gran cosa al niño.
Pero peor que todo eso (que ya es grave), es el método despótico y coactivo con que generalmente se les impone la dieta (y el resto de actividades). De esto hablaré en otra ocasión con más detenimiento.
Por supuesto, los adultos no quieren nada más que el bien para sus hijos. Pero caen fácilmente en la dominación, dado que el grupo social de los adultos detenta, respecto de los menores, un poder casi absoluto. Ellos legislan, ellos controlan los medios de comunicación y ellos poseen la fuerza.
Las irresponsabilidades alimentarias de los adultos, se llaman ejercicio de la libertad; los apetitos de los menores, se considera vicios innatos.
No puedo estar más de acuerdo. Creo que esto tiene que ver con un sentido de la protección mal entendido. Por supuesto que los menores deben de ser protegidos al máximo, dependen de nosotros pero eso no quiere decir (o precisamente por eso) que no merezcan el mayor respeto.
ResponderEliminarA veces, cuando no tenemos hambre, decidimos comer más tarde o no comemos, no compramos los alimentos que no nos gustan...¿Por qué no pueden hacerlo los niños? Debemos, simplemente, confiar más en ellos y en su naturaleza buena.
Geni, eso es exactamente lo que he querido decir.
ResponderEliminarAhora bien, junto al sentido de la protección mal entendido, hay también un poco de esa baja pasión que consiste en dominar por la fuerza al que es más débil.
Un beso
me ha gustado mucho...
ResponderEliminar...si queremos cambiar el mundo, hay que empezar por cambiar la educación, hay que informarse cuando se es padre y sobre todo basar la educación, siempre, en el respeto
charlie50mas,
ResponderEliminarmuchas gracias. Es cierto, solo la educación puede cambiar el mundo. Los adultos tenemos difícil educar bien, porque padecimos lo que tenemos que evitar. Pero si hacemos caso a nuestra mejor sensibilidad y al respeto, los propios menores nos enseñarán a enseñar y aprender.