Casi
cualquier persona podría, seguramente, encontrar deseable, bello y bueno ser
madre, en el sentido completo de gestar, criar y (co)educar a otro, tu hijo.
Llevar en tu seno un ser (que no es una parte tuya -pues tiene su propia
conciencia y su propio patrón de desenvolvimiento- pero sí es “sangre de tu
sangre”, recibe mucho de ti, y todo lo que le pasa, pasa por ti); atender y cuidar
sus más tempranas emociones y comunicarte en todo momento con él en esa región,
casi perdida en la vida psíquica del adulto, donde la caricia está apenas
mediada por conceptos; ir viendo participativamente, minuto a minuto, cómo se
desenvuelve su inteligencia (cómo busca con los ojos y empieza a identificar y
a sonreír, cómo indaga sus manos y toma consciencia)…, todo eso, la maternidad
y la crianza, es fácil que resulte bello y que uno quiera dedicarle parte de su
vida.
Desde
luego, esto, en un sentido básico, lo tiene más fácil uno si es mujer, o
digamos que solo puede realizarlo uno si es o se convierte en mujer, al menos
en ciertos aspectos (en
un humano hembra). En ese sentido, la maternidad, en sentido estrecho (pero
quizás también en el más completo, incluyendo la crianza temprana) parece
unida, “por naturaleza”, a la mujer. Pero
la naturaleza está para cambiarla, o, mejor dicho, es de naturaleza humana (y
de toda especie) modificar la naturaleza de acuerdo con lo que crea idealmente
bueno. La naturaleza no estaba ya perfecta ahí, antes de que llegásemos
nosotros y tuviésemos solo dos opciones, dejarla intacta o destruirla, sino
para hacer en ella lo mejor, como hace cada ser en la medida en que es
capaz de hacer (que es lo mismo que
la medida en que simplemente es).
Mujeres
las ha habido siempre, por “naturaleza”, y la inmensa mayoría de ellas se han
dedicado, de manera “natural” (como ocurre en todas las especies) a la
maternidad, y también (como ocurre en muchas especies, sobre todo en las
cercanas a nosotros) a la crianza. Quizás pronto (¡Dios lo quiera!) también los
hombres (usaré esta palabra, con minúsculas, para el varón humano, frente a ‘Hombre’
para la especie) podrán, gracias a su hacer
modificador de la naturaleza dada, ser madres en todos los sentidos, o
transformarse en mujeres lo suficiente como para ser madres (hasta qué punto
sea posible separar mujer y madre es uno de los aspectos del problema, de lo
que hablaré después).
Ser
madre es bello, y “natural”. Sin embargo, ser madre tiene sus “costes”. En las
sociedades menos ilustradas, y en los elementos más retrógrados e ignorantes de
las sociedades más ilustradas, la maternidad es uno de los aspectos en que la
mujer está bajo el dominio del hombre (puede escucharse a San Pablo decir que
la mujer es al hombre lo que el cuerpo a la cabeza; un instrumento –de
reproducción, reproducción de la verdadera identidad, la del hombre,
identificado idealmente con el Hombre-). La maternidad, en la sociedad
tradicional, no es una libre opción sino una obligación (como lo es, por otra
parte, casi todo, y no solo –aunque sí mayormente- para la mujer –y el niño-),
y en torno al bello núcleo que tenga, va rodeada de innumerables formas de
sufrimiento y dominación (como le pasa, salvando las distancias, a la propia
vida sexual de la mujer –y del niño-). En el mejor de los casos, en la sociedad
moderna ilustrada, querer ser madre y dedicarse un tiempo a la crianza, y gozar
de autonomía fáctica para serlo es (salvando las distancias) como querer ser un
buen pianista: o tienes un mecenas o “señor” que te permita dedicar todas las
horas del día a tu criatura (pero entonces ya no eres independiente) o tienes
que trabajar en otra cosa durante buena parte del día, pero entonces tendrás
que dedicar a la maternidad el mismo tiempo que, como cuenta bellamente Derrida
en Dar el tiempo, dedicaba la amante
del Rey Sol a sus queridas amigas de Saint-Cyr:
«El rey toma todo mi tiempo; doy el resto a Saint-Cyr, a quien querría dárselo todo.».
Es una
mujer la que firma, advierte Derrida: la mujer es tomada todo el tiempo por el Rey Padre, pero ella da el resto (resto que, en “buena lógica”, no es nada, pero es todo en términos de amor) a su
querida institución de caridad para niñas huérfanas. La mujer, con su amor,
siempre está condenada a eso, a dar lo que no existe, pero que es más auténtico
que lo que el Rey tiene, aunque esto sea Todo, el reino entero. La mujer paga
el precio de quedar fuera de la política, en el “ámbito doméstico” (estereotipadamente:
la alcoba, la cocina y la cuna, para la visión del padre; el cuidado y la
crianza, para la madre).
Como
dicen las feministas, sin autonomía económica la liberación de la mujer es una
ficción. Mientras la sociedad no esté en condiciones (sobre todo morales) para proveer
de independencia económica a la mujer durante los, digamos, seis años como mínimo
después del parto, la maternidad y crianza será un duro e injusto peso para la
mujer. “Por eso”, cuando, como consecuencia de ideas racionalistas ilustradas
(aunque, a la vez, pese a muchos “ilustrados”) las mujeres empezaron a adquirir
Derecho (no “derechos” –pues antes no los tenían, como no los tienen aún hoy en
muchos aspectos, o no los tienen los niños- sino simplemente Derecho, es decir,
capacidad política, “soberanía”, poder), la principal cosa que creyeron tener que
repudiar las mujeres fue la maternidad “esencial”, la fuerte y “natural” identificación
entre mujer y madre. Para poder ser ciudadano, había que ocultar ser mujer,
para ir al ágora había que abandonar la domus.
Pero
este movimiento, “contra natura”, no podía ser satisfactorio. Tal vez no era
más que un momento, abstracto y negativo, en la emancipación de la mujer. Ya
hace mucho tiempo que muchas luchadoras y luchadores por el derecho de la
mujer, rechazan el rechazo de la maternidad. Es más, reivindican la figura de
la madre y de la crianza. ¿No habrían cometido las mujeres, en su lucha por el
derecho, el error de sacrificarse en lo que auténticamente desean o lo que es
su “naturaleza” de mujeres, para hacerse como los hombres? ¿No habría caído, incluso, en la trampa del
hombre, al reivindicar “lo político”, al menos entendido como lo entendemos (lo
que quizás es intrínsecamente androcéntrico), vendiendo la mujer así su
verdadera alma apolítica o quizás contrapolítica o alterpolítica (“ética”, en
un sentido irreduciblemente no-político) de mujer y madre? ¿No habrían caído las
mujeres en el error de la igualdad abstracta con el hombre? Las “feministas de
la diferencia” reclaman la consideración diferenciada e irreducible de lo
femenino, desde la biología (el primer hito fue Ashley Montagu, Biología femenina) y la psicología (véase,
por ejemplo, Ellison Catherine, Inteligencia
maternal) hasta la filosofía (J. Kristeva y el feminismo postmoderno en
general). Quizás la mujer, se ha dicho, sea lo único que pueda efectivamente
“deconstruir” el falogocentrismo, el patriarcalismo tradicional (¿y si Dios
fuese mujer”, se pregunta Mario Benedetti). Pero, incluso si no se tiene tan
trascendentales pretensiones, simplemente la maternidad y la crianza deben ser
rescatadas de entre las garras del patriarcalismo. De
hecho, en las últimas décadas, la mujer europea y americana va recuperando la
dedicación a la maternidad y la crianza, con una abierta reivindicación de lo
que antes se rechazaba como suciamente femenino: la lactancia durante años, el
trato menos disciplinario y legaliforme, etc. Hay mujeres europeas y americanas,
cultas y socio-laboralmente “bien situadas”, que “lo dejan todo” para dedicarse
a la maternidad y la crianza.
Para
las feministas de la igualdad, sin embargo, esto es semejante (salvando las
distancias) a que uno se vuelva fundamentalista religioso (o simplemente
adorador de la Madre Tierra )
después de haber conocido el ilustrado laicismo: un evidente paso atrás. Todo
lo que la mujer ha conseguido en decenas de años de lucha política, dice por
ejemplo Elizabeth Badinter, corre el peligro de perderlo si permite que renazca
la identificación (“esencialista”) de mujer y madre. Incluso aquellas mujeres
que ya no sienten la maternidad como una subordinación al hombre, se equivocarían,
al subordinarse al hijo (¿una venganza secreta del varón?): la mujer estaría
viviendo hoy una nueva tiranía, el “niñismo” o la “niñarquía” (childism, kindergarchy), que le impide realizarse como auténtica ciudadana
política y económica. Como era de esperar, la cosa se agrava porque las siempre
oportunistas iglesias del mundo y el retrogradismo en general, intentan acaparar
la gestión de esa “vuelta a” la maternidad, provocando que las más incautas
crean que hay que aceptar o rechazar el pack completo: o eres materno-conservadora
o antimaterno-progresista. Lo que, con toda seguridad, es una falsísima dicotomía.
Así
pues, la defensa de la Mujer
vive, como todo, la dialéctica de lo mismo y lo diferente. Creo que solo un
pensamiento dialéctico-analógico puede comprender a la vez la absoluta
identidad y unidad de tú y yo, de mujer y hombre, y su diferencia. Pero no voy
a tratar de esto ahora, sino que me gustaría invitar a una reflexión en torno a
algo más “sencillo”: ¿qué hay de la “esencia” y de la mujer, y la maternidad y
crianza? (¿es malo tener esencia?) ¿Se puede ser libre y madre? ¿Cómo?