domingo, 9 de diciembre de 2012

Acerca de algunos intentos de reaprender algo de los griegos (¿Dónde está Europa? IV)


En la nota anterior me fijaba en la denuncia filosófico-histórica de Husserl, según la cual, y contra el tópico, los últimos siglos de Europa no se han caracterizado por el racionalismo, sino, más bien casi al contrario, por la limitación radical del papel de la razón, reducida a mera racionalidad positiva, mecánico-técnico e instrumental, y negándosele toda legitimidad sobre las cuestiones del sentido y el valor de las cosas (lo metafísico-ético) desde una posición precisamente “ideológica” o metafísica, el positivismo naturalista. Aunque se considera a Husserl el fundador de una de las grandes metodologías filosóficas contemporáneas, la Fenomenología, sin embargo casi todos sus seguidores (todos los que tienen relevancia histórica) se han apartado del racionalismo del maestro y han usado la fenomenología para hacer alguna forma de crítica al presunto Logocentrismo europeo. Fenomenología y hermenéutica antirracionalista es la filosofía dominante en el pensamiento contemporáneo “continental”.

Curiosamente, mientras tanto, en el mundo de los filósofos anglosajones, donde había dominado hasta los años cincuenta o sesenta el positivismo naturalista heredero de la racionalidad galileana que Husserl criticaba, ha ido surgiendo y creciendo en el último medio siglo, junto a los supervivientes de ese naturalismo y, también, junto a los herederos del segundo Wittgenstein (que representan, en suelo anglosajón, lo más semejante al irracionalismo continental), una corriente de filósofos que, con los métodos o maneras de la filosofía analítica, pretenden hacer renacer de sus cenizas a la Metafísica, en el sentido más sustantivo y desacomplejado del término: como indagación de la estructura última o esencial de la realidad y sus diferentes ámbitos. Muchos de ellos se identifican en general como (neo)aristotélicos, un neo-aristotelismo independiente de ese otro aristotelismo que es pervivencia de la escolástica. Desde luego, para muchos fenomenólogos y hermenéutas (franceses, italianos, y algunos alemanes…), estos neo-metafísicos son solo unos bárbaros que no se han enterado de que Dios ha muerto. Pero creo que esta actitud suficiente de los postfilósofos está dejando de ser creíble. Los problemas metafísicos, mirados otra vez de frente, siguen teniendo el mismo pleno sentido que tenían y reclamando respuesta con la misma legitimidad con que las reclamaban antes de las deconstrucciones modernas. ¿Y si lo que ha muerto o está muriendo es, más bien, el discurso único de que no hay discursos únicos, la metafísica de que no hay metafísica, la teoría de que no puede haber Teoría? El pensamiento europeo esté volviendo, con razón, a replantearse los problemas filosóficos de siempre, aunque, como siempre, en palabras ligeramente nuevas y con análisis en algunos sentidos más finos o pulcros.

Como era de esperar, también en el terreno de la filosofía “práctica” hay un renacimiento de la ética clásica, sobre todo en versión aristotélica (“ética de las virtudes”). Desde Elizabeth Anscombe, Peter Geach y Alasdair MacIntyre, hasta toda una legión actual, muchos filósofos, sobre todo anglosajones, creen que es posible y necesario volver más atrás de todo utilitarismo y del formalismo kantiano, y rescatar una ética más sustancial, con todo el aparato aristotélico o griego en general: el carácter teleológico de la naturaleza y del hombre, el realismo e intelectualismo moral, el lenguaje de las virtudes… Estos filósofos repiten que la filosofía moderna, llevada por su ideología naturalista y mecanicista, ha operado un vaciamiento del sujeto que ha dejado a la ética sin anclaje. Frente a ello, las filosofías antiguas, especialmente la aristotélica y la socrático-platónica, ofrecerían una antropología más rica, que permite contemplar la actividad moral como una actividad inteligente compleja y armónica, y no como una mera elección entre deseos ciegos donde la razón es una simple esclava.

Quizás la mayor parte de estos pensadores estén personalmente más cerca de posiciones políticas conservadoras, pero no hay nada en su aristotelismo que obligue a que ello sea así, y también parte del pensamiento de “izquierdas” piensa que el materialismo, el mecanicismo, el irracionalismo moral, y, en general, la actitud antimetafísica y antirrealista, no son la única ni la mejor opción en filosofía moral, y que la “muerte de Dios” en sus diversas formas, lejos de ser una emancipación, seguramente tira al niño con el agua de la bañera.

En lo que queda de esta entrada y en la siguiente, me ocuparé críticamente de una muestra o versión concreta de este “renacimiento” de la filosofía ética antigua, la que presentó Antoni Domènech en su excelente libro De la ética a la política (Crítica, Barcelona, 1989). Aunque este libro tiene ya unos años, no hay nada en él de caduco, e incluso en ciertos aspectos es más actual hoy que cuando se publicó. Antoni Domènech también cree que necesitamos recuperar cierto elemento de las éticas antiguas ausente en la filosofía moral moderna, que él llama “tangente ática”, y que podemos caracterizar como la armonía entre la felicidad privada y el bien colectivo o justicia. Veamos cómo responde, a su parecer, la filosofía antigua al problema de la política.

Los hombres, según Aristóteles según Antoni Domènech, buscan la felicidad o eudemonía. Qué nos hará felices y cuáles sean los fines últimos que uno persigue, es asunto que queda fuera de toda posible ciencia, pues solo hay ciencia de lo que es necesario mientras que los asuntos de felicidad humana “pueden ser de otra manera” y por eso es posible y necesario deliberar acerca de ellos. Pero lo que sí es objetivamente cierto es que la felicidad humana no es realizable fuera de la pólis, ya que esta es un ente más autónomo que el individuo. Tal falta de autonomía absoluta del individuo es la que le situaría en la dialéctica política.
Usando el lenguaje de la teoría de juegos (de moda en las ciencias humanas recientes), podemos presentar esa dialéctica entre individuo y sociedad, según Domènech, como un caso de “juego del prisionero”, o sea, como una matriz de dos por dos, resultado de la interacción de dos “jugadores” (el individuo y la sociedad) cada uno de ellos con dos posibles actitudes: o bien actuar de manera egoísta (ir a lo suyo) o bien colaborar con los demás. Una concepción política se puede describir como un determinado orden de preferencias, en lo que se refiere a esas actitudes, de cada jugador.

Si suponemos, como lo más natural, que cada uno preferirá trabajar por sus intereses en vez de por el interés de los demás (o sea, ser egoísta en vez de altruista), obtenemos la conocida y “triste” consecuencia de que el juego acabará con un resultado “subóptimo” (el segundo peor posible), que consiste en que cada uno irá a lo suyo y ninguno se beneficiará de la colaboración social, contra sus propias preferencias (pues, aunque todos preferirían la opción en que uno mismo va a lo suyo pero los otros colaboran con él, sin embargo, todos prefieren en segundo lugar la opción en que todos colaboran, es decir, la sociedad frente a la “anarquía”). El reto de la política podría describirse, entonces, como el de conseguir que, contra lo que parece el resultado más “natural” pero perjudicial, los individuos estén dispuestos a no ir a lo suyo por su propio interés.

Todos sabemos que lo que nos conviene es colaborar. Si queremos conseguir nuestra mayor felicidad, tenemos que querer la de los otros. Así que, “paradójicamente”, por egoísmo deberíamos preferir no ser egoístas. Para evitar esta conocida “paradoja de la voluntad”, tenemos que reconocer, como según Domènech hace el pensamiento moral ático (y ha vuelto a poner en circulación Harry Frankfurt), que nuestras preferencias no son todas del mismo nivel, sino que se organizan y jerarquizan, y, junto a preferencias básicas o de orden elemental, hay preferencias de segundo orden, es decir, preferencias de preferencias: yo, por ejemplo, prefiero preferir colaborar. Pero, aunque sabemos eso, sin embargo nos dejamos llevar por las preferencias inmediatas o de orden básico, que son a la larga perjudiciales. Fumamos, aunque sabemos que nos acorta la vida y no deseamos eso; nos estresamos competitivamente aunque sabemos que eso nos lleva a hacer peor las cosas… Nos conviene, por tanto, generar en nosotros el mecanismo psíquico causal adecuado para que nos sea “natural” (como una segunda naturaleza, quizás) tener una actitud eusocial, y no egoísta. El hombre debe perseguir que la felicidad individual armonice, o incluso coincida, cuanto sea posible, con el bien social. Los intereses del individuo tienen que ser los mismos que los de la sociedad. ¿Cómo conseguir algo así?

Según Antoni Domènech el pensamiento ético de la época clásica de Atenas (la “tangente ática”) proporciona una solución inteligente y elegante a ese problema. Se trata de inculcar (o auto-inculcarse) un orden de preferencias diferente al del (simple) egoísta. Para un griego resultaba feo y vergonzoso mostrar una actitud egoísta e interesada, y le abochornaría presentarse ante sus conciudadanos como un especulador comercial. Un individuo sujeto al espíritu ático, pues, querrá como primera opción aquella en la que todos colaboran, incluso por delante de aquella en la que él va a lo suyo mientras los demás colaboran. Esto garantiza que el resultado será la eunomía.

Platón y Aristóteles habrían sostenido que cuando eso no ocurre, cuando uno sigue preferencias puramente egoístas, es por akrasia o falta de gobierno sobre sí mismo. Pero esa falta de autogobierno procedería, en el fondo, de la ignorancia de nuestros mecanismos causales mentales. Al buen conocimiento de estos y a su buena gestión se le llama frónesis, prudencia o sabiduría práctica. No obstante, Platón y Aristóteles entendieron algo diferentemente la prudencia. Mientras que para Platón es imposible ser consciente de lo mejor (o sea, de qué preferencias de orden superior hay que tener) y a la vez realizar lo peor, para Aristóteles sí existe esa posibilidad, y la prudencia o frónesis es un hábito (hexis), que es preciso ejercitar. Menos intelectualistamente aún, la prudencia era, para los griegos no filósofos, una virtud heredada socialmente, sin que mediara mucha o siquiera alguna reflexión en su adopción por parte del individuo, educado en el seno de la tradición.

Según Domènech, frente a la “razón erótica” de la moral ática, la moral moderna con su “razón inerte” está falta de profundidad, con un sujeto plano incapaz de preferencias de segundo orden, movido por deseos irracionales, que se ve obligado a construir un super-sujeto (el Leviatán, etc.) que le obligue a comportarse como le beneficia o a ser libre (como dice Rousseau). Pero ninguna de las opciones modernas consigue lo que desea: al sujeto particular siempre le interesa no colaborar, y deseará hacerlo en cuanto pueda. ¿Quién vigila al vigilante?, ¿quién vigila al monarca…? De la ética antigua clásica deberíamos, por tanto, aprender a desear el bien social, lo que tendrá como consecuencia que saldríamos más beneficiados en nuestros deseos privados o de orden básico, en nuestra felicidad personal. Así es como podríamos volver a conectar la ética con la política, y evitar la tragedia de las sociedades modernas.

Los defensores del egoísmo pueden burlarse de la santurrona “tangente ática”, pero tienen que admitir que esa actitud “ingenua” ofrece un mejor resultado incluso en términos egoístas. Un egoísta puro, incapaz de sacrificarse por otro (un tipo Calicles-Nietzsche, dice Domènech) será realmente un completo acrásico, incapaz de mover un dedo por otra cosa que su deseo actual, y en el juego del prisionero de su yo-actual con su(s) yo(es) futuros está condenado siempre a sus peores resultados. Por ejemplo, un tipo así será incapaz de dejar de fumar, porque eso implica un sacrificio de sus deseos actuales a favor de su yo-futuro.

Todo el libro de Domènech es muy ilustrado e interesante, y se lo recomiendo vivamente al lector. En la próxima entrada haré una crítica de su tesis principal, que acabo de reseñar. ¿Es una solución aceptable a la dialéctica política? Y ¿es una reivindicación acertada del racionalismo moral, más concretamente de la filosofía moral ática?

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