viernes, 31 de agosto de 2012

Mujer y madre, I


Casi cualquier persona podría, seguramente, encontrar deseable, bello y bueno ser madre, en el sentido completo de gestar, criar y (co)educar a otro, tu hijo. Llevar en tu seno un ser (que no es una parte tuya -pues tiene su propia conciencia y su propio patrón de desenvolvimiento- pero sí es “sangre de tu sangre”, recibe mucho de ti, y todo lo que le pasa, pasa por ti); atender y cuidar sus más tempranas emociones y comunicarte en todo momento con él en esa región, casi perdida en la vida psíquica del adulto, donde la caricia está apenas mediada por conceptos; ir viendo participativamente, minuto a minuto, cómo se desenvuelve su inteligencia (cómo busca con los ojos y empieza a identificar y a sonreír, cómo indaga sus manos y toma consciencia)…, todo eso, la maternidad y la crianza, es fácil que resulte bello y que uno quiera dedicarle parte de su vida.

Desde luego, esto, en un sentido básico, lo tiene más fácil uno si es mujer, o digamos que solo puede realizarlo uno si es o se convierte en mujer, al menos en ciertos aspectos (en un humano hembra). En ese sentido, la maternidad, en sentido estrecho (pero quizás también en el más completo, incluyendo la crianza temprana) parece unida, “por naturaleza”, a la mujer. Pero la naturaleza está para cambiarla, o, mejor dicho, es de naturaleza humana (y de toda especie) modificar la naturaleza de acuerdo con lo que crea idealmente bueno. La naturaleza no estaba ya perfecta ahí, antes de que llegásemos nosotros y tuviésemos solo dos opciones, dejarla intacta o destruirla, sino para hacer en ella lo mejor, como hace cada ser en la medida en que es capaz de hacer (que es lo mismo que la medida en que simplemente es).

Mujeres las ha habido siempre, por “naturaleza”, y la inmensa mayoría de ellas se han dedicado, de manera “natural” (como ocurre en todas las especies) a la maternidad, y también (como ocurre en muchas especies, sobre todo en las cercanas a nosotros) a la crianza. Quizás pronto (¡Dios lo quiera!) también los hombres (usaré esta palabra, con minúsculas, para el varón humano, frente a ‘Hombre’ para la especie) podrán, gracias a su hacer modificador de la naturaleza dada, ser madres en todos los sentidos, o transformarse en mujeres lo suficiente como para ser madres (hasta qué punto sea posible separar mujer y madre es uno de los aspectos del problema, de lo que hablaré después).

Ser madre es bello, y “natural”. Sin embargo, ser madre tiene sus “costes”. En las sociedades menos ilustradas, y en los elementos más retrógrados e ignorantes de las sociedades más ilustradas, la maternidad es uno de los aspectos en que la mujer está bajo el dominio del hombre (puede escucharse a San Pablo decir que la mujer es al hombre lo que el cuerpo a la cabeza; un instrumento –de reproducción, reproducción de la verdadera identidad, la del hombre, identificado idealmente con el Hombre-). La maternidad, en la sociedad tradicional, no es una libre opción sino una obligación (como lo es, por otra parte, casi todo, y no solo –aunque sí mayormente- para la mujer –y el niño-), y en torno al bello núcleo que tenga, va rodeada de innumerables formas de sufrimiento y dominación (como le pasa, salvando las distancias, a la propia vida sexual de la mujer –y del niño-). En el mejor de los casos, en la sociedad moderna ilustrada, querer ser madre y dedicarse un tiempo a la crianza, y gozar de autonomía fáctica para serlo es (salvando las distancias) como querer ser un buen pianista: o tienes un mecenas o “señor” que te permita dedicar todas las horas del día a tu criatura (pero entonces ya no eres independiente) o tienes que trabajar en otra cosa durante buena parte del día, pero entonces tendrás que dedicar a la maternidad el mismo tiempo que, como cuenta bellamente Derrida en Dar el tiempo, dedicaba la amante del Rey Sol a sus queridas amigas de Saint-Cyr:

«El rey toma todo mi tiempo; doy el resto a Saint-Cyr, a quien querría dárselo todo.».

Es una mujer la que firma, advierte Derrida: la mujer es tomada todo el tiempo por el Rey Padre, pero ella da el resto (resto que, en “buena lógica”, no es nada, pero es todo en términos de amor) a su querida institución de caridad para niñas huérfanas. La mujer, con su amor, siempre está condenada a eso, a dar lo que no existe, pero que es más auténtico que lo que el Rey tiene, aunque esto sea Todo, el reino entero. La mujer paga el precio de quedar fuera de la política, en el “ámbito doméstico” (estereotipadamente: la alcoba, la cocina y la cuna, para la visión del padre; el cuidado y la crianza, para la madre).

Como dicen las feministas, sin autonomía económica la liberación de la mujer es una ficción. Mientras la sociedad no esté en condiciones (sobre todo morales) para proveer de independencia económica a la mujer durante los, digamos, seis años como mínimo después del parto, la maternidad y crianza será un duro e injusto peso para la mujer. “Por eso”, cuando, como consecuencia de ideas racionalistas ilustradas (aunque, a la vez, pese a muchos “ilustrados”) las mujeres empezaron a adquirir Derecho (no “derechos” –pues antes no los tenían, como no los tienen aún hoy en muchos aspectos, o no los tienen los niños- sino simplemente Derecho, es decir, capacidad política, “soberanía”, poder), la principal cosa que creyeron tener que repudiar las mujeres fue la maternidad “esencial”, la fuerte y “natural” identificación entre mujer y madre. Para poder ser ciudadano, había que ocultar ser mujer, para ir al ágora había que abandonar la domus.

Pero este movimiento, “contra natura”, no podía ser satisfactorio. Tal vez no era más que un momento, abstracto y negativo, en la emancipación de la mujer. Ya hace mucho tiempo que muchas luchadoras y luchadores por el derecho de la mujer, rechazan el rechazo de la maternidad. Es más, reivindican la figura de la madre y de la crianza. ¿No habrían cometido las mujeres, en su lucha por el derecho, el error de sacrificarse en lo que auténticamente desean o lo que es su “naturaleza” de mujeres, para hacerse como los hombres?  ¿No habría caído, incluso, en la trampa del hombre, al reivindicar “lo político”, al menos entendido como lo entendemos (lo que quizás es intrínsecamente androcéntrico), vendiendo la mujer así su verdadera alma apolítica o quizás contrapolítica o alterpolítica (“ética”, en un sentido irreduciblemente no-político) de mujer y madre? ¿No habrían caído las mujeres en el error de la igualdad abstracta con el hombre? Las “feministas de la diferencia” reclaman la consideración diferenciada e irreducible de lo femenino, desde la biología (el primer hito fue Ashley Montagu, Biología femenina) y la psicología (véase, por ejemplo, Ellison Catherine, Inteligencia maternal) hasta la filosofía (J. Kristeva y el feminismo postmoderno en general). Quizás la mujer, se ha dicho, sea lo único que pueda efectivamente “deconstruir” el falogocentrismo, el patriarcalismo tradicional (¿y si Dios fuese mujer”, se pregunta Mario Benedetti). Pero, incluso si no se tiene tan trascendentales pretensiones, simplemente la maternidad y la crianza deben ser rescatadas de entre las garras del patriarcalismo. De hecho, en las últimas décadas, la mujer europea y americana va recuperando la dedicación a la maternidad y la crianza, con una abierta reivindicación de lo que antes se rechazaba como suciamente femenino: la lactancia durante años, el trato menos disciplinario y legaliforme, etc. Hay mujeres europeas y americanas, cultas y socio-laboralmente “bien situadas”, que “lo dejan todo” para dedicarse a la maternidad y la crianza.

Para las feministas de la igualdad, sin embargo, esto es semejante (salvando las distancias) a que uno se vuelva fundamentalista religioso (o simplemente adorador de la Madre Tierra) después de haber conocido el ilustrado laicismo: un evidente paso atrás. Todo lo que la mujer ha conseguido en decenas de años de lucha política, dice por ejemplo Elizabeth Badinter, corre el peligro de perderlo si permite que renazca la identificación (“esencialista”) de mujer y madre. Incluso aquellas mujeres que ya no sienten la maternidad como una subordinación al hombre, se equivocarían, al subordinarse al hijo (¿una venganza secreta del varón?): la mujer estaría viviendo hoy una nueva tiranía, el “niñismo” o la “niñarquía” (childism, kindergarchy), que le impide realizarse como auténtica ciudadana política y económica. Como era de esperar, la cosa se agrava porque las siempre oportunistas iglesias del mundo y el retrogradismo en general, intentan acaparar la gestión de esa “vuelta a” la maternidad, provocando que las más incautas crean que hay que aceptar o rechazar el pack completo: o eres materno-conservadora o antimaterno-progresista. Lo que, con toda seguridad, es una falsísima dicotomía.

Así pues, la defensa de la Mujer vive, como todo, la dialéctica de lo mismo y lo diferente. Creo que solo un pensamiento dialéctico-analógico puede comprender a la vez la absoluta identidad y unidad de tú y yo, de mujer y hombre, y su diferencia. Pero no voy a tratar de esto ahora, sino que me gustaría invitar a una reflexión en torno a algo más “sencillo”: ¿qué hay de la “esencia” y de la mujer, y la maternidad y crianza? (¿es malo tener esencia?) ¿Se puede ser libre y madre? ¿Cómo?

miércoles, 29 de agosto de 2012

A mis futuros alumnos (epístola no-legal)


Unos cuantos ripios ácratas, pensando en la "vuelta al cole"

Queridos chicos, chicas, y otros seres
que en pocos días veré entrar al colegio
(a algunos de vosotros ni os conozco)
nerviosos, sea en silencio sea riendo,
seguramente ya los vientecillos
que corren estas tardes por el pueblo
os han dicho que empieza a terminarse
Verano (siempre azul y pasajero)
y otra vez vuelve a estar de vuelta Otoño,
…que no es la vuelta del recogimiento
y el mosto, como cantan los poetas,
sino que, según cantan los comercios,
para vosotros es la “vuelta al cole”.
Conozco lo que ahora estáis sintiendo
(es lo que sienten y sentimos todos):
vuelve el dejar la cama aún con sueño
(siempre es temprano para quien madruga
porque en verdad no quiere estar despierto),
vuelven las horas fijas y la fila,
las siete horas al pupitre estrecho,
al frío encerado, al fluorescente frío,
frío techo, fría pared, helado suelo;
vuelve el temor a no estar a la altura,
a no entender y responder a tiempo,
y al fin caer del lado de los malos
cuya sonrisa es de aburrido hielo.
Sé lo que estáis sintiendo ahora, sí,
como sabéis vosotros lo que siento:
todos los hombres saben lo que siente
el miedo y el hastío de vuestro cuerpo,
porque el adulto está por varios sitios
duro de aquel hastío y miedo vuestro:
ha fabricado a partir de ellos fábricas
y está encerrado en una cárcel de ellos.
Es como el miedo frío que uno siente
cuando prepara un equipaje escueto
para irse al hospital, y sin saber
si pasará el helado examen médico;
o como el que sentimos poco antes
de que el hujier nos llame en el proceso
y sin saber si sabremos latín
de juez, o no, y nos condenaremos;
es ese frío tembleque que la Ley,
cuando te llama, te mete en el pecho.
Porque es la Ley la que te llama, hijo,
y debes presentarte y estar presto.
Ella te hizo, dice, alguna vez,
te puso nombre, traje y documento,
y cobra una vez más tu vida en pago,
tiene un destino para ti, su siervo.

Queridos seres, hoy me gustaría
saber hacer un poco por haceros
saber que todo eso es poco más
que un cuento, un tenebroso y triste cuento,
una mentira gorda y pegajosa,
un error enmohecido y macilento.
Me gustaría (aunque apenas os conozco
a todos) que miraseis sin su velo
las cosas, con los ojos de... no sé
como llamarlo: amor, luz, pensamiento
(quiero decir, lo que no es letra y muerta,
lo que caliente tiembla allí por dentro);
y que el temblor de nuestra carne fuese,
cuando vengáis, no el del purito muermo,
sino el escalofrío de lo que crece.
Veréis, habría que desmontar primero
cómo la Ley estaba equivocada
(no es figuréis, ni os lo creáis -no es cierto-
si os dicen –que os dirán- que es desde siempre,
que está ya demostrada sin remedio).

Esto podríamos razonarlo así:
dice la Ley que tú, yo y todos estos
somos iguales, como gotas de agua,
igual que indivisibles elementos,
y nos conviene y es nuestro deber
-dice la Ley-, por tanto, igual sendero,
y que es por eso por lo que nos sienta
en un pupitre igual, y que por eso
las horas y las filas son iguales,
nos dan un libro igual e igual cuaderno
donde apuntar iguales los palotes,
y nos someten a un igual tormento.
Somos, admite, un poco desiguales,
o más iguales unos que otros: esto
la Ley puede aceptarlo (y le interesa
pues no hay más que uno si es del todo idéntico,
y a ella le interesa que haya muchos
iguales en su numeroso ejército
de tuercas igualitas, de igualitos
pitidos al pasar por el cajero);
si uno es un poco diferente, pues,
pero no rompe mucho el regimiento,
le dejará quedarse (siempre y cuando
se avenga a ser usado de escarmiento).
Pero si es otro ya muy desigual,
muy feo o guapo, alto o bajo, lento
o rápido, no puede ir con los unos,
irá con sus iguales, con los menos,
o más (que más o menos es igual)
¡no rompa la tersura del silencio!
Pero lo cierto, si pensáis un poco
es que esto es solo un mal razonamiento:
¿de dónde se ha sacado, aquella Ley,
que yo he de ser lo que yo no deseo?;
¿cómo, si es bueno lo que manda, puede
dolerte tanto el enderezamiento?;
¿dónde está escrito –que no sea en la Ley-
que ya está escrito lo que merecemos?
Es que la Ley se traza unos patrones
y tiene que meterlo todo en ellos.
No puede trabajar sin sus estantes
ni sabe ella abrazar si no es con metros.
Si uno no cabe, deberá caber,
le corta el pie, la mano, el culo, el cuello;
porque la Ley tiene la vista corta,
tiene los ojos un poquito ciegos
(¿cómo, si no, sería tan distinta
de amor como es?), y no es capaz a un tiempo
de ver a los contrarios siendo uno
(que dijo el viejo Heráclito de Éfeso):
Y es que, aunque todo es uno, también todo
es diferente, aun de sí mismo, y ello
no hay ley que lo soporte, ni soporta
iglesia, escuela, industria, banco, ejército.
Es gran locura prescribirle a uno
si debe ser o no ni esto ni aquello:
uno es lo que es, y lo que deba ser
él mismo lo irá siendo y descubriendo.

Está la Ley también equivocada
y mucho en lo que se refiere al tiempo,
pues cree que existe y que es como una fila
de puntos como los del hormigueros,
y que la vida es ir dando saltitos
del uno al otro hasta llegar a enésimo,
y allí coger la cáscara de pipa
para guardarla para el crudo invierno.
Aquí la Ley tampoco entiende nunca
que el vivo solo está en este momento,
que todo ahora está lleno de vida
y toda vivo está de ahora lleno.
A veces, cuando se nos muere un niño
sin ser aún ciudadano hecho y derecho,
se cree la necia Ley que se ha frustrado,
por más que fue perfecto en cada juego.
¡Como si fuese bueno vivir para
lo que no llega ni cuando estás muerto!

Mas donde más la Ley mete la pata
yo pienso que es en eso del dinero,
o sea, en confundir ser y tener,
o sea, en confundir valor y precio
(pues los errores anteriores son
hijos tan solo de este error más grueso).
Se le figura que no hay cosa alguna
que valga nada, mas que el oro en peso.
Pesa las almas con metal o plástico,
piensa que el fin se compra con un medio.
Llama valioso a lo que sirve, y hecha
lo que no sirve para nada, al fuego.
¡Como si no valiese ya infinito
lo que es (como lo es todo) en sí ya bueno!
Aquí la Ley es incapaz de ver
que nada que esté en venta vale un bledo;
no ve que solo hacemos cuando amamos
y que tan solo amamos cuando hacemos;
no entiende que quien crea, no puede estar
poniendo en otra cosa el pensamiento.
Aquí a la Ley se le ve su peor cara:
odia el hacer, lo llama sufrimiento,
(¡y esto lo siente hasta de la poesía!,
Y esto lo piensa aun del conocimiento!),
cree que el trabajo es un castigo duro
y que el descanso es el único premio:
le gustaría estar quieta. Aquí se ve
que la Ley sueña con el cementerio.

En fin, que ni es verdad que nos obligue
la lógica a ser bichos homogéneos,
ni a que un instante valga menos que otro
ni a que se pueda hacer, del bien, comercio,
sino que lo sensato es que seamos
en cada instante lo que más queremos,
sin despreciar lo que la Ley desprecia
ni hacer del precio de la Ley aprecio.

¿Qué puede entonces uno, me diréis,
hacer con ella, con ese esperpento?
(porque está claro que estorbar estorba
como una caja, siempre está por medio,
huele como a lejía, suena a lata,
se empeña en ser nosotros), ¿qué le haremos?
Yo creo que hay que tratarla como tratas
a un gruñón tonto: con cariño pero
poniéndole en su sitio siempre, nunca
dejar que viva de la piel adentro.

Por eso, cuando en unos pocos días,
(¡si se los cuenta con el reloj hueco!,
porque quizás con otra cuenta pasa
que os pase algo que rompe el universo
de aquí a que empiece el curso) cuando, digo,
la marioneta de los ministerios,
os diga antes de nada ya las fechas
de exámenes en que estaréis suspensos,
las páginas de haberes y deberes,
las horas puntuales de bostezo,
vosotros con vuestra mirada (esa
que está… no sé como llamarlo: dentro)
sepáis verlo de toda otra manera,
no tan en prosa, mucho más en verso:
¿exámenes, deberes, ejercicios,
pruebas con aprobados y suspensos?
¡que sea un examen de nosotros mismos,
que el ejercicio sea el de nuestro juego,
que los deberes sean nuestros quereres,
y estemos suspendidos en el viento!
Si, como dicen sabios muy antiguos,
felicidad es premio del ser bueno,
si ser bueno es ser libre, y si ser libre
es querer lo que sé y saber qué quiero,
entonces nada puede salir mal
si cuando aprendo solo me divierto.
Y si el esbirro de la ley os dice
que nada grande se hizo sin esfuerzo,
decidle sin temor pero sin odio
que sin amor no se hizo nada bello,
y que el esfuerzo es como el salpullido
que sale cuando al alma falta aliento.

¡A lo mejor, como por un milagro
de los que la ilusión tiene el secreto,
el aula se hace añicos o se vuelve
una bonita habitación de encuentro
de amigos que se enseñan y se aprenden
a ser un poco menos prisioneros!

Pero eso, si es que quiere uno que pase,
tiene primero uno que creerlo.

martes, 21 de agosto de 2012

Por qué hay que tolerar la tolerancia. Una respuesta intelectualista

La tolerancia es considerada, y con razón, como una de las mejores adquisiciones de las sociedades humanas. Nos parece una adquisición de los tiempos modernos, aunque en verdad es propia de todos los tiempos democráticos, como ya atestigua Platón cuando describe ese vistoso gobierno de los más:

-¿No serán, ante todo, hombres libres y no se llenará la ciudad de libertad y de franqueza y no habrá licencia para hacer lo que a cada uno se le antoje?-Por lo menos eso dicen -contestó.-Y, donde hay licencia, es evidente que allí podrá cada cual organizar su particular género de vida en la ciudad del modo que más le agrade.-Evidente.-Por tanto este régimen será, creo yo, aquel en que de más clases distintas sean los hombres.-¿Cómo no?-Es, pues, posible -dije yo- que sea también el más bello de los sistemas. Del mismo modo que un abigarrado manto en que se combinan todos los colores, así también este régimen, en que se dan toda clase de caracteres, puede parecer el más hermoso. Y tal vez -seguí diciendo- habrá, en efecto, muchos que, al igual de las mujeres y niños que se extasían ante lo abigarrado, juzguen también que no hay régimen más bello. (Rep. 557 b)

La tolerancia es asociada con la libertad, no solo ni principalmente por Platón (en ese texto la palabra “libertad” está cargada de ironía). Y la libertad es, quizás, el mayor de los bienes, o uno de sus aspectos.
Quien haya sentido por momentos (como todos hemos sentido) la amenaza de alguna forma de intolerancia y despotismo, por muy disfrazada que se presente de afán de justicia o perfección y aunque sea (o más aún si es) la intolerancia e imposición de la mayoría, ese ha pensado entonces, inevitablemente, que prefiere vivir en una sociedad donde se muera de hambre pero sea libre, a vivir seguro bajo un despotismo paternalista (¡tan duro nos parece el poder de la paternidad!). Es verdad, también, que cuando uno está literalmente muriéndose de hambre es fácil que cambie de parecer y acabe aceptando y deseando cualquier mano dura que garantice la comida: se dice que así han llegado casi todas las tiranías. En esos casos puede uno llegar a decir, mientras come algo, inventivas contra la libertad, ese “prejuicio burgués”. No obstante, eso suele durar poco, y no hay duda de que la libertad, y la tolerancia con ella, o sea la facultad de elegir uno su propio proyecto de vida con las menores interferencias externas, es algo apreciado y apreciable.

Sin embargo, también es verdad que la tolerancia es aporética, tiene sus pegas. Resulta difícil de justificar, y a menudo se la contradistingue negativamente del respeto. Nos suscita respeto aquello que vemos moralmente aprobable; la tolerancia se tiene, en cambio, hacia aquello que no nos gusta pero que (creemos que) tenemos que (y podemos permitirnos) permitir. Algo que toleramos es algo que no se justifica directamente, necesita una justificación mediata, de segundo orden. Te tolero que fumes en mi casa, pero no lo veo bien y yo no lo haría.

Además es algo que no puede pasar ciertos límites. Una postura rigorista no toleraría la tolerancia, solo respetaría el respeto. Pero todos creemos, al menos, que hay muchas cosas intolerables. Los ejemplos que se refieren a otros suscitan más fácilmente nuestra intolerancia: ¿podemos tolerar que unos padres de “otra cultura” impidan a su hija, por ser mujer, asistir a la escuela, o la obliguen a llevar tapado el pelo? Pero no es difícil, si uno quiere, mirar desde el otro lado: ¿pueden otros tolerar que nosotros estemos empeñados en explotar y esquilmar el planeta, que eduquemos a nuestros hijos en escuelas altamente competitivas…? Más en general, ¿podemos, puede uno, tolerar que las cosas se estén haciendo peor de lo que creemos posible, o estamos, más bien, obligados a intervenir para impedir el más mínimo de los males y extender por todas partes el bien y la felicidad, cuando estamos convencidos de que esto es malo y aquello bueno?

Es muy difícil, también y en consecuencia, señalar los umbrales de lo tolerable. Por una parte, parece que lo que podemos tolerar es algo que, sin ser completamente neutral, no afecte a valores que consideramos esenciales. Pero por ese camino se llega a que, en buena ley, no se puede tolerar casi nada, salvo lo anecdótico, lo “estético”. Por otra parte, el miedo a que otros nos quieran imponer sus valores, unido a la convicción de que es mejor (sea por respeto, sea por interés) para todos la igualdad, nos empuja a la tolerancia.

¿Cuál es la justificación, si la hay, para la tolerancia? ¿Cuál es el límite, si debe haberlo, de lo tolerable?

Dejemos a un lado la opción del todo-vale. Nadie cree que todo valga. Como mínimo, habrá que ser intolerante con los intolerantes: no se puede tolerar que no se tolere. La tolerancia no puede entrar en contradicción consigo misma.

Llegamos así a la justificación liberalista moderna. El liberalismo identifica la tolerancia como uno de sus puntos esenciales, si no el esencial, y presume de ello. Incluso en las versiones más preocupadas por la equidad y la justicia, y más propensas, por tanto, a la intervención de una entidad normativa supraindividual (el Estado) que garantice la justicia al precio de aparentes recortes de libertad, la tolerancia con los modos de vida alternativos es, de todos modos, la piedra de toque de lo que es liberalismo frente a cualquier política despótica que no priorice la libertad. El problema político, según dice Rawls en Liberalismo político, es conseguir un marco razonablemente aceptable por toda persona, que compatibilice la justicia y la equidad con la existencia de proyectos alternativos de valores, es decir, con el pluralismo ideológico-filosófico-religioso o la “libertad” (véase también la versión de Ronald Dworkin).

Eso implica (otro rasgo moderno o, mejor, democrático) que debemos mantener estrictamente delimitados los ámbitos de lo político y lo moral. Ningún proyecto éticamente sustantivo (religioso, filosófico…) puede imponerse a los demás. Cada uno tenemos plena facultad para ponernos nuestro reto en la vida. La política se mantiene, pues, esencialmente, en un plano formal. Otra manera de referirse a este dualismo es la distinción habermasiana entre lo procedimental y lo sustantivo (el referente profundo es, por supuesto, Kant y su distinción general entre formal y material, y, en particular la distinción entre lo Jurídico-formal-mecánico y lo Ético-material-intencional).

El liberalismo sería, así, la heroica actitud de abstenerse de imponer nuestra concepción moral del mundo al otro, por respeto, precisamente, a su autonomía moral.

A mí esta versión política y su justificación de la tolerancia me parecen erradas, principalmente por lo siguiente:

En primer lugar, no es posible mantener la distinción entre formal y material, político y ético, etc. Es falaz creer que uno puede y debe abstenerse de llevar sus convicciones filosóficas o religiosas a la esfera política, para limitarse a mantenerlas en el ámbito privado. Las ideas morales, y los actos de uno, nunca pueden ser políticamente neutrales, puesto que proporcionan, las unas, directrices para cómo sería deseable que fuese toda la realidad, e influyen, los otros, en todo lo que pasa (y el “efecto mariposa” implica que esas consecuencias pueden ser enormes). Es hasta inmoral sugerir que uno debe abstenerse de intentar “contagiar” su moral, lo que uno cree que es bueno, a los otros. El problema está, más bien, en los medios, o mejor aún, en si esos medios responden a ciertos valores o a contravalores.

En segundo lugar, y más importante a mi juicio: aun suponiendo que fuese posible un equilibro inestable entre, por un lado, concepciones vitales diferentes, y, por otro, la justicia o equidad (más o menos imperfecta), de todos modos la libertad a la que apela esta visión es, como he argumentado otras veces, una noción pobre e incoherente: supone que la libertad es la capacidad autónoma de inclinarse, “arbitrariamente”, por una u otra entre varias opciones bien conocidas, sin que haya otra instancia, más que la inescrutable voluntad, que determine, en último extremo, la elección. En particular, se trata de una visión voluntarista y anti-intelectualista, que no sitúa el principio de la libre decisión en lo que creemos racionalmente bueno. Es más, directamente desconfía de que haya una base objetiva para la deseabilidad.
Como he dicho otras veces (y es el núcleo del intelectualismo moral) esto no define a la auténtica libertad, que consiste en querer lo que se ve o entiende bueno o correcto. No se puede hablar de auténtica libertad más que cuando hay un conocimiento adecuado, no solo de las circunstancias de la acción sino de lo que es objetivamente bueno y valioso para cada uno, dada su naturaleza. Uno puede normalmente desear lo que realmente no quiere, es decir, lo que, si estuviese bien informado (educado), no querría, no solo en cuanto a los medios sino en cuanto a los fines o principios. Hay, para el intelectualista, una posible educación moral sustantiva, no meramente formal. Si eso es así, y el concepto liberal de libertad es pobre e inadecuado, también lo será su justificación de la tolerancia.

Supongamos, entonces, que adoptamos una postura intelectualista. ¿Puede (y debe) justificar la tolerancia quien cree que la verdad moral no tiene nada más que un camino?

Ante un pensamiento así, “perfeccionista”, la objeción liberal será siempre: 

“eso conducirá ineludiblemente a la intolerancia, al despotismo y hasta al “totalitarismo”, pues uno se arrogará la posesión de los criterios de lo “objetivamente bueno”, y si tiene la fuerza, lo impondrá a los demás. El paradigma de todo eso es la “utópica” República de Platón o el Estado hegeliano, o el comunismo realmente existente. Por eso, más nos vale una democracia con todas sus imperfecciones y tensiones, que un estado despótico de una élite moral”.

¿Es válida esta objeción? ¿Es la ético-política intelectualista y perfeccionista necesariamente intolerante y despótica? Quiero sostener que no es así, sino todo lo contrario: un intelectualismo coherente tiene otra justificación, distinta, y mejor que la liberal, para la tolerancia. Para ello hay que notar que, de un intelectualismo consecuente, se siguen, al menos, dos principios de acción en lo que se refiere a nuestro asunto:

  • Primero: no se puede educar en la auténtica libertad bajo la coacción.
  • Segundo: todos podemos estar equivocados, porque todos podemos llegar a estar en lo cierto.


El primero de esos principios supone que en la educación (que, para un intelectualista, es la esencia de la política) no hay atajos, no vale cualquier medio. No es que el fin no justifique los medios, es que no se puede conseguir el fin (ciudadanos sabios y libres, que no se someten a más “coacción” u obligación que la de la razón) más que por un solo medio: ejerciendo, ejercitando y desarrollando la capacidad racional presente virtualmente en cada uno.

“De todo lo que trata de los números y la geometría y de toda la instrucción que debe ir antes de la dialéctica, hay que ponérselo delante cuando sean niños, pero no dando a la enseñanza una forma que les obligue a aprender por la fuerza.-¿Por qué?-Porque no hay ninguna disciplina –dije yo- que deba aprender el hombre libre por medio de la esclavitud. Si puede suceder que los trabajos corporales no deterioren más el cuerpo por haber sido realizados obligatoriamente, el alma en cambio no conserva ningún conocimiento que haya entrado en ella por la fuerza.-Cierto.-No emplees pues la fuerza, mi buen amigo, para educar a los niños, que se eduquen jugando, y así podrás conocer mejor también para qué está dotado cada uno de ellos”.  (República, 536d)

Esto no quiere decir que la coerción sea completamente evitable: dado que los seres humanos somos  imperfectamente racionales (todos, aunque unos más que otros, o unos más racionales en acto que otros), y que el contexto de la acción es finito (es decir, que hay que actuar en tiempo y espacio, aquí y ahora) son inevitables los usos de la fuerza. Estos solo están justificados para evitar un mal justificablemente mayor, y, para una perspectiva intelectualista, suponen siempre, como desastrosa consecuencia, un paso atrás en el proceso de educación moral. Si yo estoy intentando educar de manera puramente racional y libre a una persona, y en algún momento me veo obligado a impedir, por la fuerza, que “cause” o desencadene un daño, eso supondrá un contratiempo en el proceso de educación, de su respeto hacia mí, etc. Le venceré pero no le convenceré. Es cierto que si mis acciones por la fuerza se reducen al mínimo, el coste no será muy grande, pero nunca será un avance (él podrá, el día de mañana, una vez educado, agradecerme que yo le impidiese, por la fuerza, causar un daño, pero esto solo lo podrá hacer si, de manera independiente y sin uso de la fuerza, le he educado para que comprenda esto: si mi educación ha consistido en premios o castigos, es decir, al uso de su emocionalidad, que es lo coercitivo en sí, no habré educado a una persona, sino amaestrado un esclavo).

El segundo de esos principios me obliga a ser crítico y relativamente falibilista con mis convicciones, y me induce a la prudencia cuando doy algo como firme, de manera exactamente análoga a como ocurre en el campo puramente teórico. Por supuesto, esto no tiene nada que ver con el falibilismo absoluto o relativista, para el cual no hay nada seguro en ningún grado (puesto que ninguna referencia o criterio es firme), y, por tanto, cualquier convicción es un acto de fe y cualquier argumentación es un acto de fuerza.

Por tanto, el intelectualista o perfeccionista tiene buenas razones para la tolerancia. Mejores, en verdad, que el liberalismo. Este acepta la tolerancia como la consecuencia del desacuerdo bruto y racionalmente irreducible, en el fondo, de las disensiones morales. Podríamos decir que aquí la tolerancia emana de la creencia de que nadie tiene ni puede tener la verdad sobre lo bueno, y nadie puede estar equivocado en cuestiones morales últimas. Siendo así, la educación liberal tiene unos límites. No será, es cierto, mera instrucción técnico-científica (como ignorantísimamente dicen algunos –incluso profesores-), pero la educación o formación moral se reducirá, ya a priori, al mínimo formal de la tolerancia mutua, sin dar lugar a una indagación de los valores objetivos de las cosas. Ante toda discusión semejante, el liberalista presentará una reacción alérgica.

¿Hasta dónde debe y puede llegar la tolerancia, si suponemos una concepción intelectualista? La cuestión del límite será siempre un problema. La salida del dualismo ético / político, propio del liberalismo (al menos del deontológico), es una salida en falso, y aun así no ofrece una solución clara a este asunto de los límites. Pero el intelectualista debería derivar, a partir de lo anterior, los principios reguladores de la tolerancia:
-         el objetivo último es el perfeccionamiento humano y general.
-         Ese camino no tiene atajos: consiste en desarrollar la naturaleza de cada ser. En el caso de los seres racionales (o en la medida en que lo sean) apelando a su razón, y no a un asentimiento ciego, como ocurre en la coacción.
-         El uso de la fuerza es, pues, contraproducente

Es fácil ver, ahora, que un proyecto intelectualista no es antidemocrático, aunque sí exige una perfección de la democracia entendida en un sentido básico o meramente formal (como el que padecemos). Los paternalismos y totalitarismos han ignorado el núcleo del intelectualismo: que no se educa a libres por la fuerza. El intelectualismo moral subsume a y va (o debería ir, cuando existiese) más allá de la democracia formal, en la que no se pide ninguna indagación o educación moral sustantiva a los ciudadanos –no se les induce y pide que se planteen racionalmente qué es una vida buena-.

miércoles, 15 de agosto de 2012

De la naturaleza (moral) de la Técnica


Si uno cree que deberíamos ser austeros o sencillos, puede parecerle muy natural poner en cuestión, si no es que rechazar casi directamente, la técnica, al menos como algo sistemático y omnipresente en la vida humana. El “rechazo” de, o la prevención contra, la técnica, congrega a ideologías muy distintas, desde diversas formas de ecologismo hasta la mayoría de las iglesias (con la interesante excepción de las que convierten a la propia técnica en el gran medio para la religión). Tampoco es inusual encontrar profesores que cuestionan (y no en todos los casos –aunque sí en muchos- por una personal ignorancia) las bondades de las nuevas tecnologías.
Por supuesto, muy pocos están dispuestos a seguir a los amish o a los naturistas más radicales, pero, sin llegar a esos extremos ¿no hemos otorgado, podríamos y deberíamos preguntarnos, un lugar demasiado privilegiado, en el esquema de significado de nuestras vidas, al uso de medios artificiales en general? Creo que esto es verdad en un cierto inofensivo sentido, pero creo que es un fundamental error en un sentido muy importante, y querría hacer algo aquí para rechazar el rechazo de la tecnología.

¿Qué es la técnica? ¿De dónde viene su presunta omnipresencia? ¿De dónde viene su rechazo?

Cualquier definición que se quiera dar de la técnica presupondrá necesariamente la distinción, clara y, para muchos, radical, entre lo natural y lo artificial. Hay cosas que son por naturaleza y cosas que son el producto “artificial” (o sea, por obra de “arte” o producción) de seres… ¿naturales?: algunos exigirán incluso que sean inteligentes. Aristóteles proponía un criterio claro para demarcar uno y otro género de entes: los que son por naturaleza tienen un principio natural intrínseco, que tiende siempre a lo mismo; los que son por techne, en cambio, reciben de fuera el principio de su entidad como artificio, de modo que no tienden por naturaleza a eso. La madera que uso en una mesa se comporta como madera: se va muriendo tras ser cortada, produce el mismo humus al descomponerse, etc.; la mesa, en cuanto mesa, no se comporta o evoluciona como mesa ni como ninguna otra cosa: no va hacia nada, no nace ni muere, no crece ni decrece ni se reproduce… A la mesa le ha dado su principio la inteligencia humana; a la madera, se la ha dado la propia Naturaleza, o Dios mismo. Natural y Artificial son dos tipos de entes, aunque el segundo necesite, como materia, algunos del primero.

¿Por qué la técnica, sea para bien o para mal, es tan importante para nosotros? La historia humana es, según muchos, esencialmente o en un aspecto esencial, la historia del homo faber, y esa es la historia de la cada vez más honda transformación de lo “natural” en “artificial”. El deseo o el interés del hombre por adaptar las cosas a sí, unidos a su profunda sagacidad, ha producido en la naturaleza una transformación sin parangón. Pero si uno mira esta historia con una perspectiva moral, encuentra luces y sombras. La tecnología ha producido medicinas, viviendas, libros y tabletas electrónicas; también venenos y bombas; ha servido para la salud, el bienestar y la cultura, pero también para la enfermedad, el deterioro del entorno, la desigualdad, la explotación, la deshumanización industrial y la manipulación. Hecha la cuenta, ¿no habrá sido, como creía Rousseau, mucho peor que mejor ese salirse de la naturaleza sencilla de las cosas? ¿Y si lo que llamamos salud, cultura, bienestar, vida… está totalmente desencaminado del sentido al que estamos llamados?

Una de las reflexiones más hondas sobre (contra) la técnica es la de Martin Heidegger. Quizás sus tesis recogen de forma profunda todo lo que puede haber contra la técnica. La técnica es, dice Heidegger, la última forma que adopta el olvido del Ser, y, por tanto, del olvido esencial en que nos hemos extraviado los hombres (el dasein). Este extravío empezó en Grecia, con Platón, cuando se confundió el Ser con el orden de los entes o cosas. Los entes se pueden ordenar, y unos guardan o se puede representar que guardan una relación de jerarquía (causal) con otros. Pero el misterio al que está llamado el Pensamiento no es qué orden es mejor atribuir a los entes, sino qué es aquello que, sin ser ente o cosa, estando “fuera” de la coseidad, hace posibles a las cosas. Y esto, el Ser, no es ya parte de un orden causal-lógico-representacional, sino algo totalmente heterogéneo, diferente, tan diferente que su diferencia no es una diferencia óntica (entre un –tipo de- cosa y otra) sino ontológica: la Diferencia ontológica, o Diferencia sin más, separa el ámbito u orden de lo ente, lo dado, lo representable y manipulable, del ámbito del Ser, de lo irrepresentable e inmanipulable. La confusión de ambos ámbitos es la confusión sin más, y se llama Metafísica, de la cual, la ciencia positivista moderna y la técnica son meros subproductos.
La actitud que el Pensamiento tiene que guardar hacia uno y otro ámbito es, desde luego, radicalmente diferente: el pensamiento óntico y metafísico es un pensamiento que racionaliza o mide las cosas, las organiza y las transforma, las manipula y las ordena. Es un pensamiento activo-técnico. La actitud que debería dedicarse al Ser es muy otra: al Ser va uno con una actitud de entrega, de abandono, para dejar que el Ser se dé en el claro que quedaría una vez hubiésemos retirado todo lo que estorba, o sea, todas las cosas o sus representaciones. Se trata de un paso atrás:

“¿Cuándo y cómo llegan las cosas como cosas? No llegan por las maquinaciones del hombre. Pero tampoco llegan sin la vigilancia atenta de los mortales. El primer paso hacia esta vigilancia atenta es el paso hacia atrás, saliendo del pensamiento que solo representa, es decir, explica, y yendo hacia el pensamiento que rememora. El paso hacia atrás que va de un pensamiento al otro no es ciertamente un simple cambio de toma de posición. (…) Este paso atrás lo que hace es abandonar la zona de la mera toma de posición”. (La cosa)

No en vano el pensamiento heideggeriano es a menudo asociado (y el propio Heidegger dio pie a esto) con el budismo zen y otras formas de mística del abandono (cierta interpretación del maestro Eckhart, etc.). He tratado de todo esto en mi blog dialecticayanalogia.

Se puede decir, entonces, que hay tres elementos de este pensamiento, que son esenciales también en relación con el asunto de la técnica:

-         La tesis de la Diferencia radical entre Ser y Ente,
-         La actitud de entrega y “abandono”, propia del pensamiento del Ser, frente a la actitud “proactiva” de la Metafísica y el Racionalismo.
-         El anti-racionalismo: la forma en que se accede a ese darse del Ser no es la del Logos (salvo que se entienda este en un sentido truculento, como intenta hacer Heidegger “traduciendo” bajo tortura al término en los presocráticos), sino una forma más cercana a la del poeta o una forma decisionista o voluntarista.

Creo que estos elementos (que guardan una fuerte coherencia entre sí) definen (aunque se entiendan de forma algo diferente en cada caso) lo que podríamos llamar la esencia de todo pensamiento anti-técnico. El ecologismo en general “traduce” esos dos elementos de la siguiente manera:

-         Hay una diferencia radical entre lo Natural y lo Artificial
-         La actitud correcta ante la Naturaleza es la no intervención, el “respeto” de lo que es, sin intentar transformarlo.
-         Esa actitud ante la Naturaleza tiene que ser menos racionalista y más emocional. Seguramente es el falogocentrismo el causante de todas las desgracias.

Suponiendo que esta caracterización de lo mejor de todo pensamiento antitécnico sea correcta, me parece que debe ser rechazada. Y no es esa en la austeridad o sencillez en la que yo (siguiendo a Platón) estaba pensando.

El punto clave es el de la diferencia radical entre Ser y Ente, o, en términos “ecologistas”, lo Natural y lo Artificial. Que nuestra realidad está radicalmente escindida, sin posibilidad de mediación representacional y racional, es una tesis esencial al pensamiento moderno, y que se puede identificar tópicamente como lo Judío y su dios Totalmente Otro, frente al representacionismo griego, para quienes los dioses eran “visibles” o las Ideas se manifestaban como copias. El final de la “Edad Media” y el comienzo de la “Moderna” en esencia consiste, ideológicamente, en el rechazo del racionalismo escolástico (tomista) y la reivindicación de una vuelta a un Dios escondido, al que no se puede llegar más que por la fe y contra esa prostituta de Satanás que es la Razón. El dios aristotélico o platónico no es suficientemente trascendente para Lutero: es al fin y al cabo una cosa más, comprensible, sujeto al orden (aunque sea el primer elemento del orden), que tiene que dar cuentas y razones de sus designios. Esto es soberbia humana, dice lo moderno, y los filósofos son una tentación que, como ya dijera Pablo, hay que rechazar.

La diferencia luterana entre Dios y el Mundo, el Espíritu y la Carne, ha adoptado diversas formas a lo largo de la filosofía moderna, pero apenas ha sido puesta en cuestión: La cosa en sí (solo accesible como postulado moral pero no para la ciencia) frente a los fenómenos mecánicos, en Kant; la Voluntad frente a la representación; la Voluntad de voluntad; lo ético-estético-místico de Wittgenstein; lo totalmente Otro de los filósofos judaizantes del siglo XX (desde Buber a Derrida)… Si hay un común denominador de lo moderno, es este: el pensamiento de la diferencia radical, de la desconexión del mundo con su sentido, sobre todo de la desconexión racional.

Este dualismo radical produce (pasando al segundo de los tres elementos que hemos señalado) el rechazo de la actividad, entendida, sobre todo (yendo hasta el tercero), como actividad racional. Para los griegos o “lo Griego”, la actividad de transformación es energeia, y no es, por supuesto, contranatural, sino parte de la naturaleza del ser; en el caso del ser humano (y quizás otros), de un ente inteligente. La actividad es la manera de desenvolver y realizar el telos propio de cada ente. Este telos, esta entelequia, eso sí, pone fines y límites claros a lo que se debe y no se debe transformar: los límites de la razón y para desarrollar un mundo conforme a razón, una vida humana buena, y aquí es donde tiene lugar y justificación la austeridad o “moderación”. Pero todo esto es imposible para el pensamiento moderno: puesto que el Sentido ha quedado desvinculado de las cosas naturales, que son mecánicas y sin fines propios (los fines son una antigualla griega), no hay un fin propio y racionalizable, y la actividad libre se convierte en pura espontaneidad, que no tolera justificación (como no la tolera el mismo Dios, convertido en un tirano absoluto).  A la vez, el hombre, como (único) ser espiritual de este mundo, se ha enajenado más de la naturaleza, y su grandeza no cabe en el mundo de la carne. Solo el hombre puede hacer el bien y el mal absolutos. Solo él puede pecar y salvarse.

La gran tragedia moderna es este irracionalismo y voluntarismo modernos, como he argumentado en otros lugares, y aquí doy por supuesto. Supuesto, entonces, una perspectiva racionalista, ¿qué se sigue respecto del asunto de la técnica?

¿Qué es la técnica?, preguntémonos otra vez. La distinción natural / artificial, hay que señalar ahora, es una distinción secundaria, en el seno de la Naturaleza con mayúsculas. No hay una heterogeneidad radical, entre espíritu y carne, hombre y naturaleza. Natural es todo, desde el electrón hasta el twitter, pasando por el nido y la madriguera. Podremos (relativa, no absolutamente) llamar artificial a algo en la medida en que es el producto de un determinado ente natural, pero todo ente natural es un ente natural y “producto” de la (actividad de la) Naturaleza en su globalidad: un nido es artificio del pájaro, pero es, a un nivel global, un producto de la actividad de la propia naturaleza en su conjunto, y lo mismo pasa con un ordenador o un teléfono móvil. La técnica es la actividad por la que un ente se expresa en la naturaleza. En un planeta donde haya seres vivos, estos habrán modificado el medio, dejando su huella. Es su designio y su mandato natural.

El problema no es pues, hacer o no hacer, transformar o no transformar (un ser que no transforme en absoluto es un muerto: la actitud de la no-intervención lleva a la muerte, como dijera Nietzsche), el problema es cómo debemos transformar las cosas, o sea, qué conductas y “artificios” son correctos. Esta transformación no es solo compatible con el respeto de la “naturaleza”, es decir, de los designios naturales de otras entidades, sino que ese respeto es algo esencial a la conducta correcta. Es correcto que el castor modifique el curso del río y es correcto que el hombre fabrique libros.
El problema es que el hombre no sabe lo que verdaderamente quiere o lo que es correcto. Es más, cree que no puede saberlo, porque lo ético no es objeto de saber, sino de “espontaneidad”, es decir, de imprevisibilidad. Siendo esto así, claro que la mayoría de las acciones pueden ser muy perniciosas: es como “darle a un mono una cuchilla”. Al haber disociado lo moral de lo científico-natural, el hombre moderno no sabe ni se pregunta racionalmente qué hacer. Así es fácil concebir a la tecnología como un poder subjetivo y devastador. ¿Qué bondad tiene el poder en manos de un ignorante?, preguntaba Sócrates al irracionalista y muy moderno Trasímaco.
Además, la disociación de hombre-espíritu / naturaleza-carne, da legitimidad a cualquier trato con las cosas que no sienten.

El problema no es la técnica, sino el irracionalismo, es decir, la confusión en que el hombre está con respecto a su auténtica naturaleza y sus fines. Platón subordinaba la matemática y su técnica a la dialéctica, es decir, a la moral racional, a la convicción de que hay y la búsqueda de cuál es una finalidad propia. Solo quien piense que todo está perfectamente como está (es decir, quien sacralice-fetichice el estado actual de la realidad), creerá que toda intervención tiende a deteriorar. Este es un pensamiento religioso muy básico, el de las mentes primitivas que pensaban que todo estuvo perfecto al principio y se degrada desde entonces.
Pero es una falsa dicotomía la que enfrenta a tecnología-devastación contra primitivismo-respeto. Es la misma falsa dicotomía que enfrenta, rousseanianamente, sabio-malvado o ignorante-bondadoso u otras dicotomías semejantes.

En lugar de demonizar el uso de móviles y ordenadores, condenemos el pensamiento irracional. La tecnología, bien usada, no solo no es incompatible con la naturaleza: la naturaleza solo es posible, a largo plazo, con ella.

sábado, 11 de agosto de 2012

Austeridad y Crecimiento, o de la salud y la enfermedad políticas


Últimamente, sin duda con un aire algo paradójico, los dirigentes de la política europea, capitalista y económico-liberalista, asesorados por sus sabios-economistas, nos recomiendan o exigen la austeridad, mientras, por su parte, los tertulianos de izquierdas (en su mayoría) insisten en que lo que hacen falta son “políticas de crecimiento” o de “estímulo de la producción”. ¿Es que “está el tiempo fuera de sus goznes”, que diría Hamlet (creo recordar)? No, claro: es solo uno de los momentos de sístole y diástole del mercado. Se trata solamente de no endeudarse o especular “excesivamente”.

No voy a discutir en este momento qué es especulación y qué es excesivo. Quiero reflexionar, más bien, sobre la austeridad, o, en un término más cariñoso, la sencillez. Creo que, efectivamente, y pese a que lo dice quien lo dice, la austeridad es la solución, una bella solución que… acabaría con el “capitalismo”. –¿Quiere decir eso que estás en contra del crecimiento y que, por lo tanto, querrías volver a las cavernas? –dirán algunos. –Bueno, creo que en la caverna estamos ya, o, para ser más exactos, estamos todavía. Y parte de nuestro estar en la caverna es no tener ni idea de qué significa crecer y que es, por tanto, riqueza y pobreza, austeridad y lujo, etc. Yo no abogaría por el “decrecimiento” (¿quién puede apostar por una palabra negativa?) sino por el crecimiento en lo que vale y el rechazo de las demás hipertrofias, es decir, sostengo que lo que consideramos convencionalmente crecimiento es verdadero decrecimiento y proliferación cancerígena, y que no vamos hacia lo que sería de verdad crecer, crecer en humanidad.

Quienes están preocupados por la justicia social (es decir, por que la riqueza no se distribuya irracionalmente y vaya a parar a manos de estúpidos con mucha “suerte” o malvados sin muchos escrúpulos) deberían recordar que el problema actual de la humanidad, en relación con la “riqueza” material, no es ni la austeridad ni el crecimiento, sino la forma de su reparto. Hay, en el mundo, riqueza natural y artificial para satisfacer razonablemente, a medio plazo, los intereses subjetivos mayoritarios (es decir, lo que la -inmensa- mayoría de la gente percibe como interés suyo) del doble de la población actual, y hay extravagantes acumulaciones de riquezas muy difícilmente justificables en términos de maximización de interés humano y felicidad (no digamos en términos de justicia y equidad): la situación solo se mantiene por la incapacidad de organización de la mayoría desposeída. Hay gran desigualdad, o falta de equidad, entre ciudadanos de un estado (entre españoles, por ejemplo), entre Estados asociados (en el interior de Europa, por ejemplo), entre regiones del mundo, entre seres vivos, etc. Será, por tanto, justo que decrezca (como creo que no hay más remedio que pase) la diferencia en acceso a bienes materiales entre Europa y otros lugares, es decir, que nos hagamos más pobres los más ricos. Aunque, mientras la humanidad sea como es, seguramente las desigualdades globales no decrezcan, sino que aumente por otro lado (que se cambie el collar de perro). En cualquier caso, creo que ni Europa ni nadie debe temer al “empobrecimiento”, sino, antes bien, a dos cosas: a la injusticia en el reparto del acceso a ellos, y, sobre todo, a la orientación moral de la sociedad, es decir, hacia qué cosas tenemos que considerar riqueza y qué es, por tanto, crecer. Los ideólogos del capitalismo dicen, como si fuera una refutación, que las políticas de izquierdas son políticas de pobreza. En cierto sentido (incluido el auténticamente cristiano), así debe ser.

¿Por qué es tan recalcitrante la idea de que debemos “crecer” en “bienes” materiales? Todas las facciones políticas, incluidas, claro está, (pero no solo) las liberales de los países “desarrollados”, basan su programa en el “crecimiento económico”: ¿qué otra cosa prometen siempre los grandes partidos (sean de izquierdas o de derechas), en sus mítines de campaña electoral? España crecerá tanto: bueno; España entra en recesión: malo…

¿Qué es crecer?
Sí, aumentar. ¿Aumentar qué? Sería demasiado cínico, además de vacuo, decir: “aumentar la cantidad de dinero”. Es mucho más vistoso decir “aumentar la riqueza”. Pero, dada la ambigüedad del término riqueza (que, como el término pharmakon en griego, significa tanto lo que sana como lo que envenena), debemos preguntar ¿riqueza de qué? Y la respuesta correcta última, al menos en primera instancia, parece ser “riqueza de bienes”. Esto nos lleva a preguntarnos qué es un “bien”, o sea, a cuestionarnos, como hacen los filósofos, qué es bueno. Será verdadero crecimiento el aumento de lo bueno, y mera proliferación de cosas inútiles o contra-útiles, cualquier otro aumento.

Hay una manera básica de entender el crecimiento y, por tanto, la vida humana. Crecer, según esta visión básica, es estar en posesión de más medios físicos, para satisfacer nuestras “necesidades” materiales y para poder hacer frente a las necesidades futuras, la mayoría de ellas imprevistas y, quizás, imprevisibles:

-         Para satisfacer nuestras necesidades actuales. Pero hay que tener en cuenta que las necesidades actuales (medidas por nuestros deseos y nuestro sufrimiento ante su carencia) crecen a medida que se las satisface. Siempre es posible condimentar mejor la comida y mullir más la almohada. Pero entonces nuestras necesidades básicas son infinitas. ¿Habrá lugar para otras necesidades, no digamos para no-necesidades, sino libertades? ¿Qué queda del hombre, una vez inmerso en el negocio inacabable de sobrevivir como consumidor compulsivo?

-         Para precaverse contra el futuro. Vivimos en un mundo incierto, contingente, con un futuro abierto e incógnito, y cuanto más poder tengamos en nuestro poder, más preparados estaremos para las contingencias del futuro. Para crecer económicamente hay, entonces, las mismas razones que para engordar según las abuelas: una persona debería acumular la mayor cantidad de grasa en su cuerpo, para las épocas de guerra. Sin embargo, es estúpido estar preocupado por un futuro muy lejano en detrimento de nuestros intereses vitales actuales.

Esta concepción básica, instintiva, primitiva, “animal”, de lo que es crecer, se funda en una concepción muy pobre de lo que es una buena vida humana. El ser humano es, visto así, como un ser deseante insaciable y menesteroso, en un mundo escaso y hostil, en el que se trata de sobrevivir y disfrutar de la satisfacción de necesidades. Según esa visión (madre del Espíritu de la Sagacidad) las cosas “nobles”, como el conocimiento, el arte, la amistad, el respeto…, son "superestructuras", creadas para que sirvan de instrumentos en la lucha por la satisfacción de pulsiones. Esto nos han querido “enseñar” los tristes maestros de la sospecha, los intelectuales de la burguesía, como Freud: el amor y el respeto son deseo y miedo disfrazados. El  conocimiento es una herramienta para el deseo, como cuenta el mito que Protágoras cuenta en el Protágoras y Hume y compañía cuentan más recientemente. No puede haber visión más pobre y torpe de lo humano. Por supuesto, estos analistas se presentan como contándonos algo que, si bien puede resultar desagradable, es verdadero: pero ¿qué es la verdad, según ellos mismos?, ¿no es solo la falsedad que queremos imponer para satisfacer nuestros deseos? Realmente lo que dicen no solo suena feo, sino que es inconsistente.

Para ir algo más allá es esencial distinguir (aunque no sea una distinción absoluta) entre lo que se puede y lo que no se puede poseer por medio del dinero. Creemos, y así nos gusta oír en los anuncios publicitarios, que no todo se puede comprar con una tarjeta, que lo valioso está, como diría Wittgenstein (final del Tractatus), más allá del mundo… del mercado.

Que esta distinción no es absoluta puede mostrarse por los dos extremos: quienes crean que todo, incluso el amor y la amistad, tiene un precio, podrán decir, por ejemplo, que si uno no tiene medios para estar sano y medianamente educado, no puede aspirar a la amistad, etc. Quienes creen (creemos), en cambio, que nada se puede, en el fondo, vender, podemos dar otro argumento contrario.
Es verdad que la distinción entre lo que se puede y no se puede comerciar no es idealmente absoluta, y en el límite (hacia el que convergen justicia e interés, bien y riqueza…) deben coincidir el valor y el precio, aunque no en el sentido de los primeros (sentido mafioso), de que todo valor se reduce a precio, sino en el sentido contrario, “místico”, en que todo precio debe ser reflejo perfecto de valor.
Pero, aunque no es una distinción idealmente absoluta, es una distinción relativamente absoluta dada la situación transitoria de la inteligencia y la ética humana. En una sociedad humana hay cosas por las que se ve muy “natural” hay que pagar, como el alimento, la vivienda, etc., y otras de que es absurdo insinuar siquiera que tengan precio, como el respeto, el amor, la verdad, la justicia.

La visión de lo humano que fundamenta esta distinción de los bienes, nos representa como seres divididos internamente, en una parte desiderativa (sometida a la necesidad, a la precariedad y a la pulsión siempre creciente) y una parte “racional”, medidora y justa, con la que no se puede comerciar. Para esta visión  humana, poseer dos casas, dos coches, dinero para cenas de lujo, un gran patrimonio para el futuro lejano, etc., no es un signo de riqueza, ni crece una sociedad cuando crece solo o principalmente por ahí. El crecimiento es otro: una sociedad crece, espiritual y moralmente, en la medida en que posee más riqueza de bienes de aquellos que no se pueden comprar ni vender y tiene una mayor justicia sobre aquellos bienes que sí se pueden comprar y vender. Esto es, al menos, lo que dicen los filósofos, los de la no-sospecha, los que no buscan en los bajos fondos, sino en la mirada de la humanidad.

Aunque se dice que los filósofos no se ponen de acuerdo en nada, precisamente es casi un lugar común de todos ellos (incluido el ateo Epicuro) que la riqueza económica no ayuda, pero puede entorpecer o entorpece necesariamente en el camino de la virtud y/o la felicidad. ¡Y eso que muchos de ellos nacieron antes de leer a Cristo!. Yo pienso que los filósofos están en lo correcto en esto. Por fijarnos solo en el rey de todos ellos:

Platón, en La República, sitúa el comienzo de la sociedad en la necesidad que tenemos unos de otros (contra el tópico, dicho sea de paso, de que Platón era un fascista para quien el individuo es posterior al Estado y mera parte de él):

“-Pues bien -comencé yo-, la ciudad nace, en mi opinión, por darse la circunstancia de que ninguno de nosotros se basta a sí mismo, sino que necesita de muchas cosas. ¿O crees otra la razón por la cual se fundan las ciudades?
--Ninguna otra -contestó.-Así, pues, cada uno va tomando consigo a tal hombre para satisfacer esta necesidad y a tal otro para aquella; de este modo, al necesitar todos de muchas cosas, vamos reuniendo en una sola vivienda a multitud de personas en calidad de asociados y auxiliares y a esta cohabitación le damos el nombre de ciudad. ¿No es así?-Así”.(Rep. 569b y ss)

En la sociedad mínima cada uno realiza un tipo de trabajo de los que sirven para cubrir nuestras necesidades: comida, vestido, etc. También hacen falta algunos que se encarguen de los intercambios, los comerciantes, que son, por cierto, los tipos más enclenques:

“En las ciudades bien organizadas suelen ser por lo regular las personas de constitución menos vigorosa e imposibilitadas, por tanto, para desempeñar cualquier otro oficio. Éstos tienen que permanecer allí en la plaza y entregar dinero por mercancías a quienes desean vender algo y mercancías, en cambio, por dinero a cuantos quieren comprar”. (ibid,)

Hasta aquí, dice Sócrates, es difícil ver dónde surgirán grandes problemas de injusticia y conflicto: no hay mucho por lo que luchar. Cubiertas las necesidades materiales, pueden dedicarse a cantar a los dioses:

“Ante todo, consideremos, pues, cómo vivirán los ciudadanos así organizados. ¿Qué otra cosa harán sino producir trigo, vino, vestidos y zapatos? Se construirán viviendas; en verano trabajarán generalmente en cueros y descalzos y en invierno convenientemente abrigados y calzados. Se alimentarán con harina de cebada o trigo, que cocerán o amasarán para comérsela, servida sobre juncos u hojas limpias, en forma de hermosas tortas y panes, con los cuales se banquetearán, recostados en lechos naturales de nueza y mirto, en compañía de sus hijos; beberán vino, coronados todos de flores, y cantarán laudes de los dioses, satisfechos con su mutua compañía, y por temor de la pobreza o la guerra no procrearán más descendencia que aquella que les permitan sus recursos”.

Pero este locus no parece a los hombres tan amoenus: ni la naturaleza es tan blanda como parece en las postales, ni nuestros apetitos tan discretos como cantan los poemas bucólicos. Para paladares exquisitos, eso es una vida como la de los cerdos:

“Entonces, Glaucón interrumpió, diciendo:
-Pero me parece que invitas a esas gentes a un banquete sin companage alguno
-Es verdad -contesté-. Se me olvidaba que también tendrán companage: sal, desde luego; aceitunas, queso, y podrán asimismo hervir cebollas y verduras, que son alimentos del campo. De postre les serviremos higos, guisantes y habas, y tostarán al fuego murtones y bellotas, que acompañarán con moderadas libaciones. De este modo, después de haber pasado en paz y con salud su vida, morirán, como es natural, a edad muy avanzada y dejarán en herencia a sus descendientes otra vida similar a la de ellos.
Pero él repuso:
-Y si estuvieras organizando, ¡oh, Sócrates!, una ciudad de cerdos, ¿con qué otros alimentos los cebarías sino con estos mismos? 
-¿Pues qué hace falta, Glaucón? -pregunté.
-Lo que es costumbre -respondió-. Es necesario, me parece a mí, que, si no queremos que lleven una vida miserable, coman recostados en lechos y puedan tomar de una mesa viandas y postres como los que tienen los hombres de hoy día. 
-¡Ah! -exclamé-. Ya me doy cuenta. No tratamos sólo, por lo visto, de investigar el origen de una ciudad, sino el de una ciudad de lujo. Pues bien, quizá no esté mal eso. Pues examinando una tal ciudad puede ser que lleguemos a comprender bien de qué modo nacen justicia e injusticia en las ciudades. Con todo, yo creo que la verdadera ciudad es la que acabamos de describir: una ciudad sana, por así decirlo. Pero, si queréis, contemplemos también otra ciudad atacada de una infección; nada hay que nos lo impida. Pues bien, habrá evidentemente algunos que no se contentarán con esa alimentación y género de vida; importarán lechos, mesas, mobiliario de toda especie, manjares, perfumes, sahumerios, cortesanas, golosinas, y todo ello de muchas clases distintas.(Rep. 372 a y ss)

Platón cree que la sociedad donde proliferan “bienes” destinados a satisfacer más exquisitamente nuestras necesidades “materiales” (es decir, las relacionadas con las pulsiones y deseos unidos a la supervivencia biológica) es una sociedad enferma.
Según su analogía, por la cual un Estado es como un individuo de los que lo forman, esta enfermedad tiene su paralelo psíquico: el individuo en que dominan los deseos relacionados con necesidades básicas, es como un tonel sin fondo o agujereado. Por más que echa en el saco de su vida, nunca deja de estar completamente vacío. Cuanto más echa en el saco, más crece su vacío.

Creo que, también en esto, Platón acierta plenamente, al señalarnos el problema de qué es una vida humana buena. ¿Cuál debería ser entonces la medida de la Riqueza y el parámetro de Crecimiento? La medida correcta de nuestra “riqueza” material es la que mejor garantiza nuestro mejor estado físico para llevar una vida humana buena y feliz, es decir, la que nos mantiene libres de enfermedad y falta de educación para dedicarnos al verdadero crecimiento, que es en conocimiento, justicia y libertad. Cualquier otro “crecimiento” es un tumor que enferma al organismo de la psique humana.

¿Qué sería de las oligarquías financieras de nuestra democracia si asumiésemos, para siempre, su acertado discurso de la austeridad, o, mejor, la enseñanza universal de la bondad de una vida sencilla?