Cuando decimos que algo es justo o injusto, implicamos unos
criterios de justicia. ¿Cuáles son los criterios correctos de lo que cada cual
tenga o debiera en justicia tener, los criterios correctos de la propiedad?
Más fundamentalmente: ¿qué es la propiedad?, ¿de quién es
qué, aunque injustamente no lo tenga? ¿Le corresponde a uno lo que tiene, lo
que merece, lo que necesita…? Lo que tiene, obviamente no. Si no, toda
propiedad actual sería justa. Y sería justo también que alguien se la
arrebatase a otro y pasase a tenerla: ¿por qué la tenencia de hace un minuto
iba a ser justa y no lo sería la de ahora, después de haber sido arrebatada? La
propiedad arrebatada o robada en general, pensamos, no es justa. Pero ¿cuándo
puede considerarse, entonces, que una propiedad no le ha sido arrebatada, de
alguna u otra manera, a otros, a quienes en justicia le correspondería?
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¿Qué es la propiedad?
En un sentido máximamente amplio (que incluya mis miembros,
mi cuerpo…), es propiedad mía todo aquello que expresa mi voluntad; todo
aquello en que, y en la medida en que, está “puesta mi alma”, mi actividad, mi
querer.
En sentido estrecho, es propiedad mía todo aquello que, sin
ser directamente órgano mío, es medio que expresa mi voluntad (mediante lo que
hago lo que quiero hacer).
Mi propiedad no coincide con todo aquello respecto de lo
cual usamos el pronombre “posesivo” ‘mío’: hay muchos posibles casos de uso de
‘mío’ en que el asunto no tiene nada –o muy poco- que ver con la expresión de
mi voluntad (esta es mi época, mi familia…).
La distinción entre propiedad en el sentido amplio (mis
órganos) y en sentido estrecho puede tener fronteras difusas (¿un brazo
ortopédico es un órgano mío?)
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¿Qué significa, entonces, tener justamente algo?
Partiendo del sujeto, podría pensarse, simplemente, que
algo, P, es propiedad de alguien, A, si A puede hacer con P lo que quiera o le
de la gana, su pura voluntad. Si puedo justamente coger una vajilla y hacerla
añicos, o quemar una casa, es porque es mía (mi vajilla, mi casa). Propiedad
mía sería lo que está (en justicia) bajo mi pura voluntad. Mi voluntad o deseo,
unido a la posibilidad fáctica de realizarlo, sería todo lo necesario.
Pero la idea habitual de lo que es “pura voluntad” es unapura tontería, y esa tontería no da como para legitimar la propiedad
sobre nada (legitimar, digo, en un sentido diferente a la “legitimidad” que da
la fuerza: en este último sentido, está legitimado exactamente todo lo que
ocurre, así que no hay un “debería ser” de otra manera). ¿Un loco que se pone a
romper su vajilla o quemar su casa, está ejerciendo su voluntad? No mucho más
que cuando un tornado se lleva unas cuantas casas. No puede considerarse
voluntad lo que no es racional, es decir, lo que no procede (o en la medida en
que no procede) de una reflexión sobre qué cosas deberían quererse o desearse,
sobre el valor de las cosas (además del conocimiento adecuado de las
circunstancias materiales de la acción concreta). No hay, por eso, más razones
para respetar la “voluntad” de un irracional que la que hay para llamar libre a
cualquier fenómeno aleatorio. Un sujeto no puede pedir respeto para (reclamar
que se le reconozca como justa) su conducta, si no puede justificarla
racionalmente.
Es verdad que, dado que no somos, ninguno, sujetos
racionales puros y perfectos, no podemos ni dar ni pedir una justificación
completa de nuestros deseos y actos, y debemos aplicar un principio de
tolerancia ante la posibilidad de justificación. Pero la legitimidad de un
deseo, un acto o una situación (por ejemplo, de una situación de propiedad) es
proporcional a su justificación en términos de lo que sería correcto y
deseable. Mientras no haya una justificación plena, tampoco puede considerarse
que el derecho a la propiedad (o a cualquier otra cosa) sea pleno. Si, por
ejemplo, alguna vez, por ignorancia, los humanos creyeron (o creen en algún
lugar) que las hembras o las crías humanas son propiedad de los varones
humanos, y se les reconoció socialmente el derecho de hacer su santa voluntad
sobre ellos, una reflexión posterior sobre la naturaleza de las cosas abolió
aquel estado, y debería ser abolido donde estuviese establecido. Mañana
seguramente se verá aberrante considerar a los animales como propiedades, o que
el agua, por ejemplo, sea de alguien…
Empezando, pues, por el sujeto, la reflexión parece apuntar
a que uno solo tiene derecho a considerar propiedad legítima suya aquello que,
y en la medida en que, justifique racionalmente como deseable, de manera que su
voluntad sea, al respecto, la correcta. No es legítimamente (moralmente) de uno
lo que a uno le apetezca y pueda, físicamente, conseguir y poseer, sino lo que
debería querer conseguir y poseer. La legitimidad de la propiedad es relativa a
la justificación moral racional. Como, además, no hay nadie que posea una justificación
absoluta, no hay, “subjetivamente”, un derecho absoluto a la propiedad.
¿Qué hay que decir si empezamos nuestra consideración a
partir, no del sujeto, sino de la naturaleza de las propias cosas susceptibles
de convertirse en propiedad? ¿Qué cosas pueden y/o deben ser propiedad, y de
quién?
Los filósofos más dispuestos a vernos, a los humanos, como
islas sobrenaturales y autónomas en un mar de carne inconsciente (animales
incluidos), han dicho normalmente que solo los humanos tenemos derecho a la
propiedad (incluso derecho al derecho), y, a la vez y por lo mismo, derecho a
no ser tratados como propiedad (como “cosas”). Solo nosotros, se dice, podemos
formar la idea de cosa y de intereses a lo largo de un tiempo inacabable. Los
animales están sujetos a deseos irracionales e instantáneos, inconscientes de
todo proyecto vital (no digamos las plantas y las piedras, de las que incluso
se puede, según algunos, dudar que existan, es decir, que sean entidades o
sujetos reales, y no meras construcciones nuestras).
Yo prefiero la visión que parece traslucir el “todo está
lleno de démones”, de Tales de Mileto, o el “también aquí hay dioses” que
dijera Heráclito cuando se asombraron de verle mirando al fuego. En todo hay
alma. Ni las piedras tienen una absoluta falta de identidad (mucho menos las
plantas y los animales), ni los humanos tenemos una absoluta posesión de
identidad. Aunque nuestras “aptitudes intencionales” están en una relación
holística (de manera que, si creemos o queremos… esto, debemos lógicamente
creer o querer… muchas otras cosas) nadie es consciente de todas las
implicaciones que tienen sus creencias (salvo quizás ho theós, en su eterna noesis
noeseos), y se puede, gradualmente, pasar de la persona al termostato sin
perder la conciencia (como argumenta Chalmers). Sería preferible, pues, a mi juicio,
considerar que, gradualmente, todas las cosas, en la medida (y precisamente en
la medida) que son “cosas”, algos, “sujetos” (es decir, tienen identidad)
tienen derecho a la propiedad, y también derecho a ser tratados según sus fines
propios, y no como mera materia.
Pero, sin discutir esto ahora, si al menos queremos una
mínima base racional-normativa para la propiedad, basada en ese mínimo
(cristiano y kantiano, por ejemplos) del derecho racional de las personas,
habrá que aceptar que, puesto que no se puede tratar a las personas (incluido
uno mismo) “meramente como medios”, hay una manera correcta en la que tener
propiedades, aunque solo sea por relación a las personas (y a mí mismo como
persona).
De forma que, siguiendo el análisis desde el punto de vista
“objetivo” (de las cosas poseibles), el derecho a la propiedad depende de la
naturaleza de las cosas (quizás mediando la naturaleza de las personas).
También según este fundamento, el derecho de propiedad es relativo, puesto que
nadie conoce perfectamente la naturaleza de las cosas (y su relación con los
fines últimos racionales de las personas).
Uno debería tener lo que, subjetivamente, debería desear, y
lo que objetivamente es deseable. Pero ¿qué es lo que uno, subjetivamente,
debería desear, y, objetivamente, debería tener? Voy a examinar a continuación
dos respuestas clásicas, pero inadecuadas o incompletas.
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Según algunos, es justo que yo posea todo y solo aquello que
merezco. La propiedad justa depende del mérito. Esta idea meritocrática es muy
común, desde las economías celestiales de las iglesias hasta la economía de
mercado. Hay un sentido inocente del término “mérito”, en que equivale a “lo
que por naturaleza le corresponde a alguien”. Un bebé, en ese sentido, “merece”
que le cuiden, aunque solo un fanático bien armado de fe sabe que ya es pecador
(o, más raramente, santo) para siempre. Pero el sentido interesante (y usual y
equivocado) del término es el que hace depender el mérito de la voluntad buena
o mala. Ya he argumentado alguna otra vez por qué esa idea de mérito no es una
buena idea: ¿merece uno las cualidades naturales, incluida la “buena
voluntad” que le hará un personaje emprendedor y buen especulador, o, por el
contrario, un vago asalariado?; ¿eligen las almas su carácter moral, allí en el
estado prenatal de la propia alma? A mi parecer, todo eso vuelve absurdo el
concepto de mérito, y sus parientes culpa, pecado, etc. Pero, incluso
suponiendo que tuviese algún valor en algún contexto, no puede ser un criterio
de la propiedad. De pequeño no tengo aún ningún mérito en ese sentido, pero
parece que en justicia tengo que ser propietario de ciertas cosas, como juegos
y comidas.
Por otra parte, ¿qué puedo merecer por hacer bien las cosas, más que
lo que me conviene y le conviene a las cosas? ¿Puedo merecer el poder como para
ordenar, por ejemplo, que se sacrifique a unos cuantos animales, o se arroje al
suelo algunas vajillas chinas, “por diversión”? Si eso fuera así, mis buenas
acciones serían meramente instrumentales, destinadas a conseguir el “derecho” a
satisfacer los más irracionales deseos. Sería un buen personaje moderno, un
liberal completo.
Otra opción es hacer depender la propiedad de la necesidad:
a cada uno según sus necesidades. Esto hay también un sentido amplio en que es
tautológico o casi. ¿Quién va a desear otra cosa que lo que le es necesario? El
problema es qué es lo que uno necesita, aparte de lo que cree que necesita.
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Mi tesis, intelectualista, de qué propiedad es correcta, o
de quién debería ser qué, puede expresarse, para más claridad dentro de la
brevedad, en dos momentos o pasos:
Primer paso, parcial: Es propiedad legítima de alguien aquello que le corresponde por naturaleza, es decir, aquello que sirve y basta para hacerle objetivamente mejor.
Uno tiene derecho a desear tener todo aquello que le
conviene por su naturaleza, sea consciente de ello o no. Si no lo desea, debería
desearlo.
Por supuesto, habrá quienes digan que no hay tal cosa como
la naturaleza (ideal) de alguien, sino que uno se inventa a sí mismo (o a sí
diferente) de la nada. Quien crea eso, no tiene derecho racional alguno a
reclamar lo suyo.
Hay un problema “fáctico” aquí: ¿quién determina qué es lo
que corresponde a uno por naturaleza? Dos respuestas son lógicamente
incorrectas, aunque verdaderas en cierto sentido: que lo puede y debe
determinar solo uno mismo (como si nuestra opinión sobre lo que nos conviene
fuese infalible, y lo que nos da la gana coincidiese con lo que realmente debemos
querer –como cree el anarcoliberalismo-); y que puede decidirlo un comité de
sabios humanos sin contar con nuestro beneplácito (como en los totalitarismos –incluido
el totalitarismo liberal, claro está-). Ni el individuo tiene derecho a hacer
lo que le de la gana, ni la sociedad tiene legitimidad a imponer a uno lo que
no quiere. El problema es que parece que no hay más opciones. En cierto modo,
así es. Pero, en cierto modo, no puede ser solo así: la cosa consistirá, más
bien, en un proceso (dialéctico) en que el sujeto intenta justificar, ante los
demás (pero primero ante sí mismo, ante el Sí mismo racional, que es al que se
reduce el “los demás”) sus deseos, y los otros (la “sociedad”, o sea, el Otro
que hay en mí) intentan justificar a cada uno lo que le obligan a aceptar. La
sociedad debe ser lo más tolerante, y el individuo, lo más razonable, posible.
El segundo paso, absoluto, de mi tesis es que es propiedad legítima de alguien todo y solo aquello que, estando en sus manos, supone el mayor bien universal (no solo ni principalmente para él).
Dejando ahora el asunto de cuál es el bien universal, un verdadero problema para el intelectualista es si las realizaciones de cada
individuo son incompatibles entre sí. ¿Es compatible la realización del hombre
con la de sus víctimas que acaban en el plato? Y, limitándose al interior de la
raza humana, ¿son compatibles las realizaciones de todos? Si no coincide el
bien de todos con el de cada uno, habrá (en principio al menos) conflictos, y
conflictos por la propiedad.
Mi tesis optimista-intelectualista (cuya justificación expondré en otro momento) es que todos los bienes verdaderos son compatibles, o, dicho más fuertemente, que nadie puede obtener un bien real si supone un mal para otro.
Ahora bien, aun admitiendo la posibilidad de que haya bienes
incompatibles, hay que advertir que esto no es lo que curre prácticamente nunca
(habría que ver en casos como los perdidos en una barca en medio del mar, que
deben o bien comerse uno a otro, o perecer ambos –para un intelectualista, o
para un kantiano, esto no ofrece dificultad: simplemente es preferible morir a
cometer algo indigno-). Lo que ocurre habitualmente, en los presuntos
conflictos de propiedad, es un reparto de la propiedad completamente
irracional, donde unos poseen muchísimos más bienes materiales de los que
pueden justificar como requeridos para su realización como personas (es decir,
como sujetos que pueden exigir racionalmente ese respeto de la propiedad), y
otros que apenas cuentan con lo mínimo.
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