En la nota anterior me fijaba en la denuncia filosófico-histórica
de Husserl, según la cual, y contra el tópico, los últimos siglos de Europa no
se han caracterizado por el racionalismo, sino, más bien casi al contrario, por
la limitación radical del papel de la razón, reducida a mera racionalidad positiva,
mecánico-técnico e instrumental, y negándosele toda legitimidad sobre las
cuestiones del sentido y el valor de las cosas (lo metafísico-ético) desde una
posición precisamente “ideológica” o metafísica, el positivismo naturalista. Aunque
se considera a Husserl el fundador de una de las grandes metodologías
filosóficas contemporáneas, la
Fenomenología , sin embargo casi todos sus seguidores (todos
los que tienen relevancia histórica) se han apartado del racionalismo del maestro
y han usado la fenomenología para hacer alguna forma de crítica al presunto
Logocentrismo europeo. Fenomenología y hermenéutica antirracionalista es la
filosofía dominante en el pensamiento contemporáneo “continental”.
Curiosamente, mientras tanto, en el mundo de los filósofos
anglosajones, donde había dominado hasta los años cincuenta o sesenta el positivismo
naturalista heredero de la racionalidad galileana que Husserl criticaba, ha ido
surgiendo y creciendo en el último medio siglo, junto a los supervivientes de
ese naturalismo y, también, junto a los herederos del segundo Wittgenstein (que
representan, en suelo anglosajón, lo más semejante al irracionalismo continental),
una corriente de filósofos que, con los métodos o maneras de la filosofía
analítica, pretenden hacer renacer de sus cenizas a la Metafísica , en el
sentido más sustantivo y desacomplejado del término: como indagación de la
estructura última o esencial de la realidad y sus diferentes ámbitos. Muchos de
ellos se identifican en general como (neo)aristotélicos, un neo-aristotelismo
independiente de ese otro aristotelismo que es pervivencia de la escolástica.
Desde luego, para muchos fenomenólogos y hermenéutas (franceses, italianos, y
algunos alemanes…), estos neo-metafísicos son solo unos bárbaros que no se han
enterado de que Dios ha muerto. Pero creo que esta actitud suficiente de los
postfilósofos está dejando de ser creíble. Los problemas metafísicos, mirados
otra vez de frente, siguen teniendo el mismo pleno sentido que tenían y
reclamando respuesta con la misma legitimidad con que las reclamaban antes de
las deconstrucciones modernas. ¿Y si lo que ha muerto o está muriendo es, más bien, el discurso único de que no hay discursos únicos, la metafísica
de que no hay metafísica, la teoría de que no puede haber Teoría? El
pensamiento europeo esté volviendo, con razón,
a replantearse los problemas filosóficos de siempre, aunque, como siempre, en
palabras ligeramente nuevas y con análisis en algunos sentidos más finos o
pulcros.
Como era de esperar, también en el terreno de la filosofía
“práctica” hay un renacimiento de la ética clásica, sobre todo en versión
aristotélica (“ética de las virtudes”). Desde Elizabeth Anscombe, Peter Geach y
Alasdair MacIntyre, hasta toda una legión actual, muchos filósofos, sobre todo
anglosajones, creen que es posible y necesario volver más atrás de todo
utilitarismo y del formalismo kantiano, y rescatar una ética más sustancial,
con todo el aparato aristotélico o griego en general: el carácter teleológico
de la naturaleza y del hombre, el realismo e intelectualismo moral, el lenguaje
de las virtudes… Estos filósofos repiten que la filosofía moderna, llevada por
su ideología naturalista y mecanicista, ha operado un vaciamiento del sujeto
que ha dejado a la ética sin anclaje. Frente a ello, las filosofías antiguas,
especialmente la aristotélica y la socrático-platónica, ofrecerían una
antropología más rica, que permite contemplar la actividad moral como una
actividad inteligente compleja y armónica, y no como una mera elección entre
deseos ciegos donde la razón es una simple esclava.
Quizás la mayor parte de estos pensadores estén
personalmente más cerca de posiciones políticas conservadoras, pero no hay nada
en su aristotelismo que obligue a que ello sea así, y también parte del
pensamiento de “izquierdas” piensa que el materialismo, el mecanicismo, el
irracionalismo moral, y, en general, la actitud antimetafísica y antirrealista,
no son la única ni la mejor opción en filosofía moral, y que la “muerte de Dios”
en sus diversas formas, lejos de ser una emancipación, seguramente tira al niño
con el agua de la bañera.
En lo que queda de esta entrada y en la siguiente, me
ocuparé críticamente de una muestra o versión concreta de este “renacimiento”
de la filosofía ética antigua, la que presentó Antoni Domènech en su excelente libro
De la ética a la política (Crítica,
Barcelona, 1989). Aunque este libro tiene ya unos años, no hay nada en él de
caduco, e incluso en ciertos aspectos es más actual hoy que cuando se publicó. Antoni
Domènech también cree que necesitamos recuperar cierto elemento de las éticas
antiguas ausente en la filosofía moral moderna, que él llama “tangente ática”,
y que podemos caracterizar como la armonía entre la felicidad privada y el bien
colectivo o justicia. Veamos cómo responde, a su parecer, la filosofía antigua
al problema de la política.
Los hombres, según Aristóteles según Antoni Domènech, buscan
la felicidad o eudemonía. Qué nos
hará felices y cuáles sean los fines últimos que uno persigue, es asunto que queda
fuera de toda posible ciencia, pues solo hay ciencia de lo que es necesario
mientras que los asuntos de felicidad humana “pueden ser de otra manera” y por
eso es posible y necesario deliberar acerca de ellos. Pero lo que sí es
objetivamente cierto es que la felicidad humana no es realizable fuera de la pólis, ya que esta es un ente más
autónomo que el individuo. Tal falta de autonomía absoluta del individuo es la
que le situaría en la dialéctica política.
Usando el lenguaje de la teoría de juegos (de moda en las
ciencias humanas recientes), podemos presentar esa dialéctica entre individuo y
sociedad, según Domènech, como un caso de “juego del prisionero”, o sea, como una
matriz de dos por dos, resultado de la interacción de dos “jugadores” (el
individuo y la sociedad) cada uno de ellos con dos posibles actitudes: o bien
actuar de manera egoísta (ir a lo suyo) o bien colaborar con los demás. Una
concepción política se puede describir como un determinado orden de preferencias,
en lo que se refiere a esas actitudes, de cada jugador.
Si suponemos, como lo más natural, que cada uno preferirá trabajar
por sus intereses en vez de por el interés de los demás (o sea, ser egoísta en
vez de altruista), obtenemos la conocida y “triste” consecuencia de que el
juego acabará con un resultado “subóptimo” (el segundo peor posible), que
consiste en que cada uno irá a lo suyo y ninguno se beneficiará de la
colaboración social, contra sus propias preferencias (pues, aunque todos
preferirían la opción en que uno mismo va a lo suyo pero los otros colaboran
con él, sin embargo, todos prefieren en segundo lugar la opción en que todos
colaboran, es decir, la sociedad frente a la “anarquía”). El reto de la
política podría describirse, entonces, como el de conseguir que, contra lo que
parece el resultado más “natural” pero perjudicial, los individuos estén
dispuestos a no ir a lo suyo por su propio interés.
Todos sabemos que lo que nos conviene es colaborar. Si
queremos conseguir nuestra mayor felicidad, tenemos que querer la de los otros.
Así que, “paradójicamente”, por egoísmo deberíamos preferir no ser egoístas.
Para evitar esta conocida “paradoja de la voluntad”, tenemos que reconocer,
como según Domènech hace el pensamiento moral ático (y ha vuelto a poner en
circulación Harry Frankfurt), que nuestras preferencias no son todas del mismo
nivel, sino que se organizan y jerarquizan, y, junto a preferencias básicas o
de orden elemental, hay preferencias de segundo orden, es decir, preferencias
de preferencias: yo, por ejemplo, prefiero preferir colaborar. Pero, aunque
sabemos eso, sin embargo nos dejamos llevar por las preferencias inmediatas o
de orden básico, que son a la larga perjudiciales. Fumamos, aunque sabemos que
nos acorta la vida y no deseamos eso; nos estresamos competitivamente aunque
sabemos que eso nos lleva a hacer peor las cosas… Nos conviene, por tanto, generar
en nosotros el mecanismo psíquico causal adecuado para que nos sea “natural” (como
una segunda naturaleza, quizás) tener una actitud eusocial, y no egoísta. El hombre debe perseguir que la felicidad
individual armonice, o incluso coincida, cuanto sea posible, con el bien social.
Los intereses del individuo tienen que ser los mismos que los de la sociedad. ¿Cómo
conseguir algo así?
Según Antoni Domènech el pensamiento ético de la época
clásica de Atenas (la “tangente ática”) proporciona una solución inteligente y
elegante a ese problema. Se trata de inculcar (o auto-inculcarse) un orden de
preferencias diferente al del (simple) egoísta. Para un griego resultaba feo y
vergonzoso mostrar una actitud egoísta e interesada, y le abochornaría presentarse
ante sus conciudadanos como un especulador comercial. Un individuo sujeto al
espíritu ático, pues, querrá como primera opción aquella en la que todos
colaboran, incluso por delante de aquella en la que él va a lo suyo mientras
los demás colaboran. Esto garantiza que el resultado será la eunomía.
Platón y Aristóteles habrían sostenido que cuando eso no
ocurre, cuando uno sigue preferencias puramente egoístas, es por akrasia o falta de gobierno sobre sí
mismo. Pero esa falta de autogobierno procedería, en el fondo, de la ignorancia
de nuestros mecanismos causales mentales. Al buen conocimiento de estos y a su
buena gestión se le llama frónesis,
prudencia o sabiduría práctica. No obstante, Platón y Aristóteles entendieron
algo diferentemente la prudencia. Mientras que para Platón es imposible ser
consciente de lo mejor (o sea, de qué preferencias de orden superior hay que
tener) y a la vez realizar lo peor, para Aristóteles sí existe esa posibilidad,
y la prudencia o frónesis es un
hábito (hexis), que es preciso
ejercitar. Menos intelectualistamente aún, la prudencia era, para los griegos
no filósofos, una virtud heredada socialmente, sin que mediara mucha o siquiera
alguna reflexión en su adopción por parte del individuo, educado en el seno de
la tradición.
Según Domènech, frente a la “razón erótica” de la moral
ática, la moral moderna con su “razón inerte” está falta de profundidad, con un
sujeto plano incapaz de preferencias de segundo orden, movido por deseos
irracionales, que se ve obligado a construir un super-sujeto (el Leviatán,
etc.) que le obligue a comportarse como le beneficia o a ser libre (como dice
Rousseau). Pero ninguna de las opciones modernas consigue lo que desea: al
sujeto particular siempre le interesa no colaborar, y deseará hacerlo en cuanto
pueda. ¿Quién vigila al vigilante?, ¿quién vigila al monarca…? De la ética
antigua clásica deberíamos, por tanto, aprender a desear el bien social, lo que
tendrá como consecuencia que saldríamos más beneficiados en nuestros deseos
privados o de orden básico, en nuestra felicidad personal. Así es como
podríamos volver a conectar la ética con la política, y evitar la tragedia de
las sociedades modernas.
Los defensores del egoísmo pueden burlarse de la santurrona “tangente
ática”, pero tienen que admitir que esa actitud “ingenua” ofrece un mejor
resultado incluso en términos egoístas. Un egoísta puro, incapaz de sacrificarse
por otro (un tipo Calicles-Nietzsche, dice Domènech) será realmente un completo
acrásico, incapaz de mover un dedo por otra cosa que su deseo actual, y en el
juego del prisionero de su yo-actual con su(s) yo(es) futuros está condenado
siempre a sus peores resultados. Por ejemplo, un tipo así será incapaz de dejar
de fumar, porque eso implica un sacrificio de sus deseos actuales a favor de su
yo-futuro.
Todo el libro de Domènech es muy ilustrado e interesante, y se
lo recomiendo vivamente al lector. En la próxima entrada haré una crítica de su
tesis principal, que acabo de reseñar. ¿Es una solución aceptable a la dialéctica
política? Y ¿es una reivindicación acertada del racionalismo moral, más concretamente
de la filosofía moral ática?
No hay comentarios:
Publicar un comentario